4. Frenesí [+18]
Cuando la joven despertó, estaba tan alterada que a Elliot y los sirvientes les costó lograr que se calmara. A duras penas pudieron escuchar su nombre entre los sollozos.
—No lloréis, Gabriela, por favor —le pidió Elliot al tiempo que le tendía un pañuelo—. Aquí estáis a salvo.
La joven lo tomó y se lo llevó a los ojos para secarse las lágrimas. Cuando levantó la mirada, manchurrones negros del maquillaje se habían extendido desde sus pestañas dándole un aspecto aún más triste, pero Elliot no consideró cortés hacer mención al respecto.
—Ha sido horrible —balbuceó—. No me soltaba aunque se lo pidiera.
—¿Quién?
Gabriela lo miró, después se giró hacia Leopold y el resto de sirvientes antes de volver a mirarlo. Elliot comprendió.
—Podéis confiar en ellos. No harán nada que yo no ordene y yo no haré nada en vuestra contra.
—Tengo miedo. Es poderoso.
—¿Más que yo?
Ella sonrió, aunque sus labios temblaron.
—No más que vos.
—Bien. En ese caso, no tenéis de qué preocuparos.
Ella lo miró y dudó antes de asentir.
—Fue el conde Thisell.
—Me lo imaginaba —suspiró Elliot—. No debió de tomarse bien que lo interrumpiera en los jardines.
—Le dije que no. Que no era el momento, pero insistía.
—¿Os hizo daño?
—No lo consiguió, pero temo las represalias —dijo sin dejar de temblar—. Yo no soy nadie importante.
Leopold caminó hasta la mesilla donde los sirvientes habían dejado una bandeja de plata con tazas y una tetera.
—Esta infusión os calmará los nervios —dijo mientras vertía el líquido azulado y le tendía la taza que ella recogió con dedos trémulos—. Es lukina.
—Gracias —tartamudeó—, sois muy amable.
—Debéis descansar. Mañana tomaré cartas en el asunto, os lo prometo —dijo Elliot.
—Gracias, milord.
—Por favor, preparadle una habitación —les ordenó a los sirvientes.
Se dispusieron a obedecerle, pero Gabriela se puso en pie con gesto de horror.
—¡No!
—¿Qué os ocurre? —inquirió Elliot sorprendido.
—No quiero estar sola —susurró.
—No tenéis de qué preocuparos, pondremos guardias en vuestra puerta...
—Por favor, dejadme estar con vos —suplicó, comenzando a llorar de nuevo.
—¿Aquí? ¿En mis aposentos?
Sin poder evitarlo, los colores aparecieron en sus mejillas.
—Milord —intervino Leopold—, resulta obvio que la dama ha pasado por una experiencia traumática esta noche, no creo oportuno forzarla a separarse de vos si no lo desea. A fin de cuentas, sois su salvador.
Elliot lo fulminó con la mirada, perfectamente consciente de que aquello era una artimaña por su parte. La verdad, no comprendía cómo podía considerarlo tan bruto de intentar algo con una joven que se encontraba hecha un manojo de nervios. Pero estaba cansado y no le restaban ganas para discutir. Dejaría que el sirviente sacara sus propias conclusiones cuando nada pasara entre él y Gabriela.
—De acuerdo —aceptó.
Los sirvientes salieron uno a uno después de preparar la cama y dejarles mudas de ropa a ambos. Elliot permitió que Gabriela se aseara y cambiara primero.
Cuando salió de detrás del biombo, no pudo evitar quedarse prendado de su imagen. Vestía tan solo un camisón blanco y a contraluz podía intuirse su curvilínea figura. La melena negra como la noche enmarcaba su tez pálida como el cielo nocturno rodea a la luna. A pesar de que ya no había rastro de maquillaje en su rostro, sus labios seguían siendo de un rojo imposible.
Ahora que la observaba con atención, se percató de que era mayor que él, probablemente rondando la veintena. Podía notar un aire de madurez en la forma de mirarlo. No parecía en absoluto avergonzada de mostrarse tan ligera de ropa ante un desconocido y tampoco se molestaba en fingir lo contrario como hacían las damas de la corte.
Ya no quedaba rastro de la histeria que antes la había dominada, en cambio Elliot jamás se había sentido tan nervioso. Tuvo que tragar saliva antes de hablar, pues tenía la boca seca.
—Será mejor que os acosteis, Gabriela —atinó a decir—. Mañana será un día complicado.
Le señaló la cama mientras él se dirigía hacia el diván. Puede que Leopold se considerara inteligente encerrándolo con una mujer en una habitación con una sola cama, pero Elliot ya tenía experiencia evitando las artimañas de su padre y muchas veces había permitido que durmieran en sus aposentos sin necesidad de compartir el lecho.
—De acuerdo —aceptó ella con una sonrisa que aceleró el corazón del joven—. Pero por favor, no os priveis de una cama por mí. Dormid conmigo.
—¿No me teméis? —preguntó incrédulo.
—Ahora mismo lo único que temo es quedarme sola en esta oscuridad.
Iba a negarse, pero cuando su mirada oscura se clavó en él, le fue imposible decirle que no. Ni siquiera sabía por qué.
—Bien, eh... Voy a cambiarme —se excusó.
Desapareció en el baño y se agachó frente a la palangana para lavarse el rostro enrojecido y refrescarse la nuca. Antes de regresar al dormitorio, sustituyó sus ropas de celebración por otras holgadas y cómodas.
Cuando salió, Gabriela ya estaba en la cama, acurrucada entre las pieles con una sonrisa curvando sus labios.
Sin saber qué decir, Elliot se tumbó a su lado intentando poner la mayor distancia entre ambos. Pero ella se lo impidió cuando se acercó a él. Apoyó la cabeza sobre su hombro y suspiró.
—Eh...
—Hace frío —lo interrumpió ella antes de que pudiera siquiera formar palabras.
Elliot lo dudaba mucho. La chimenea aún ardía y estaban cubiertos de mantas y pieles. De hecho, él comenzaba a sentir un calor sofocante allí donde lo tocaba.
—Intentemos dormir —dijo al fin.
Se incorporó para apagar las velas del candelabro sobre su mesita de noche, pero la mano de Gabriela comenzó a pasearse por su pecho y se le olvidó por completo. Su tacto era agradable, pero le ponía sumamente nervioso.
En el instante en que se imaginó cómo se sentirían las caricias sobre su piel, ella coló los dedos por el final de su camisa y le rozó el pecho. El joven dio un respingo y llevó su mano hacia allí para detenerla.
Cuando volvió el rostro para reprocharle su atrevimiento, su boca fue recibida por sus labios carnosos y cálidos. Estaban húmedos y se deslizaban entre los suyos con suavidad. El beso nubló su juicio, jamás había experimentado algo tan placentero. Sentía que lo había anhelado toda la vida.
Ella sonrió sobre su boca. Cuando la entreabrió, su aliento lo embriagó como el vino más dulce. Su lengua se abrió paso y jugueteó con la suya. Aquello lo sacudió como una descarga que lo hizo reaccionar.
—¿Qué haces? —resopló, acalorado, al tiempo que se apartaba. Estaba tan alterado que hasta se olvidó de tratarla de vos como indicaba el decoro.
—Te beso —respondió ella con obviedad—. ¿No te gusta?
—Sí, pero... No... No es apropiado.
Gabriela soltó una risita que terminó en un ronroneo cuando volvió a inclinarse sobre él. Elliot la dejó hacer. Aceptó el paso de su lengua y permitió que explorara su boca. Era extraño. En otras ocasiones, no había tenido problemas en librarse de las mujeres que su padre colaba en sus aposentos, ¿por qué en ese momento le resultaba tan arduo?
Cuando ella se sentó a horcajadas sobre él, el ambiente se tornó más denso y la poca distancia que había entre ellos, desapareció. Las manos de Elliot se movieron solas, como si estuvieran poseídas. Descendieron hasta dar con el borde de su camisón y, lentamente, lo deslizó hacia arriba. En su camino, pudo acariciar las piernas de Gabriela; su piel era tan suave como la seda.
La mujer lo ayudó cuando la tela se enredó en sus caderas y fue ella quien terminó de subirlo, revelando primero su feminidad, después su vientre plano y al final sus pechos generosos.
Lo contempló desde arriba, con una sonrisa maliciosa curvando sus labios. Elliot se limitó a tragar saliva, hipnotizado ante semejante visión. Nunca había visto a una mujer desnuda, solo en las pinturas prohibidas que su amigo Adler le llevó a ver. Sin embargo, no se acercaban ni un poco a Gabriela. Sus caderas eran tan pronunciadas, que parecía llevar un corsé invisible. Su piel no tenía ni una sola imperfección y sus ojos se perdieron en ella, recorriéndola hasta toparse con con el inicio de sus pechos. Apartó la vista cohibido y con el rostro enfebrecido.
Gabriela rio y no pudo resistir el impulso de clavar la mirada en su rostro. De inmediato, quedó prendado de su arrebatadora sonrisa.
Al contrario que en los cuadros, ella no se mostraba cohibida ni con esa mirada virginal que el pintor se había esforzado en plasmar, como si la modelo fuera consciente de lo indecoroso que era mostrar su cuerpo. No, Gabriela sonreía desvergonzada y se relamía los labios al contemplarlo. Sus ojos brillaban con lujuria, consciente de a dónde los conducía el precipicio por el que acababa de empujarlo.
Una sola mirada había bastado para emborronar su mente y encender un deseo irrefrenable que Elliot jamás había experimentado. Este se extendió veloz por todas sus venas, bombeando al ritmo desenfrenado de su corazón.
Cuando Gabriela tomó sus manos y las situó sobre sus caderas, no se opuso. Con sus dedos, comenzó a guiarlo hacia arriba hasta que se topó con el inicio de sus pechos y lo soltó.
—Sigue —lo incitó con un ronroneo.
Aún prendado de su mirada lasciva, se aventuró sobre sus senos. Eran redondos y blandos como jamás había imaginado. Cualquier movimiento de sus dedos se transmitía a toda su superficie como una ondulación sobre el agua. Continuó acariciándolos hasta que se atrevió a llegar a la cumbre. En el momento en que rozó sus pezones, los sintió endurecerse y su piel erizarse. Empujado por la seguridad de saberla excitada por sus caricias, se incorporó y alcanzó con su boca uno de ellos; mientras colocaba su mano libre tras su espalda para empujarla más hacia sus labios ansiosos.
Gabriela gimió y fue el sonido más delicioso que Elliot había escuchado nunca. Lamió con más fuerza y arañó con sus dientes el pezón cada vez más erecto. Ella enterró los dedos en su pelo dorado, acariciando sus rizos. Él comenzó a jadear, vertiendo su aliento sobre su seno sin dejar de atender el otro con los dedos. Su toque, aunque inexperto, arrancó gemidos cada vez más altos de la boca pecaminosa de Gabriela.
La poca cordura que le restaba la perdió cuando ella cerró los muslos alrededor de sus caderas y sintió su feminidad deslizarse sobre su erección en un suave vaivén.
Gabriela tiró de su pelo, obligándolo a mirarla. Sintió en la barbilla su saliva cuando rozó el pecho al que tanta atención había prestado. Pero, cuando ya echaba de menos su tacto, ella se inclinó y reclamó sus labios con un beso fiero. Tomó su rostro con manos férreas y Elliot sintió que le faltaba el aire, pero le habría dado igual ahogarse si con ello podía seguir besándola.
Apenas fue consciente de que sus manos se desplazaban por su espalda hasta tomar el final de su camisa para quitársela. Solo cuando la levantó hasta su cabeza y se vieron obligados a romper el beso, adivinó que pronto se encontraría tan desnudo como ella.
Parpadeó, desorientado. La breve pausa lejos de sus labios había traído claridad a sus pensamientos. Duró lo suficiente para comprender que no quería llegar hasta el final aunque lo deseara más que nada.
Cuando sintió sus dedos libidinosos deslizarse hasta su última prenda, la detuvo tomándola por las muñecas. Sabía que si le permitía alcanzar su entrepierna, no tendría la voluntad para detenerse.
—Para... —susurró entre jadeos.
Toda ella se congeló y se volvió hacia su rostro arrebolado con una genuina expresión de sorpresa.
—¿Qué?
—Para, por favor —logró decir, más alto ahora que había recuperado algo de aliento.
—¿Por qué pararíamos? —chistó ella—. Ahora viene lo más interesante.
Rio y se inclinó para besarlo, pero Elliot volvió el rostro, alejándolo de su aliento intoxicante.
—No quiero seguir.
Ella se liberó de su agarre con una fuerte sacudida que sorprendió al joven.
—¿Por qué?
—Porque no es lo que quiero.
Gabriela lo miró burlona.
—Puedo sentir debajo de mí que sí lo quieres.
Elliot estaba tan sonrojado que no había ni una pizca de piel que pudiera arrebolarse más.
—Querer y desear son dos cosas distintas —argumentó, como si estuviera en una de sus clases de dialéctica.
Pero Gabriela no se parecía en nada al maestro arrugado de barba cana que lo instruía. Sin duda ella era mucho más convincente. Le bastó posar sus labios sobre su oreja y susurrar:
—Déjame demostrarte que me quieres y me deseas. Todo a la vez.
Elliot sintió un escalofrío, pero se sobrepuso. Con firmeza pero suavidad, la empujó hacia un lado para sacársela de encima.
—No insistas —le dijo con toda la entereza que fue capaz de reunir.
Apretó los puños para mantenerlos quietos, pues ansiaban tomarla de nuevo y no dejarla ir. Ayudó un poco percatarse de su erección ahora que ella no la cubría. Se sintió avergonzado, pero al menos pudo ocupar sus manos en tomar uno de los cojines y colocarlo ahí.
—¿Tu reticencia se debe a que es tu primera vez? ¿Sientes que no estarás a la altura?
Bueno, eso sin duda era algo que le preocupaba, pero no era el motivo, de modo que negó.
—Puedes estar tranquilo, no necesito que hagas mucho más que permanecer duro y no dejarme a la mitad.
Elliot estaba equivocado: sí podía enrojecer más. Esta vez notó el calor subirle hasta las orejas.
—No se trata de eso.
—¿Entonces qué? —preguntó llena de escepticismo—. Ningún hombre se resistiría a una mujer que se ofrece como yo lo he hecho.
El joven rio nervioso.
—Tal vez sea por eso que mi padre me considera poco hombre. Es solo que... Se supone que debo hacer esto con mi esposa.
—¿Estás casado? —preguntó, frunciendo el ceño.
—No, claro que no. Me refiero a mi futura esposa... cuando la encuentre.
Tal y como esperaba, Gabriela se echó a reír.
—¿Y ya tienes una candidata?
Elliot no pudo mirarla a la cara cuando respondió:
—Tú... si quieres.
Creyó que se reiría de nuevo, pero nada salió de sus labios entreabiertos a pesar de que habían sido tan elocuentes cuando lo besaba.
—¿Te casarías conmigo? —preguntó incrédula—. ¿Con la aventura de una noche?
Se limitó a asentir, pues no creía ser capaz de decirlo en voz alta.
—¿Y me serías fiel? —insistió, con la burla impregnando sus palabras.
—Sí.
—No te creo.
—No tienes que hacerlo. Te lo demostraré. Yo... yo no soy como mi padre.
—Sí lo eres, todos lo sois —replicó.
—¡No! Yo jamás te haría lo que él le hace a mi madre.
Gabriela tomó su barbilla con los dedos y lo obligó a mirarla. Lo examinó durante casi un minuto antes de hablar. Cuando lo hizo, su pregunta sonó más como un reproche:
—¿Cómo puedes ser tan... inocente?
—¡No soy inocente! —exclamó ofendido.
—Si crees que un hombre se mantendría fiel a una sola mujer sin que se haya enamorado de ella, es que eres un iluso.
—¡Pues enamorémonos! —dijo enfadado—. Conozcámonos antes de casarnos.
Ella lo observó con detenimiento y los ojos brillantes.
—Hablas en serio —dijo creyéndolo al fin.
—Sí.
Gabriela se movió tan rápido que apenas la vio. En un parpadeo estaba de nuevo sobre él. Le aprisionó las muñecas y lo inmovilizó. Incómodo, intentó soltarse, pero ella lo retuvo con una fuerza imposible para una mujer tan menuda. La miró y vio un rostro salvaje. Podía jurar que hasta tenía colmillos como los de un animal, pero no le dio tiempo a confirmarlo, pues se inclinó sobre él para besarlo.
Ese beso fue diferente a los anteriores, menos dulce y más agresivo. Elliot sintió una punzada de dolor y el sabor ferroso de su sangre. Gabriela succionó las gotas que le caían por la comisura de sus labios y él no pudo apartarse a pesar de todos sus esfuerzos.
Cuando se separó de él, lo contempló con deseo, como si fuera un tesoro de gran rareza.
Pasó a sujetar sus muñecas con una sola mano para limpiarse la boca con el dorso de la otra. Entonces se mordió su labio inferior con los prominentes colmillos, ahora claramente perceptibles. La sangre comenzó a brotar y volvió a inclinarse sobre él. Elliot pensó que lo besaría, pero su propósito era otro y lo supo cuando le vertió su sangre en la boca y de ahí cayó por su garganta.
Comprendió demasiado tarde qué era en realidad Gabriela. Él jamás había visto a uno, pues el Tratado de Paz estipulaba que ningún vampiro podía pisar el reino humano.
Intentó escupir la sangre, pero ella se lo impidió colocando su mano sobre sus labios.
Elliot estaba helado, como si el frío hubiera penetrado por su carne hasta sus venas.
Entre el terror, escuchó a Gabriela susurrándole al oído:
—Me has convencido, Elliot de Wiktoria. Serás mío... Veamos si esa inocencia tuya perdura cuando te convierta en un monstruo.
Él gritó de dolor. Continuó gritando incluso cuando Gabriela se marchó hasta que al fin las puertas de sus aposentos se abrieron. Por ellas entraron sirvientes y soldados, mas nada pudieron hacer por su joven señor.
No había vuelta atrás en ese viaje sin retorno.
Este es otro capítulo que tiene bastantes cambios. En la anterior versión, Elliot y Gabriela no llegan a hacer tantas cochinadas 🙊 y él nunca le pide matrimonio. Con estos y otros cambios, lo que quiero es construir mejor lo que pasa entre ellos y también dar a conocer un poco de la forma de actuar de ella. En esta segunda revisión, conozco mejor a los personajes y cuál es el camino que siguen, así que estoy haciendo ajustes para que todo quede mejor explicado.
¿Os han gustado los cambios? Yo ya dije que habría más de una escena hot 🔥.
¡En el siguiente capítulo volvemos con Wendy!
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