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26. Trebana

El barco a Trebana partió al amanecer y Elliot se las arregló para embarcar en el último momento. Después de la mala noche que pasó, durmió más de la cuenta y estuvo a punto de quedar en tierra.

Inspiró hondo y respiró el olor a salitre que tantos recuerdos de casa le traía. El manto de nubes que cubría el cielo amenazaba con descargar una tormenta como la del día anterior. Por fortuna, el mar aún estaba en calma y el bamboleo del casco era suave.

Aunque la brisa había aclarado su mente, aún se sentía como si viera todo a través de los ojos de otro, como si no habitara su propio cuerpo. No dejaba de darle vueltas a la carta de Gabriela. Aunque la había quemado para dejar de releerla, sus palabras quedaron grabadas a fuego en su memoria.

Para colmo de males, compartía pasaje con los esclavistas. Habría preferido evitarlo, pero era el único navío disponible.

Contempló una vez más a los esclavos que avanzaban en fila por la cubierta arrastrando los grilletes. Elliot no veía necesidad de mantenerlos encadenados, no era cómo si pudieran escapar a ningún lado en la inmensidad del mar Aquión.

Siguió a uno con la mirada que se detuvo frente a un vampiro que aguardaba al final de la cola. Estaba sentado frente a un escritorio sobre el que había un cuaderno, una pluma, un tintero y un botijo lleno de agua.

Su curiosidad se convirtió en asco cuando averiguó su finalidad.

Cuando un esclavo llegaba hasta el escritorio, su esclavista realizaba un corte en la palma de su mano y se la ofrecía al vampiro. Este degustaba la sangre durante unos segundos, cerraba los ojos y escribía en el cuaderno mientras murmuraba adjetivos como acre, dulce, aromática, astringente, joven o áspera. Así, poco a poco, clasificaba a los esclavos según la calidad de su sangre, además de su belleza y edad. Datos que sin duda serían relevantes para su venta.

Elliot estaba bebiendo uno de sus viales para combatir la tentación, cuando vio que era el turno de la esclava de pelo blanco. No pudo evitar prestarle especial atención. ¿Era esto parte de su misterioso plan? Parecía tanto o más disgustada que el resto de esclavos, pero, a pesar de lo tensa que estaba, no opuso resistencia. Parecía haber decidido que aquello era un mal necesario.

Como hizo con los anteriores, el esclavista paseó la daga por la piel de su mano y ofreció su sangre al catador que acababa de enjuagarse la boca con el agua del botijo.

En cuanto su lengua hizo contacto con el corte, Elliot vio que la expresión pétrea de la joven se quebraba y esbozaba una mueca. Aquello lo sorprendió, pues la mayoría de humanos suspiraban de goce.

Ella desvió la mirada con desagrado y se encontró con la de él. Lo fulminó con la mirada y Elliot sintió un escalofrío. Su instinto le decía que era peligrosa.

Rompieron el contacto visual cuando escucharon una exclamación de asco. Todos en la cubierta se volvieron hacia el vampiro.

—¿Qué diablos es esto? —siseó antes de enjuagarse la boca varias veces.

—¿Qué os ocurre? —intervino el esclavista sorprendido.

—¡Dímelo tú! —replicó furioso—. Su sangre tiene un sabor terrible. ¿Está enferma?

Se había levantado y lo miraba de forma amenazadora.

—¡No! Está sana, ya la examinó un médico...

—Esos médicos humanos de pacotilla que tenéis no son garantía suficiente, están a un paso de ser unos matasanos. —Escupió una vez más y volvió a tomar asiento—. Sana o moribunda, ningún vampiro la comprará —dijo, señalándola con ademán despectivo—. No deberías molestarte en llevarla a Puerto Esclavo. Si fuera tú, intentaría venderla en Trebana. Es joven y tiene un rostro agradable, tal vez la quieran en algún burdel. —Anotó algo más en su cuaderno y, dando el tema por zanjado, dijo—: Trae al siguiente.

Pero cuando el esclavista la empujó para que caminara, la esclava no se movió. Permaneció con los pies anclados en la cubierta y los puños apretados.

—No —dijo con el rostro lívido—. Quiero ir a Puerto Esclavo para servir a los vampiros de Vasilia.

Elliot la miró estupefacto. ¿Quién en su sano juicio querría servir a vampiros? ¿Ese era su plan? ¿Por eso no huyó cuando tuvo oportunidad? Era absurdo.

El esclavista tomó las cadenas que apresaban sus muñecas y tiró. Ella se resistió y fue él quien terminó cayendo al suelo.

—Quiero ir a Puerto Esclavo —repitió en medio de un gruñido.

—¡Qué diablos! —exclamó el esclavista.

Echó mano del látigo que pendía de su cinto, pero el catador se lo arrebató. Se plantó frente a la joven con ojos encendidos y amenazadores. Elliot hizo ademán de intervenir, pero se contuvo a tiempo. A nadie ayudaría que intercediera por la esclava y ella misma le había pedido que no se metiera.

—Me trae sin cuidado lo que quieras, esclava —siseó el vampiro—. Tu sangre es repugnante, así que puedes abrirte de piernas en Trebana o morir.

De un rápido movimiento, cortó el aire con el látigo y aprisionó su muñeca. Tiró con fuerza y, esta vez, la esclava no pudo oponerse y cayó de bruces al suelo. Aprovechó que estaba desprotegida para golpear su espalda. La joven se estremeció, pero no se quejó. La sangre comenzó a manar del corte y tanto el catador como Elliot arrugaron la nariz: no resultaba en absoluto apetitosa.

—Como tu sangre no vale nada, no tengo problema en derramar hasta la última gota para enseñarte cuál es tu lugar.

Aunque Elliot había luchado por no intervenir, no pudo contenerse cuando el vampiro levantó el brazo para volver a azotarla.

—Puede que su sangre no valga nada —intervino en el tono más calmado que pudo lograr—, pero, como bien habéis dicho, su cuerpo sí. Dudo que le guste que dañéis su mercancía —dijo y señaló al esclavista con un ademán de cabeza.

Había desenvainado a Radomis y fingía afilarla; esperaba que el sonido actuara como una amenaza silenciosa.

El catador miró al esclavista. Podía verse en su rostro que no le agradaba que marcara la piel de su esclava, pero tenía demasiado miedo de enfrentarlo. Se volvió de nuevo hacia la joven y alzó el brazo para golpearla. Elliot temió que sus palabras no hubieran logrado persuadirlo, pero suspiró aliviado cuando restalló el látigo junto a su cabeza pero sin tocarla. Pretendía asustarla, pero ella ni siquiera parpadeó.

—Terminemos con esto —siseó, sentándose de nuevo frente al escritorio.

Dos hombres del esclavista levantaron a la joven y la encadenaron junto a los que ya estaban catalogados.

Y así, la procesión de esclavos continuó.

Cuando el vigía anunció su llegada a Trebana, Elliot corrió para asomarse por la borda. Apenas habían transcurrido un par de horas, pero estaba deseoso de abandonar el condenado barco.

Pero lo que vio no fue lo que esperaba. En lugar de una ciudad, había un gran muro de roca negra y escarpada; también emergían del mar afiladas como dientes. Parecían encontrarse en las fauces de una enorme criatura.

El timonel evitó que encallaran con gran habilidad y se coló por una grieta que partía en dos el muro. La erosión del mar había excavado laberínticas grutas, una verdadera trampa mortal para cualquier enemigo. Elliot se precató de que Trebana no precisaba una muralla para protegerse, pues estaba custodiada por afiladas rocas y traicioneros caminos que hundirían cualquier navío invasor.

Durante los minutos que les llevó atravesar el muro, la penumbra los cubrió por completo. La tripulación encendió faroles desperdigados por el barco y, sin necesidad de palabras, actuaron con eficacia y precisión igual que el mecanismo de un reloj. El silencio era absoluto, nadie deseaba romper la concentración de la tripulación y acabar como uno de los cascos encallados que emergían del agua.

Cuando al fin desembocaron en un remanso, fue como dejar atrás el anillo amurallado de una fortaleza. Elliot miró hacia arriba y pudo ver soldados apostados en lo alto de los acantilados siguiendo los movimientos del navío.

Intuyó que estaban cerca, por lo que miró al frente y al fin divisó Trebana, la capital de los piratas.

Desde la distancia vio edificios amontonados sin orden. Lo más llamativo era la flota de navíos atracados en el ajetreado puerto. Había desde majestuosos galeones hasta humildes barcos pesqueros. Uno de ellos llamó especialmente su atención por sus velas escarlatas.

A pesar de sus diferencias, había algo que tenían todas las embarcaciones en común: la bandera pirata que ondeaba en lo alto. Las calaveras sobre el fondo negro eran muy diversas pero todas representaban lo mismo.

Cuando atracaron, Elliot se apresuró a recuperar a Ratza-Mûn que parecía ansioso por pisar tierra bajo sus cascos. No podía jurarlo, pero creía que no le agradaba demasiado estar en altamar.

Le dirigió una última mirada a la esclava antes de subir sobre su montura para ponerse en marcha.

—Vamos, chico —le dijo a Ratza-Mûn y le dio unas palmadas en el cuello.

Se pusieron en camino y pronto se perdieron entre las laberínticas calles de esa ciudad sin ley.

Lo primero que hizo fue buscar un lugar donde alojarse y, tras pedir indicaciones, llegó al Distrito de las Posadas y Tabernas. Allí encontró una habitación asequible, pero pagó extra por los establos. Su bolsa de monedas estaba cada vez más vacía y, hasta que se uniera a una tripulación o consiguiera oficio, debía racionar el dinero.

Dejó a Ratza-Mûn descansando y fue a explorar. Ahora que estaba en una ciudad donde nadie sabía que era vampiro, no tenía que esconderse del sol y podía usar su brazalete con libertad.

A medio día, compró unas brochetas shashik en un puesto callejero. Le sorprendió que fueran de pescado marinado, pues en Svetlïa solían ser de cerdo o cordero. Seguramente Trebana dependía mucho de la pesca.

Se apoyó contra un muro y escuchó lo que murmuraban los ciudadanos mientras almorzaba. Después entró en una taberna e invitó a varios piratas a un par de tragos para soltarles la lengua.

Así averiguó que La Mandíbula no era la nación caótica que había imaginado. La ley era mucho más laxa que en Svetlïa y saquear barcos o vender esclavos a Vasilia no eran considerados actos criminales, pero existía un Código Pirata cuyas directrices ponían orden en lo que de otra forma habría sido una anarquía.

Lo más intrigante fue oír acerca de los Señores Pirata, la máxima autoridad en La Mandíbula. Eran seis y cada uno estaba al mando de una flota conformada por diversas tripulaciones, todas bajo la bandera de su señor. Sin saberlo, Elliot portaba la marca de uno de ellos: Vlad Sinsangre. Incluso había visto su navío atracado en el puerto, el galeón de velas escarlatas conocido como La Brigitte.

A su marcha, William no le había explicado demasiado sobre su destino, solo que la marca que le había grabado a fuego en el antebrazo le abriría cualquier puerta en el mundo de los piratas. No estaba seguro de si debía comenzar a usarla o mantener un perfil bajo. También se preguntaba si le sería de utilidad para encontrar a Gabriela.

Siguió deambulando por Trebana hasta la caída del sol, momento en que los vampiros salían a las calles.

En tensión, contempló cómo humanos e inmortales se mezclaban sin incidentes. Los vampiros no los atacaban y ellos no huían despavoridos. Los piratas habían conseguido en La Mandíbula lo que Svetlïa y Vasilia no habían logrado en siglos: que ambas especies convivieran.

Pero la verdad era más oscura y compleja, pues Elliot dudaba que esa convivencia fuera posible sin la presencia de esclavos de sangre con los que los vampiros pudieran saciarse.

Cuando el sol se ocultó por completo, se dirigió al Distrito Rojo donde estaban los burdeles. Si iba a buscar a Gabriela, tenía más posibilidades de encontrarla de noche.

Se detuvo frente a una puerta sobre la que se balanceaba un letrero de madera gastada donde podía leerse "la Dama Costera". Inspiró hondo para calmarse y entró.

Aún recordaba el vergonzoso episodio de hacía unos años cuando Adler, su amigo de Wiktoria, lo había llevado a un lujoso burdel y Elliot había salido corriendo como si en vez de mujeres, lo hubieran encerrado con una bestia a punto de devorarlo.

Los rumores corrieron como la pólvora y lo peor no fue convertirse en el hazmereir de la corte, sino sufrir la furia de su padre. El duque hubiera preferido que su hijo fuera un promiscuo que engendraba bastardos aquí y allá, antes que un maricón. Esas fueron sus palabras textuales.

Sacudió la cabeza como si así pudiera borrar la desagradable experiencia y se concentró en la ardua tarea que tenía por delante.

Lo primero que llenó sus sentidos fue la música que resonaba por todo el establecimiento desde un rincón oscuro del escenario. Pero su atención se desvió con rapidez hacia las cinco bailarinas iluminadas por lámparas que colgaban sobre ellas. Elliot enrojeció al ver que vestían las prendas justas para cubrir su desnudez y apartó la mirada sonrojado.

A su izquierda había una escalera por la que se escabullía una pareja. Aquello le indicó que arriba estarían las habitaciones donde tener privacidad. La planta baja estaba llena de mesas ocupadas por hombres que miraban el escenario embobados y las camareras que sorteaban con gran habilidad los obstáculos para servirles jarras de marardiente. Cuanto más borrachos estuvieran, más monedas dejarían.

Siguiendo su ejemplo, Elliot tomó asiento en una pequeña mesa situada en un lateral donde la luz de las velas no llegaban.

Observó a su alrededor en busca de Gabriela aunque sabía que era ingenuo esperar encontrarla sin más en el primer burdel que visitara.

—¿Os pongo algo?

Dio un respingo y se volvió hacia una camarera que lo miraba curiosa.

—Eh, sí... Sidra, por favor —dijo dejando cinco bikas de cobre sobre la mesa.

Ella enarcó una ceja, pero no dijo nada. Cogió el dinero y puso rumbo a la barra.

—¡Esperad! —la llamó—. ¿Puedo preguntaros algo?

—Adelante.

Lo miraba con desconfianza y Elliot no quiso ni imaginarse la cantidad de propuestas indecentes que escucharía a diario para mirarlo de esa forma.

—¿Hay alguna chica que se llame Gabriela?

La camarera sonrió burlona.

—¿Tenéis algún fetiche con ese nombre?

—¿Qué? —preguntó confuso.

—Os seré sincera: si pagáis, cualquiera de las chicas os dejará llamarla como queráis.

Elliot entendió todo de golpe y enrojeció; menos mal que estaba demasiado oscuro para que ella lo viera. Lo último que le faltaba era tener fetiches con las mujeres, sería el colmo.

—No, no. Es que estoy buscando a una mujer llamada Gabriela.

—Mmm... Hay chicas nuevas, tal vez alguna sea vuestra Gabriela. Iré a preguntar.

Dio media vuelta y se perdió entre la multitud. Elliot suspiró y se acomodó mejor sobre la silla.

Distraído con las vetas de la mesa, no se percató de que tenía compañía hasta que una mano de dedos finos se posó sobre su hombro y una jarra apareció frente a él.

—¡Una pinta de sidra por aquí! —exclamó una joven de pelo oscuro.

No era la camarera de antes y eso lo sorprendió. Pero se olvidó de todo cuando se sentó sobre él y rodeó su cuello con los brazos.

—Me han dicho que me buscáis —dijo con desparpajo.

—¿Yo? —preguntó nervioso.

—Vos sois el joven rubio que pregunta por Gabriela, ¿no? Bien, yo soy Gabriela.

Elliot la miró unos segundos. Puede que no recordara bien la noche en que lo convirtieron, pero el rostro de la vampira, y otros detalles de su anatomía, estaban grabados a fuego en su memoria.

—Lo lamento, pero no sois la Gabriela que busco.

La joven hizo un puchero.

—¿Estáis seguro? —dijo inclinándose sobre él y apoyando la cabeza en su hombro.

—Ba—bastante seguro, sí.

—"Bastante" no es suficiente.

Podía sentir su aliento cálido junto a su cuello.

—Estoy absolutamente seguro —dijo con firmeza, aunque la voz le tembló al final cuando ella paseó los dedos por su pierna.

—Bueno, ¿por qué no disfrutáis del espectáculo, la sidra y mi compañía? Podéis seguir buscando a vuestra Gabriela después.

—Eh...

—¿O preferís subir para disfrutar en privado? —susurró en su oído.

—Eh...

Entonces ella lamió el lóbulo de su oreja y Elliot dio un fuerte respingo que casi la tira al suelo de no ser porque la sostuvo a tiempo.

—Lo siento, ¿estáis bien? —preguntó sonrojado hasta la punta de las orejas.

—¡Ay! ¡Pero qué modales de señorito! —exclamó la chica con una sonrisa de oreja a oreja—. Odio el suspense así que sed sincero, ¿vais a pasar la noche conmigo? Porque no me gustaría hacerme ilusiones para luego terminar con alguno de esos brutos —dijo señalando a un grupo de piratas que cantaba a todo pulmón y se asomaba bajo las faldas de las bailarinas.

—Yo...

—¡Vamos! —insistió al ver la duda en su rostro.

—¿Ninguna de vuestras compañeras se llama Gabriela? —preguntó intentando centrarse en lo que de verdad le importaba.

—No —contestó arrugando el ceño.

Elliot suspiró.

—Gracias y lamento las molestias.

Se dispuso a marcharse pero ella lo detuvo.

—Esperad, ¿vais a iros así sin más?

—Sí.

—¿Qué tiene esa Gabriela que tanto os gusta?

El vampiro reprimió a duras penas las ganas de reír.

—Nada, pero necesito encontrarla.

La prostituta lo miró con extrañeza y luego sonrió.

—Si prometéis venir las noches que siguen, me ocuparé de averiguar algo y contároslo.

Elliot la miró pensativo. La verdad, no era mala idea. Aquella mujer podía preguntar en lugares donde él no tenía acceso.

—De acuerdo. Vendré aquí cada noche si la buscáis.

Ambos tomaron asiento, esta vez frente a frente.

—Muy bien. ¿Qué sabéis de ella? Necesito tantos detalles como podáis darme.

—Es una mujer joven de unos veinte años. Tiene el pelo largo y negro, la piel muy pálida y ojos oscuros. Me dijo que la buscara en los burdeles de Trebana.

Decidió omitir que era una vampira y esperar a ver qué tal se desarrollaba el trato.

—No es mucho... ¿Algo más?

Elliot la miró pensativo.

—Recuerdo que tenía un aroma dulce y floral.

Ella sonrió, burlona.

—Estuvisteis muy cerca de ella si podéis recordar su aroma con tanta exactitud.

Elliot prefirió ignorar su comentario.

—¿Debo preguntar por Gabriela para hablar con vos?

—No, os mentí —dijo con una sonrisa coqueta—. Preguntad por Milena. ¿Cuál es el vuestro?

—Si no os importa, preferiría guardármelo de momento —murmuró. A continuación, sacó un zenir de su bolsa y se lo tendió—. Por vuestra discreción y como muestra de buena fe.

Milena tomó la moneda pero no le soltó la mano, sino que enredó sus dedos con los suyos y se estiró para depositar un beso blando y húmedo sobre sus labios.

—Como muestra de buena fe —lo imitó. Se guardó la moneda en el escote y se levantó para continuar trabajando.

Si Elliot no se hubiera quedado paralizado después del beso, habría notado que Milena contoneaba sus caderas más de lo necesario.

Cuando salió de La Dama Costera, no tenía ánimos de visitar otro burdel. Regresó a la posada donde se alojaba y trató de conciliar el sueño que, pese a lo cansado que estaba, parecía eludirlo todas las noches.

Espero que hayáis disfrutado el capítulo aunque sé que la historia de Elliot no gusta tanto como la de Wendy. Igualmente, ojalá os animéis a comentar si os pareció interesante, y si no, también, para saber si hay algo que pueda mejorar.

También quería aprovechar para pediros algo que no tiene nada que ver con Wattpad y es que os cuidéis. Por favor, si está en vuestra mano, poneos la vacuna. Como alguien que estudió una carrera sanitaria os digo que las vacunas no impiden que el contagio, ni tuyo ni de los que se exponen al virus por ti (aunque lo hace más difícil), pero entrena a las defensas para combatir el covid y evitar que haya síntomas graves. Esa es la clave y el motivo por el que son tan importantes.

Sé que a nadie le gustan las restricciones que esta pandemia nos obliga a tomar, pero como alguien que tiene familiares trabajando en hospitales y que ha perdido a uno por esta enfermedad, os pido por favor que no la subestiméis. Aunque seáis jóvenes o ya la hayáis pasado, no os confiéis. Si todos colaboramos para frenar la pandemia, antes podremos volver a la normalidad.

Para terminar con mejor sabor, quería mostraros este es un dibujo rápido de Wendy que hice hace unos años y quería dejar por aquí. A veces se me olvida que tengo muchas cosas bellas para mostrar después de tantos años trabajando en esta historia. En mi Instragram las podéis encontrar.

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