CAPITULO | 05 |
•SE PUEDE RESISTIR A TODO, MENOS A LA TENTACION•
JAROD
Recluido en un rincón de la barra improvisada en medio del extenso parque de la villa, parecía un simple invitado más, a pesar de que se suponía que era el protagonista de la celebración. Las miradas y las palabras de cortesía caían sobre mí como una carga insoportable. Miranda me había asegurado que sería una reunión familiar íntima, algo pequeño y reservado. Sin embargo, fiel a su estilo extravagante, se las ingenió para invitar a una multitud, organizando una de esas fiestas lujosas que tanto le gustaba ofrecer, donde el despilfarro del dinero parecía ser el verdadero invitado de honor.
Hombres y mujeres de la elite londinense, con atuendos elegantes que destellaban bajo las luces decorativas, pasaban a mi lado, como si fueran parte de un desfile interminable de felicitaciones. Cada vez que respondía con una sonrisa forzada y un agradecimiento carente de emoción, sus rostros me mostraban su desconcierto. Parecía como si no pudieran entender cómo alguien podría mostrarse tan indiferente ante su propio compromiso. Pero para mí, aquella fiesta no era más que una representación exagerada, un espectáculo al que no sentía que perteneciera.
No podía evitar preguntarme si alguien más compartía mi sensación de desconexión o si era el único que se sentía completamente fuera de lugar.
Había prometido proteger a la familia de mi amigo fallecido, sin importar las circunstancias, y a lo largo de estos siete años, ese juramento se había convertido en una constante en mi vida. Desde el principio, sabía que Miranda esperaba más de nuestra relación. Había sido clara al respecto, dejando entrever que su paciencia no sería eterna.
En algún momento, me di cuenta de que no tenía otra opción más que aceptar su propuesta. En el fondo, sabía que éramos una buena pareja a los ojos de los demás, un dúo socialmente impecable. Miranda sabía cómo mantenerme equilibrado, cómo apartarme de los precipicios a los que solía acercarme, esos lugares oscuros que alimentaban mi autodestrucción.
Durante mucho tiempo, quise creer que, de alguna forma, después de la muerte de Ryan, su espíritu había encontrado una manera de guiarla hacia mí. Al principio, me aferré a esa idea, buscando consuelo en el pensamiento de que tal vez todo tenía un propósito. Después de todo, había sido desgarrador no haber podido salvar a Ryan de sus propios demonios, de aquellos impulsos suicidas que lo acechaban y que trágicamente, él había mantenido en secreto.
Nunca vi las señales. No me di cuenta de lo profundo que era su sufrimiento, y cuando finalmente me enteré, ya era demasiado tarde. La culpa me devoraba, y quizás por eso, cuidé de su familia como una forma de expiación, una manera de intentar redimirme de lo que no había podido hacer por él. Miranda había asumido un papel central en mi vida, llenando de alguna manera el vacío que dejó Ryan. Pero con el paso del tiempo, me di cuenta de que ella esperaba algo más que mi compañía. Quería una relación real, romántica, un futuro juntos, algo que no estaba seguro de poder ofrecerle.
Me sobresalté cuando sentí una palmada fuerte en la espalda, casi derramando el trago que sostenía. Al girarme, me encontré con la mirada divertida de mi hermano, quien se veía extrañamente sofisticado con el smoking que mi futura esposa le había prácticamente obligado a ponerse. Para alguien que solía rechazar todo lo que tuviera que ver con normas y etiquetas, verlo así, tan arreglado, me provocó una sonrisa.
Evan, con su actitud despreocupada, seguía siendo el mismo de siempre: rebelde, obstinado y con una visión poco convencional de cómo debía vivirse la vida. Mientras lo observaba, no podía evitar pensar en lo diferentes que éramos. Yo había pasado años luchando por mantener el control, por seguir el camino que la familia esperaba de mí. En cambio, Evan, a sus veinticinco años, parecía estar en una carrera constante por evadir cualquier responsabilidad.
Secretamente, siempre había esperado que, llegado este punto, mi hermano comenzara a tomarse las cosas más en serio, que al menos considerara el peso de nuestro apellido y lo que significaba para el legado familiar. Pero al parecer, Evan seguía en esa etapa interminable donde las mujeres, las fiestas y el alcohol eran el centro de su mundo. Me frustraba verlo desperdiciar su potencial, especialmente cuando sabía que bajo esa fachada despreocupada, había alguien brillante y capaz. Pero lograr que lo admitiera era otra historia.
—¿Ya te cansaste de ser el agasajado o todavía no te hartas de las felicitaciones? —me preguntó Evan, con esa sonrisa burlona que nunca perdía, mientras le hacía un gesto al camarero para que le sirviera una copa—. Para ser una persona a punto de contraer matrimonio, no pareces precisamente alguien muy feliz.
—No digas tonterías. Sabes por qué hago esto —respondí. Evan conocía demasiado bien lo que estaba pasando.
No había nada que celebrar realmente. Todo esto era más una formalidad, un contrato tácito entre dos partes que se necesitaban mutuamente. Aunque le tenía un gran cariño a Miranda y, sin duda, era una mujer hermosa e inteligente, lo que estábamos por hacer no se trataba de un amor romántico y apasionado.
Nuestro compromiso era una forma de garantizarnos compañía, una manera de asegurar que ninguno de los dos tuviera que enfrentarse a la soledad en el futuro. En el fondo, me aterraba profundamente la idea de morir solo. Y por eso, más que cualquier otra cosa, había aceptado esta unión.
—Ha pasado mucho tiempo, Jarod. No tienes que atarte a ella por esa estúpida promesa —dijo Evan, esta vez con una seriedad que rara vez le veía. Apoyó los codos en la barra y se quedó mirando a la multitud que bebía y reía como si la vida no tuviera preocupaciones—. La has ayudado lo suficiente. Quitando el hecho de que su hija ni siquiera quiere verte en las revistas, es evidente que no eres parte real de su familia. Es hora de que comiences a pensar en ti y busques tu propia felicidad.
Su comentario tocó un punto sensible. Sabía que Evan tenía razón, pero me costaba aceptar lo que me decía. Había hecho una promesa, no solo a Miranda, sino a Ryan. Y, de algún modo, sentía que romper ese pacto sería traicionar su memoria. Además, ¿qué otra opción tenía? Aunque sabía que Miranda no estaba enamorada de mí de la manera que una vez lo había estado de Ryan, nos habíamos acostumbrado a estar juntos, a sostenernos mutuamente en el vacío que dejó su muerte.
—Miranda también me ha ayudado, Evan. Y en cuanto a Candance, en algún momento aceptará todo esto. No puede estar furiosa para siempre.
Era doloroso no contar con la aprobación de Candance, especialmente después de tantos años de intentar acercarme. Pero esta unión no solo beneficiaba a Miranda y a mí, sino también a ella. Casarme con su madre le aseguraba un futuro financiero estable. La escasez de dinero había sido lo que llevó a Ryan a tomar esa decisión trágica, y no quería que ninguno de los que quedaban de los Haddid atravesara el mismo sufrimiento. Lo que hacía no era solo por Miranda o por mí, era también por Candance, aunque ella se negara a verlo de esa manera.
—Te estás haciendo viejo, Jarod... —dijo Evan, dejando caer la verdad con una mezcla de burla y sinceridad—. Debes ser más egoísta y mandar a Miranda al diablo. Aun no entiendo cómo la soportas.
—Ya basta, Evan.
—Yo solo te estoy dando un consejo. Ya sabes lo que dicen... —Evan enarcó una ceja, saboreando el momento antes de lanzar otra de sus observaciones sarcásticas—: La gente egoísta vive más años, y con mujeres mucho más lindas.
—No conocía ese refrán —respondí, sin poder evitar esbozar una media sonrisa, a pesar de todo.
Evan soltó otra carcajada. No podía negar que, a veces, sus palabras me hacían pensar más de lo que me gustaría admitir.
—Tengo hasta la boda para hacerte cambiar de parecer, y sé que lo lograré —sonrió con ese aire confiado, ajustando el cuello de mi camisa como si fuera un hermano mayor en lugar de menor—. Te ves bien, Carter.
—Siempre me veo bien —respondí con un toque de arrogancia, tomando un sorbo de champagne—. Es como un don. El don de la belleza.
Evan lanzó otra carcajada y me dio un golpe amistoso en el hombro. Sin embargo, su risa se apagó de repente, y su expresión cambió radicalmente, como si algo hubiera capturado toda su atención. Lo vi tensarse, su mirada se había fijado en un punto detrás de mí, y reconocí de inmediato ese brillo en sus ojos: había puesto su vista en una nueva presa.
—Creo que me enamoré a primera vista... —murmuró, casi hipnotizado, sin apartar la vista de lo que fuera que había atrapado su atención—. ¿Quién es ella?
Me voltee lentamente, siguiendo la dirección de la mirada de Evan, y una sensación extraña me recorrió el cuerpo al verla. La mujer había ingresado por la entrada principal, y como si el tiempo se hubiese detenido por un instante, acaparó todas las miradas masculinas del lugar, incluidas la mía.
Su figura, endiabladamente seductora, se movía con una gracia casi irreal, y el vestido largo de seda verde que llevaba parecía moldearse a cada curva de su cuerpo.
Era un tono de verde profundo, casi esmeralda, el tipo de color que la firma Benetton había popularizado, y contrastaba de manera sublime con su piel bronceada, como si hubiera pasado días bajo el sol. Sin embargo, estábamos en Londres, en pleno invierno, donde la ciudad estaba envuelta en un frío y grisáceo manto de nubes. No podía ser de aquí. Esa piel dorada no pertenecía a este clima.
—No lo sé... —murmuré, más para mí que para Evan—. No sé quién es.
Evan me lanzó una mirada incrédula, con el ceño fruncido.
—Es tu compromiso, Jarod —exclamó—. ¿No sabes a quién ha invitado Miranda?
No pude contestar de inmediato. Mis palabras se quedaron atrapadas en mi garganta mientras la observaba fijamente, sin poder apartar la vista. Ella se movía entre la multitud como si no le importara en absoluto el revuelo que causaba. Los largos mechones de cabello negro eran tan oscuros que parecían absorber la luz a su alrededor y caían sobre sus hombros en ondas perfectas.
No podía evitar sentir que había algo peligroso, casi letal, en su belleza. Era como un ángel caído, uno hermoso y tentador, que parecía caminar con una confianza que desarmaba a cualquiera que la mirara. Mis pensamientos empezaron a oscurecerse. ¿Quién era ella? ¿Y por qué, en ese instante, sentí un deseo tan fuerte de desatar mis más perversas intenciones al verla?
Debió sentirse lo suficientemente observada, porque de repente giró la cabeza y su mirada se encontró con la mía. ¡Maldición! Un disparo en el pecho me habría impactado menos. Sus ojos, grandes y de un verde intenso, adornados con pestañas largas y envidiables, perfectamente delineados, se clavaron en los míos.
Luego, me sonrió.
Una sonrisa suave, casi peligrosa, que curvó sus labios como una tentación sutil pero poderosa. Sus labios eran carnosos y perfectamente formados y yo, sin pensar, sin meditarlo ni un segundo, caminé hacia ella como si estuviera bajo un hechizo.
Mis pies se movieron por inercia, desconectados de mi cerebro. Todo lo demás desapareció, incluso Evan, que se había quedado a mis espaldas. Mi atención estaba fija en esa mujer, en la forma en que me había atrapado con una simple mirada, con una simple sonrisa.
No sabía quién era, pero algo en mí se encendió de una manera que no podía controlar. Apenas podía escuchar más allá del zumbido de mis propios pensamientos cuando ella habló.
—Hola —dijo tímidamente, con una sonrisa que parecía contener nerviosismo —. Felicidades por...
—Tu vestido es espectacular, me tiene hipnotizado —exclamé, interrumpiéndola antes de que pudiera terminar. Aunque parte de eso era cierto, la verdad era que quien realmente me tenía idiotizado era la mujer dentro del vestido—. ¿Puedo saber quién es el diseñador? ¿Versace? ¿Marc Preston...? ¿O acaso es de Vera Wang?
Ella parpadeó, sorprendida, pero luego una sonrisa de orgullo cruzó sus labios mientras bajaba la mirada para observarse a sí misma.
—Wow... —dijo, con una risa suave—. Me halagas al creer que alguno de ellos podría haberlo creado. Yo lo diseñé. Hice el molde y lo cosí.
La sorpresa me golpeó. No solo era increíblemente hermosa, con una presencia que dominaba la habitación, sino que también era talentosa. Y esa combinación, tan rara y peligrosa, solo hizo que mi interés se encendiera aún más. Mi asombro era evidente, no podía ocultarlo.
Era muy buena.
La tela que llevaba, de una textura exquisita y un vuelo perfectamente equilibrado, daba a su figura una delicadeza muy especial. El diseño era único, imposible de ignorar, como si el vestido mismo tuviera vida propia.
No pude evitar recorrerla con la mirada una vez más, deteniéndome, sin poder evitarlo, en su escote, visiblemente pronunciado y provocativo. Sí, ese era yo... un hombre que, en su propia fiesta de compromiso, se encontraba mirando el busto de una extraña como todo un depravado. La culpa me golpeó con la misma fuerza, pero mis ojos parecían traicionarme.
Aclaré la garganta, buscando recuperar la compostura. Le tendí mi mano, intentando sonar casual, pero educado.
—Jarod Carter —me presenté con una leve inclinación, tratando de enmendar mi torpeza inicial.
Cuando ella alzó su mano, la tomé suavemente y la besé en el dorso, un gesto que me pareció más apropiado. Un apretón de manos habría sido demasiado frío y formal para alguien que irradiaba tanta elegancia. Ella parecía de la realeza, y las reinas debían ser tratadas y veneradas como tal.
Sus ojos brillantes se mantuvieron fijos en los míos. La forma en que observaba mis movimientos me hizo sentir que me estaba evaluando.
—No necesitas presentarte ante mí, Jarod —dijo finalmente, con una calma que solo aumentó mi curiosidad—. Sé muy bien quién eres.
Su voz tenía un dejo de conocimiento que no lograba ubicar. Mi sonrisa vaciló un poco, pero mantuve el control.
—Me alegra que sepas quién soy. Pero siento que yo no tengo ese privilegio... ¿Puedo saber el nombre de tan increíble y talentosa mujer? —Hice una pausa, observando la reacción en su rostro—. Si eres tan buena diseñando, quizá deba contratarte. Estoy seguro de que podrías crear piezas asombrosas para mi compañía.
Esperaba que el halago fuera suficiente para romper el hielo, pero sus facciones se endurecieron de inmediato. Sus labios se tensaron, y sus ojos se entrecerraron, como si mis palabras hubieran tocado algo sensible.
—¿Contratarme? —repitió, inclinando ligeramente la cabeza. Su tono había adoptado una clara nota de sarcasmo, como si algo de lo que acababa de decir le resultara inverosímil—. No puede ser...
Me quedé mirándola, desconcertado, intentando comprender qué había salido mal.
—¿Acaso dije algo que te ofendió? —pregunté con cuidado.
—No, claro que no... —respondió —. Simplemente... no puedo creer que no me reconozcas. No creo haber cambiado tanto como para que te hayas olvidado de mí.
Mis pensamientos se detuvieron por un instante. Analicé su rostro con más detenimiento. Había algo en esos ojos, en esos rasgos que despertaban una chispa de reconocimiento, pero no podía colocarla en ningún lugar preciso de mi memoria. Era como si hubiera visto esos ojos en otro lugar, en otro contexto, pero ¿dónde?
¿Alguna modelo de la agencia? Quizá. Makkenna, mi directora de arte, solía contratar mujeres extraordinarias para nuestras campañas publicitarias, pero si hubiera sido una de ellas, ¿cómo es posible que no lo recordara con claridad? Era simplemente demasiado impactante como para olvidarla.
La frustración comenzaba a crecer dentro de mí.
—¿Nos hemos visto antes? —pregunté, con la curiosidad transformándose en una necesidad imperiosa de saber.
—Oh, Jarod... —su risa suave hizo que mi cuerpo vibrara —. ¿De verdad no me recuerdas?
Mi cerebro seguía buscando desesperadamente una conexión, pero las respuestas no llegaban. Me crucé de brazos, pensativo, e intenté descifrar lo que ella insinuaba.
—No, no nos conocemos. —sentencié, convencido de que no había forma de que la hubiera olvidado—. Es imposible, no olvidaría a una mujer como tú. Eres... de esas que se quedan tatuadas en el cerebro de un hombre.
Ella soltó una risita antes de acercarse un poco más, mirándome con coquetería y desafío.
—Pues, solía ser un poco diferente la última vez que nos vimos. Como... —levantó su mano a la altura de sus pechos y me sonrió, disfrutando de mi desconcierto—... de este tamaño.
El impacto fue inmediato. Mi corazón comenzó a golpearme el pecho como si quisiera salir. Intenté mantener la compostura, pero podía sentir la sangre subiendo a mi rostro, y la tensión en mis músculos se hizo evidente. Ni hablar lo que sentía mi entrepierna.
—Dios santo... —susurré sin poder evitarlo—. Eres hermosa.
Me sentí como un completo idiota, intentando conquistar a una mujer que claramente sabía sobre mi compromiso. Había algo en ella que me desarmaba de una manera que nunca había experimentado antes. En cuestión de minutos, me había dejado atónito con su belleza, la suavidad de sus movimientos y esa voz tan melodiosa y cautivadora.
Sus mejillas se tiñeron de un ligero rubor y desvió la mirada al suelo. Su reacción me hizo darme cuenta de lo precipitado que había sido. Había actuado de forma desesperada, lanzándome como un lobo hambriento hacia ella sin considerar el impacto de mis palabras y acciones.
La situación se había vuelto surrealista. Ella no solo era la mujer más hermosa que había visto en años, sino que, de alguna manera, formaba parte de mi pasado. Mi mente empezó a procesar las pistas. Si antes había sido "de ese tamaño", significaba que la había conocido cuando aún era una niña o una adolescente. Ella inclinó la cabeza, esperando a que la ficha cayera.
—Algunos dicen que me parezco a mi padre —exclamó con una sonrisa que escondía nostalgia.
—¿Tu... padre?
Justo en ese momento, un grito agudo me hizo voltear. Era el mal momento, pues Miranda se acercaba con paso decidido. Sabía que debía cortar la conversación rápidamente; Miranda no era conocida por su paciencia con situaciones que no le agradaban. Era intensamente celosa, y no dudaba en demostrar su descontento cuando una mujer se me acercaba.
—¡Oh, por Dios! —exclamó Miranda, sus ojos se posaron en la mujer de pie frente a mí, recorriéndola de pies a cabeza con una mezcla de asombro y envidia—. ¡No puedo creerlo!
Miranda avanzó con emoción en su mirada, y antes de que pudiera reaccionar, tomó a la desconocida por los hombros y la abrazó con tanta fuerza que casi la sofocó. Me quedé completamente desconcertado, observando la escena con incredulidad.
—¡Mama, me estás asfixiando! —se quejó, tratando de liberar un poco de espacio entre ella y Miranda.
Las palabras en mi cabeza resonaron con una intensidad que me dejó sin aliento.
¿Mama?
No, no podía ser cierto.
El asombro en mi rostro se hizo más evidente cuando me di cuenta de que la mujer frente a mí no era otra que Candance Haddid.
—¿Candance? —pregunté, con la voz temblando por la sorpresa. Ella solo sonrió.
—La misma.
Era increíble que no la hubiera reconocido antes, pero en mi defensa, nunca había anticipado una sorpresa de tal magnitud.
La última vez que la vi, Candance era una niña pálida, con ojeras marcadas y un semblante que reflejaba tristeza y desilusión. La transformación que había sufrido era asombrosa. Ahora, la mujer que tenía frente a mí era una visión completamente diferente, y al mirarla, era como si estuviera viendo a su madre en su juventud. La semejanza era innegable y me dejó con una sensación de asombro y culpa por no haberlo notado antes.
Evan no perdió el tiempo y se adelantó para flirtear con ella. Su mano se posó en mi hombro mientras se dirigía hacia Candance con una sonrisa desvergonzada.
—Vaya, has cambiado mucho —dijo Evan, su mirada bajando descaradamente hacia el escote de Candance—. Para mejor, claro.
—El agua y la comida hacen milagros en los cuerpos de las personas, ¿no crees? —dijo, mirando a Evan con un brillo juguetón en los ojos—. Tú, en cambio, sigues igual, Evan.
Evan arqueó una ceja, mostrando una sonrisa socarrona.
—¿Eso es bueno o malo?
—Depende, ¿tú qué crees? —replicó.
La madre de Candance se la llevó antes de que Evan pudiera siquiera responder, llevándola a presentarla a las personas de su entorno mientras ambos Carter la seguíamos con la mirada. Mi hermano pasó la mano por su cabello castaño y exhaló un suspiro, rompiendo el silencio con sus comentarios de mierda.
—Si me caso con tu hijastra, ¿seré tu hermano y tu hijastro a la vez? Despéjame esa duda —dijo, con una sonrisa traviesa que reflejaba su falta de seriedad en el momento.
Lo fulminé con los ojos. No podía comprender como era capaz de hacer un chiste semejante. Tampoco podía comprender por qué me molestaba tanto. Era solo la hija de Ryan. La pequeña niña... que ya no era pequeña.
—No preguntes tonterías, Evan.
—Si querías cumplir tu promesa, debiste haberte comprometido con la hija. Esta para comérsela. —Enarcó una ceja, pero al notar mi expresión ofuscada, lanzó una carcajada —. ¡Es una broma, Jarod! Todo lo tomas tan literal.
Una broma. Una broma era sentirme tan atraído por la hija de Ryan, aunque quizá solo era la impresión del primer encuentro. Esperaba que fuera solo algo momentáneo, que mi cerebro entendiese en el lío en el que se estaba metiendo con solo tener malas intenciones con Candance Haddid.
Porque, si no lo comprendía, estaría completamente perdido.
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Nunca imaginé que terminaría evitando mi propia casa, ese refugio que había adquirido con tanto esfuerzo y dedicación. Mi lugar, mi espacio personal, el sitio donde solía sentirme completamente a salvo. Sin embargo, desde la llegada de Candance Haddid a la fiesta y la decisión de Miranda de obligarla a trasladar sus pertenencias a mi mansión, ese sentido de seguridad se había derrumbado.
Creí que, con el tiempo, la atracción que sentía por Candance se desvanecería y me acostumbraría a su presencia constante en la casa. La veía a menudo merodeando por la mansión, conversando con los empleados y riendo con Evan, quien, para mi sorpresa, parecía haberse hecho muy cercano a ella.
Pero no.
En lugar de disminuir, mi malestar solo creció. Candance me irritaba profundamente, sensación que comenzó en el instante en que descubrí su verdadera identidad. La atracción que sentía hacia ella parecía despertar mis impulsos más oscuros cada vez que estaba cerca.
Me enfurecía ver cómo su presencia inundaba mi hogar. No importaba cuánto intentara racionalizarlo, no podía evitar sentir que mi tranquilidad y control se desmoronaban cada vez que cruzaba miradas con ella. Cada vez que la observaba, me la imaginaba de rodillas delante de mí, abriendo su boca y suplicando que la llenara con la longitud de mi miembro.
Su dulzura e inocencia despertaban en mí una sensación que no podía describir con palabras. Cada vez que compartíamos el mismo espacio, me resultaba imposible concentrarme; mi mente se nublaba y mis nervios se descontrolaban, especialmente cuando esos ojos verdes, como dos gemas resplandecientes, me observaban con curiosidad. Ella parecía percibir que algo pasaba, pero, no me presionaba ni hacía comentarios al respecto.
Por suerte para mí, Miranda estaba lo suficientemente distraída con los preparativos y el ajetreo de la boda como para no notar la tensión entre nosotros.
Intentaba mantener la distancia, esforzándome por controlar mis instintos y no sucumbir a la atracción que sentía. Sin embargo, no esperaba cruzarme con ella en la cocina a la madrugada, vestida con un pijama diminuto de color turquesa y bebiendo un vaso de leche. Su apariencia tan inocente y despreocupada hacía estragos en mi mente. Sentía que perdía el control. Me volvía jodidamente loco.
¿Qué clase de maldición había caído sobre mí?
— ¿Jarod? —preguntó, con esa voz suave inundando mis oídos y acelerando el latido de mi corazón. Luché por mantener mi mejor cara de póker, ocultando el dilema interno que su presencia me provocaba.
—Oh, no te había visto —mentí, aunque sabía que ella percibió mi falsedad. Sin embargo, no se detuvo a cuestionar el motivo.
—No podía dormir —comentó, señalando el vaso de leche que sostenía—. ¿Tienes sed? ¿Te sirvo algo para beber?
—No te preocupes, yo lo haré —traté de sonar natural mientras me dirigía al refrigerador. Saqué el botellón y me volví hacia ella—. Tampoco podía dormir.
Me serví el zumo de naranja sin siquiera mirarla, intentando concentrarme en el simple acto de llenar el vaso. Cada movimiento me parecía interminable, cada segundo una tortura. Deseaba con todas mis fuerzas no sentirme así, tan expuesto y vulnerable cuando ella estaba cerca. Era un error monumental, uno de los peores que podría cometer. No había ninguna duda de que estaba lidiando con algo mucho más profundo y perturbador que cualquier desafío que había enfrentado antes.
Si daba un paso en falso, no habría vuelta atrás.
Mi mente estaba llena de advertencias y temores sobre lo que podría suceder si no mantenía el control. Había experimentado el descenso a las profundidades en el pasado, había sucumbido a las drogas y al caos que éstas traían, pero esto era diferente. Esto era más peligroso y menos predecible.
No quería volver a arruinar mi vida ni la de los demás.
Ella suspiró.
—¿Estás enojado conmigo?
—¿Por qué me preguntas eso?
—No lo sé —admitió, encogiéndose de hombros con una ligera tristeza en los ojos—. Quizás me siento culpable por no haber respondido tus llamadas todos estos años y por solo haberte agradecido los regalos por mail.
―No. No estoy enojado, Candance.
Había esperado que abordara el tema, pero ahora que la tenía frente a mí, no estaba seguro de querer una explicación a sus evasivas. En su momento, habíamos sido amigos pese a la gran diferencia de edad, pero, para mi propia cordura, lo mejor era mantener la distancia.
—Yo... no lo había superado —dijo ella, tomando aire y exhalándolo con un gesto que inadvertidamente atrajo mi mirada hacia su escote—. Todo lo que sucedió cuando tú y mamá... ya sabes. Creo que aún no lo he superado.
—¿Y por qué estás aquí, entonces? —pregunté, y mi voz sonó más dura de lo que había pretendido.
Ella se sorprendió por mi hostilidad, pero solo sacudió la cabeza con un gesto de resignación y hundió los hombros. Mi mirada recorrió su rostro y se detuvo en sus labios.
—Supongo que quiero avanzar.
—Entiendo.
Bebí un sorbo de jugo, usando el movimiento como una excusa para desviar la mirada y tomarme un momento para recuperar la compostura. Al volver a mirarla, sus ojos seguían fijos en mí.
—Gracias por los regalos, Jarod —dijo, parpadeando lentamente. Sus palabras eran sinceras, pero mi mente seguía dándole vueltas a la situación.
—No tienes que agradecer —respondí, intentando sonar indiferente, aunque mis sentimientos eran todo lo contrario.
—Sí tengo que hacerlo. —Ella hizo una pausa —. Gracias también por la rosa negra. Siempre me sentí muy identificada con ellas y con su significado.
Esbozó una sonrisa que hizo que mi mente se nublara momentáneamente. Sentí cómo mi pulso se aceleraba, y tuve que apoyar el vaso en la mesa para evitar derramar su contenido.
Maldición.
Cada vez que sonreía de esa manera, me resultaba casi imposible mantener el autocontrol. La idea de inmovilizarla a la cama y follármela hasta que gritara se instalaba en mi cabeza como un virus. Quería que me suplicara, que suplicara por más. Quería recorrer cada milímetro de su piel con mi boca. Dios santo, ella era como la droga. O peor, como la maldita abstinencia. Me hacía desear probarla de una manera desesperada.
Sus ojos me observaron. El silencio se adueñó del lugar. Ella esperaba que dijera alguna cosa y de mi boca no salió absolutamente nada.
Mierda. Habla, Jarod. Di algo.
Le extendí mi mano, observándola con curiosidad mientras Candance procesaba si debía aceptarla o no. Finalmente, la tomó. Su mano era pequeña en comparación con la mía, suave y delicada, y me hizo sentir una extraña mezcla de ternura y deseo.
—Ven conmigo —dije, tirando de ella hacia la sala—. Quiero mostrarte algo.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora.
La guie hacia el jardín, insistiendo en que se pusiera un abrigo, ya que la noche estaba fría y el viento era implacable. Su pijama fino y ligero no era adecuado para el clima, pero mi propio cuerpo necesitaba la frescura de la noche para calmar el ardor que sentía. El fuego que nacía desde lugares donde no tenía que nacer.
La conduje hasta el pequeño invernadero que había mandado instalar hacia algún tiempo. Cuando entramos, el contraste entre el frío exterior y el cálido ambiente del invernadero era notable. Su expresión cambió de sorpresa a asombro cuando vio lo que había en el interior.
En una esquina del invernadero, decenas de rosas híbridas negras florecían en todo su esplendor. Su belleza oscura y enigmática parecía un reflejo de cómo ella había florecido con el tiempo. Soltó mi mano y se acercó lentamente, tocando una de las flores con los dedos.
—Son rosas de Halfetti —comenté, rompiendo el incómodo silencio que se había instalado—. Solo crecen en Turquía, por lo que hay que realizar todo un tratamiento en el suelo para que puedan prosperar aquí. Originalmente son rojas, así que es necesario alterar el pH del suelo para que cambien su color.
Ella observó las rosas con atención.
—Son hermosas. Y únicas.
—Como tú —respondí, sin pensar antes de hablar.
Mi corazón dio un vuelco al darme cuenta de lo que acababa de decir. No podía creer que esas palabras hubieran salido de mi boca. Me sentí expuesto, y la vergüenza, junto con la ansiedad me invadieron. Había dejado escapar un sentimiento que intentaba mantener bajo control, y temía que las consecuencias fueran aún más complicadas de lo que ya eran.
Ella giró lentamente hacia mí, y su mirada se encontró con la mía. Su expresión era de sorpresa, y por un momento, me pareció que sus ojos reflejaban algo más.
¿Quizá a ella le sucedía lo mismo? No vayas por ahí, Jarod.
—No sé qué decir —murmuró.
—No tienes que decir nada —respondí rápidamente, tratando de ocultar mi incomodidad—. Solo quise que supieras lo especiales que son, y lo mucho que me recordaban a ti.
Candance se quedó mirándome un momento, sumida en sus pensamientos. Su silencio y la calma en su expresión me hicieron preguntarme si había sido demasiado atrevido con mi declaración.
No quería que me juzgara ni que pensara que era un insolente. Pero, en parte, sentía que ella también tenía la culpa. Yo la evitaba, y ella me respondía con amabilidad. No deseaba amabilidad; anhelaba una reacción fuerte, una guerra de palabras, esa actitud amarga que solía tener cuando era pequeña. Necesitaba su furia. Pero en lugar de eso, me daba exactamente lo contrario, y eso me frustraba aún más.
—Debería ir a dormir —dijo, alejándose para poner distancia entre nosotros —. Buenas noches, Jarod.
—Que tengas dulces sueños, Candance.
Una vez que se fue, lancé un largo y profundo suspiro, sintiendo la presión en mi pecho. Necesitaba urgentemente una ducha fría para calmarme, pero sabía que eso no solucionaría el verdadero problema, que ya no era solo físico, sino mental.
El dilema que enfrentaba era más profundo de lo que había anticipado, y supe exactamente lo que debía hacer y a dónde debía dirigirme para tratar de resolverlo.
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