35. Dragosta
Wendolyn estrujaba la tela de su falda mientras el traqueteo del carruaje la mecía de un lado a otro. Llevaba lo que parecía una eternidad resistiéndose a mirar tras la cortina.
—Una pena, una pena... —dijo Alaric Hannelor mirándola con una sonrisa bonachona.
Sí, una pena.
Desde que anunciaron su llegada a Dragosta, Wendy había deseado contemplar la espléndida capital de Vasilia. Pero la mala suerte quiso que el sol brillara ese día en un cielo sin rastro de nubes.
—Una pena... —repitió el canciller.
A su lucha por no morir quemada, se le unió reprimir las ganas de gritarle que se callara.
—Ya tendrás tiempo de ver la ciudad, Wendolyn —susurró William que tenía los ojos cerrados para fingir que dormía y así evitar las preguntas de su tío.
A diferencia de ella, él mostraba el mismo interés por la capital que por los pueblos de calles embarradas que se habían encontrado en el camino.
—Hoy verás la parte oculta de Dragosta que no tiene nada que envidiarle —insistió al ver que hacía un mohín.
—Así es —confirmó Alaric sin dejar de sonreír—. Aunque el aire está un poco viciado allí abajo —añadió con un suspiro.
—Como si ese fuera el mayor problema de Dragosta... —siseó William.
El canciller chistó.
—Sobrino, más te vale atar tu lengua y borrar esa funesta expresión de tu rostro si no quieres llamar la atención. Nadie ha muerto... todavía —añadió con una sonrisa maliciosa.
Wendolyn lo miró nerviosa y William vio de reojo que le temblaban las manos. Suspiró y estiró el brazo para detener los temblores.
—Solo está bromeando. Para mi honorable tío, todo es motivo de burla.
—No todo, mi querido sobrino —dijo y le dirigió una mirada a la joven que William comprendió de inmediato.
Su encuentro con la reina estaba próximo y sin duda le haría preguntas para descubrir si tenía algo que ver con la creciente inquietud de los mirlaj. Y aunque no tenía relación con la conversión de Elliot, sí la tenía con Wendolyn y el asesinato del barón Lovelace.
Desde el principio supo que era arriesgado que lo acompañara a Dragosta; Alaric no estuvo de acuerdo, pero William no estaba dispuesto a dejarla atrás. Él la había convertido, él había roto el tratado de paz.
Pero si Anghelika lo descubría y decidía castigarlo, aún tenía un as en la manga que tal vez lo salvara.
Se distrajo cuando la luz que brillaba en los resquicios de los ventanucos del carruaje, se tornó en oscuridad.
—Ahora puedes asomarte —dijo mirando a Wendy con una sonrisa.
Ella dio un brinco de emoción sobre su asiento antes de darse la vuelta y retirar las cortinas. La escuchó gorjear cuando al fin vio lo que había fuera.
De Dragosta se decía que era como un árbol y la mayoría solo llegaba a contemplar el tronco y la copa que lo coronaba. Esa era la ciudad de la que hablaba la historia, sobre la que se alzaba el majestuoso Palacio Dorado.
Pero bajo tierra, entre las raíces del árbol, existía una urbe oculta y misteriosa; un mundo oscuro y secreto inalcanzable para los rayos de sol. No era una ciudad enterrada como Rëlsa pues no había túneles ni paredes rocosas. La Dragosta oculta era un refugio eterno de los rayos de sol. Estaba formada por majestuosas avenidas arqueadas y en sus paredes había entradas a los edificios principales en la superficie.
Los ojos de Wendolyn se iluminaron como la plata bruñida y las lágrimas brillaron como diminutos diamantes cuando la contempló maravillada.
Belleza, misterio y poder fueron las pocas palabras coherentes que pudo identificar en la maraña de pensamientos que cruzaron su mente. En ese instante comprendió que los vampiros eran muy superiores a los humanos porque disponían de la eternidad para alcanzar la perfección.
A ojos de Wendy, Dragosta era la perfección absoluta, sin embargo, para William, era una monstruosidad. Sabía que si arrancabas los adornos de las paredes, quedaría al descubierto una ciudad podrida capaz de arrebatarle la esperanza a todo aquel que pasara el tiempo suficiente en ella.
Era la ciudad que Drago había fundado hacía siglos y de una mente cruel y sanguinaria como la suya no podía salir nada bueno. Era como un monstruo que se cubría con una bella máscara, pero era cuestión de tiempo que mostrara su verdadero rostro.
Tendría que mantenerse alerta para proteger a Wendolyn.
El carruaje se detuvo y William se preparó para pisar la ciudad que lo había visto nacer, crecer, morir y alcanzar la inmortalidad cuatro siglos atrás. Cuando se marchó, juró no volver a poner un pie en ella, pero un ser eterno no debería hacer esa clase de promesas.
Alaric fue el primero en bajar del carruaje y su esclavo lo recibió con una copa de su sangre aún caliente.
—Por fin, llegué a creer que el bamboleo no terminaría nunca —se quejó dando un sorbo.
William rechazó la copa que le ofrecieron y escrutó la oscuridad, preparándose para lo que debía enfrentar.
Accedieron al palacio por los Jardines de Piedra que obtenían su nombre de las esculturas que se alzaban del suelo como árboles. Representaban actos heroicos de la realeza donde Drago y Anghelika eran los más retratados.
Los recibió una comitiva de guardias reales. Alaric se acercó y uno de ellos le entregó una misiva. Tras leerla, se volvió hacia su sobrino con el ceño fruncido:
—La reina ordena que te presentes ante ella de inmediato.
—¿Ni siquiera va a dejar que me asee?
—Eso parece.
—Por favor, cuida de Wendolyn en mi ausencia.
—Nada le pasará estando conmigo, lo sabes.
—Lo sé —asintió su sobrino.
—No, deseo ir con vos —murmuró ella.
William se detuvo junto a una estatua que mostraba a Drago decapitando a un licántropo y la miró a los ojos tristes.
—Wendolyn, hay algo que debes comprender: en Dragosta no soy nadie —dijo con suavidad, pero firmeza—. No es como en Isley, aquí nadie responde ante mí.
—Lo entiendo pero... No sé qué ocurre, solo que, de algún modo, es culpa mía...
William la calló rozando sus labios entreabiertos con los dedos.
—Nada de esto es culpa tuya, ¿de acuerdo?
Wendy asintió e inspiró hondo para calmarse.
—Os estaré esperando.
Él sonrió y caminó hacia los guardias, pero se detuvo cuando volvió a llamarlo.
—William. —Su nombre aún le resultaba extraño en los labios—. No os lo perdonaré si me dejáis aquí sola, ¿de acuerdo? —dijo imitándolo.
Asintió en su dirección y le lanzó una mirada de advertencia a Alaric antes de marcharse.
—Acompañadme, joven Wendolyn —dijo el canciller cuando perdieron a su sobrino de vista.
En cuanto William se adentró en el Palacio Dorado, le llegó el familiar aroma a sangre que impregnaba cada recoveco. Supo que lo conducían al segundo salón del trono, en los niveles inferiores donde se refugiaba la corte durante el día.
Por la hora, los corredores estaban vacíos y reinaba el silencio mientras los vampiros dormitaban. Mejor. Lo que menos deseaba era que la corte entera lo viera dirigirse ante la reina como un criminal, sobre todo su familia. Alaric era la excepción, pues habían mantenido el contacto a lo largo de los siglos, pero nada sabía de sus padres, primos, abuelos... Y ni hablar de la descendencia que habrían engendrado y ni siquiera conocía.
Hasta en las mejores familias había disputas, pero en una familia inmortal, los desacuerdos y las rencillas duraban para siempre.
Se detuvieron frente a una gran puerta dorada. Los guardias se posicionaron a ambos lados y la abrieron.
—Su majestad os espera, zral —dijo uno.
William inspiró hondo y entró. Los soldados cerraron tras él y no le quedó más remedio que recorrer la alfombra azul de terciopelo. La última vez que estuvo en palacio, la decoración era negra y roja, los colores de los Dragosian, pero con el cambio de monarca, predominaban los azules y blancos, acordes con el escudo Anghel.
Llegó hasta una pequeña escalinata al final de la cual reposaba un trono negro con su superficie repleta de filigranas e incrustaciones de oro.
Pero estaba vacío.
—Bienvenido, William.
Se dio la vuelta sobresaltado y se topó con Anghelika. Su melena rubia enmarcaba un rostro de piel tersa y sin arrugas, pero él podía sentir lo antigua que era.
Cuando sus ojos cristalinos lo contemplaron, apartó la vista con rapidez e hincó la rodilla frente a ella. Su mirada resbaló por su atuendo y vio que tan solo vestía un camisón sin joyas; las horas intempestivas de su llegada, la habrían sacado de la cama.
—Has aprendido a guardar secretos —dijo yendo directa al grano. Su voz era apenas un susurro, pero poseía una fuerza inhumana y, cuando hablaba, parecía ser poseedora de la verdad absoluta.
—Majestad —habló sin alzar la vista. Sentía la boca seca y la lengua torpe—, cuando abandoné Dragosta, no había vivido lo suficiente como para tener secretos. Pero hay algo que ha permanecido inmutable con el paso de los siglos y es mi lealtad hacia vos.
—Lamento tener que poner en duda tus palabras, William.
Magnífico inicio para lo que se avecinaba.
—Y yo lamento que dudéis de mi lealtad, majestad —respondió sin alzar la cabeza.
—¿Cómo no voy a dudar de ti? Te ordené cruzar la frontera hace meses.
Y William trató de retrasar ese día tanto como pudo.
—Del canciller Hannelor solo recibí invitaciones, majestad. —William era un mentiroso consagrado, no en vano había cultivado ese arte durante siglos, pero incluso a él le sonaron falsas sus palabras.
—En pie.
El vampiro obedeció de inmediato, pero continuó evitando mirar sus ojos fríos y abrasadores al mismo tiempo.
—Desabotona la manga de tu traje y estira el brazo.
Aunque conocía las consecuencias de lo que le estaba pidiendo, negarse sería mucho peor.
Cuando su muñeca quedó expuesta, Anghelika extrajo una daga del interior de su camisón y le hizo un corte rápido. La sangre comenzó a manar, pero antes de que las gotas mancharan el suelo, las atrapó con un cáliz de cristal.
El corte se cerró y William volvió a arrodillarse. Esta vez alzó la vista y contempló impotente cómo la reina saboreaba su sangre.
Para ella no era pecado beber de otro vampiro porque no lo hacía con el objetivo de alimentarse, sino para conocer sus secretos.
Igual que algunos Hannelor como William podían controlar la sangre con el vushivat; los Anghel eran capaces de someter a otros a su voluntad con un poder conocido como yaklar. Como la reina solo había probado unas gotas, no tendría tanto efecto en él, pero lo obligaba a sincerarse con ella aunque no quisiera.
—No recordaba tu sangre tan amarga —dijo Anghelika con los labios teñidos de rojo.
Él permaneció en silencio, consciente de que su esencia había mutado enormemente desde la última vez que se vieron, cuando tenía veintiún años.
—¿Aún osas decir que me eres leal? —volvió a preguntarle.
Su voz cayó sobre él como miles de cuchillas de hielo y William no pudo evitar contestar con la verdad:
—Os soy leal, pero confieso que mi lealtad flaqueó recientemente.
—Explícate.
Como un niño pequeño ante su madre, reveló lo que ella deseaba.
—Hace un par de meses convertí a una campesina y la he traído conmigo a Dragosta.
En medio del silencio, la oyó inspirar hondo, como si se dispusiera a dictar sentencia.
—Hace cuatrocientos años, viniste a mí. Destrozado, me suplicaste que te ayudara a escapar de Vasilia. Y lo hice porque la culpa de lo que os ocurrió aún me atormenta.
—Os lo agradeceré eternamente...
Enmudeció cuando una furia helada se apropió de los ojos de la reina.
—Durante el reinado de mi hermano, buscaste refugio en La Mandíbula y levantaste el nido de piratas que es ahora —dijo con desprecio—. Cuando Drago fue derrotado y se firmó la paz con los humanos, me pediste que te permitiera vivir en Svetlïa. A pesar de que iba en contra del tratado que tanta sangre costó, accedí a tu petición con una condición, ¿cuál fue?
—Que jamás convirtiera a ningún humano.
—¿Te burlaste de mí cuando juraste cumplirlo?
—No, majestad —se apresuró a contestar.
Por fortuna, no lo había impelido a revelar que también había convertido al vizconde Isley, eso habría sido nefasto.
—Sabes que cometiste un crimen y cuál es el castigo que conlleva.
—La muerte, majestad.
—Y, aun sabiéndolo, me has desafiado a mí —dijo incrédula—. ¿Hay algo que quieras decir en tu defensa?
—Soy culpable, no hay nada que pueda decir.
—Maldita sea, William.
El vampiro sintió su ira descargarse sobre él como un latigazo que le cortó la respiración.
—No... tengo... nada... que... decir... —logró hablar entre jadeos—. Salvo...
—¿Salvo? —preguntó y la presión sobre él se suavizó.
—Salvo que se estaba muriendo...
—Mueren humanos en Svetlïa todos los días, esa no es excusa, William —lo sentenció mientras caminaba en círculos a su alrededor.
—La encontré en el bosque herida de muerte. La habían abandonado tras intentar violarla en su noche de bodas.
El rostro de Anghelika se suavizó, el hielo se resquebrajó y William pudo entrever un pesar tan profundo que lo estremeció hasta lo más hondo.
—Sé que rompí mi juramento, pero no podía permitir que muriera —confesó—. Aceptaré vuestra condena, pero es importante para mí que comprendáis el porqué de mi actuar.
Eso era todo lo que tenía para defenderse. Su suerte estaba echada.
Anghelika dejó escapar un suspiro, su rostro volvía a ser una estatua de hielo, pero sus manos fueron amables cuando lo tomaron del mentón obligándolo a alzar el rostro.
—Lo entiendo, William.
Él asintió y luchó por contener las lágrimas. Frente a ella se sentía como un niño rebelde al que su madre estuviera regañando.
—No te condenaré; tampoco voy a castigar a esa muchacha por tus actos.
—Os lo agradezco, majestad.
Su voz sonó como la escarcha al ser pisada cuando añadió:
—Y espero que algún día logres dejar atrás el pasado. La próxima vez no te servirá de excusa. Puedes retirarte.
—Hay algo más que debo deciros.
—¿El qué? —preguntó con cierta exasperación.
William sabía que tentaba a la suerte privándola de su sueño, pero era importante.
—Vi a Mathilde poco antes de venir aquí.
Los ojos de la reina se abrieron con sorpresa.
—¿Dónde?
—En Svetlïa. Pero partía hacia La Mandíbula según me dijo.
—Esa pequeña estúpida... —susurró, pero no había rencor en su voz, solo preocupación.
Caminó hasta él y le indicó que se pusiera en pie. Obedeció, pero mantuvo la vista baja. Una vez más, las manos antiguas de Anghelika tomaron su rostro y lo alzaron.
—No importa cuántos siglos pasen, siempre lamentaré lo que tuvisteis que sufrir. Tú, Mathilde y Brigitte.
—Brigitte está muerta, hace siglos que no sufre —susurró William con voz entrecortada—. Y dudo que Mathilde pueda sentir pena o dolor; hay demasiada oscuridad en sus ojos.
—¿Y en los tuyos?
—Como os dije hace tiempo, el destino de ambas es más culpa mía que vuestra. Si no se hubieran relacionado conmigo, nada les habría pasado.
—No estés tan seguro, William —dijo soltando su rostro.
Le dio la espalda y comprendió que debía retirarse. Caminó hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir:
—Soy consciente de mi insignificancia en la corte, pero mi tío me dijo que Dragan despertó. Para pagar por mi deslealtad, pongo mi vida a vuestro servicio; disponed de ella como deseéis para enfrentar lo que esté por venir.
Ella se limitó a asentir y William abandonó el salón del trono. Fuera, los guardias lo escoltaron hasta sus aposentos. Habría preferido alojarse fuera de palacio, pero sabía que nadie se lo permitiría a un Hannelor.
Su escolta se retiró cuando llegaron a su destino. Abrió la puerta labrada y divisó a su tío nada más cruzar el umbral. Estaba cómodamente sentado sobre el diván de un lujoso salón con una copa de doshka en la mano.
—Ah, por fin. Mirad, muchacha.
William no tuvo tiempo de dar con Wendy. En menos de un parpadeo sintió sus brazos rodeándolo y su rostro enterrarse en su pecho. Su sorpresa aumentó cuando la sintió temblar y la abrazó para consolarla.
—Tranquila... —susurró. Pero ella continuó aferrada a él.
—¡Dulce Wendolyn! —exclamó Alaric—. No deberías preocuparla tanto. ¡Y a mí tampoco, sobrino ingrato! —refunfuñó poniéndose en pie—. Soy demasiado viejo para llevarme estos sobresaltos.
William esbozó una sonrisa torcida.
—Tenéis la misma edad que yo, tío.
—¡Soy veintinueve años mayor que tú! —siseó abandonando los aposentos con aspavientos teatrales.
Cuando estuvieron solos, William estrechó una última vez a Wendolyn antes de romper el abrazo.
—Intenta dormir unas horas —le dijo señalando la puerta que daba a uno de los dormitorios—. El anochecer traerá consigo desafíos que será mejor enfrentar descansados.
Ella asintió con los ojos brillantes a causa de las lágrimas que se acumulaban y amenazaban con desbordarse. Una de ellas escapó y William la secó rápidamente.
—Descansa —repitió.
La vio desaparecer tras su puerta y caminó en dirección opuesta hacia la suya.
Estaba agotado y, sin poder soportarlo más, hizo sonar una campanita. Al cabo de unos segundos, entró el esclavo que su tío les había asignado. Portaba una bandeja de plata sobre la que reposaban una botella del mejor vino de miel y un cáliz vacío.
—Deja la bandeja —le ordenó.
En cuanto la depositó sobre una mesilla, William se abalanzó sobre él. Hincó los colmillos en la carne tersa de su cuello y bebió.
Al fin, después de décadas de abstinencia en Svetlïa, pudo saciarse por completo.
Y el monstruo en su interior gritó de júbilo.
No os podéis imaginar las ganas que tenía de compartir este capítulo. Aunque a William no le guste Dragosta, a mí me encanta y disfruto mucho escribiendo de lugares oscuros y llenos de poder y secretos. La corte será una verdadera pesadilla para nuestros protagonistas, pero para mí es muy divertida. Además podemos ver más a Anghelika y ya voy avisando de que vienen cambios y escenas añadidas respecto a la antigua versión, así que para los antiguos lectores: prestad atención ;)
Ya solo nos quedan 10 capítulos + el epílogo antes de que vuelva a subir el segundo libro (la locura de la bestia) y, creedme, vais a querer que comience a subir la secuela de inmediato teniendo en cuenta cómo acaba este libro jajaja.
Aquí os dejo una imagen que manipulé para mostraros cómo es Dragosta vista desde lejos. Puede verse que lo más destacable es el Palacio Dorado, hogar de la realeza y residencia de los nobles más destacados. ¿Os gusta?
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