18. Mathilde
Iván sabía que William no estaba durmiendo. A pesar de ser de día y hallarse en el interior del carruaje, lo sentía alerta. Tal vez fuera su sexto sentido mirlaj.
—¿A quién vamos a visitar que os tiene tan alterado? —No era la primera vez que lo preguntaba sin éxito.
—Es muy tarde para eso —contestó el vampiro.
—Querréis decir temprano.
Se frotó los ojos y bebió un trago de agua para despejarse.
El sol brillaba en lo alto y llevaban unas horas de camino, pero aún estaba adormilado. Tanto tiempo acostumbrado al horario nocturno de William, le había afectado.
—Carece de importancia. Es demasiado temprano o demasiado tarde para hablar del asunto.
—Sé que es importante, por eso debería estar al tanto —insistió—. ¿Qué pone en la carta que os enviaron?
William suspiró y se tomó su tiempo antes de contestar. Iván no le metió prisa. Una vez cedía, era mejor no contrariarlo o se negaría a contestar de nuevo.
—Me la envió alguien que no veo desde hace siglos.
—¿Un vampiro de Vasilia? ¿El canciller de nuevo?
—No, es de una vampira. Nació en Dragosta, igual que yo, pero se marchó y no volví a verla.
—¿La creísteis muerta?
—No. —Iván creyó distinguir una sonrisa en su voz—. Es demasiado inteligente para morir.
—Otro vampiro en Svetlïa... —murmuró el joven—. Parece que los de vuestra especie no sienten demasiado respeto por el tratado.
No pudo ocultar su ira ante el hecho y William no se lo reprochó.
—Te aseguro que, desde que se firmó, solo hemos cruzado la frontera ella y yo. Ya sabes de dónde salió el vampiro que tenemos prisionero, también conoces el origen de Wendolyn y el de Elliot de Wiktoria.
—¿Y qué hay de Gabriela, la vampira que lo transformó?
—Sospecho que fue creada en Svetlïa por esta vieja amistad que os digo. —Iván sabía que cuando William sospechaba algo, en realidad tenía pruebas suficientes para afirmarlo con seguridad—. Tengo intención de cuestionarla al respecto. Dejar a Gabriela suelta es desafiar a Anghelika y nadie desea tenerla en su contra; la reina de Vasilia defiende con verdadero ahínco el tratado.
—Pues más vale que encuentren a Gabriela o pronto habrá demasiados vampiros en Svetlïa para controlarlos.
—No sé cuál es su propósito, pero no creo que convierta a más humanos. Creo que el joven Elliot fue una excepción.
Iván consultó la brújula para cerciorarse de que no se habían desviado de su trayectoria.
—Espero que no os equivoqueis...
—Ya he respondido a tus preguntas, ahora deseo descansar.
Iván aún tenía muchas más dudas, pero decidió morderse la lengua ante su tono afilado.
De esa forma, continuaron su viaje; con William fingiendo dormir y él simulando creerlo.
Solo detuvo el carruaje cuando el sol ya estaba bajo. Cansado de que el vampiro lo ignorara como si los caballos se guiaran solos, decidió darse un merecido descanso en una taberna a las afueras de una pequeña población.
Después de aliviar la vejiga y tomar un tentempié, salió y regresó al lugar en el que había aparcado.
Dio un par de golpes en la portezuela y esperó.
—¿Qué?
—He pensado que querríais beber algo.
William sacó una mano enguantada y tomó la botella medio vacía que le tendía. Lo oyó dar un trago y sisear.
—Sabe a orina de gato.
—Yo creo que es un brebaje con carácter —opinó el joven cuando se la devolvió.
En realidad, estaba de acuerdo: era un vino terrible. Pero Iván lo había escogido a sabiendas de que el exquisito paladar del vampiro lo encontraría repugnante.
Sophie le había enseñado que para aguantar el difícil carácter de William, a veces convenía hacer cosas así para vengarse.
—Pongámonos en marcha de nuevo o se nos echará la noche encima —le ordenó William—. No será fácil atravesar la ciénaga a oscuras.
Iván subió al carruaje y sacudió las riendas para que los caballos se movieran.
Wendolyn y Snezana caminaban de vuelta a los aposentos de la vampira. Habían vuelto a cerrar las puertas de la torreta tras prometerle al vampiro que volverían.
—Tendréis que escapar cuanto antes. Lo mejor es que pongáis toda la distancia posible para que no os den caza.
—Necesito pensar...
—¡No hay tiempo para pensar! William puede volver en cualquier momento. Debes preparar los caballos y liberar al preso para huir. Toma solo lo estrictamente necesario para el viaje...
—¡He dicho que necesito pensar! —gritó y se detuvo en medio del pasillo—. ¿Puedes dejarme sola aunque sea unos minutos?
Snezana suspiró pero al final asintió.
—Me adelantaré y prepararé comida para el viaje. El resto es cosa tuya.
Se marchó y Wendy regresó a su torre.
Lo primero que hizo fue lavarse. El agua estaba fría y no había suficiente para llenar la bañera, pero no quería pedirle a las sirvientas que le prepararan un baño caliente. Solo quería quitarse la sensación pegajosa del sudor y el rastro horripilante que la torreta había dejado en su piel.
Mientras frotaba con fuerza, meditaba sus siguientes pasos. Aún era de día, por lo que sería una locura que dos vampiros abandonaran el refugio del castillo.
Tendría que esperar.
Cuando terminó de asearse, se puso el vestido más cómodo que poseía y caminó hasta una cómoda sobre la que había varios viales de sangre alineados. No eran suficientes para ella, mucho menos para dos vampiros. Tendrían que hacerse con más una vez salieran de Isley. No tenía ni idea de cómo se las arreglaba William para conseguir sangre, pero esperaba no tener que matar a nadie.
La idea de huir fue tomando forma en su mente. Ya no tendría que estar encerrada en esa torre, podría viajar y hacer todas las cosas con las que antes ni siquiera se atrevía a soñar.
Ya no se trataba solo de sobrevivir. Si lograba escapar... sería libre.
Llegaron a la Ciénaga de Birsk con las últimas luces del día. Se vieron obligados a dejar a los caballos y el carruaje fuera. Se aseguraron de que tuvieran pasto y estuvieran refugiados de la intemperie antes de internarse en sus tierras pantanosas.
Avanzaban despacio, con William a la cabeza. Iván procuraba pisar donde el vampiro para no hundirse en el barro. Ya estaba atardeciendo y cada vez veía menos. Por si fuera poco, una neblina comenzaba a cubrir la ciénaga.
Si no llegaban pronto a su destino, tendrían que encender antorchas que atraerían a aún más mosquitos. Mientras los espantaba con fuertes aspavientos, se imaginó que así debía de sentirse ser mordido por un vampiro.
Finalmente, después de varios tediosos minutos de trayecto, llegaron a una cabaña. Tenía las paredes de madera carcomidas y mohosas en algunas zonas, se mantenía en pie a duras penas sobre el suelo cenagoso.
—Iván, esconde tus armas.
—¿Queréis que vaya desarmado?
—No, solo ponlas lejos de la vista, especialmente tu daga mirlaj.
—No le gusta la orden, ¿eh?
—Y mantén la vista baja —le espetó sin molestarse en contestar.
Caminaron en silencio hasta la entrada. Se detuvieron frente a la desvencijada puerta y William llamó con tres toques firmes.
Oyeron pasos acercándose antes de que abrieran la puerta y se asomara un hombre fornido.
—¿Quién va?
Antes de que el vampiro contestara, una voz infantil y cantarina intervino desde el interior:
—Déjales pasar.
El hombre se echó a un lado e Iván suspiró aliviado cuando al fin se libró de los condenados mosquitos. Pero un vistazo a la cabaña eliminó de un plumazo todo consuelo.
La choza de una sola estancia se encontraba abarrotada. Aunque la chimenea era la única fuente de luz, bastaba para revelar la silueta de otros cuatro individuos, incluyendo al que les había abierto. Si su instinto no se equivocaba, eran vampiros y eso le puso en guardia de inmediato.
Se volvió hacia William e intentó que su mirada estuviera cargada de reproche: hacía apenas unas horas le había asegurado que no había más vampiros en Svetlïa.
Pero el vizconde no se percató, tampoco parecía consciente de la presencia de sus congéneres. Sus ojos ambarinos estaban clavados en una sexta figura. Iván no había reparado en ella por ser pequeña y hallarse sentada frente a una mesa.
Era una niña que apenas superaba la década. De piel pálida y cabello rubio repleto de tirabuzones, como una muñeca de porcelana. Sus ojos, grandes y azules, le devolvían la mirada a William con la misma intensidad.
A Iván se le cortó la respiración al contemplarlo. Jamás había visto tanta emoción en su rostro desde que lo conocía. Y sus ojos, que solían parecer muertos y aburridos cuando miraban a su alrededor, ahora brillaban y estaban más despiertos que nunca.
William avanzó hasta la niña y se detuvo al otro lado de la mesa. Aunque parecía molesto por la distancia, también mostraba prudencia. Ocupó la silla frente a ella sin apartar los ojos de su rostro angelical, como si temiera que fuera a esfumarse. Iván los contempló confuso, consciente de la tensión en el aire. Era tan intensa que le oprimía el pecho.
Todos contuvieron la respiración hasta que los labios rosados de la niña se abrieron:
—Te he echado de menos.
William no dijo nada; seguía contemplándola estupefacto. La pequeña se impacientó e intervino de nuevo:
—No puedo haber cambiado tanto como para que me observes de ese modo. —Su voz, aunque suave, denotaba madurez e Iván supo al fin que esa era la antigua amistad de su señor. Jamás había visto a un infante vampiro.
—No lo has hecho —contestó William al fin.
Ella hizo un mohín de disgusto, pero no dijo nada.
—No fuiste al funeral. Te marchaste sin decir nada a nadie —le reprochó el vizconde—. Han transcurrido...
—Trescientos ochenta y tres años —completó ella—. Sí, lo sé, William. Yo también llevo el peso de los siglos.
—¿Qué te ha hecho mostrarte ahora, Mathilde?
Ella sonrió y dos hoyuelos se formaron junto a sus labios.
—¿No lo oyes? —susurró inclinando la cabeza—. Escucha con atención.
El vampiro frunció el ceño y, tras unos segundos, contestó:
—No oigo nada al margen del burbujeo del pantano, los latidos de mi sirviente y los de los corazones muertos de tu séquito —dijo con sequedad.
—Tal vez no estés preparado para escucharlo —continuó Mathilde encogiendo sus pequeños hombros—. Algo está cambiando —susurró—. Son los engranajes que han empezado a moverse. ¿No lo hueles en el aire? —Hizo una pausa e inspiró hondo—. ¿No lo sientes en la tensión entre Svetlïa y Vasilia?
—¿Te refieres al alboroto creado por tu vampira al transformar al hijo del duque de Wiktoria? Sí, me he percatado. La reina no estará contenta.
Ella soltó una risita.
—Estará furiosa. Pero, William, yo no controlo a Gabriela.
El vizconde chistó. Sabía que, si quisiera, Mathilde podría ejercer un control absoluto sobre cualquier vampiro
—No me tomes por idiota.
La pequeña sonrió.
—Ella hace lo que le place, cuando le place. Hasta que transformó a Elliot de Wiktoria, creí que deseaba matar nobles svetlïanos, ahora parece querer coleccionarlos.
—Pues sus andaduras han enfurecido a la Orden Mirlaj y a Anghelika. Resido en Svetlïa y no tengo interés alguno en morir o, peor, regresar a Vasilia.
—Resides en Svetlïa, sí, pero no tienes razón de vivir. Entonces, ¿para qué existes? —William fue a responder, pero Mathilde lo interrumpió—. En unos días tomaré un barco a La Mandíbula, siempre puedes acompañarme.
Ambos se miraron a los ojos sin siquiera parpadear. Se estaban recordando el uno al otro, averiguando si el lazo que los unió aún persistía tras los siglos. Al final, fue William quien apartó la mirada.
—No puedo. Al contrario de lo que piensas, sí tengo una razón para permanecer aquí.
Mathilde estiró el brazo, sus extremidades infantiles no lograron alcanzarlo, pero él respondió de inmediato y movió su mano hasta rozar la de ella. Ese simple gesto logró revolver algo en el interior de Iván, lo conmovió de una forma que no supo comprender.
—¿Y cuál es esa razón? —murmuró—. ¿Es la vieja que vive contigo? ¿Es acaso ese sucio mirlaj? —siseó, clavando la mirada en Iván que se estremeció—. ¿O es esa campesina a la que convertiste? —añadió con violencia. Sus pequeñas manos se convirtieron en garras cuando clavó las uñas en la piel de William.
Sucedió en apenas un parpadeo. El séquito de vampiros se inclinó de forma salvaje hacia delante; el vizconde saltó hacia atrás para situarse junto a Iván; y Mathilde clavó las uñas en la madera de la mesa.
—¿Desde cuándo me espías? —preguntó entre dientes.
Su postura no era amenazante, pero Iván sí había desenvainado su daga de ámbar.
—¿Qué importa desde cuándo? —dijo Mathilde.
Se bajó de la silla y los cinco vampiros la rodearon para protegerla.
Estaban agazapados como bestias a punto de atacar. Iván se adelantó, pero William le cortó el paso. Alzó la mano derecha, apuntó hacia el séquito y cerró el puño con fuerza.
Sucedió algo insólito. Uno de los vampiros jadeó cuando su piel comenzó a enrojecer como si estuviera hirviendo.
Luego aparecieron enormes cardenales en el cuerpo del vampiro de Mathilde; hemorragias internas que pronto lo cubrieron por completo. La sangre escapó por las cavidades de su rostro: ojos, oídos, nariz y boca. Parecía obedecer a la llamada de William, como si la estuviera invocando.
Era un espectáculo macabro del que nadie podía apartar la mirada. Solo Mathilde lo contemplaba con interés y una escalofriante sonrisa.
Cuanta más sangre salía, más se desecaba su sirviente y más se asemejaba a un esqueleto. La piel se pegó de forma enfermiza a sus huesos y empezó a agrietarse, surgieron arrugas y las venas se hincharon.
En cuestión de minutos, el vampiro quedó reducido a pellejo y huesos. Se desplomó sin vida sobre el suelo con el rostro convertido en una mueca de agonía para siempre.
Iván había entrenado para dominar el miedo, sin embargo, se encontraba temblando de pies a cabeza, con los músculos rígidos incapaz de moverlos.
Había oído leyendas acerca de vampiros con habilidades extraordinarias dentro de su especie. Pero jamás, ni es sus peores pesadillas, había imaginado que alguien pudiera matar a otro ser robándole la sangre sin siquiera moverse del sitio.
—Te has hecho más fuerte... —murmuró Mathilde sin pizca de aprehensión por la muerte de su siervo—. La última vez que nos vimos, solo podías robar agua y enseguida quedabas agotado. Sin embargo, mírate ahora, ni siquiera jadeas. Siempre he envidiado tu vushivat.
—¿Quién es el espía? —siseó William, aún con el puño alzado apuntando a los cuatro vampiros restantes.
Mathilde sonreía. Volvía a ser la niña angelical de antes, como si no hubiera perdido los nervios hacía apenas unos minutos.
—No es divertido si te lo cuento.
—Mathilde...
—¡Oh! Deja de amenazar a mis siervos con tu poder. No me importa si los reduces a polvo y ambos sabemos que no me harás daño. Así que baja ese puño y te daré una pista.
William vaciló, pero no tenía argumentos contra eso, de modo que obedeció. La vampira sonrió, satisfecha.
—El espía es una mujer —reveló—. Una que entró en tu vida hace poco.
Dos nombres aparecieron en la mente de William: Wendolyn y Snezana.
—¿Quién, Mathilde?
—¿Quién será? ¿La campesina o la amante? —canturreó.
—No tengo tiempo para tus juegos.
La sonrisa se esfumó de su rostro y sus ojos azules se convirtieron en rendijas.
—De acuerdo. Te lo diré si accedes a una petición.
—¿Cuál? —preguntó, a la defensiva.
—Ven conmigo a La Mandíbula.
—He dicho que no —siseó William.
Mathilde logró disimular a duras penas su decepción.
—No quería tener que recurrir a esto... Pero tu falta de juicio no me deja alternativa.
—¿Qué insinúas?
—Debes saber que ahora mismo Isley está camino a su perdición. Los mirlaj pronto acudirán y, si vuelves, solo encontrarás tu muerte.
—¿Qué has hecho? —preguntó con hilo de voz.
—Le ordené a mi espía que buscara tu punto débil. ¿Y sabes qué? Lo encontró... en lo alto de una torreta.
Tanto William como Iván intercambiaron una mirada de pánico. Ambos se movieron al mismo tiempo hacia la puerta, pero el vampiro se detuvo antes de cruzar el umbral. Despacio, se volvió para mirarla:
—Esa oscuridad que nació en ti cuando te convertiste te ha carcomido por completo y dudo que nadie, ni siquiera yo, pueda salvarte.
—¡Tú no puedes salvar a nadie, William!
—Tal vez, pero quise intentarlo, Mathilde. No sabía que llegaba demasiado tarde.
No había rastro de la impasibilidad que siempre lo caracterizaba. Parecía más joven, más humano y vulnerable cuando volvió a hablar.
—Sabes cuánto te quise, lo sabes.
—No es suficiente —siseó Mathilde.
Se acercó de nuevo y se arrodilló frente a ella.
—También sabes que daría lo que fuera por cambiar lo que te ocurrió a ti y a Brigitte.
Lágrimas amargas rodaron por las mejillas de Mathilde y William estiró los dedos para secarlas. La miró una vez más antes de ponerse en pie y volver junto a Iván que lo esperaba impaciente junto a la puerta.
—Adiós, Mathilde.
Aún le llegó su voz temblorosa y llena de odio cuando atravesó el umbral.
—¡No digas que no te lo advertí!
Continuó gritando, pero sus palabras se perdieron en la distancia cuando echaron a correr. El trayecto de vuelta al carruaje fue mucho más breve y, cuando lo alcanzaron, ambos jadeaban.
—¡Entra y descansa! —le gritó al joven—. ¡Yo conduciré hasta el amanecer!
Iván no replicó. Estaba agotado y sentía que debía reunir fuerzas para lo que fuera que encontraran en Isley.
William sacudió las riendas con fuerza y los caballos iniciaron la carrera. Tenían muchas horas por delante antes de divisar las murallas de Isley.
Su mente no hacía más que imaginar los horrores que ocurrirían en su ausencia, pero se vio interrumpido cuando un recuerdo se interpuso y lo hundió en el pasado. En él había un palacio dorado y dos niñas rubias jugaban con un pequeño William poco antes de que su inocencia fuera destruida.
—Habéis vuelto —murmuró el prisionero.
—Dije que te salvaría —contestó Wendy contemplando el rostro amarillento del vampiro.
—Uno aprende a vivir sin esperanza en esta torreta.
—Yo cumplo mi palabra.
—Te creo.
—¿Puedo creerte yo cuando dices que me llevarás a Vasilia?
Se inclinó junto a él y se apartó los rizos pelirrojos del rostro para verlo mejor.
—Puedes. Ese lugar es la libertad que ambos merecemos.
Wendy asintió y procedió a liberarlo. El metal de la cruz estaba helado, pero las cuerdas abrasaron sus manos cuando intentó desatarlo.
—¡Ah!
Se apartó y contempló la piel enrojecida.
—Están impregnadas con la resina de los mirlaj —le explicó el vampiro.
—Podrías habérmelo dicho antes de que me quemara.
Wendy tomó unas tijeras de la mesa y se dispuso a cortar las cuerdas. Se ocupó primero de los pies y el prisionero quedó colgando como una pieza en una carnicería.
Cuando cortó todas las cuerdas, el vampiro se precipitó al suelo sin darle tiempo a sujetarlo.
—Lo lamento. ¿Estás bien? —preguntó arrodillándose junto a él.
—Lo estaré.
Wendy supo que no irían a ningún lado con él en ese estado. Metió la mano en el bolsillo y sacó un frasco de sangre.
—Ten, bebe.
Él se lo arrebató con ansia y terminó su contenido de un trago. Lamió el borde del vial y lo puso vertical hasta que no quedó ni una gota. Aunque era poca cantidad, su piel se volvió más tersa y perdió parte de ese color amarillo enfermizo.
—Gracias —murmuró con la voz más clara.
Wendy sonrió e iba a decir algo más cuando oyó un zumbido tras ella. Se volvió pero no pudo evitar el fuerte golpe que recibió en la cabeza.
Sintió lo mismo que durante el ataque del barón Lovelace. Un golpe contundente, el hueso al resquebrajarse y la habitación dando vueltas cuando se desplomó.
Su sangre cubrió el suelo, pero esta vez una boca lamió su herida. El preso recuperaba fuerzas cuanto más se debilitaba ella.
Antes de perder la consciencia, distinguió el rostro de Snezana tras ella, sonriendo.
Este es uno de mis capítulos preferidos de toda la saga. Lo fue cuando lo escribí por primera vez y lo es ahora cuando lo edité. La escena entre William y Mathilde tiene algo que, al igual que a Iván, me remueve por dentro. Espero haber conseguido transmitirlo en mi escritura.
Esta pregunta va par los lectores nuevos, ¿qué pensáis de Mathilde? ¿Quién creéis que es para William? En este capítulos e vuelve a mencionar a Brigitte y sé que muchos lectores os preguntáis acerca de ella... ¿Teorías?
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