9. La nada
NOTA: paso a recordarles que, como ya mencioné antes, en esta historia los ángeles, o etéreos, a diferencia de los demonios, son seres agénero y asexuales. Sin embargo, dado que en español resulta un poco complicado usar pronombres neutrales, es posible que use "el/la" a la hora de referirme a diferentes ángeles acorde al género del sustantivo que en ese momento y en ese contexto se use para aludir a cada uno. Suena complicado, pero ya verán a qué me refiero. Disfruten la lectura!! y no olviden dejarme sus comentarios, que son lo único que me impulsa a escribir ♥
* * *
Antes de ese punto no había nada. No como una oscuridad negra; o tan siquiera un profundo vacío. Sencillamente... nada. Inconcebible; inexplicable; imposible de definir.
Y de pronto, calor. Un calor ardiente, agonizante, y extasiador.
Se originó en algún lugar de la nada, agitándose como una hoguera inquieta azuzada por vientos violentos, y se expandió, disparando oleadas ardientes hacia los extremos más distantes.
Y así, de pronto... yo «fui».
El ser consciente por primera vez de mi propia existencia fue un sentimiento tan maravilloso, como abrumador y terrorífico.
No era aún consciente de la totalidad de mis sentidos, pero empezaba a notar mi propio cuerpo y percibir el espacio que ocupaba conforme era moldeado y se estremecía con un tremor frenético, el que lentamente comenzaba a remitir, dejando atrás un hormigueo zumbante conforme se enfriaba y se convertía, cual lava fulgente y carmesí, en obsidiana sólida y brillante, otorgándome una sola forma.
Descubrí que gozaba de seis miembros. Dos inferiores, fuertes y largos, se recogían hacia mí; y dos superiores más esbeltos aferraban a los primeros cerca del sitio en donde flameaba el fuego.
Los últimos dos miembros emergían de algún lugar a mis espaldas y parecían estar conectados directamente al centro de mi ser, en donde ardía el fuego, pues vibraban con la misma fuerza y vigor. Eran estos muy distintos de los otros cuatro; grandes, pesados... y poderosos.
Pude notar el momento en que fueron formados y cómo se cerraron a mi alrededor como un capullo.
La hoguera continuaba ardiendo imperecedera en el centro de mi nuevo cuerpo, nutriendo cada parte de él, llenándolo de vida. Mas el viento que antes la avivara se extinguió y cesó de bramar hasta convertirse de modo paulatino en un bisbiseo suave que susurraba palabras extrañas, venidas de todas direcciones y de ninguna a la vez, tan alto que ensordecían, y tan bajo que eran incomprensibles.
Envuelto en mi capullo cálido me sentía flotar.
https://youtu.be/EFxBWDLXcGA
—De pie, criatura —ordenó una voz. Era esta poderosa; violenta y estremecedora, como trueno sobre olas enfurecidas en el mar.
La obedecí.
Aflojé los brazos alrededor de mi cuerpo y estiré mis nuevas piernas. Por último, los miembros a mis espaldas se destensaron y cayeron lánguidos y pesados hasta tocar suelo firme al mismo tiempo que mis pies, los cuales golpearon de forma abrupta el suelo.
Di un par de pasos torpes de piernas rígidas, sin ser consciente aún del rango de movimiento que poseían. Después, estas tropezaron sin remedio y me desplomé hacia una caída incierta.
Sin embargo, no golpeé el piso; pues dos brazos me recibieron en mitad del descenso.
Me eran estos ajenos; mas, cálidos y gentiles, y entre ellos me sentí a salvo. Detuvieron mi caída y me acunaron contra un cuerpo tibio y suave. Allí descansé por un tiempo largo. La piel tibia era como un bálsamo sobre la mía, demasiado tierna, todavía insoportablemente sensible.
Abrí solo allí los párpados. La luz se filtraba hasta alcanzar mi visión a través de un espeso velo enjaretado de color negro. Este se abrió como un cortinaje cuando alcé el rostro y me cegó el resplandor del otro lado, estremeciendo mis ojos por primera vez abiertos a la vida, hiriéndolos.
Un rostro suave y amable, del color de la miel, me contemplaba con ojos grandes y oscuros. Sus labios eran rojos y tersos, y se fruncían como los pétalos de un botón de rosa.
Dos halos brillantes enmarcaban su silueta. Emergían desde el sitio detrás de sus hombros y se erigían como dos llamaradas, de un naranja dorado tan vibrante que el color sangraba en el aire a su alrededor.
—Es tan hermosa... —Su voz era muy diferente de la primera.
No tronaba ni atemorizaba. Era aquella tan suave y susurrante como el murmullo de una brisa sobre hojas flexibles de grama fresca.
Trasladó un par de caricias sobre los contornos de mi rostro y apartó un rizo de color negro. Después se desplazó hacia uno de los miembros detrás de mi espalda y propinó una caricia cuidadosa por uno de ellos:
—Tiene unas preciosas alas negras.
—Tómala; pues ahora es tuya —declaró la voz atronadora de antes.
«Suya», repetí en mi fuero interno y contemplé a la criatura una vez más. «Era suya»...
—¿«Mía», padre? Pero... ¿qué de hacer con ella?
—Primero has de instruirla y guiarla. Habrás de enseñarle nuestros modos, cómo subsistir y mostrarle Éter.
Ajeno a las implicancias de las palabras que oían mis oídos para entonces todavía demasiado inocentes, me distraje en el cuerpo que ahora me pertenecía. Toqué mi piel, examiné mis manos, y moví mis piernas. Admiré el modo en que se movían y comprobé los límites.
Entre tanto, la criatura gentil no dejó de sostenerme, conforme oía atenta las palabras de «La Voz».
—He aquí Mephistophiel; «Oscuridad de Él», por cuanto testimonio vivo será de mi culpa, y mediante cuya creación he de enmendar el mayor error de mi existencia, haciendo acaecer la noche sobre la tierra donde alguna vez la estrella de la mañana reinó y derramó su luz. Y tú, «La piedad», habrás de servirte del don otorgado por su propósito para consumar el tuyo.
Creí percibir que la criatura gentil me estrechó con algo más de fuerza contra sí, envolviendo mis hombros y acunándome en su pecho.
—Pero padre —masculló con aflicción—... ¿no hay otra manera?
—¿No me imploraste antes por otro camino? ¿Por qué hesitas ahora?
—Desespero por ella... Una carga como la que pesa sobre mis hombros es demasiado magna para alas tan tiernas. Es tan pura...
—Confía, criatura mía. Llevará a cabo su misión con gracia y virtud; mas no aún. Primero... ha de aprender.
Observé el lugar a mi alrededor. Doquiera que mirase, los suelos, paredes y pilares eran como oro claro y líquido. El cielo era cristal, y del otro lado se alzaba un firmamento oscuro e infinito, salpicado de azules, rojos y violetas. Era tan vasto y colosal que parecía a punto de romper la cúpula cristalina y volcarse sobre nosotros hasta tragarnos. Me abrumaba solo contemplarlo, y volví la vista al rostro amable sobre el mío, buscando su conforte.
«La piedad» acarició de nuevo mis facciones. Después, se puso de pie y me ayudó a hacer lo mismo.
Mis piernas volvieron a fallar, pero esta vez ella me sostenía firme y no me permitió desfallecer. Era más alta que yo, y sus formas más fuertes, pero al mismo tiempo poseía una belleza frágil, exacerbada por la gentileza de sus movimientos.
Noté nuevamente el halo dorado a sus espaldas y vi que eran dos alas de plumaje brillante; naranja, amarillo y blanco, delicadas en forma y ligeras en caída.
Miré detrás de mí, y vi que poseía miembros similares; mas, las mías eran negras por completo, acabadas en plumas largas, agudas y lustrosas. Las moví con la misma torpeza con que movía cada uno de mis miembros apenas formados, y finalmente conseguí recogerlas hacia mis hombros, donde encontré que era más cómodo acarrearlas.
Temeroso de caer, me colgué de uno de los hombros de «La piedad» y busqué consuelo en sus ojos amables. Esta me devolvió una mirada llena de una dulzura como la que no hallaría jamás, en la de ningún otro ser. Si en sus brazos me sentía a salvo, en sus ojos me sentí parte de un todo; como si fueran el único sitio correcto para mí. El único lugar para mí en toda la existencia...
La contemplé con adoración, pendiente a cada uno de sus gestos, sintiéndome solo y angustiado cuando sus ojos no me aludían de regreso.
—Padre. ¿Cuál es su don? —preguntó ella.
La Voz se tomó unos instantes en contestar. Lo hizo en la forma de un acertijo cuya respuesta no conocería sino mucho tiempo después:
—«La criatura formada en la oscuridad conoce bien los secretos que se esconden en ella». Llegado el momento, ella sabrá mostrártelo. No temáis... Tiempos de gran congoja se avecinan. Pero el presente es de regocijo. Ve afuera, Zadkiel, y presenta a los Coros a este, el último ángel de mi creación.
* * *
No objeté a ninguna de las pruebas que me realizaron en el hospital. Joan ya me había puesto al tanto sobre qué esperar de cada una de ellas.
Se me extrajo una cantidad mínima de sangre, y luego una enfermera a la cual no conocía introdujo en mi boca una vara larga, la cual frotó al interior de mi mejilla.
No estaba cómodo aún con el contacto con las personas, en especial con los desconocidos, pero había tomado mi decisión y dado a Joan mi palabra la noche anterior.
Realizadas las pruebas necesarias, solo quedaba esperar los resultados, y estos eran impredecibles; pues aún de ser compatible con Paul Edwards, cabía la posibilidad de que todo resultase ser en vano, dado que según me había explicado ella, habríamos de esperar a la respuesta del organismo de Paul a mis células para ver si el tratamiento era efectivo. Todo era una espera...
Y viviendo como un ser humano había aprendido que cada minuto era valioso. ¿Cuántos eones había vivido sin ser consciente de lo que implicaba el tiempo en realidad? ¿Cuántas vidas humanas habría vivido solo en el tiempo que a veces pasaba sumido en aquel estado de completa enajenación en mi recámara en Umbrae Palatis, El Palacio de las Sombras? Aun cuando era un concepto relativo, creado en Gaea por los seres humanos, de pronto el tiempo parecía algo sumamente importante; pues para ellos lo era; y ahora yo era uno de ellos.
Y este no perdonaba ni siquiera a personas como Paul, quienes lo necesitaban más que nadie.
Tuve una nueva oportunidad de hablar con él después de las pruebas que me realizaron, en lo que Joan se encargaba de llenar el papeleo, de manera que fuesen enviadas cuanto antes.
Estimé que era lo justo comunicarle mi decisión, así que fue lo primero que hice en cuanto nos quedamos solos.
Paul escuchó mis motivos atentamente. Y en cuanto acabé de hablar, el anciano calló, lo consideró un momento, y después dio una sola, solemne cabeceada:
—Tal y como dije, Philes, estaré eternamente agradecido por tu acto desinteresado. No cuestionaré tu decisión, ni despreciaré tu buena voluntad.
Oírlo me alivió de alguna manera extraña. Hubiese creído que se disgustaría conmigo, pero tuve la sensación, tras ver la expresión en su rostro afable, de que su reacción hubiese sido la misma, independientemente de mi resolución final.
—En cuanto a Dana Joan... —me apresté a reafirmar la promesa que le había hecho, pero me interrumpió.
—Sé que no le has dicho nada de lo que hablamos. —Se movió incómodo en su cama y yo me acerqué para ajustar la inclinación del respaldo hasta que estuvo cómodo—. Gracias, hijo. Si decidí confiártelo es porque estimé que merecías esa confianza. Tampoco es como si fuera un secreto; Jo sabe cómo me siento al respecto.
Asentí.
—Por cierto, mi hija me ha regañado —me confesó, con un amago de sonrisa—. Quiero que sepas que no tenía malas intenciones con mi pregunta del otro día. Lamento haberte incomodado; no era mi lugar indagar en tus convicciones.
Me puso perplejo saber que Joan le había recriminado por aquello. Desearía que no lo hubiera hecho... Experimenté una sensación humana nueva. Me sentí avergonzado ante la posible opinión de Paul con respecto a mí ahora, a la vez que disgustado por la decisión arbitraria de Dana Joan de exponerme con él.
No obstante, con el tema a colación, vi la oportunidad de hacerle algunas preguntas respecto a mi conversación con su hija.
—Joan me dijo que eres pastor.
Paul asintió con una sonrisa:
—Lo soy. O más bien... lo fui. Hasta que mi salud dejó de acompañarme. Pero siempre seré un hombre de fe.
Lo reflexioné, confuso. ¿Cómo podía serlo, en su estado?
—Difícil de creer, ¿huh? —se rio, desconcertándome. ¿Había podido leer mi mente?
No pude avenirme a la petición de Joan de evitar ahondar en todo lo respectivo a su enfermedad. Ahora necesitaba respuestas de parte de él. Quería entenderlo...
—¿Piensas que... «Él» puede salvarte?
Esperé a que se molestase con mi injerencia, pero en cambio, el anciano sonrió con tristeza.
—Pienso... que si pudiera, habría miles de personas a las que valdría más la pena salvar que a mí. Y creo que él las hubiera salvado sin duda, si estuviera en sus manos.
https://youtu.be/AMmQVyJrXfE
Ladeé el rostro al escrutarlo. Tuve el extraño apremio de sentarme, aunque no estaba cansado, y pasé a ocupar el asiento junto a su cama:
—Es decir... que no crees que esté en sus manos. —No contradijo mi aseveración, y aquello me desconcertó en gran manera, dada sus doctrinas—. ¿No crees entonces en la cualidad de la omnipotencia que se le atribuye al Creador?
Paul pareció complacido de mi cercanía, e hizo lo posible para acomodarse en su cama tanto como se lo permitió su frágil cuerpo para posicionarse mirando hacia mí.
No me había dado cuenta de lo mucho que había esperado hablar de nuevo con Paul sino hasta hallarme a mí mismo impaciente por oír cualquier cosa que tuviera para decir.
Se tomó una pausa antes de hablar, inclinándose como si me confiase un secreto, y de manera involuntaria yo me incliné al frente para oírlo mejor. Se humedeció los labios pálidos y resecos.
—No creo que funcione como a la gente le gusta creer que lo hace. Añadir cualquier tipo de sufijo que implique absolutismo a una cualidad sugiere que conocemos con certeza los alcances y limitaciones del ente al cual se la atribuimos. ¿No te parece una presunción arrogante de nuestra parte?
Asentí, con dificultades a la hora de mantener mi mandíbula en su lugar. Estaba seguro de no haber escuchado nunca a una persona religiosa observar de manera tan objetiva a su deidad.
—Lo que quieres saber en verdad es por qué sigo teniendo fe a pesar de mi enfermedad, ¿no es así?
—Eso es preciso —admití.
Paul calló por un momento. Esta vez no me miró al hablar. Observaba en dirección a la manguerilla conectada a su brazo repleto de cardenales azules y malvas:
—La gente suele decir que todo lo que sucede en el mundo es parte del «plan de Dios», y que tiene uno para todos. —Trasladó el dedo de su mano contraria por la vena que se levantaba obra del peso del objeto extraño bajo su piel—. Yo no creo que Dios tenga ningún plan. Quizá lo tuvo alguna vez, al crearnos, pero dudo que tuviera uno para cada persona individual que fuese a existir. Como padre, sé que uno solo puede hacer una parte del trabajo con sus hijos. El resto depende de ellos. Sus elecciones, sus decisiones, el modo en que elige conducirse por la vida... Asimismo, creo que el ser humano elige sus circunstancias.
Contemplé al igual que él la vena hinchada de su brazo, a punto de romperse obra del flujo incesante del líquido al que parecía siempre estar conectado.
Por un momento deseé tener mis poderes de regreso. Más bien... los poderes que Lucifer me otorgaba en usufructo. Hubiese querido poder transferir algo de la integridad de mi propia piel a la suya, aún si implicaba llevar en retorno una de sus frágiles venas colapsadas en mi brazo. Un moretón no era nada para un cuerpo sano y joven como el mío. Para Paul... parecía hacer una diferencia desgarradora.
—Estoy seguro... de que no elegiste estar enfermo —disentí, experimentando una extraña opresión en la garganta.
Paul dejó de tocar el parche de piel delicada alrededor de su vena. Movió entonces el brazo con dificultad, reptando sobre la colcha de la cama, y lo sacó por fuera de la misma a la distancia suficiente para poder tocar mi mano.
Su tacto gélido me sorprendió, pero no hui a él.
—Cuando digo «el ser humano» no me refiero a ti y a mí como seres individuales. Más bien... me refiero a la sociedad como un ente. Esta enfermedad, así como muchas otras, son solo un efecto adverso de nuestra existencia. Igual que la guerra, la hambruna, y la violencia. Ninguna víctima elige serlo.
Bajé la vista, incapaz de hablar por un largo rato.
—Te doy las gracias otra vez por tu buena voluntad.
—Aún no sabemos... si soy compatible. —Tenía dificultades a la hora de arrancar palabras de mi garganta.
—Gracias aun así, querido muchacho.
Definitivamente... Joan era la hija de Paul.
* * *
https://youtu.be/MjF4o7kAFxU
El primer vuelo de un ángel era el momento más celebrado de la vida del cual, justo después de su creación. Y Éter no había tenido ocasión de celebrarlo por un largo, largo tiempo...
A nuestro paso, la multitud sumida en un silencio magnánimo se abrió para concedernos el camino. Comenzaba a habituarme a mis piernas, pero caminaba del brazo de Zadkiel todavía, aferrándome de él cuando mi equilibrio amenazaba con fallarme.
Bajo nuestros pies, el piso era claro y reflectante. Devolvía nuestro reflejo tan nítido como si se tratase de un espejo. Me distraje en la criatura de rostro redondeado, ojos grandes y oscuros y mejillas tersas y sonrosadas contemplándome con curiosidad desde el otro lado. La recordaba claramente a pesar del tiempo...
Llegamos al final del patio exterior del Aurorae Palatis, El Palacio del Alba, donde la balaustrada de piedra clara y lustrosa se abría hacia una plataforma que se proyectaba fuera del palacio hacia las alturas, sobre un glorioso paisaje. Todo mi ser se estremeció con la vista. Fue la primera vez que fui testigo de nuestro maravilloso mundo en todo el esplendor de su infinitud.
Cielos claros e iridiscentes; horizontes calimosos, color violeta y carmesí; afluentes cristalinos de aguas diáfanas y coralinas; vastos prados, espesos bosques y extensas colinas ondulantes de grama cereza...
Parecía que todo el reino de Éter era apreciable a esa altura, y la hoguera se agitó inquieta en el centro de mi ser con la sola anticipación de descubrirlo.
A mis espaldas, cientos de rostros aguardaban impacientes; ojos atentos, alas estremecidas por la emoción, como si experimentasen en carne propia el tremor nervioso de las mías, erizadas de temor y excitación.
A nuestros pies, a tan solo un paso fuera de la plataforma, el abismo nos amenazaba.
Sostuve con más fuerza la mano tibia de Zadkiel.
—No te preocupes. Sabrás hacerlo cuando estés en el aire. Créeme... Toma mi mano; no te soltaré. ¿Estás lista?
* * *
Tras salir del hospital Joan me pidió que la acompañase a un lugar y yo accedí. No era como si tuviese otra cosa que hacer, y parecía entusiasta con la idea; una emoción por completo nueva en ella. A decir verdad, desde que había aceptado hacerme las pruebas de compatibilidad con su padre, ella se comportaba diferente. Estaba más animada; más enérgica... Y no era un cambio que me desagradase en absoluto.
Durante nuestro trayecto en auto a dondequiera que nos condujese, fue contándome un poco sobre cada lugar de la ciudad que íbamos dejando atrás. Al principio apenas la escuchaba; continuaba pensando en Paul y en nuestra conversación; pero conforme me narraba relatos, leyendas, y fragmentos de hechos históricos, poco a poco iba captando mi atención, y consiguió despertar un interés en mí que hacía ya mucho tiempo creía extinto.
Me mostró estatuas de alrededor de dos siglos de edad, a las que se refirió por «antiquísimas», y las cuales admiré aún luego de haber visto colosales efigies erigirse hacía milenios atrás con mis propios ojos, y me habló de gente importante en la ciudad a la que deseé haber conocido, a pesar de haber estado incontables veces junto al lecho de muerte de reyes, conquistadores, científicos, políticos, genocidas y otros miles de personas célebres de la historia. ¿Por qué el mundo comenzaba a sentirse nuevo cuando ya lo conocía por completo? ¿Me lo parecía así visto desde mis ojos humanos... o más bien lo era visto a través de los ojos de Joan?
—Estamos llegando —anunció ella, señalándome un edificio, el cual descollaba por encima de todos los demás por el área; no solo por su tamaño, sino también por la antigüedad de su arquitectura.
Destacaban dos torres altas y agudas de piedra como picos entre otras más pequeñas distribuidas de manera perfectamente simétrica en torno a un edificio cuadrado a dos aguas en el centro, ornado de inmensos vitrales de colores, en cada uno de los cuales distinguí símbolos religiosos. Tenían las torres forma hexagonal, y estaban estas dotadas de más vitrales en cada una de sus caras. Conforme nos acercábamos, se iban volviendo más altas e imponentes. Nos dirigíamos directamente hacia ellas.
Finalmente, dimos un rodeo por el costado mismo del edificio, de murallas altas y grises de piedra, hendidos por vidrieras de intricados diseños, y emergimos justo en frente del mismo, entre el cual y un extenso parque, aparcando a un costado de la vía que separaba ambos. Aunque ya tenía una idea de qué era aquel lugar, corroboré al tenerlo en frente de que se trataba de una catedral.
¿Por qué nos había traído hasta aquí?
Si Joan pretendía hacerme entrar, anticipaba un conflicto entre ambos. No solo discordaba con su propia persona, y con la mía también, sino que además sería el equivalente de entrar en calidad de huésped a la casa del soberano del reino enemigo a compartir el pan. Lucifer no me lo perdonaría jamás... Casi podía sentir su ira latente, presta a mi próximo movimiento.
—La catedral de La Pucelle —dijo Joan—. Fue el primer edificio que se construyó aquí, y después la ciudad que se erigió a su alrededor fue bautizada con el mismo nombre: «La Doncella».
Di una cabeceada. Así que aquel era el nombre de esa ciudad...
—¿Qué hemos venido a hacer aquí? —pregunté, contemplando la catedral.
—No hemos venido aquí exactamente. A menos... que quieras entrar y curiosear un poco. Es linda por den-...
—Desde luego que no —mi voz fue más áspera de lo que había pretendido, y Joan me observó con los ojos muy abiertos.
Apagó el motor de su vehículo y dio un resoplido.
—Bien... supongo que entonces no... —Hizo una seña en dirección al parque por su ventanilla—. En realidad este era el lugar que quería mostrarte. ¿Vamos?
Se bajó sin esperar una respuesta y yo me bajé del lado contrario para acompañarla, un poco menos a la defensiva.
Conforme caminábamos, no podía evitar echar miradas discretas a nuestras espaldas, al colosal edificio que proyectaba una densa sombra sobre una gran extensión del parque.
—Tranquilo, no te obligaré a entrar. —Joan se rio—. A juzgar por tu reacción, podrías estallar en llamas si lo hicieras.
Apreté los labios con su intento absurdo de broma y exhalé lentamente para frenarme de decir algo. Aunque luego pensé que la idea no era tan absurda considerando lo sencillo que le resultaría a Lucifer asegurarse de que así fuera, dada su afinidad con el fuego.
https://youtu.be/xF_uSdOOjCU
A pesar de que hacía frío, no había nevado los últimos días, así que había una cantidad no menor de gente deambulando por el césped cubierto de escarcha y los caminos de grava; descansando bajo los árboles y en las bancas a los costados del sendero que serpenteaba por el parque.
Joan me condujo hasta una gran fuente de piedra circular, en el medio de la cual se erigía la estatua ecuestre de una mujer con armadura masculina, portando un estandarte.
Me pareció conocida, aunque no supe decir de dónde.
—Es Joan de Arco —me reveló, y mis ojos se abrieron con sorpresa. Desde luego... Así que por eso me resultaba familiar.
La estatua no le hacía justicia en lo absoluto. Era demasiado tosca. Y paradójicamente, asida con holgura a la rienda de su caballo, y sosteniendo de forma casi desidiosa su estandarte, lucía demasiado inofensiva para tratarse de ella. Faltaba ese fuego en su mirada, esa sed inextinguible por la victoria y la conquista.
—¿La conoces? —preguntó Joan, y se sentó en el borde de la fuente.
¿Cómo no conocerla? Una seguidora acérrimamente devota... y tan sanguinaria como el objeto de su devoción.
Asentí, asumiendo que lo que realmente quería saber era si conocía su historia, y no si la conocía yo personalmente, lo cual también hubiese sido correcto.
Acompañé sus últimos días, en su celda en prisión, aún luego de que fuese abandonada por aquel quien azuzó el fuego con el cual devastó a sus enemigos. A él siempre le disgustaron los perdedores; no apreciaba ver su poder desperdiciado cuando decidía otorgarlo. Aun así, derrotada y a punto de morir, ella le profesaba fervor absoluto. Sólo hubiese tenido que renunciar a él, decirme que sí, y habría vivido el resto de sus días como una reina, en vez de ser incinerada en una hoguera por herejía, y arrojados sus restos carbonizados al río Seine.
Pero su devoción a «Quién como Él» fue inquebrantable. Estaba seguro de que Lucifer todavía me guardaba rencor por no haber podido convencerla. Nunca antes estuve tan cerca de ser arrojado al Último Círculo para ser despedazado por Satán...
—La mártir de Francia —contesté, disimulando un temblor.
—Como imaginarás, es un ícono religioso muy importante para esta ciudad —me explicó Joan, tocando los bordes de la piedra de la pileta—. La catedral de La Pucelle fue construida por uno de uno de sus devotos en el año mil setecientos diez, y quince años después se fundó la ciudad. Este memorial fue levantado después de su canonización en mil novecientos veinte, y el parque fue nombrado «Parque de Santa Joan». Me dieron mi segundo nombre por ella.
Añadió lo último con cierto punto de orgullo, pero yo en cambio torcí el gesto con disgusto. «Dana Joan»; pero qué nombre más desafortunado... Nombrada como la chiquilla responsable de todos mis infortunios, y en honor además de la seguidora más ferviente de nuestro mayor enemigo; de Lucifer y mío.
—Tienes conocimientos bastantes extensos en el área religiosa para ser atea.
Pareció debatirse, sin saber de qué manera tomarse mi comentario. Al final respondió con arrogancia:
—Podré no ser fan de la religión, pero disfruto aprender sobre la historia. Vamos —volvió a ponerse de pie y me instó a continuar caminando—. Demos una vuelta.
https://youtu.be/m_CCQ1Ly6jU
Conforme paseábamos me entretuve contemplando las actividades humanas que se desarrollaban a nuestro alrededor. Una pareja de ancianos sentados a una banca arrojaba puñados de maíz al suelo, donde un agitado tumulto de aves se arremolinaba buscando semillas y picoteándolas con voracidad.
Por otro lado, dos muchachos adolescentes se turnaban para lanzar una especie de disco de color rojo brillante. Un can los aguardaba impaciente, meneando la cola, y corría tras el disco cada vez que los chicos lo lanzaban, para después regresar cargándolo en las fauces como si fuese la presa de una cacería. Gruñía y batallaba con los chiquillos cuando estos intentaban recuperar el disco, y una vez lo recobraban, volvían a lanzarlo y el ejercicio se repetía.
Planteé todas mis dudas a Joan. ¿Qué importaba lo que pensara de mí? Ya antes creía que era alguna clase de lunático que se había escapado de un hospital mental. Un extranjero venido de lejos, de una nación con costumbres muy distintas, era un concepto un poco más inofensivo, y que daba cabida a las mismas dudas.
—¿Las aves pertenecen a esos ancianos?
—Lo dudo, Philes...
—¿Por qué las alimentan?
—Es divertido.
—Divertido...
Me pareció una actividad extraña y sin propósito. La avidez conque las aves devoraban los alimentos resultaba patética. Pero por otro lado, nunca antes había visto aves silvestres acercarse a los humanos con tanta confianza.
—¿Acaso no temen a la gente?
—Están acostumbradas. Las personas no les hacen daño. —Pero entonces añadió, contemplando a una que caminaba de modo extraño y a la cual me percaté que faltaba una de las patas—: al menos... no la mayoría de las personas.
Volví la vista al ave, la cual renqueaba de modo penoso.
La bandada se dispersó con un escándalo cuando el perro de los chicos pasó corriendo con el disco en el hocico. Sin embargo, poco después volvieron a reunirse en el mismo lugar.
Por mi parte seguí al perro con la mirada:
—¿Por qué los niños lanzan el disco al perro?
—Para que el perro lo traiga.
—Pero después vuelven a lanzarlo.
—Es divertido cuando lo trae —ella se encogió de hombros.
Otra vez esa palabra...
Contemplé a mi alrededor, a cada actividad más extraña que la anterior dondequiera que posara los ojos. Un hombre adulto y un niño pateando un balón de un lado a otro. Chiquillos andando en vehículos extraños de dos ruedas. Todas aquellas actividades humanas... ¿cumplían ese mismo objetivo?
Fue así como acabé descubriendo que existía otra necesidad humana a la cual era ajeno: la necesidad de divertirse.
¿Conocía ese concepto o su significado? Era muy posible... pero al igual que muchas otras experiencias y sensaciones, se hallaba sepultado muy profundo en mi memoria.
El disco de color rojo vino de pronto a dar a mis pies. Joan se agachó para recogerlo y me lo mostró. Instantes después, el perro vino hasta nosotros moviendo la cola, con una larga lengua fuera. Nos observó expectante, de uno en uno.
Joan se agachó frente a él y le acarició la cabeza. Me invitó a hacer lo mismo con un gesto.
—Es muy suave —me dijo.
Me agaché junto a ella y la imité con desconfianza. El can respondió al gesto moviendo con más fuerza la cola. Después, dio un lengüetazo que me humedeció la mano y retrocedí alarmado.
Joan se río. A lo lejos, los niños le hicieron señas, y ella fue a lanzarles el disco, pero en cambio me lo entregó y me mostró con una moción de su brazo cómo hacerlo.
—Lánzalo de este modo.
Obedecí, y el disco planeó por el aire hasta que uno de los niños lo atrapó. El can fue detrás de él y se colgó por las fauces casi al mismo tiempo, a lo cual los chiquillos volvieron a reír, batallando con él para quitárselo.
Sufrí una emoción familiar, aunque muy distante... Ahora estaba seguro de haber experimentado algo como aquello antes.
* * *
https://youtu.be/gbTuAYTwpjg
Zadkiel y yo recogíamos flores en un extenso prado, en donde la grama se agitaba con una brisa fresca, colmada de aromas.
Disfrutábamos de hacer con ellas coronas, guirnaldas y ramos, los cuales intercambiábamos u obsequiábamos después entre los demás. La flora de Éter no era muy distinta a la de Gaea, la Tierra; mas aún con marcadas diferencias. Los colores eran más vibrantes; los perfumes más fragantes; las variedades, infinitas.
Mientras elegíamos flores en el prado, por un momento fugaz una silueta colosal surcó los cielos, ensombreciendo el prado y agitando a la brisa a nuestro alrededor, convirtiéndola por algunos instantes en una serie de corrientes poderosas.
Me erguí con alarma, tan sorprendido que las flores cayeron desde mis brazos, perdiéndose entre la hierba.
No fui lo bastante rápido. Antes de que consiguiera avistarlo en el cielo, ya comenzaba a desaparecer en el horizonte nebuloso. Como único testimonio de su paso dejó como vestigio una estela de plumas que llovieron suavemente sobre los prados.
—Es él otra vez... —susurré.
Zadkiel se irguió en su propio sitio y lo observó a la distancia. Vino a situarse a mi lado y luego sentí su mano cálida sobre mi hombro:
—Es el primero entre todos los ángeles. El más antiguo y también el más sabio... Vio la creación de cada uno de nosotros.
Contemplé su pesado vuelo. Alas grises como la niebla...
—Aún no he podido conocerlo... ¿Por qué nunca se acerca?
—No te aflijas por eso, pajarillo. No es muy adepto a la conversación.
—... ¿Siempre está solo?
—Así lo prefiere.
—¿A dónde va cuando desaparece?
—A todos lados. Y a ninguno.
Lo contemplé perderse finalmente entre los cielos:
—¿Cuál es su propósito?
Zadkiel calló, renuente a hablar. Al final solo movió el rostro. Vi que llevaba en las manos una corona fresca de flores blancas, la cual puso sobre mi cabeza. Expelía una fragancia sublime:
—No es nada por lo que debas consternarte tú, pequeña.
Sonrió y me acarició la mejilla. Entonces se agachó y comenzó a recoger las flores a mis pies. Me agaché junto a La Piedad y le ayudé a recolectar el ramo.
Mientras lo hacía, reflexioné en sus palabras, lleno de dudas.
—Zadkiel, ¿y cuál es mi propósito? —pedí saber, y me gané una mirada fija de grandes ojos oscuros bajo un abanico de pestañas. Me escrutaron atentos y hube de explicarme—. Aquel para el que he sido creado... y para el cual he de servirte.
Sus ojos como zircones se entristecieron. Me entregó el ramo de flores y me ayudó a erguirme. Después sostuvo mi mentón:
—No pienses en ello por ahora, criatura mía. Aún hay tiempo antes de eso.
—¿Tiempo antes de qué?
Inesperadamente, Zadkiel me estrechó entre sus brazos y me acunó contra su cuerpo. Algunas flores se deshojaron entre nuestros pechos, dejando caer pétalos a nuestros pies, mientras que otros se quedaron prendados a nuestra piel.
Contemplé entre mis brazos el ramo marchito.
—Juguemos —sugirió Zadkiel al apartarse.
Y la emoción me hizo olvidar por momentáneamente lo que intentaba preguntarle.
* * *
—¿Tienes hermanos, Philes? —preguntó Joan, de pronto, mientras paseábamos.
No los tenía. Al menos no de acuerdo al concepto de los seres humanos, porque nosotros no nacíamos de una madre. Pero desde luego que los etéreos teníamos lazos fraternos. Algunos más fuertes que otros...
Aguardaba por una respuesta, así que asentí.
—¿Son menores o mayores que tú?
—Yo soy el más joven.
—Así que el bebé. Qué lindo... —se burló Joan con una suave risa, pero su tono me hizo imposible disgustarme. Parecía enternecida—. ¿Cuántos son?
No podría cuantificarlos. Aunque claro, ahora había muchos menos...
—Bastantes.
—¿Te llevas bien con ellos?
Paré de caminar y ella hizo lo mismo. Nos detuvimos bajo un fresno desnudo de hojas.
—No los he visto hace mucho.
—Ya veo —musitó Joan al comprenderlo—. Ellos... se quedaron.
—Joan. Preferiría... no responder a más preguntas al respecto.
Su gesto se apenó.
—Desde luego. Discúlpame.
Aunque no podía culparla. Por supuesto que sentía curiosidad... Y yo desearía que hubiese una forma simple de satisfacerla.
—¡Jo! —el llamado nos hizo a ambos levantar la cabeza.
Un hombre alto, de cabello negro muy rizado nos hacía señas desde la distancia. Estaba en compañía de un amplio y diverso grupo de chicos y chicas, todos adolescentes.
Estos imitaron las señas y Joan se las devolvió con una sonrisa.
—¡Mira quienes están aquí! —exclamó.
El hombre alto, quien parecía ser el cabecilla del grupo que conformaban, dijo algo a los chicos y después se acercó a nosotros en un trote mientras que estos se quedaron atrás haciendo lo que parecían ser estiramientos y ejercicios.
—¡Dev, hola! —saludó ella, y salvó el último trecho para encontrarlo a medio camino, en donde los dos se estrecharon con un fuerte abrazo, en el cual el hombre le levantó los pies del piso.
El repentino gesto me desconcertó. No la había visto abrazar de ese modo efusivo ni siquiera a Felicia, la amiga humana.
Una vez se separaron, Joan miró alrededor, como si buscase a alguien:
—¿Y los niños?
—Jugando por allá. Ya sabes que no puedo tenerlos quietos por mucho tiempo.
Oí risas cercanas y divisé a tres niños jugando cerca de un pequeño río de poco caudal que fluía tras los árboles. Se trataba de una niña acompañada de dos chicos más pequeños.
—Yo que tú no me preocuparía. El pequeño Jay tiene ahora una hermana mayor que lo cuida. ¡Por cierto, Dev! te presento a Philes —Joan recobró mi atención enganchando uno de mis brazos y conminándome a dar un paso al frente—. Philes, este es Devon; un gran amigo. Dirige una academia de baile y teatro para jóvenes.
Aquel distendió una sonrisa enorme y blanca.
—Qué tal, es un placer.
De forma repentina, dio un paso al frente y extendió el puño en mi dirección. Creí que iba a golpearme, así que retrocedí con un repullo, y moví los hombros por reflejo al erizarse las alas que ya no tenía.
Aquel me examinó con extrañeza y después recuperó su mano empuñada y levantó ambas en alto, exponiendo las palmas en afán de paz. Él y Joan intercambiaron un gesto confuso.
Mantuve la vista puesta en la misma mano, alerta a cualquier otro cambio repentino, pero él dejó caer ambas a sus costados.
—Uh... Philes es... un posible candidato para donar médula para mi padre —dijo Joan, en lo que pareció un intento apresurado por dejar atrás lo que acababa de suceder. El hombre continuaba examinándome confuso y yo mantuve una posición defensiva, aun receloso—. Se ha hecho hoy las pruebas de compatibilidad.
Devon me mostró otra sonrisa, ligeramente más sutil.
—¿De verdad? Estupendo, amigo, es un acto muy noble.
Callé, y por toda respuesta di una cabeceada.
—Así que... ¿qué haces aquí? —le preguntó Joan; otra vez, de manera algo atropellada— ¿Preparan la obra de Navidad?
Devon ensanchó la sonrisa y señaló a su grupo de chicos:
—Así es. Hemos estado ensayando en el teatro, pero como hacía un bonito día, pensé que podríamos tomar algo de aire fresco. Ya tenemos todo, menos los disfraces.
—Bueno, recién empieza diciembre; hay tiempo aún.
—Al menos los muchachos ya saben todo el guion. ¿Segura que no quieres participar este año?
Joan se apartó, sacudiendo las manos:
—La actuación no es lo mío... Felicia es tu chica.
Por completo perdido en su plática, comencé a mirar por el parque sin prestarles mucha atención.
Volví a oír risas infantiles y las seguí con la mirada hasta el límite de una espesa arboleda.
Distinguí nuevamente a los tres niños. La mayor, con coletas castañas bajo un gorro de lana rojo a juego con su abrigo, guiaba al trío mientras que el más joven, un chiquillo con pelo corto al ras, repleto de minúsculos y gruesos rizos negros, vestido con un overol encima de un suéter grueso, caminaba detrás de ella sin perderle un solo paso. El tercero de ellos era un chico muy delgado. A diferencia de los dos primeros, abrigados acorde al clima, este llevaba los brazos desnudos y ropa ligera. Mas no temblaba, ni parecía importunado por el frío.
Recolectaban flores por el camino y se las entregaban a la niña. Esta reunía en los brazos un grueso ramillete de brezos blancos y campanillas de invierno del mismo color. En lo que Joan hablaba con su conocido, me distraje en los chicos durante un momento, viéndolos ir por allí, reuniendo flores y retozando por el césped, como alguna vez hiciéramos Zadkiel y yo...
En dado momento se detuvieron los tres y se reunieron para admirar el ramo y deliberar. Después corrieron por el césped entre risas, jugando y dando cabriolas, haciendo crujir el pasto, con destino a un gran y viejo árbol junto al río.
Fue solo entonces que lo vi. Y ni siquiera el despiadado frío invernal en su noche más acerba hubiese tenido el éxito que tuvo aquella sola visión para estremecerme de pies a cabeza.
Parcialmente oculto por el grueso tronco del árbol, sus largas y delgadas piernas enfundadas en las percudidas telas de sus túnicas emergían extendidas al frente sobre el césped, por un costado de sus inconfundibles alas grises inmensas, tan viejas como la edad del tiempo. El resto de su cuerpo era apenas divisible. Una brisa invernal hizo volar una cortina de cabello negro y despejó una porción de su rostro pálido y le sacudió las frágiles plumas.
https://youtu.be/NCJ27O5WcP4
¿Qué hacía en ese lugar, y a la vista de todos? ¿Y por qué no había podido sentir su presencia al instante, a pesar de que la conocía tan bien?
Me pregunté si estaba aquí por mí. Tal vez la Corte Celestial había decidido finalmente que algo antinatural como yo, un etéreo; o más bien un infernal, caminando por la faz de la tierra en un cuerpo falso, suponía tanto una aberración como una amenaza al secreto de nuestra existencia.
Retrocedí por acto reflejo, allegándome a Joan. Sin embargo, me detuve frío en mis pasos en retroceso en el momento en que me di cuenta de que los tres niños iban directamente hacia el árbol junto al río. ¿Acaso no lo habían notado? ¿Por qué no corrían despavoridos?
Quizá mi mente me estaba jugando una mala pasada y no era más que una más de las estatuas que ornaban el parque. Tan quieto se hallaba, como si fuera una.
Pero no... No podía ser otro. Era Azrael; La Muerte. Y los chiquillos iban directamente hacia ella.
El despiadado segador no perdonaba ni siquiera a los infernales más poderosos. ¿Qué haría con un grupo de cachorros humanos débiles si osaban importunarle? ¿Regía nuestra ley sobre aquel quien era incluso más antiguo que la misma?
Mis piernas se movieron por sí solas y abandoné el sitio junto a Joan. Aquella no pareció darse cuenta del momento en que me alejé.
—¡No-...! —un gemido mudo estancó entre las paredes de mi garganta en el instante preciso en que los tres niños se reunieron en torno al ave ciega, riendo de modo inocente, y me paralicé, aguardando por la tragedia.
La niña avanzó los últimos pasos y al final de su trayecto depositó con cuidado el ramo de brezos y campanillas sobre el regazo de La Muerte...
Pero aquel no se inmutó.
Bajó sereno su pálida cara y dirigió sus ojos invidentes hacia el ramillete, el cual tomó entre sus largas manos nudosas y acunó en su falda. Tocó uno a uno con sus largos dedos los frágiles pétalos, hojas y tallos de cada flor, delineando su forma y sintiendo su textura. Era su forma de «ver» el mundo.
Los otros dos chicos se acercaron con más confianza. El más pequeño, de negros cabellos rizados, se escondió detrás de la niña más grande, y desde allí contempló al ave. El tercer chiquillo se acercó sin un ápice de temor, y arrodillándose junto al ángel arrebujó una parte de la manga de su túnica oscura, llamando su atención.
Después, los tres chicos se alejaron corriendo por el parque para seguir jugando.
No podía entenderlo... ¿Desde cuándo era Azrael un ser gentil?
A riesgo de una afronta con él, me acerqué llevado por mi curiosidad, la cual fue más fuerte que mi temor.
—¿Qué haces aquí? ¿Me estás siguiendo?
Azrael no reaccionó sino hasta luego de unos segundos, volteando el rostro en mi dirección, aunque sin llegar a dirigírmelo por completo. Sabía que podría sentirme, aun siendo humano.
—¿Qué pretendes con esos niños? ¿Por qué no te temen? A un ser oscuro como tú... ¿qué has hecho para encantarles? —insistí.
Sin embargo, no conseguí de él más que un lento pestañeo.
Finalmente, La Muerte me dio por completo el rostro.
Y por un momento, sus ojos grises me sobrecogieron, pues recordé de pronto la primera vez que me miraron... y cuán diferentes solían ser.
* * *
https://youtu.be/lImHCNaQ6qM
No tenía una noción clara de por cuánto tiempo había errado, pero sabía que estaba cansado y que tenía adoloridas las alas. Pasé de planear por los aires a caminar en tierra para guardar energías, pero parecía que conforme más andaba, más extraño y hostil se volvían los alrededores.
Asimismo, mi desasosiego crecía...
En algún punto había cesado de llamar a Zadkiel, después de convencerme de que no tenía caso, pues dondequiera que fuera que le hubiese perdido, era claro que ya no podía escucharme.
Erré sin rumbo por un tiempo todavía más largo, sin hallar jamás el camino de regreso.
La grama roja y brillante ya no crecía en los suelos; en su lugar no había más que terreno duro, seco y agrietado, había un par de árboles corcovados, de madera oscura y seca, desnudos por completo de sus hojas, y tan frágiles que parecían a punto de sucumbir. No había aroma a flores, a hierba ni al dulce petricor junto a los riachuelos; no olía a nada en absoluto, y los cielos se hallaban por completo abovedados por gruesas nubes calimosas de color oscuro. El aire allí era denso y difícil de respirar, y se sentía pesado incluso al caminar, por lo que, aún luego de haber descansado un poco las alas, me fue imposible alzar el vuelo con ellas.
Entre más tiempo pasaba allí, con el cual solo parecía que me internaba más hondo sin importar en qué dirección fuera, comenzaba a experimentar sensaciones completamente nuevas.
Mi pecho se sentía pesado y angustioso y me atacaba por todas partes una sensación helada, la cual me obligaba a temblar y a estremecerme, asido a mis propios hombros.
Incluso las brisas que soplaban allí eran distintas a los jardines de Éter que había conocido hasta ese momento. Estaban cargadas de un frío áspero que hería la piel y se impregnaba en ella.
A lo lejos, algo bramaba con una voz gutural y grave, tan profunda que hacía retemblar los suelos, acompañado de un sonido como el de grandes y pesados cuerpos en derrumbe.
Aunque todo me indicaba huir lejos de allí, en la dirección opuesta, pudo más mi deseo de averiguar de dónde provenían esos ecos extraños, y qué significaban. Y me encontré así yendo en esa dirección, dispuesto a descubrirlo.
Llegué de ese modo a un lugar como el que no hubiese podido concebir ni siquiera en mis imaginaciones más aterradoras.
El suelo firme tenía allí un final abrupto y se accidentaba en la forma de un despeñadero empinado y pedregoso, hacia un abismo gigantesco y profundo.
Al igual que antes de mi existencia, lo que habitaba allí no era oscuridad ni una caída. No era sino la más pura y escalofriante nada.
Esta no se encontraba quieta, sino que se arremolinaba en sí misma, gimiendo y bramando de forma espantosa, tragando los alrededores conforme estos se desmoronaban lentamente.
Si había creído que los dominios de Éter eran eternos, era porque hasta ese momento no había contemplado ante mí la absoluta infinitud; y era aquello lo que anidaba en ese abismo.
Me acerqué con cuidado para ver mejor. ¿Qué era ese lugar y por qué estaba allí?
Al asomarme y mirar directamente a la negrura, me sobrevino una emoción sobrecogedora. Una desolación indescriptible, a la vez que una desesperanza devastadora. Aún así, me llamaba. Al igual que todo a su alrededor, me invitaba y aguardaba, ansiosa de consumirme, y yo me inclinaba más y más, atrapado por sus terribles efectos.
De pronto, la tierra tembló bajo mis pies, despertándome de mi trance. Intenté retroceder, pero no lo hice a tiempo, antes de que un enorme pedazo del suelo colapsase bajo mis plantas con un eco grave y ensordecedor.
Mi cuerpo se sentía tan pesado que no conseguí retroceder con el tiempo necesario a tierra firme y me precipité junto con el desprendimiento de roca, directamente hacia el vacío.
No pude gritar, pues en el momento en que la roca se deshizo bajo mis pies, una mano larga se cerró en torno a mi brazo y tiró de él, arrancándome de los brazos del abismo con una fuerza que no hubiese creído posible.
Mis pies hallaron tierra firme, mas el miedo provocó que me desplomase sobre las rodillas, con las alas colgando a mis espaldas, paralizadas y débiles, incapaces de haber podido salvarme de haber caído.
—Tendrías a bien cuidar tus pasos. Nada que caiga allí puede jamás regresar —dijo una voz a mi lado.
Era quieta y susurrante, como el viento, o como el crepito de un fuego gentil.
Aparté la vista del vacío y la centré en mi salvador. Lo reconocí al instante, mas la sorpresa me impidió convencerme de que mis ojos no me engañaban.
—Eres Azrael... «El primero».
Nunca le había tenido tan cerca. No solía ser para mí más que una silueta colosal oscureciendo de vez en cuando el cielo a su paso, demasiado alto para llegar a fijarme nunca en su rostro.
Este era suave y pálido, arrebatadoramente bello pero de un modo trágico. Ojos oscuros, tan profundos como los abismos a nuestros pies. Pasó junto a mí, y tuve que retroceder y alzar del todo la vista para poder contemplarlo en integridad; tal era su tamaño. Detrás de él se arrastraban pesadamente sus gigantescas alas grises, y un espeso caudal de largo cabello negro, tan fino y ligero que parecía flotar a sus espaldas con vida propia.
—¿Qué has venido a hacer aquí, criatura? A los confines mismos de Éter.
—Me he perdido —admití con pesar.
—¿En dónde está Zadkiel? ¿Acaso no te ha instruido de no acercarte nunca aquí?
—No lo ha hecho; pues nunca me separo de su lado. Jugábamos a escondernos uno del otro, pero me alejé demasiado. Y mis alas se sienten demasiado agotadas para continuar en busca del camino de regreso.
Asintió con deferencia, mirándome de soslayo.
—Descansa un poco, pequeña ave negra. Tranquila... te haré compañía hasta que puedas volar.
—Eres gentil, dulce hermano —agradecí—. ¿Qué es este lugar?
—Es el Abaddon. La nada absoluta.
—¿Hace cuánto que está aquí?
—Desde siempre.
Me estremecí de solo pensar que ese abismo frío y oscuro hubiese estado allí todo el tiempo, sin que lo supiera. ¿Lo sabían los demás?
Recordé su primera advertencia. Nada que cayera allí podía ser recuperado. ¿Cuántos como nosotros habían caído allí sin ser nunca recobrados? ¿Y en dónde estaban ahora?
—¿Por qué Padre crearía un lugar así?
El pálido ángel de cabello negro se paró justo en el borde, como si no temiera a las alturas ni a la caída despiadada que amenazaba desde allí:
—Padre no lo creó. Abaddon es desde el inicio de los tiempos; y existe antes de toda existencia. Al mismo tiempo, ni existe; ni tan siquiera es, porque representa la esencia incondicional de la «no existencia». «La nada».
Sacudí el rostro.
—No puedo comprenderlo....
—No se supone que lo comprendas; criatura.
—Quiero hacerlo. Dime más, por favor.
—Eres joven. Aún has de comprender primero muchas cosas.
—Te lo ruego, gentil hermano —pedí, sin darme por satisfecho.
Azrael me contempló por un momento con sus ojos como ónices y consintió.
—La ausencia es el principio de todo lo que «es». La existencia no es la norma, criatura; sino la excepción, y debe haber una norma para que sea posible la excepción. Esa norma es Abaddon. Es el principio y el final. No puede haber luz sin oscuridad. Bien sin mal. El todo... sin la nada —dijo, observando al vacío, y luego al cielo abovedado.
Aún con su explicación, me fue imposible concebir del todo el concepto. Experimentaba vértigos cada vez que me acercaba demasiado, y se me escapaba.
El ave gigantesca se sentó a mi lado, al borde del abismo.
Me senté a su lado con cautela. No pareció importarle, y me acerqué más, buscando el abrigo de sus alas, sirviendo como un escudo ante los vientos violentos. Eran poderosas, y sin embargo lucían tan maltrechas...
—¿Qué haces tú aquí? —pedí saber.
Aquel puso la mirada en el vacío que se arremolinaba sobre sí mismo, devorando los alrededores.
—Soy el guardián de este lugar. Pero me gusta venir aquí, y meditar contemplando a la nada.
—¿Por qué?
—Me permite apreciar mejor «el todo». Puedes tocarlas si así lo deseas —dijo de pronto, refiriéndose a sus alas, las cuales debió notar que contemplaba fijamente.
Alentado por su beneplácito, aún cauteloso al proceder, las toqué y acaricié, hundiendo delicadamente los dedos entre el plumaje. A pesar de su aspecto ajado y mustio, eran suaves al tacto, aunque bastó deslizar las manos con suavidad para que algunas plumas se desprendiesen, quedando atrapadas entre mis dedos. Aparté la mano con temor a arrancarle más de ellas.
—No fue mi intención... —jadeé.
—Tranquila.
—Parecen tan frágiles...
—Es porque son muy viejas.
Las contemplé por otro tiempo más, con pena:
—¿Te duelen?
—No.
Permanecimos otro tiempo más en silencio; él sin dejar de observar a la nada, y yo, sin dejar de observarlo a él.
Aunque su rostro era serio y distante, era amable. Transmitía seguridad y calma. Tras algún tiempo, le imité y puse los ojos en el Abaddon. Y luego, sobrecogido por el aullido de los abismos y el frío del vacío, me aproximé y me acurruqué a su costado, en busca de seguridad y calor.
Y Azrael me lo permitió.
—Tiemblas —observó—. ¿Tienes frío, pequeña ave?
—¿Frío? —pregunté. No lo conocía; por tanto no lo comprendía—. Nunca sentí nada igual.
—Es porque no existe en ningún otro lugar de Éter. Aquí anidan otras fuerzas. Oscuras y poderosas; demasiado abrumadoras y temibles para alguien tan joven. Recuéstate un poco, pajarillo. Recupera tus energías, y te llevaré de vuelta a los dominios, a donde perteneces. Después no has de regresar nunca aquí.
Hice lo que me indicaba y me tendí junto a él. Desde allí, contemplé una vez más al abismo, y el vértigo estremeció todo mi ser.
—No puedo cerrar los ojos... Temo caerme.
—No lo harás.
Me recosté de nuevo a su lado, reconfortado por su seguridad.
—No me dejarás caer... ¿verdad?
Azrael me cubrió con una de sus alas. Estaban cálidas y eran suaves y disiparon por completo el frío.
—Nunca. Descansa, dulce Mephistophiel...
* * *
—¡Ahí estás, Philes! —La repentina voz de Joan me hizo dar un salto—. Desapareciste de pronto.
Alarmado, llevé rápidamente la vista al árbol, pero no había otra cosa allí que un ramo solitario de flores invernales sobre el césped, junto al tronco, y algunas viejas plumas grises.
Azrael ya había desaparecido.
Contemplé el vacío, apenado por aquella triste memoria.
Desde luego... él era muy diferente por aquel entonces; cuando aún conservaba su vista y su voz. Alguna vez, La Muerte habría poseído una naturaleza amable y protectora. Pero luego de eones vagando por la tierra... ¿qué había hecho el mundo con él?
Los niños continuaban jugando cerca. Podía oír sus risas y el crujir de sus pasos por la hierba.
—¿No son lindos? Son los hijos de Devon.
—¿Los tres son sus hijos?
Joan guardó silencio un momento. Después preguntó:
—... ¿Tres?
Lo busqué con la mirada, pero el tercer chico ya no estaba. Sacudí la cabeza, indicándole que no tenía importancia.
Joan llevó de vuelta la vista a los niños y sonrió con afecto:
—Devon y sus muchachos colaboran a menudo con nosotros para organizar festivales y bailes para los niños del hospital y de nuestra fundación.
Le devolví la vista.
—¿Fundación?
—¿Has oído hablar de «Ángel para un ángel»?
Pestañeé, confuso. ¿Era alguna clase de cofradía como Los Siete? ¿Qué propósito tendría algo así en la tierra?
—No me es familiar —admití.
Joan me invitó a caminar con ella, y nos desplazamos a ritmo de paseo, bordeando la arboleda:
—Se trata de una fundación creada en el hospital, para niños con cáncer. Pero con una diferencia. Está dirigida a niños sin familia o en situación de abandono que padecen la enfermedad.
—Es decir... huérfanos —observé.
Joan asintió con tristeza:
—Así es. Estos niños no tienen el apoyo de nadie para afrontar su diagnóstico, por lo que la fundación apunta a otorgarles lo más parecido a una familia. Una red de apoyo que les ayude a sobrellevar las terapias, los tratamientos dolorosos y la desesperanza. Es una fundación pequeña, pero está creciendo. Esperamos que se convierta un día en un gran proyecto y poder llegar a más lugares y a más niños.
Sonaba como una causa altruista. No eran infrecuentes entre los humanos, hasta donde sabía. Por alguna razón le daba propósito a su existencia.
—¿Qué significa el nombre? «Ángel... para un ángel» —cité.
https://youtu.be/Pjg2vIBjiuk
Antes de que Joan pudiese responder, volvimos a oír la voz del hombre de antes, Devon. Sonaba agitado. Este se detuvo junto a nosotros con una expresión lúgubre en el rostro:
—Joan. ¿Has visto a los niños?
—Por allá —señaló a los árboles, donde los dos jugaban persiguiéndose el uno al otro— ¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó ella entonces, al advertir su expresión.
Devon tragó un buche de saliva y exhaló un pesado resuello:
—Acabo de recibir una llamada de la fundación.
El rostro de Joan palideció, y sus músculos faciales perdieron el tono. Observé a ambos sin comprender nada.
Devon miró al frente y gritó a la distancia:
—¡Haydee! ¡Jay! Tenemos que irnos.
Joan se situó frente a él, reclamando de vuelta su atención.
—¡Dev! ¡¿Qué sucede?!
De pronto, el teléfono móvil de Joan comenzó a vibrar. Esta lo recuperó de su bolsillo.
—Es de la fundación... —susurró, sin atreverse a contestar.
Entonces, Devon sujetó los hombros de Joan y los acarició de arriba abajo un par de veces. Tomó un suave aliento antes de hablar:
—Jo... se trata del pequeño Oliver.
* * *
—¡Azrael!... ¡Mephistophiel! Oh, gracias al Padre...
Los brazos de Zadkiel me envolvieron con fuerza, casi elevándome en el aire. Pasada la sorpresa, me rendí a sus brazos y descansé sobre su pecho.
—¡Zadkiel...!
Al momento de soltarme, estrujó mi rostro entre sus manos temblorosas:
—¡¿Qué has venido a hacer aquí?! ¡Me preocupé tanto!
—Me perdí —reconocí—. Azrael me acompañó.
A nuestras espaldas, aquel permanecía sentado junto al abismo, sin parecer reparar en nosotros.
Zadkiel se adelantó a mí e inclinó la cabeza con las manos juntas en su regazo.
—Gracias, Rae... Gracias por mantenerla a salvo.
—Será mejor que regresen a los dominios —dijo este, por toda respuesta.
Zadkiel asintió y se volvió hacia mí, acariciando mi rostro nuevamente, como si no se convenciera de tenerme de nuevo en frente:
—Vamos, pequeña...
—Espera, Zadkiel —me resistí, en cuanto me rodeó los hombros instándome a caminar, y volví sobre mis pasos—. Rae —musité, e imité el gesto de Zadkiel—... gracias.
—Mantente alejada de este sitio, pequeña ave negra. —Me detuve sobre mis pasos al oírle y presté atención. No me miraba, pero percibí un cambio en su voz. Una cautela tentativa—. Caer en el Abaddon es tan solo uno de los peligros que acechan.
Fue entonces, después de oír su advertencia, y con mis sentidos en alerta, cuando lo sentí por primera vez. Como si fuera una estela la cual emergiese de entre las sombras. No podía verla por ninguna parte, pero sabía que estaba allí, por algún lugar.
No obstante, dado que no sabía en ese momento qué era lo que percibía, ni el cómo o por qué podía sentirlo, decidí ignorarlo, creyendo que se trataba de otra más de las misteriosas fuerzas que habitaban esos extremos recónditos de Éter, y apuré mis pasos para acompasarme a los de Zadkiel.
No descubriría sino hasta mucho tiempo después que lo que había sentido en ese momento no era algo... sino alguien. Y que su presencia en ese lugar estaba muy estrechamente relacionada a lo que Azrael intentaba decirme.
Es hoy!!! finalmente y pidiendo miles de perdones por mi pecado de tardarme en actualizar :') prometo que el próximo llegará más rápido!! entre tanto, qué les ha parecido el cap??
Qué preguntas sin respuestas tienen en estos momentos?
Otro capítulo sin nuestro rubio favorito, pero puede que esté más cerca de lo que pensamos.
Déjenme sus comentarios!! espero lo hayan disfrutado tanto como yo escribirlo!
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