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10. Un pacto ineludible

El incesante bullicio se esparcía llegando a todas las esquinas de la posada el Faro. Se encontraba en una población costera y la clientela consistía en hombres de mar, como marineros y pescadores, que acudían cuando el pálido sol de Skhädell se ocultaba tras el horizonte. Reían y hacían entrechocar sus vasos rebosantes de marardiente mientras se ponían al día. Las tonadillas eran también habituales y relataban los peligros que acechaban en el mar así como advertían a los vigías de que jamás perdieran de vista la costa.

Atraído por la cálida luz que se adivinaba tras sus ventanas, Elliot detuvo a Ratza-Mûn frente a la entrada. Desde fuera escuchó fascinado la música que reverberaba en su interior.

Llevaba casi una semana de camino desde que su madre lo ayudó a escapar. Durante ese tiempo, había recuperado fuerzas comiendo y descansando, sin embargo, se había resistido a lo que su cuerpo precisaba: sangre. Era una lucha que consumía gran parte de sus energías, pero la repugnancia que sentía por su nueva forma de vida era superior a la debilidad que lo invadía.

Elliot sabía lo peligroso que era un vampiro sediento, por lo que se había mantenido alejado de la gente, recorriendo caminos secundarios y poco transitados. Sin embargo, a pesar de su determinación, la sed lo derrotó. Hacía unos días sucumbió al deseo y bebió con ansia todos y cada uno de los viales de sangre que su madre le había entregado en su partida. Lejos de saciarse, el recuerdo de la sangre en su paladar le hizo ansiar más y, al no obtenerla, se sintió desfallecer.

Sin siquiera ser consciente, había dirigido a Ratza-Mûn hasta el Faro. Tal vez solo necesitaba una cena caliente y dormir en una cama en lugar de a la intemperie. Sí, con eso recuperaría fuerzas y podría llegar a su destino.

Guió a su montura hasta los establos donde se aseguró de que lo atendieran antes de entrar en la posada.

Pocos se fijaron en él. Uno de ellos fue el posadero, que mantenía un ojo en los vasos que estaba lavando y otro en la clientela. El resto estaban demasiado ocupados vitoreando a un marinero que, borracho como una cuba, bailaba sobre una mesa en precario equilibrio.

Elliot caminó hasta la barra y se dirigió al propietario:

—Una pinta de marardiente y un cuenco de estofado —gritó para hacerse oír.

El hombre lo miró con desconfianza. Si bien estaba acostumbrado a recibir clientela nueva cada día, consistía en marineros de paso que no se parecían en nada a Elliot. Su tez era pálida y tersa, no curtida por el mar; sus manos suaves jamás habían tirado de las ásperas cuerdas de un navío; y, sobre todo, no olía a pescado ni salitre.

Toda suspicacia desapareció de su rostro cuando vio al joven sacar una bolsa de cuero y escuchó el tintineo de las monedas. Dejó a un lado el trapo que estaba utilizando para limpiar y procedió a servirle mientras Eliot tomaba asiento sobre un taburete de tosca madera.

Esperó observando a su alrededor e intentando ignorar el zumbido que comenzaba a resonar en su cabeza. Desde que había sufrido aquella horrible transformación, su capacidad auditiva se había incrementado, al igual que el resto de sus sentidos. Las voces de los marineros lo ensordecían y mirar hacia el fuego que crepitaba en la chimenea deslumbraba sus ojos.

Con una mueca, se volvió hacia los hombres de mar que cantaban a todo pulmón mientras otros golpeteaban las mesas con sus vasos. Tal vez no había sido buena idea entrar en la posada. La atmósfera resultaba abrumadora, agobiante. Elliot se abrió un poco el cuello de la camisa comenzando a irritarse al ver a toda esa gente bailando y celebrando.

No estaba seguro de qué hubiera hecho de no ser por la interrupción del posadero cuando depositó su cena con un golpe seco sobre la madera. Elliot le entregó zenires de bronce sobre la barra y el hombre volvió a su tarea de lavar los platos.

Hambriento, engulló el estofado y bebió para intentar aliviar una sed que no era humana. Nunca le había gustado el marardiente, pero sabía que era lo mejor que iba a encontrar allí por ser una bebida autóctona de zonas costeras. El color verde azulado se debía a la fermentación de algas.

Lentamente, el Faro se fue vaciando hasta que solo quedaron algunos grupos reducidos. Las risas se apagaron y las conversaciones se hicieron más íntimas y graves, como la oscuridad que rodeaba la posada.

Tras solicitar una habitación en el piso superior, Elliot tomó asiento en una mesa situada en una esquina en sombras desde donde gozaba de una visión completa del resto de la posada y podía relajarse sintiendo la pared de piedra rozando su espalda. Sacó el mapa y contempló la temblorosa cruz que su madre había trazado en algún punto entre Saphirla y la Cordillera Nathayra. Era lo único que tenía y de ello pendía todo su futuro.

Se distrajo cuando le llegó el rumor de una conversación. Aguzó el oído y se concentró en oír a los tres hombres que, inclinados sobre una mesa alumbrada por una sola vela, cuchicheaban con gestos graves.

—... un escuadrón completo, eso he oído.

—¡Eso no puede ser! —susurró uno de ellos, un anciano de barba cana y ojos pequeños—. Los hombres de Icemoor son los más temibles de Svetlïa, no caerían fácilmente y menos en sus tierras —añadió con un escalofrío al imaginar el páramo helado donde vivían—. Debes de haberlo entendido mal, seguro que se referían a un escuadrón de Annelia. Todos saben que sus soldados dejan mucho que desear....

El que narraba lo miró enfadado.

—Lo oí a la perfección, no soy tan viejo como tú, mis oídos aún funcionan. Si te digo que el marinero que me lo contó hablaba de un escuadrón de Icemoor, es porque así fue.

—Seguro que estaba tan borracho que no sabía lo que decía —insistió otro—. Hasta a mí me cuesta creer que sea posible acabar con ellos... A no ser que Vasilia haya roto el tratado de paz y la Reina de Hielo haya atacado Svetlïa.

—¡Claro que no! Llevamos más de cuarenta años de tregua con esos vampiros, no van a romperla ahora. Además, los mirlaj no se lo permitirían —negó con rapidez el narrador—. A mí también me pareció extraño que un escuadrón completo fuera masacrado, pero el marinero que me lo contó lo escuchó de la boca de un soldado real de Saphirla. Es información privilegiada, amigos. Haríais bien en agradecerme que me tome la molestia de compartirla —concluyó con una sonrisa petulante.

—¿Dónde ocurrió? —preguntó el anciano.

El narrador se mesó la barba oscura, pensativo.

—Cerca de las ruinas de la muralla este de Naprevil, si no recuerdo mal... Sí, definitivamente fue allí.

—¿En las ruinas? —se extrañó el anciano—. Pero si por allí ni siquiera hay animales salvajes. Solo hay nieve, temporales de nieve. Incluso más que en el norte de Icemoor.

—Eso no es cierto —intervino el tercer marinero—. Cuentan las leyendas que en Naprevil habita un terrible mal, por eso nadie cruza las montañas ni la muralla que lo rodean.

Aquello le recordó a Elliot de inmediato algo que leyó hace años, en la biblioteca de su padre. Le había causado gran curiosidad, pero pronto lo había olvidado. No fue hasta escuchar a los marineros que afloró a su memoria:

Tres son las plagas que acechan en las sombras de Skhädell.

Para reconocerlas, os haremos partícipe de las señales que las delatan:

Una es la bestia cuyo raciocinio se extingue con la luz de la luna llena.

Otra es una criatura obligada a pagar con sangre el pacto que la mantendrá lejos del astro rey eternamente.

Y la tercera es más antigua que el tiempo. Prisionera de las nieves más frías, aguarda para asolar Skhädell con su caricia de muerte.

El más sabio de los hombres temerá a las tres.

Resultaba obvio que la bestia a la que el texto se refería en la tercera línea eran los licántropos. Pero hacía tiempo que los vampiros los habían exterminado por lo que era imposible que hubieran masacrado a los soldados de Icemoor.

El cuarto renglón hablaba sobre los vampiros. En su momento, no llamó su atención pero, dadas sus circunstancias, se distrajo unos segundos intentando comprender a qué pacto se refería. Él no recordaba ninguno, aunque era cierto que sus memorias de aquella horrible noche eran confusas.

Negó con la cabeza y se concentró en las siguientes líneas, las que hablaban de una tercera criatura. Le era del todo desconocida y no entendía cómo algo podía ser más antiguo que el tiempo. Lo único que podía sacar en claro era que Naprevil, allí donde caían las nieves más frías, era su prisión. Tal vez los soldados se habían acercado demasiado a su territorio y sufrieron las consecuencias...

Continuó meditabundo incluso cuando los marineros se marcharon. Solo fue consciente de la hora cuando el posadero apagó las velas de las mesas. Despacio, plegó el mapa y desapareció por las empinadas escaleras que conducían a las habitaciones de los huéspedes.

Estaba exhausto, pero le costó conciliar el sueño a causa del ardor de su garganta. Sentía una sed horrible que no se aliviaba por más agua que bebiera.

Pasar la noche en una posada fue una necedad, un mero capricho de su conciencia que aún deseaba sentirse parte de los humanos. Por desgracia, el cielo amaneció despejado y Elliot se vio obligado a abandonar la posada envuelto en su capa negra sin dejar ni la más mínima porción de piel al descubierto. Eso llamó la atención de la gente que, a diferencia de él, disfrutaba de los pocos días soleados en Skhädell.

—Vamos, Ratza-Mûn, debemos internarnos en el bosque —le susurró a su montura al tiempo que le indicaba que acelerara el paso.

El caballo comenzó a trotar y pronto perdieron de vista la población. En cuanto sintió la sombra de los árboles, fue capaz de respirar tranquilo. No se internaron demasiado en la espesura para no dificultar el paso de Ratza-Mûn ni perder de vista el camino, pero sí lo suficiente para protegerse del sol.

A pesar de haber dormido toda la noche, se sentía tremendamente cansado, con los músculos y articulaciones adoloridos como si hubiera realizado un gran esfuerzo el día anterior. Por supuesto, su sed no había mejorado y tenía la garganta como una lija.

Escuchó un silbido tras él y movió la cabeza justo a tiempo de evitar una flecha que surcó el aire y se clavó en la corteza de un árbol.

Ratza-Mûn se alzó sobre las patas traseras relinchando y Elliot miró frenético en busca de sus atacantes.

Tras unas rocas asomaron cuatro hombres armados con ballestas.

—¡Ratza-Mûn, corre! —apremió a su montura para que se internara en la espesura.

Más flechas los siguieron hasta que se perdieron entre los árboles. Pero ni ahí estuvieron a salvo.

Sintió el afilado metal clavarse en su espalda. La fuerza del impacto, combinada con su debilidad, lo derribaron del caballo.

Soltó un alarido que se interrumpió cuando el impacto contra el suelo le cortó la respiración. Se incorporó a duras penas y buscó a Ratza-Mûn pero no estaba por ningún lado.

Oyó voces, acercándose y luchó por ponerse en pie para buscar refugio, pero no tuvo tiempo.

Los cuatro asaltantes salieron de la maleza con sus ballestas apuntándole. En otras circunstancias, no serían rival para un vampiro, pero Elliot estaba herido y sediento. Cada movimiento de sus músculos era una tortura.

Logró ponerse en pie y desenvainar su espada antes de que lo rodearan. Uno de los asaltantes soltó un silbido de admiración.

—Bonita espada, ¿a quién se la robaste?

—Es mía —dijo, jadeante por el esfuerzo.

Los bandidos no parecieron creerle, pero eso daba igual.

—En ese caso, te propongo un trato princesita —dijo el mismo de antes, parecía el líder—. Danos todo lo que tienes y te dejaremos ir.

Elliot se puso en guardia. Aunque sentía calambres en los brazos solo de sostener a Radomis, su postura era la de un esgrimista experimentado.

—Me temo que debo declinar tu oferta.

Sus rostros le eran familiares y no tardó en identificarlos como parte de la clientela del Faro. La bolsa repleta de dinero que había sacado en la posada debió de atraer su atención.

Uno de ellos disparó su ballesta, pero esta vez Elliot estaba preparado y logró esquivar la flecha. De una zancada, arremetió contra el arma y la hizo pedazos. Los asaltantes sacaron entonces sus espadas y puñales, listos para una lucha a corta distancia.

—¡Vamos, señorito! No podrás enfrentarte a todos nosotros. Entrega tu dinero, también queremos tus ropajes —rio—. Entonces, podrás regresar a tu castillo.

Elliot continuó con el rostro inalterado y aquella impasibilidad molestó a los asaltadores que esperaban intimidarlo. Uno de ellos se lanzó contra él que movió ágilmente sus pies para esquivarlo.

—Marchaos —les advirtió.

Por supuesto no hicieron caso a aquel muchachito rubio, vestido como un príncipe y de porte delicada. Ellos eran hombres de camino, habían pasado penalidades e inviernos fríos, sus manos estaban curtidas por el trabajo y su musculatura mucho más desarrollada.

Todos a una, se lanzaron contra él. Elliot se defendió gracias a su pericia, pero pronto las estocadas llegaron en ráfagas imposibles de evitar con una sola espada. Una de las hojas rasgó su pecho y la sangre brotó. Al mismo tiempo, otro de los bandidos le arrebató a Radomis de un fuerte golpe que empujó a Elliot hacia atrás.

Se le nubló la vista al ver su propia sangre fluyendo de su torso, y de su garganta escapó un gruñido más propio de un animal que de un humano.

La criatura ávida de sangre que habitaba en la oscuridad de su mente, despertó. Deseosa por dominarlo, desplegó sus sombras y le arrebató el raciocinio. Una sonrisa torcida se extendió por su rostro dejando entrever los colmillos afilados como puntas de flecha.

—¡Es un vampiro! —exclamó un bandido que lo observó con horror.

—¡Es imposible! No hay vampiros en Svetlïa...

Un tercero quiso hablar, pero no tuvo tiempo. Elliot se lanzó contra ellos como una bestia salvaje: con el tronco adelantado y los brazos extendidos.

Agarró a uno y le mordió el cuello. Al apartarse, le desgarró la carne y la sangre salió a borbotones. Bebió un gran trago y sonrió.

Era deliciosa.

Aprovechando que la criatura se saciaba con su compañero, los otros tres asaltantes intentaron escapar. Pero no contaban con que un vampiro alimentado era un rival imparable.

La bestia soltó a su presa para lanzarse a por uno al que le rompió el cuello de un fuerte y preciso movimiento de muñecas. Los otros dos se quedaron congelados, aterrorizados.

Una risa escalofriante escapó de entre sus dientes ensangrentados. De un rápido movimiento, se arrancó la flecha de la espalda y la lanzó contra el líder. Le atravesó la garganta y de su boca escapó un gorgoteo. Entonces, se desplomó.

Mientras contemplaba a sus compañeros caídos, Elliot saltó sobre el último bandido. Lo tiró al suelo y hundió sus dientes en la yugular, pegó la boca y bebió hasta reventar.

Paladeó extasiado el sabor de la sangre y al fin recuperó sus fuerzas. Con ellas, regresó la razón y la bestia volvió al rincón oscuro del que había salido.

Elliot contempló horrorizado la masacre. Se llevó las manos a la boca pero se detuvo al verlas cubiertas de sangre.

Con una mueca que auguraba un grito que no llegaba, se alejó de los cadáveres arrastrándose miserablemente. Se dejó caer y apoyó la espalda contra un árbol. Se llevó las manos a la cabeza, manchando sus rizos dorados de rojo.

Apretó los dientes y tanteó con los dedos entre los pliegues de su ropa. Comprobó que la herida de su pecho ya había sanado.

Sintió un fuerte nudo en la garganta y varias lágrimas escaparon de sus ojos. Era un llanto estrangulado, lleno de angustia pues no era ya el llanto de un niño, sino el de un adulto con un gran peso sobre sus hombros.

Ahora comprendía a qué se referían los versos sobre los vampiros. El pacto de sangre no podía ser eludido, sin importar lo que intentara. Aquella criatura que se había apoderado de él regresaría cada vez que la sed lo abrumase hasta que, finalmente, Elliot y ese monstruo serían amigos y ya no habría razón para mantenerlo encerrado en un rincón de su mente.

Tal era la maldición de los vampiros.

Elliot despertó del sopor que lo había invadido cuando un aliento caliente chocó contra su mejilla. Entreabrió los ojos y descubrió a Ratza-Mûn inclinado sobre él observándolo con sus ojos negros.

Aún afectado por los eventos recientes, volvió a cerrar los ojos sin el más mínimo interés en regresar a la realidad. El caballo relinchó, como si se sintiera frustrado ante la escasa colaboración de su dueño. Acercó el morro a su hombro y lo zarandeó.

Despacio, Elliot reaccionó y se incorporó.

Observó al animal que, cumplida su misión, se inclinó para masticar las hierbas que crecían a los pies del árbol.

Era sorprendente que se sintiera más unido a Ratza-Mûn que a muchas de las personas que había conocido. Era un animal sumamente inteligente, pero era el hecho de haberlo criado lo que realmente había creado ese lazo entre ambos. Una vez más, era quien lo llevaba lejos de lo que le hacía sufrir.

Al fin se puso en pie y caminó hasta él que lo contempló de reojo sin dejar de masticar la hierba. El muchacho esbozó algo parecido a una sonrisa antes de rebuscar en las alforjas y sacar una manzana. Tomó de nuevo asiento, apoyando la espalda contra el tronco del árbol. Mordisqueó la fruta lentamente, degustándola para disipar el sabor de la sangre.

Cuando la hubo terminado, se vio con fuerzas para regresar al lugar de la masacre y hacerse cargo de los cuerpos. Ratza-Mûn lo siguió, pero se detuvo a unos pasos de distancia, inquieto.

Elliot contempló los cuatro cadáveres. Fijó la mirada en la sangre que aún brillaba en las heridas de sus atacantes y sintió un retortijón en las tripas junto con un nudo en la garganta. Temía vomitar la manzana ante la idea que acababa de cruzar su mente, pero debía ser práctico. Inspiró hondo varias veces y se concentró en los olores del bosque.

Sacó varios viales vacíos de las alforjas y se arrodilló junto a los cuerpos. No manaba suficiente sangre como para llenarlos. Con dedos trémulos, Elliot extrajo recuperó su espada y realizó un corte en la muñeca de uno de los hombres. Así consiguió llenar todos los viales de nuevo.

Cuando terminó, su mente no lo resistió más. Sintió arcadas y vomitó la manzana que acaba de comer, teñida de rojo.

—¿Qué diría padre si me viera ahora? —murmuró con la vista clavada en el suelo—. Probablemente que ni siquiera sirvo para ser vampiro, demasiado débil, me diría.

Pero, ¿acaso era culpa suya? ¿Acaso su padre podía hacerle responsable de que le hubieran arrebatado su futuro? Había perdido toda razón de vivir; aquello para lo que lo habían instruido toda su vida: convertirse en el duque de Wiktoria.

No dudaba que su padre ya habría puesto una orden de búsqueda y captura, puede que incluso pidiera su cabeza.

Él era una víctima, pero lo cazaban como a un monstruo, cuando aquí la única que merecía pagar era Gabriela.

Con solo pensar en ella, sintió como el odio lo llenaba por completo. Ojalá pudiera encontrarla para hacérselo pagar... En ese instante, decidió que lo haría. Aunque le llevara toda la eternidad, daría con ella.

Ahí estaba su nueva razón para existir. No era un gran consuelo, pero era algo a lo que aferrarse.

Se permitió unos segundos para asimilarlo y que su estómago se asentara de nuevo, antes de ocuparse de los cuerpos. Se sirvió del escudete de uno de los asaltadores para cavar cuatro tumbas. Cuando hubo terminado, se apresuró a enterrarlos y colocó una piedra sobre el lugar donde descansaban sus cabezas.

Sin volver la vista atrás, montó en Ratza-Mûn con la firme determinación de no volver a parar en ninguna posada o población.

No le importaba cuánto costara, debía llegar al castillo del vizconde Isley y hablar con Sophie Loughty, tal y como su madre le había indicado.

En este capítulo he hablado de dos cosas muy importantes para toda la saga y las tenéis resumidas en las dos imágenes 😉.

Por otro lado, en este capítulo quería mostrar que Elliot lleva el vampirismo mucho peor que Wendy. Mientras que para ella es algo que la ha liberado, para Elliot es una maldición que le arrebató su vida. ¿Cómo vivirías tú que te convirtieran en vampiro?

¡Espero que os haya gustado! El sábado nos vemos con otro nuevo capítulo 👀

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