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5. Petición

https://youtu.be/P5Kopw_y9DI

En realidad, ni siquiera con la fuerza de diez como yo hubiese sido posible abatirle, pero su delgado cuerpo se desmoronó con facilidad debajo del mío cuando lo embestí; como si de algo indefenso y frágil se tratase —algo que yo sabía que no era, en absoluto—, y aterrizamos sobre las colchas de la cama con un rebote; yo encima de él, aprisionando sus brazos a la altura de sus muñecas, y él, lánguido debajo de mí, sin borrar del rostro su detestable sonrisa socarrona.

Resollé como una fiera, intentando domeñarme para resistir los deseos de echarle las manos al cuello y estrangularlo.

—Esta es una bienvenida inesperada. —Declaró imperturbable—. De todas las formas en que pensé que me recibirías...

—Cámbiame... ¡¡Cámbiame ahora!! —rugí sobre su rostro.

—¿Por qué la prisa? ¿Tienes algo importante que hacer? Porque, si no mal recuerdo, acabaste aquí precisamente por tu falta de incentivo por hacer nada provechoso.

—Ya me has hecho padecer por ello.

—No lo suficiente —repuso.

—Fui a parar a un hospital —siseé con resquemor.

—Tu primera noche de invierno en la tierra la pasaste en una cama caliente, en vez de errando por las calles, sufriendo fríos inclementes. Qué cruel de mi parte...

Enmudecí. A mi pesar... tenía razón. Y mis heridas ya casi estaban curadas. Pero entonces, ¿por qué seguía tan dolido con él?

—Por cierto, ¿cómo fue tu primera experiencia con una mujer? —Al tiempo en que mis ojos se agrandaron, los suyos se entornaron con burla. Dada mi distracción, consiguió liberar uno de sus brazos y tocar mi mejilla con su palma, deslizando el pulgar sobre mi labio inferior—. Si hubieses sabido cuándo cerrar esa bonita boca, hubieses podido averiguar cómo era el sexo.

Pasó de acariciar mi labio a sujetarlo entre sus dedos y pellizcarlo al punto de provocarme un dejo de dolor. Volví a atenazar su muñeca y se la aprisioné contra la cama, provocando un rechinido amortiguado en el somier.

—Eso no me interesa.

—Una lástima... —De súbito, sentí su rodilla oprimirse contra mi entrepierna. Pensé que me golpearía para liberarse; mas, lo que hizo en cambio fue trazar círculos allí con una sospechosa morosidad—. Tu nuevo cuerpo tiene tanto potencial... E insistes en desaprovecharlo.

https://youtu.be/0RsQZhPNS_Q

En un ademán juguetón, elevó ambas piernas en el aire y abrazó entre ellas mis caderas. Luego, revelando al fin su verdadera fuerza, me atrajo con ellas hasta quedar sepultado entre sus muslos.

Comenzó a moverse debajo de mí con un suave vaivén, sin borrar nunca la sonrisa embelesadora de los labios, ni apartarme su intensa mirada. Desde su sitio, abrigado a la sombra que proyectaba mi rostro sobre el suyo, sus ojos resplandecieron con haces azules, como hogueras heladas.

—... ¿Qué... crees que haces? —exigí saber, entre los dientes.

Pero no necesitó responder, pues comprendí qué era lo que pretendía en cuanto, gracias a los movimientos de su cuerpo contra el mío, la zona en donde su pelvis ejercía una progresiva presión contra la mía se impregnó de un calor hormigueante.

Reconocí de inmediato la sensación. Era lo mismo que había sentido antes, por obra de Dame; más infinitamente peor. Conforme sus contoneos se tornaban más afanosos se me escapó un brusco aliento. Y luego otro... Y la fuerza de mis brazos cedió por un momento, provocando que me tambalease sobre él, a punto de desmoronarme.

Lucifer enganchó mi cuello entre sus brazos y acercó su rostro a centímetros del mío. Exhaló suavemente con su respiración tibia, igual que la noche en que me había otorgado el aliento de la vida. Mas este nuevo aliento surtió el efecto contrario, y significó la muerte de toda mi anterior disposición de permanecer disgustado con él.

Cuando volvió a hablar, lo hizo en murmullos dulces contra mi boca.

—No importa qué tan convincentes suenen los embustes en tus hermosos labios, querido Philes, los mortales no pueden mentir con tanta facilidad. Su sangre se agolpa en los sitios menos halagadores, y traiciona sus palabras. Puedo sentirla ahora mismo... Cálida; inquieta; palpitante... Puedo sentirla justo aquí. —Acarició el contorno de mi rostro, deslizando el pulgar sobre una de mis mejillas. Después, aumentó la fuerza de sus muslos al aprisionarme entre ellos, y me estrujó más estrechamente contra sí—. Y aquí...

—Basta... —mascullé, incapaz de hacer nada por alejarme o por detenerlo. Había quebrado por completo mi voluntad.

—Tanto potencial, derrochado... —Haciendo caso omiso de mis ruegos, sus últimas sílabas sonaron al volumen de susurros. Y después, irguiéndose hasta posar su rostro contra el mío, gimoteó en mi oído con suaves trazas de voz adolorida y suplicante, las cuales aunadas a sus movimientos incitadores, nublaron mi juicio por completo—. Si consintieses, podría mostrártelo yo mismo...

La zona entre sus caderas inquietas y las mías —estáticas; temerosas de moverse y exacerbar las ya intensas sensaciones—, palpitó con una fuerza agonizante, y me puso a boquear también, cada vez con mayor desenfreno.

Desnudo como me encontraba al momento de atacarlo, toda la barrera entre ambos era la tela delicada de sus vestiduras ahora materializadas junto con él, por lo cual podía sentir el calor abrasador de su piel a través de la cual, ardiendo, fundiéndose en la mía...

Lucifer emitió una risa jadeante, complacido por mi reacción, y sepultó sus finos dedos en la parte posterior de mi cabeza, enredándolos en mi cabello. El lento tirón que propinó me provocó cierto punto de dolor, pero por encima de eso, un estremecimiento que sacudió todo mi cuerpo con escalofríos demasiado placenteros.

—No... ¡No...! ¡¡Basta!!

Me retiré de encima de él y me aparté dando traspiés hacia un extremo alejado de la habitación.

Lo hice con tal brusquedad que fui a chocar contra el armario. Este se remeció con violencia, y el espejo colgado a la puerta se tambaleó peligrosamente, a punto de caer.

Continuó balanceándose con rechinidos por todo tiempo que permanecí arrimado contra el mismo, intentando regular mi respiración, a la vez que intentaba con mis manos ocultar la penosa reacción de mi cuerpo a sus juegos malintencionados.

Neófito al tacto físico, mi forma humana era aún demasiado receptiva... Debía aprender a controlarla...

Derrotado, a pesar de su victoria, Lucifer se irguió y exhaló con fuerza. Desde su lugar me contempló con hastío.

https://youtu.be/JYMr72TxsSo

—Ah, relájate Philes... —Después, volvió a tenderse con ambas manos tras la cabeza—. No te envié aquí para continuar siendo el amargado de siempre. Pensaría que un par de días en la tierra te soltarían un poco... —Su fina mano reptó por los edredones desordenados del lecho en una caricia—. Incluso ahora tienes una cama caliente y comida a disposición. ¿Esta es la gratitud que muestras? ¿Aún dudas de que seas mi consentido?

Ladeé el rostro, intrigado por su comentario. El mensaje implícito no tardó en cuadrar; como la pieza final de un rompecabezas, armando el cuadro completo.

Perdí el aliento por un instante.

—¿Por qué comparto el grupo sanguíneo del padre de Joan?

Lucifer se mantuvo inmutable. No era ninguna sorpresa oírlo. Desde luego... porque así lo había planeado él.

—¿Por qué supones que hay una razón? —inquirió con inocencia—. Podría no ser sino una muy afortunada casualidad.

—No es una casualidad —jadeé, furioso—. Sabías por lo que ella pasaba y predispusiste que me hallara. Y sabías lo que pasaría a continuación. Sabías que sería compatible con su padre, y que gracias a eso, ella me ayudaría.

Se sentó sobre la cama, cruzó delicadamente una blanca pierna sobre la otra y respiró con suavidad, dibujando una sonrisa trágica.

—¿Creíste en verdad que te había desamparado del todo?

—Me apuñalaste, me arrojaste aquí, y luego desapareciste, dejándome para morir. No sabía cuándo regresarías... O si lo harías. ¡¿Qué otra cosa debía creer?!

—¿Que, de hecho, no soy tan cruel como todos suponen? Tú me conoces mejor que eso. O pensaba que lo hacías...

—Lo hago. Y lo eres; eres maquiavélico —mascullé, dolido—... En realidad te conozco lo suficiente para saber que eres impulsivo, y que, cegado por la irreflexión, tu sadismo no conoce la mesura; por mucho que te remuerdas después del daño que provocas. Eres como un niño que arranca las alas a un insecto, y se lamenta al verle agonizar de dolor.

—¿Eso hice? —Levantó el ceño con un candor ingenuo, sin darse por aludido—. Pero, querido Philes, por definición, ¿eso no te convierte a ti en el insecto?

Omití responder. Era obvio; pero no por eso resultó menos duro oírle señalarlo, y una sonrisa burlona cruzó su rostro al ver la expresión en el mío.

Apreté los labios, cansado de sus juegos.

—Devuélveme mis alas —exigí.

—No tengo que devolvértelas —zanjó, inexorable—. Y de momento hay algo más importante por lo que deberías consternarte. He oído un pequeño barullo entre mis queridos súbditos. Dime, ¿has sido tan necio como para revelar a otro demonio que te he obsequiado un cuerpo propio?

—¿Cómo podía saber lo que pasaría? —Aun cuando no sonaba acusador, me sentí señalado y culpable—... No me explicaste nada... ¡Nunca me lo dijiste!

Lucifer exhaló y llevó sus pupilas del color del cielo a una esquina de sus ojos, hasta perderlas bajo sus pestañas rubias.

—Verás, esa es la cuestión. Es justo el problema... ¡El maldito problema contigo, Philes...! —Noté que se domeñaba a sí mismo antes de que su voz aumentase más de volumen. En eones, nunca lo había visto gritar o alterarse por nada—. A eso se resume tu existencia patética: a esperar a que todo el mundo te diga lo que debes o no debes hacer; no eres capaz de dar un solo paso por tu cuenta. Como si no tuvieses más opción....

Aún vejado por sus palabras, oí hasta el final todo su discurso; al final del cual, dejé ir un aliento triste.

—No la tengo. Olvidas... que fui creado con ese propósito —le recordé—. Todos fuimos creados con un propósito.

Con mis palabras, toda la expresión de su hermoso rostro se distorsionó con rabia. Fue por un momento fugaz, antes de que sus rasgos volvieran a suavizarse. Ahora, con decepción.

—Pensaría... que habrías dejado esa clase de mentalidad atrás. Muy atrás... Pero sigues balando como un obediente cordero. Yo te di otras opciones —alegó, ensartando con poca amabilidad su fino dedo en el centro de su pecho pálido—. Miles de ellas.

—Intenté hacer justo lo que me dijiste con ellas y casi me asesina una de tus demonesas —me defendí—. La lilim, Dametri.

Su ofuscación pareció atenuarse por un instante, al oírlo.

—¿De manera que Dametri? —Otra sonrisa se dibujó en su rostro, y recuperó parte de su disposición infantil y juguetona casi al instante. ¿Existía acaso una criatura más voluble?—... Curioso. Ignoraba... que tuviese esa preferencia. En todo caso, perdiste quizá una oportunidad única con ella.

—Única, sin duda. Luego me hubiese despojado del cuerpo que me diste. Dejó muy en claro sus intenciones.

—Creo que ya hemos establecido de quien es la culpa.

—Y hay otro asunto más importante. Si es cierto que me están buscando, ¿qué haré ahora?

https://youtu.be/U7mwcn8njt4

—Precisamente... ¿Qué harás ahora; ingenuo y... estúpido Mephistopheles?

Se levantó de la cama y fue hasta la ventana, en donde espió por el visillo hacia la calle negra y desierta afuera. Yo aguardé, impaciente, sin retirarle la vista. Él la interceptó por el rabillo de la suya y torció los labios, esta vez más en una mueca que en una sonrisa.

—No te contentarás hasta oír una orden, ¿no es así? —suspiró, resignado—. Bien, esta es: cuidarte; supongo.

Esperé porque dijera algo más, pero él permaneció en silencio, ignorándome como si no estuviese a un metro de él, acribillándolo con los ojos, demandando elaboración.

—¿«Supones»? —apremié, viendo que no me decía nada más.

Su silencio se extendió por otro lapso, mientras su vista peinaba la calle de parte a parte.

—Dime, Philes: ¿cuál es el destino de un alma humana, cuando su cuerpo es poseído por un demonio?

Al menos conocía esa respuesta. Pero era todo, menos tranquilizadora.

—La extinción musité.

—¿Y sabes el por qué?

—Es devorada por el demonio en cuestión, hasta no dejar sino un cascarón vacío del que pueda adueñarse. Aunque por un tiempo limitado; antes de que el cuerpo perezca también; debilitado por la esencia del demonio. Gael tuvo la cortesía de explicármelo.

—Te lo hubiese podido explicar yo mismo, si hubieses sentido alguna vez tan siquiera un ápice de interés por los seres humanos, y la más ligera inclinación de aprender.

La implícita confirmación de mis temores cayó sobre mí como un peso bajo el cual todo mi ser se desmoronó.

—Ya es tarde para eso... —me lamenté.

Lucifer apartó la vista de la ventana y me contempló como a un idiota. ¿Era una costumbre que había adoptado de los humanos?... ¿O ellos de él?

—¿Y no has podido ser capaz de deducir antes lo que te ocurriría si no eras cuidadoso con tu identidad?

Sellé los labios, sin cómo defenderme ante su acusación. No tenía con qué; Lucifer tenía razón. Había sido un necio...

—Pero yo no soy un humano cualquiera... ¡Yo soy...! —Las palabras se perdieron antes de llegar a mis labios. Incluso para eso no tenía una respuesta—. Yo soy...

Callé. Ya no era un ángel, pero tampoco éramos por completo demonios... ¿Qué éramos, en realidad? Caídos... Lo éramos ambos.

Lucifer pareció captar mi duda y se aproximó para encontrarme.

—No imagino que te ilusione mucho la idea de comprobarlo.

Alzó una mano y acunó con ella mi mejilla. No pude mirarlo con otra cosa que con súplica. Su expresión terminó de suavizarse por completo.

—No temas. —Entonces fue que experimenté otra cosa muy nueva. Después de días de sentirme solitario y temeroso... con su tacto me sentí seguro. Entonces, su rostro recuperó la mordacidad venenosa que siempre adornaba sus rasgos—. No tendrás problemas.

Mi ceño ensombreció mi visión de él.

—¿Cómo estás tan seguro de eso?

—Lo estoy. Porque se trata de ti, mi dulce, dulce Philie... —Retiró la mano de mi rostro y exhaló con pesadez—. Maldición, te he puesto las cosas tan fáciles. Tan fáciles... Todo lo que tienes que hacer es tomar las decisiones correctas.

—¡Dime, por favor, cuáles son!

—Si yo te las dijera, entonces no serían las correctas; volverían a ser órdenes. Y volverías a obedecerlas. Como un dócil y... esponjoso corderito. —Dio un golpe suave de su dedo a mi nariz.

—¡Qué así sea! —Atenacé su muñeca con brusquedad. Mas lo que pretendía que fuera ira, sonó más como un ruego patético—. ¡Sólo tienes que darme la orden y la cumpliré! ¡Haré cualquier cosa que me pidas! Si es por el alma que perdí ante Azrael, o si hay alguna que desees, ¡solo has de señalarla!; solo necesito un nombre, y la conseguiré para ti. La que sea... Cualquiera que plazcas; pero por favor... por favor, dime qué debo hacer...

De pronto, se hallaba serio.

—Philes...

—De otro modo, por favor, déjame volver a casa... Te lo ruego, Lucifer... Permíteme volver contigo.

Creí percibir en él un muy efímero momento de duda. Pero fue tan fugaz que bien podría haber sido una imaginación mía.

—Si hiciera eso, ¿cómo se supone que aprendas la lección?

—Qué lección... ¡¿Qué esperas de mí?!

—El límite... es el cielo —sonrió—. Y con más razón, en nuestro caso.

Abrí los labios para replicar, pero justo en ese momento, su imagen se difuminó ante mis ojos.

Sabía lo que venía a continuación, así que me precipité hacia él, pero su forma física se sublimó entre mis brazos antes de que pudiese asirlo, y Lucifer se desvaneció en la nada.

Otra vez estaba solo. Tan solo como antes... El «antes», después de venir a la tierra; y el «antes»... antes de él.

****

La mañana estaba soleada y brillante, pero transitaba poca gente por las calles. A diferencia de la mayoría de las criaturas diurnas; entre ellas las aves, trazando caminos por el cielo con los primeros rayos del alba, los seres humanos no eran criaturas madrugadoras.

A mi lado, Joan conducía en silencio, y yo atendía con atención al movimiento de sus manos y pies al conducir el vehículo, intentando deducir el propósito de cada maniobra que efectuaba, el por qué y el cuándo de las distintas combinaciones de las mismas.

Noté entonces, por mi visión periférica, que ella apartaba cada tanto la vista de la vía para observarme. Empezaba a ser molesto...

—¿Por qué me observas fijamente? —exigí saber, y después de mirarme un momento con pasmo, me hurtó la mirada y la fijó al frente.

—Las heridas de tu rostro... están casi por completo curadas.

—¿Y qué con eso? —rebatí, sintiéndome acusado.

—Nada. Es solo... que sanas a una velocidad sorprendente.

Me alarmé en cuanto lo implicó.

—Ha sido así siempre. Desde que era un cachorro.

—¿«Cachorro»? —Joan torció la comisura y el ceño del mismo lado.

—Un bebé. Un... niño —corregí a la brevedad; aunque ya era tarde.

Ella adoptó una expresión extraña. Más que confusa o desconcertada, fue como si el término le hubiese resultado divertido.

—¿Qué hay del golpe en tu pierna? No te he visto cojear desde que dejamos el hospital.

Otro descuido... De haber sabido que la magnitud de mi lesión ameritaba un renqueo, hubiese fingido estar afectado por él y cojeado por al menos un par de días. Pero lo cierto era que incluso el dolor se había desvanecido del todo.

¿Lucifer me había dado un cuerpo excepcionalmente fuerte, o se debía a que parte de mi esencia perduraba aún en mi vehículo carnal?

—No es nada por lo que debas consternarte —fingí sobarme la pierna como si estuviese adolorida; rogando porque fuese la correcta.

Joan suspiró vencida. Era algo que hacía a menudo.

https://youtu.be/0_7jAxca3I0

Aunque conocía nuestro lugar de destino, verlo fue descorazonador. Lo último que hubiese querido era volver. Pero al menos no iría a parar a una cama otra vez... Era el Hospital.

Antes de bajar del automóvil, Joan me retuvo atenazando mi brazo con sus finos dedos. Pasé de mirarla a ella, a la mano con la que me sostenía, y me soltó de golpe. Después, abrió los labios para decir algo, pero se frenó al último momento y en cambio los retuvo entre sus dientes.

—Estás conflictuada —adiviné.

Ella dibujó una sonrisa tensa, sin humor.

—A decir verdad... me preocupa un poco lo que puedas decir frente a mi padre —admitió—. Tal parece que el tacto no es lo tuyo, así que seré clara. —En ese punto, sus ojos castaños se clavaron en los míos—. Dada su condición, su aspecto resulta... algo turbador. —Pestañeé, poco impresionado. Con respecto a los miles y diferentes caras de la muerte, dudaba que hubiera algo que pudiera impresionarme a estas alturas—. Pero, por favor, abstente de comentar sobre su apariencia. Tampoco digas nada negativo acerca de su enfermedad. De hecho... preferiría que no dijeras nada en lo absoluto, pero... —Movió la cabeza y suspiró otra vez—. Olvida eso, es ridículo.

—Lo es. Es absurdo.

Sus ojos me fulminaron, y se apoyó con un codo en el volante del automóvil:

—Precisamente mi punto.

—A lo que me refiero es que me dijiste esta mañana que me traerías al hospital a hablar con tu padre, pero ahora aseveras que preferirías que no hable con él. En tal caso, ¿cuál es mi propósito aquí?

Ella puso los ojos en blanco y exhaló.

—Ya te dije que olvidaras que dije eso. Puedes hablar con él, solo... apreciaría que fueses cuidadoso con tus palabras. No necesita oír nada que no ayude a su estado. Te garantizo que es consciente de cómo se ve y de lo delicada que es su salud ahora mismo. No necesita que nadie se lo recuerde, ¿comprendes?

Di una cabeceada. ¿Por qué no había empezado por ahí?

—Comprendo.

—¿Puedo confiar entonces en que sabrás ser discreto?

No sonaba complicado. Imaginé que bastaría con limitarme a responder a sus preguntas, y por lo demás solo callar.

—Haré lo mejor que pueda.

—Me basta con eso, supongo. —Y pareció algo más tranquila—. Solo una cosa más; esto es una petición completamente diferente. Y estás en total libertad de negarte si quieres. Solo... me haría las cosas un poco más fáciles.

—Te escucho.

—No quiero que mi padre sepa por qué te he traído. Y tampoco quiero que sepa que tengo a un extraño viviendo conmigo; él nunca estuvo de acuerdo con que rentara un cuarto de la casa donde vivo sola. Le parecía riesgoso, y no quiero que se preocupe demás.

—En ese caso, ¿qué he de decirle?

—Que somos amigos —dijo ella a la brevedad, no como una sugerencia.

—Amigos... —repetí.

Pero solo era un acto. Dame tenía razón; al fin y al cabo no tenía ninguno...

—Con eso basta. Yo le diré lo que haga falta para que se lo trague; tú solo tienes que seguirme el juego. ¿Crees que puedas?

—Lo creo.

—Bien.

Descendimos finalmente del automóvil, y empezamos a caminar juntos en dirección a la entrada. No obstante, todavía albergaba dudas;

—Con respecto a tu primera condición, ¿por qué no querrías que tu padre sepa el motivo de mi visita?

Ella se detuvo en seco. Si expresión se torció desolada y dirigió sus ojos castaños a sus propios pies.

—Porque ya antes hubo dos posibles donantes, y resultaron ambos incompatibles. No quiero que mi padre se ilusione en vano otra vez. —Levantó el rostro y me contempló—. Solo somos amigos, haciéndole una visita. ¿Está claro?

—No tengo objeciones.

—Estupendo.

https://youtu.be/MjF4o7kAFxU

El camino por el aparcamiento fue silencioso, pero todo cambió en cuanto nos internamos en el hospital.

Aun cuando Joan no llevaba su uniforme, a su paso todos la saludaban calurosamente; desde personal del hospital, hasta los pacientes aguardando en la sala de espera, e incluso el servicio de la limpieza. Y ella respondía a cada saludo con una sonrisa, y con palabras amables. Conocía el nombre de cada una de esas personas, y lo usó cada vez al dirigirse a ellas. Por un momento me pareció una princesa muy amada que abandonase la seguridad de su palacio para internarse entre sus súbditos, confiada de su pleitesía y su afecto.

Yo no había conocido durante mi existencia sino soberanos implacables, a quienes sus súbditos respetaban por cuanto les temían.

Pero Dana Joan Edwards... si bien no era ninguna clase de soberana, era querida y apreciada por sus semejantes. Cada vez que conseguía separar a su persona de quién cuyo recuerdo ella suscitaba en mí, Dana Joan hacia algo que les hacía parecer más similares. Había visto antes esa clase de amor por alguien que no era ningún soberano, y a quién sin embargo los demás respetaban y amaban. Y aquel, desde luego que no era Lucifer.

La misma chica rubia y jovial a la que había conocido antes, Felicia, se acercó en un trote apenas advertirnos.

—¡No esperaba verte tan temprano! —le dijo, antes de empinarse para abrazarla.

Joan respondió al abrazo, y al apartarse tenía en el rostro lo más parecido a una de aquellas sonrisas como las que lucía en las fotografías de su librero. Una como las que yo no había experimentado nunca personalmente...

—¿Cómo has estado? —preguntó Joan—. ¿Todo bien con...?

—Ah, sí, sí, de maravilla —la cortó la rubia, agitando una palma en el aire como si espantase moscas con ella. Busqué alguna en el aire—. Solo ha sido el susto. De hecho, ni siquiera recuerda bien qué sucedió.

Entonces, la mirada de la chica rubia se trasladó a mí;

—¡Ah, señor Mostar! Casi no lo reconocí usando ropa. A decir verdad, apenas me acordaba de su cara. ¡Le queda bien!

—Felicia —la riñó Dana Joan, pero disimulaba una sonrisa.

Por mi parte escruté a ambas, intentando determinar si debería sentirme agraviado por su evidente diversión a mi costa, sin comprender del todo el sentido de su chanza o por qué les resultaría jocosa; pues desde luego que no era ingeniosa.

—Aún no los he introducido como es debido —dijo Joan, recuperando la compostura—. Veo que recuerdas a nuestro paciente, Philes Mostar. —Y me situó una mano detrás del hombro, y otra a la misma altura, sobre el pecho.

Su tacto me sorprendió con la guardia baja y me tensé.

—Claro que lo recuerdo. Lo que me pregunto es el motivo de su regreso. ¿Es costumbre suya acabar en el hospital, señor Mostar?

—No; no lo es —respondí con parquedad. Quizá incluso algo de brusquedad...

Ambas mujeres se tornaron repentinamente serias, y se miraron la una a la otra.

Joan abandonó discretamente el sitio junto a mí para pararse junto a la mujer rubia. En el lenguaje de los demonios, aquello indicaba un cambio de bando, y podía ser muy fácilmente interpretado como una señal de hostilidad, usualmente previo a una confrontación violenta. Los ángeles eran algo más sutiles al respecto; aunque no por ello, más clementes... ¿Qué significaba ese gesto para los humanos?

Retrocedí un paso y me tensé a la defensiva en mi lugar, pero aquello solo pareció suscitar más contrariedad entre los tres, y la mujer rubia borró todo rastro de alegría anterior de su rostro.

—Lo siento —masculló finalmente—. He sido descortés.

No respondí.

—En fin —intervino Joan, y noté que adoptaba una posición más céntrica entre ambos—... Philes, seguramente recuerdas a mi enfermera, Felicia.

—Cómo olvidarla, cada hora en mi habitación —aventuré—. ¿Es costumbre suya hostigar a la gente con preguntas?

Pretendía ser hostil. Y, para llevar las cosas un poco más lejos, intenté emular una de las sonrisas mordaces de Lucifer; pero debí fallar catastróficamente, pues en lugar de amedrentarlas con ello, suscité la más inesperada de las reacciones.

Ambas mujeres parecieron relajarse, y tras una corta pausa... rieron. Esta vez, sin regañina alguna; como si hubiese dicho una broma ingeniosa, lo cual no pretendía en lo absoluto.

Las contemplé perplejo. Todavía no lograba comprender con claridad la forma en que funcionaba la comunicación de los humanos. ¿De manera que una clara ofensiva podía transformarse en una interacción amistosa solo mediante una sonrisa?

Joan tomó la palabra:

—Felicia no solo es mi enfermera y una colega estimada. Es también mi mejor amiga.

Esta me extendió la mano, y yo la tomé por reflejo. Conocía las formas de saludo humano al menos.

En cuanto la tomé, y la muchacha rubia la estrechó, percibí un cambio sutil en su semblante, aunque no borró la sonrisa. Fue fugaz, apenas perceptible, pero imposible de pasar por alto. Me soltó con cautela, y yo la examiné cuidadosamente. Sin embargo, tan rápido como su expresión decayó, recuperó el semblante alegre de antes.

Joan me invitó a caminar con ella y nos despidió brevemente de Felicia.

—Te dejaremos trabajar. Íbamos de camino a visitar a mi padre.

—¡Le alegrará verte!, justo esta mañana estuvo preguntando por ti. Fui a hacerle una visita antes de entrar a mi turno y le llevé de desayunar.

—Te lo agradezco mucho. ¡Nos vemos después! —le dijo Joan, y nos alejamos juntos por el pasillo.

No obstante, no omití la expresión recelosa en el rostro de la enfermera rubia cuando me siguió con la vista. Por mi parte la seguí con otra retadora, en espera de que dijera algo. Pero no lo hizo, y sus ojos me abandonaron para volver a sus asuntos.

¿Acaso había sido mi imaginación?

Conforme caminábamos, Joan consideró necesario contarme un poco más sobre la muchacha, y yo la escuché sin objetar. No me interesaba por ella, pero acabé prestándole atención, conforme ahondó en su historia;

—Conozco a Felicia desde que éramos niñas. Cuando mi padre enfermó, yo ya ejercía en este hospital, y volví a encontrarme con ella en el área de oncología, en donde entró a trabajar antes de ser trasladada al sector de hospitalización. De eso ya son seis años. Mi padre la adora como si fuera una hija, y yo como si fuera mi hermana pequeña.

—¿Qué edad tienes tú?

Joan me contempló con cierto amago de diversión.

—¿No sabe, señor Mostar, que un caballero no pregunta eso a una dama?

Enarqué una ceja. No era familiar a esa regla. Hubiese deseado que Dame me pusiese al tanto de ella también, puestos a enseñarme cómo ser un caballero... Ahora me hubiese venido más útil que todo lo demás.

—Mis disculpas. No se repetirá.

Joan sacudió la cabeza.

—Solo bromeo, Philes. No tienes que ser tan serio todo el tiempo. Tengo treinta y dos años.

No pude determinar si lucía mayor, menor, o de la edad que tenía realmente. Todavía no manejaba un concepto claro de los años humanos o cómo funcionaban. Hubiese deseado no perder el tiempo pensando en ello, y en cambio haber supuesto que querría saber la mía a cambio, con lo cual hubiese estado mejor preparado para cuando finalmente me lo preguntó:

—¿Y tú?

Me congelé sobre mis pasos, y ella se frenó un poco más adelante, confusa. No podía decirle mi edad real; ni siquiera creía que fuera cuantificable en números humanos... ¿Qué aspecto tenía mi rostro? ¿Qué aspecto tenía un rostro humano con veinte años? ¿O treinta? ¿O quince?

—Cincuenta —prorrumpí.

Y entendí enseguida que había elegido una cifra incorrecta, en cuanto ella prorrumpió en risas.

—Muy gracioso... Vamos, es en serio.

Acorralado, me vi en la obligación de pensar rápido, y tuve una idea que me salvó de la situación.

—¿Qué edad supones que tengo?

Respiré aliviado en cuando Joan aceptó el desafío y examinó las facciones de mi rostro con escrutinio.

—Veamos, yo diría que unos... ¿treinta? —Aguardé antes de darle una confirmación, solo como medida extra de precaución, bajo el riesgo de que esta vez fuera ella quién me estuviese tomando el pelo. Era algo que los humanos parecían hacer con frecuencia. Ella sostuvo su respuesta—. Sí. Treinta, a lo mucho.

—Tengo treinta y cuatro —mentí, solo para ser mayor que ella. Y pareció quedarse conforme con ello.

A la vez, hizo un gesto de cejas elevadas, torciendo los labios hacia una de sus comisuras.

—Eso está mejor. Estabas tan serio antes que casi te creo. Así que treinta y cuatro... —Lo consideró—. Aunque pareces más joven —maldije internamente por no haber reducido la cifra en vez de aumentarla, solo por capricho—. Es que tienes rasgos muy suaves. No lo digo como algo malo.

—No me importa.

—En fin... esta es la habitación. —Joan se frenó unos pasos más adelante, frente a una puerta, pero su mano se detuvo en la manija sin llegar a abrirla, y respiró hondo—. ¿Listo? —preguntó, pero era ella quien no parecía estarlo.

—Estoy listo.

Y tras otra pausa, un titubeo nervioso y un ronco suspiro, Joan abrió la puerta.

El aroma que vino desde dentro disparó en mí algo que viajó por mi esófago y se asentó al fondo de mi estómago con una sensación alarmante. Ante el pasmo de Joan, di un paso abrupto atrás, como si pretendiese esquivar algo que me atacase desde alguna dirección desconocida; fue un instinto primitivo...

Sin mi elevado estado de consciencia, ni mis poderes, me tardé un poco en reconocerlo y determinar qué era y por qué resultaba tan amenazante, aunque había estado ante ello miles de veces y debería serme familiar. Lo había sentido antes, en mi segunda noche en la tierra, viniendo desde el joven poseído, solo que faltaba un elemento...

https://youtu.be/NCJ27O5WcP4

Lo que fuera que hubiera dentro de la habitación esta vez, no era bueno. No era bueno, en lo absoluto... pero tampoco era demoniaco.

Era, simplemente, enfermedad y muerte.

Joan me indagó con una mirada, y yo procuré relajarme. Solo con eso, aquella entró, todavía vacilante, y yo la seguí de cerca, aunque me detuve en la puerta, esperando su beneplácito para continuar.

Desde mi lugar eché un vistazo hacia la única cama de la habitación, y lo que vi me estrujó el pecho con un sentimiento todavía más peculiar que el anterior.

De no haber sabido que era el padre de Dana Joan, no hubiese podido distinguir si la persona en el lecho era un hombre o una mujer, pues sus facciones habían sido roídas por su enfermedad hasta brindarle el aspecto de algo que difícilmente parecía incluso humano. Los ojos que compartía con su hija en la fotografía se hallaban ocultos tras un par de párpados abultados de color malva, y del abundante cabello castaño del que hacía gala en las mismas no quedaba nada sino una pelusa escasa, tan blanca y fina como tela de arañas.

Encogido en sí mismo, e inerte, le creí muerto hasta el momento en que Joan entró en la habitación, pues sus rasgos mortecinos y extenuados se iluminaron a un punto en que hubiese creído imposible. Y lo que antes me había parecido una persona recién fenecida, volvió a la vida a través de la sonrisa dulce que dedicó a su hija.

—Mi niña —dijo con voz ajada, y extendió los brazos con debilidad, a los cuales ella se arrojó con la suavidad con que alguien manipula algo quebradizo con miedo a romperlo—. Mi dulce niña tan linda...

—Papá —masculló aquella sobre su mejilla hendida, y después le besó con delicadeza el mismo sitio, y le limpió la marca de lápiz labial cerúleo—. ¿Cómo te sientes?

—De maravilla.

Ella se irguió y acarició sus manos en las suyas. La piel frágil de estas se movía sobre sus venas como tela vieja y maleable sobre ramas secas.

Tenía conectado un tubo delgado al dorso de una de las manos, como el que me habían conectado a mí en el hospital, y toda la piel circundante lucía amoratada y a punto de rasgarse. Había marcas similares por toda la extensión de sus esqueléticos brazos; nuevas y antiguas; en el espectro más amplio de tonalidades entre el azul y el púrpura.

Joan la revisó sin expresión en el rostro más que los remanentes de la sonrisa de su encuentro, pero una versión más sombría que esta.

—Se extravasó... Haré que te la retiren y te instalen una nueva vía en una vena más íntegra.

—Sigue agujereándome como un alfiletero, «Jo», y me quedaré sin venas donde ensartar más cosas afiladas.

—No digas tonterías... Papá, por cierto... —Joan dudó, echándome un vistazo nervioso por la esquina de los ojos—. Quería presentarte a un amigo —anunció, y se hizo a un lado para permitir a su padre una vista más clara de mi persona.

El anciano llevó los ojos de los míos a los de su hija, y luego de vuelta a mí, y torció una sonrisa sugerente.

—No me digas. —Creí percibir cierta ironía en su tono—. Ven, muchacho, no temas acercarte a un viejo. No te preocupes, no es contagioso. Si lo fuera, querría tener en frente al desgraciado que me lo pegó. —Y soltó una carcajada débil, que remeció todo su cuerpo enjuto y le provocó una tos tortuosa.

Joan solo movió la cabeza y se apresuró a introducirnos:

—Philes, este es Paul Edwards, mi padre.

Me acerqué, tal y como me lo indicó, y le extendí una mano.

—Yo soy Philes Mostar.

Él la tomó con una cabeceada aprobatoria que me hizo sentir de alguna forma orgulloso de haberlo hecho bien, aunque su mano estaba mortalmente fría y su estrechadura fue estremecedoramente débil. Me dio un par de palmadas con la otra mano sobre el dorso.

—Encantado, hijo. Perdona que no me levante. Es un jaleo casi tan grande como hacer que me acueste otra vez. Vamos a evitarnos el mal rato... —Después, Paul Edwards echó otro vistazo en dirección a su hija—. Es un muchacho apuesto. Y tiene un buen apretón. ¿Cuándo pensabas dejar que lo conociera? ¿En la boda?

La expresión de ella se desencajó y abrió los ojos hasta el límite de sus cuencas. Agitó las manos frente a su rostro y yo la contemplé confuso:

—¡N-no! Papá-... ¡no es lo que piensas!

—¿Ah, no? —Y, echándome un último vistazo, un tanto más largo que los anteriores—. Y sin embargo, sus ropas me resultan muy familiares.

Por mi parte, estaba completamente perdido en términos de contexto. Joan procedió a dar la explicación acordada y yo aguardé por ella, sin ver qué podría aportar, más allá de lo establecido.

—Solo es un amigo. Es el hermano de una compañera de la universidad.

—Lástima —dijo Paul, y me soltó—. Parece un buen chico. Encantado aun así, muchacho. Mejor suerte para la próxima. Entonces, ¿eres nuevo en la ciudad?

Joan dejó escapar un bufido conforme le acomodaba las almohadas de la cama y maniobraba en un panel al costado de la misma para modificar el ángulo de inclinación del respaldo.

—Se mudó aquí hace poco y le mostraré hoy los alrededores. Pero quería pasar a verte primero, y Philes aceptó acompañarme. —Escruté a Joan con gesto ceñudo. ¿Era parte de su embuste o en verdad planeaba mostrarme la ciudad?—. Una botella de champú se derramó dentro de su maleta y tuve que prestarle algo de tu ropa. Espero que no te moleste.

Su padre continuaba luciendo decepcionado; sin embargo no lucía molesto por la ropa.

—Créeme, conocerás algún día a tu yerno. Ya sabes, para que puedas amenazarlo de muerte, y todo el protocolo... Solo tienes que esperar a que yo lo conozca primero.

En ese momento, se abrió la puerta de la habitación, y el rostro redondo de Felicia se asomó apenas.

—¡Hola otra vez! —saludó a Paul Edwards, y este correspondió con una sonrisa. Su mano emergió entonces por la misma rendija y sacudió junto a su rostro un pequeño recipiente que contenía una especie de crema de color blanco—. Servicio a la habitación, ¿alguien ordenó pudín de coco?

—Creí haber ordenado el de chocolate —dijo Paul.

—Lo siento señor, coco es todo lo que había. Si no le gusta, tendrá que cambiarse de hotel.

A mi alrededor, el ambiente se ornó de risas, desconcertándome.

Hacía mucho que no oía risas similares. Cálidas, dulces... Todas las que recordaba eran maliciosas y sardónicas. Algo impregnó mi pecho. Una sensación similar a la saciedad que experimenta el estómago después de recibir alimentos calientes, junto con una terrible nostalgia. Todos mis recuerdos agradables estaban teñidos de ella.

Felicia se acercó a la cama y le entregó con cuidado el recipiente a Paul, junto con una cuchara.

—Mañana te traeré de chocolate, lo prometo. Pero tiene coste adicional.

—Cárgalo a la cuenta de mi hija. Me lo debe por no traerme una rebanada de ese brownie.

—Sabes que no puedes comer cosas pesadas justo después de la terapia. Además ya están añejos. Felicia te hará otros frescos para este fin de semana.

—Y su deuda se sigue acumulando —dijo esta. ¿A qué se refería con ello? Si ya de por sí cambiar bienes por papel me parecía inusual; intercambiar pasteles y bollería era algo nuevo. Felicia se dirigió a Joan, con una expresión un poco más seria—. ¿Tienes un minuto? Es... sobre lo que me pediste que averiguara.

No pude evitar notar el momento en que los ojos de Joan se movieron nerviosamente en mi dirección, pero retornaron al frente antes de llegar a detenerse en mí.

—Claro. —Y luego se dirigió a nosotros—. ¿Podría dejarlos solos un momento? Será solo un minuto. Necesito hablar de algo con mi enfermera.

—Por supuesto... —masculló Paul, y yo asentí.

Joan se excusó junto con ella, dejándonos a solas a su padre y a mí, sumidos en un silencio que no era amistoso, pero tampoco hostil.

Por un momento, no hicimos más que contemplarnos el uno al otro. Paul Edwards alargó alguna clase de sonrisa, y yo evadí su rostro bajando el mío.

—Entonces... ¿estás seguro de que no eres mi yerno? —dijo de pronto—. Ella no me lo diría, claro. Al menos, no aún. No hasta estar segura de que te apruebo. Camina sobre cáscaras de huevo todo el tiempo cuando se trata de mí... ¿Y bien?

Pestañeé sin entender. La sola noción era ridícula. Un ser como yo, y una mujer humana ordinaria a la que apenas conocía.

—No estoy casado con su hija —me defendí.

—Eso quiero pensar. Hubiese apestado no recibir una invitación a la boda. —Intuí que se trataba de otra broma. Empezaba a captarlas con mayor facilidad—. Aún quiero encaminarla al altar, ¿sabes? Tener las fuerzas necesarias para que pueda colgarse de mi brazo, y entregarla a su futuro esposo. No importa si colapso en ese mismo momento, habré cumplido mi mayor deseo. —Su rostro demacrado volvió a lucir luctuoso—. Esperaba poder hacerlo pronto, ya que no me queda mucho tiempo...

Callé, sin saber cómo responder, ateniéndome a la petición de Joan. Nada negativo... Nada que pudiese deprimir a su padre.

Este suspiró:

—Solo te estaba tomando el pelo, muchacho. Ya sé que no eres su novio. Y también sé que no eres ningún conocido de la universidad. —Me vi atrapado. Joan no me había dicho que debía hacer en ese caso. Paul Edwards me fijó la mirada—. Eres otro donante ¿No? ¿Ella te buscó?

—No fue así. —Determiné que mi única defensa era la verdad. O al menos, parte de esa verdad que no fuera incómodo relatar—. Nos conocimos por casualidad. Tu hija me atropelló.

Los ojos de Paul Edwards se abrieron al límite; al punto en que temí haber ocasionado con mis palabras precipitadas algún tipo de deterioro a su estado. En lugar de eso, se echó a reír con una fuerza que no comprendí de dónde podía haber sacado y que remeció todo su frágil cuerpo, provocándole un nuevo acceso de tos.

Apenas compuesto de sus carcajadas, respiró hondo.

—¿Así que eso hizo, la pequeña rufián? Y sin decirle nada a su padre...

—Fue mi culpa —reconocí—. Crucé sin mirar. Era de noche y nevaba. Pero ella se encargó de llevarme al hospital y pagó los gastos.

Paul Edwards sonrió, ahora con cierto punto de orgullo:

—Claro. Es la clase de persona que ella es...

—En cuanto a tus sospechas, me temo que estás en lo correcto —hube de admitir—. Ella hubiese preferido que no lo supieras, pero no tiene caso ocultarlo si ya lo sabes. Es posible que yo sea un candidato para... donación de médula —batallé para recordar el término.

—¿Y tú estás bien con eso?

—No me costará nada.

Él asintió, cavilante:

—La parte de que eres nuevo en la ciudad, ¿es cierta?

—No es del todo falsa.

—¿De dónde eres, exactamente, muchacho? —Entornó la mirada, la cual casi desapareció entre sus párpados oscuros y abultados.

De todo lo que podría haberle dicho, opté por sostener mi versión.

—Soy un inmigrante ilegal.

Él abrió los ojos con pasmo, e hizo una pausa larga.

—Eres bastante honesto, ¿no? Está bien, no es que eso sea malo. ¿Y aun así no te quieres casar con mi hija? Obtendrías de manera inmediata la nacionalidad. En su desesperación, ella hubiese accedido incluso a eso.

—No es mi intención sacar provecho de sus circunstancias. —Aunque, en el fondo... era precisamente lo que estaba haciendo.

La sonrisa de su padre se ensanchó con un suspiro muy liviano.

—Y eres justo. Otra cualidad. Ahora en verdad desearía no haberme equivocado... En fin, no te interrogaré. Y agradezco tu altruismo y tu buena voluntad. Solo... odiaría que creyeras que estás en alguna clase de deuda conmigo por lo que pasó con Joan.

De tal palo, tal astilla...

—Dana Joan tenía las mismas inquietudes; pero no se trata de eso en absoluto. Mi tono fue algo brusco. Empezaba a irritarme el que todos a mi alrededor asumieran que no podía tomar una decisión sin alguna clase de deuda u obligación de por medio. O quizá porque no tenía más alternativa...

¿A eso se refería Lucifer?... ¿Así era como todos mepercibían?

https://youtu.be/m_CCQ1Ly6jU

Paul permaneció en silencio unos instantes, como considerando algo.

—En ese caso, ¿podría pedirte un favor, Philes?

Asentí, intrigado.

—Pienso... que lo mejor sería que rechazases su petición. —Abrí los ojos, inseguro sobre haber entendido bien lo que intentaba decirme. Paul prosiguió, después de un pesado respiro, apartando la vista a la ventana—. No desperdicies tu preciada médula en mí, muchacho. Si todavía te interesa donar, hazlo para salvar a alguien que tenga esperanzas. No puedes donar más de dos veces, y en un periodo de seis meses entre cada extracción.

Seis meses... Si lo hiciera, sería justo antes de que se cumpliese el plazo para que Lucifer viniese por mí. No obstante, ahora la cuestión era otra:

—¿Por qué no deseas la donación?

Él parecía inamovible. Se encogió de hombros, sin inmutarse:

—Porque entiendo que hay grandes probabilidades de que aún si nuestra sangre es compatible, nuestra médula no lo sea. Quizá no demasiado grandes como para no tener esperanzas que depositar en ello, pero sí para hacerlo más de una vez. Y esta sería la tercera. Corroboró con ello lo que Dana Joan me había dicho antes—. Y no querría ver la decepción en el rostro de mi Jo otra vez. Oírla llorar devastada cuando no funcione... No; no lo soportaría.

Ahora podía entenderlo. Agradecí que Paul Edwards, a diferencia de la mayoría de los demás seres humanos, fuese claro y abierto al expresarse. Sin ambigüedades; sin motivos ulteriores... Sin intrigas ni rodeos innecesarios.

Facilitó del todo nuestra comunicación.

—¿Y si funcionase? persistí.

—Solo aplazaría lo inevitable dictaminó él. Luego, sus ojos sin luz se clavaron en los míos—. ¿Crees en Dios, Philes?

Consideré su pregunta, desconcertado por lo repentino de la misma. Sabía, desde luego, a quien se refería.

«Dios» para los humanos. Para nosotros: «El Hacedor»; «El Creador». A veces, sencillamente «Él»... Y, alguna vez en el pasado... «Padre». ¿Qué implicaba en realidad «creer» en Él? ¿Delataría mi identidad de responder con demasiada convicción?

Me decanté por la forma más simple de ponerlo.

No le profeso devoción.

Paul Edwards asintió. No del todo satisfecho, pero sin más que objetar. Entonces, volvió la vista a la ventana, meditabundo.

Sé que voy a morir, Philes —sentenció, con una calma con la que no había visto jamás a ningún otro ser humano aceptarlo—. Y estoy en paz con ello. Es mi Jo quien no parece resignarse. Y prolongar esto no la está ayudando. Realmente querría que pusiera más energía en su propia vida que en la mía, de la que casi ya no queda nada, pero sé que no se rendirá. Y tampoco yo descansaré mientras dure este suplicio para ella. Exhaló con pesadumbre. Al final del día... te dejo la elección. Te estaré infinitamente agradecido, sea lo que sea que elijas. Tanto si aceptas mi deseo, como si sigues adelante; en cuyo caso aceptaré de todo corazón tu acto desinteresado. Pero te pido que, por favor, consideres esta otra alternativa. Aún puedes negarte.

—¿Y ella... lo aceptará?

—Te perdonará, eventualmente. Conozco a mi hija... Joan puede ser algo difícil, pero tiene un gran corazón... Uno que alcanza para todos, aunque esté roto.

Ladeé el rostro sin comprender el sentido de sus palabras.

—¿Ella tiene... el corazón roto?

—Lo tenemos ambos. No tenemos más que el uno al otro. Es por eso... que necesito que se prepare para cualquier cosa.

Asentí. Desde luego que hablaba en un sentido figurativo... No obstante, aquella nueva información sobre su vida despertó en mí una nueva sospecha. Una a la que no quise escuchar. Como ser humano, mi atención se había vuelto selectiva, y elegía pasar por alto cosas que pudiesen incomodar o alterar mis emociones. Pero ese detalle se quedó en la parte de atrás de mi cabeza, ensombrecido, igual que tantos otros. Era imposible...

Retorné mi atención a Paul Edwards y a nuestra conversación.

—Entiendo...

—Ahora... Si no te molesta, estimado joven... querría dormir un poco. —Paul se acomodó sobre el respaldo de su cama y cerró los ojos. Por mi parte avancé un par de pasos y maniobré con el panel como antes había visto hacer a Joan, para reclinar su lecho a la misma altura que antes, imaginando que así estaría más cómodo—. Te lo agradezco. Por favor, dile a Joan... que me dio gusto verla. Y que me perdone por no poder permanecer despierto hoy.

—Se lo diré.

—Adiós, Philes. Ha sido un placer conocerte. Esta ha sido una charla interesante...

****

https://youtu.be/AMmQVyJrXfE

Tras salir de la habitación de Paul Edwards, conforme me dirigía por los pasillos en busca de Joan, me sentí extrañamente abrumado...

El encuentro con el padre de Dana Joan me había dejado con una sensación amarga y una opresión curiosa en el pecho.

¿Por qué? No había forma en que su aspecto hubiese podido turbarme; a lo largo de mi trayectoria había visto seres humanos en condiciones mucho peores; en estados absolutamente hórridos... ¿El verlo a través de mis ojos humanos hacia alguna clase de diferencia?

No podía descartarlo. En un tiempo corto en mi nueva forma mortal había experimentado muchas cosas de manera completamente diferente a las que estaba acostumbrado. Desde las sensaciones más físicas, hasta las emociones más profundas de mi ser.

Y ahora la sola visión de una persona gravemente enferma había drenado parte de mis fuerzas. Estaba abatido y apesadumbrado, aunque aquel hombre no significaba nada para mí, ni Dana Joan tampoco. ¿Era la empatía una cualidad de todos los seres humanos? Era algo que me costaría creer, dada su historia.

Por otro lado, estaba agobiado ante la inesperada decisión que ahora recaía en mí tomar, por encima de la que Joan ya había dejado antes en mis manos; la cual, a diferencia de esta, sí había resultado fácil.

Podía simplemente apegarme al plan inicial: consentir a los deseos de Joan, e intentar salvar a su padre. Pero, ante la posibilidad de que no resultase, declinar su petición y evitarle formarse falsas expectativas, de acuerdo con los deseos de este, sería más factible.

Al final del día, alguien acabaría decepcionado... a menos que todo saliera bien. Y no tenía a nadie a quién rezarle por esa posibilidad. ¿A eso se refería Paul Edwards con su pregunta?

Y había además otra cosa en juego. Si declinaba la petición de Joan, ya no tendría derecho a las garantías a cambio de ese favor. Perdería el techo sobre mi cabeza y el alimento, y estaría de regreso en las calles. Teniendo eso en consideración, no podía ser neutral a la hora de decidir, pues saldría perjudicado o beneficiado según lo que eligiese.

¿Formaba todo aquello parte del plan de Lucifer? ¿Estaba destinado a aceptar, de manera que pudiera pasar mi periodo por la tierra en paz, teniendo acceso a las necesidades básicas, para que pudiera concentrarme en lo que sea que esperaba de mí, o acaso, por el contrario, su plan era que con negarme y perderlo todo, el verme obligado a vivir en las calles me enseñase algo?

Toda la pista que me había dado era alguna clase de lección que debía aprender. Pero, ¿cuál era? ¿Por qué sencillamente no había sido claro?

Me pareció sentir la voz de Joan proveniente de una habitación, y supe que era ella en cuanto oí también de Felicia del otro lado y me acerqué.

Sin embargo, la naturaleza de su conversación, junto con el sonido de mi nombre, me detuvieron frío sobre mis pasos y me llevaron a aproximarme el último trecho con la cautela suficiente para no ser advertido, y así poder oír mejor:

—... y he llamado a todos los establecimientos de la ciudad; pero no se ha escapado ningún paciente. Incluso he puesto un anuncio, y nadie le está buscando.

—Quizá se escapó de su familia, pero tampoco hay reportes de ninguna persona desaparecida en la ciudad. No lo sé —dijo Joan—... Quizá sea cruel de mi parte presumirlo, pero... no puedo pensar otra cosa.

Felicia soltó una de sus risillas infantiles y habló al volumen de un secreto.

—¿En verdad crees que se haya escapado de algún hospital mental?

Abrí los ojos y presté atención. Joan había sugerido algo similar.

—Explicaría muchas cosas. No recuerda nada anterior a su accidente, y no ha sido claro en especificar de dónde vino. Por lo demás... parece completamente ajeno al funcionamiento de un sinnúmero de cosas de uso diario, y a cualquier tipo de protocolo social. —Me arredré, sintiéndome humillado. De manera que sí se referían a mi persona—. Y a veces habla... No sé, como si fuese un lord del siglo quince. Como si se hubiese escapado de un libro de Tolkien. ¿No crees que sea la explicación más lógica?

—Es posible... Pero estoy segura de que ya se sabría algo a estas alturas. Y no he podido encontrar nada.

—Es lo que no termina de tener sentido.

—Aun así, no es algo para tomar a la ligera, Jo. Una persona así, suelta a sus anchas... ¿No crees que pueda resultar peligroso tenerlo viviendo contigo?

—Al menos... no parece que sea peligroso en lo absoluto. —Fruncí el entrecejo con esa declaración. Me contrarió más que cualquier otra cosa que hubiera dicho antes acerca de mí. ¿Cómo se atrevía a suponerlo?— Es elocuente, no parece perdido, comprende muy rápido todo lo que se le explica y está muy lúcido. Si fuera lo que sospecho, sería un caso muy inusual. No, en definitiva es inofensivo. —Otra vez, fruncí el gesto como un reflejo—. Es la parte que menos me preocupa. Lo que me consterna más es que pueda estar lejos de su familia, y lo preocupados que han de estar por él. Cuánto han de extrañarlo.

En aquel punto suspiré discretamente. De todas las cosas equivocadas que había dicho, aquella era la que más...

—Quizá... sería bueno realizarle más pruebas antes de seguir indagando. Es posible que haya tenido alguna lesión craneal que no dilucidó la ECT. Algo que esté interfiriendo con sus recuerdos.

Joan hizo un sonido.

—Supongo... que hablaré con él de esa posibilidad.

Escuché una silla arrastrándose por el piso, y en un segundo tuve a Joan justo en frente, del otro lado de la puerta. Abrió mucho los ojos al verme, y sus labios se movieron en el afán de articular algo que no llegó a pronunciar.

—Tu padre se ha dormido —le dije.

—Philes... ¿hace cuánto... que estás allí?

¿Lo que quería saber en realidad era si había estado escuchándolas? Me debatí en qué decirle. Quizá... lo mejor fuera que creyera que no. Y aquello me libraba del aprieto ya fuera de corroborar sus suposiciones, o de explicarme si acaso las contradecía.

—Acabo de llegar —mentí—. ¿Sucede algo?

—Nada —y se dio una vuelta para observar a Felicia, quien se mordía los labios, culpable—. Nada en absoluto.

****

https://youtu.be/lImHCNaQ6qM

Después de dar a Felicia algunas indicaciones, Joan hizo los últimos arreglos antes de marcharse y nos fuimos juntos del hospital.

Pasé una parte considerable del trayecto absorto por los últimos acontecimientos. En particular, la conversación con Paul Edwards. No presté demasiada atención al camino; y para el momento en que lo hice, me percaté de que estábamos en una zona completamente nueva de la ciudad.

—¿A dónde vamos?

—Pensé que dada la hora podríamos ir a almorzar antes de volver a casa. Así no tenemos que cocinar. ¿Te parece bien?

Pestañeé. ¿Me lo preguntaba cuando claramente ya había tomado una decisión al respecto? Asentí sin más opción.

—¿Y bien? —preguntó Joan, mientras nos conducía por la ciudad.

—¿Qué?

—¿Qué te ha parecido? Me refiero a mi padre. ¿Qué piensas de él?

Resolví que no podía quebrantar mi promesa hecha a Paul Edwards sobre no decir nada de su decisión a su hija, así que me remití a contestar solo lo que ella me preguntaba.

Desde luego que pensaba muchas cosas de él. En primera, que él y Joan se parecían. Aunque ya casi no compartiesen en común atributos físicos distinguibles, su personalidad era similar. En segundo lugar, que estaba siendo ilusa si pensaba que podía salvarlo. Pero me reservé ambas cosas. Y, en cambio, me decanté por la respuesta más simple:

—Es un hombre interesante. —Y fui sincero al opinarlo.

—¿En verdad?

—Posee puntos de vista que ameritan ser reflexionados.

Joan sonrió orgullosa.

—Es la persona más inteligente que conozco.

Sentí la inclinación de concordar. Conocía a entes milenarios, con existencias trascendentales en el tiempo y en la historia... y pocas veces me habían dado en qué meditar.

—Lo que me gustaría saber en realidad es —prosiguió Joan—... si te ayudó a tomar una decisión. Ya sabes, respecto al favor que te pedí antes.

—Dijiste que esperabas tu respuesta en una semana —le recordé. De manera inesperada, la decisión que antes me había parecido fácil, no había hecho sino complicarse más con conocer a su padre; lo cual intuía que era todo lo contrario a su intención al presentármelo.

Joan selló los labios y asintió. Ahora lucía apenada.

—Lo hice. Lo siento; no quería presionarte. Todavía dispones de ese tiempo.

—Y tal y como acordamos, te daré mi respuesta al final de ese plazo. Solo hay algo que quisiera saber...

—¿Y qué es?

Busqué una forma de ponerlo que no delatase la naturaleza de mi conversación con Paul Edwards.

—Si resultara no ser compatible con tu padre. ¿Qué harías?

La expresión de Joan se petrificó con tristeza. Primero, pestañeó confusa. Después, exhaló abatida.

—Preferiría no pensar en ello por ahora. Quiero creer que funcionará. Tengo fe.

—Fe —repetí, y cavilé en ello unos segundos, antes de preguntar—: ¿crees en Dios, Dana Joan?

Esta abrió los ojos y me contempló en silencio por algunos instantes:

—Esa es una pregunta repentina.

—Paul Edwards me la hizo hoy.

—No debió hacerlo. No es incumbencia de nadie en qué crean otros. Pero no, Philes, yo no creo en Dios —zanjó—. Si tu pregunta es respecto a lo que he dicho antes, no pienso que la fe sea exclusiva del teísmo, ni que vaya necesariamente ligada a ninguna religión. Pienso que se puede tener fe en otras cosas. En las personas, o en las probabilidades.

—¿Como es eso posible?

—¿Qué quieres decir?

—Al depositar tu fe en un una entidad consciente y sentiente, estás apelando a su capacidad de razonar y de tomar en consideración las circunstancias en torno a tu tribulación para dirimir la respuesta u otorgarte una solución. ¿Cómo puedes tener fe en una probabilidad? En algo impredecible...

—Precisamente por ese motivo es que prefiero depositar mi fe en la probabilidad. Una probabilidad, si bien impredecible, es calculable; no así la disposición de una entidad consciente y sentiente. El razonamiento vuelve volubles y egocéntricos a los seres.

No podía discrepar. Era cierto.

—Pero dices tener fe en las personas.

—En personas que conozco, y en quienes he decidido depositar mi confianza, precisamente porque las conozco. No conozco a Dios.

—Todo el mundo conoce a Dios.

—No; todo el mundo ha oído hablar de Dios. ¿Alguien realmente lo conoce?

Reflexioné en ello. Incluso yo, como un ente alguna vez angelical, no podía decir aquello... ¿Podía decirlo Lucifer?

—Sí, yo también he oído hablar de él —respondió Joan, a su propia pregunta—, pero no lo he tenido nunca en frente. Y si no lo conozco, ¿cómo saber qué piensa? ¡¿Cómo saber si está en sus planes que mi padre viva o muera?! —Su voz se quebró en la última sílaba, y los los rasgos de su cara se torcieron con pesadumbre. Tardó unos segundos en recomponerse, respirando arduamente, y al volver a hablar lo hizo al volumen de susurridos—. Es por esa razón... que elijo no depositar mi fe en lo que no conozco.

La contemplé absorto.

—¿Por qué me ayudaste esa noche entonces?

Ella soltó una risa sin humor.

—¿Piensas que profesar la fe cristiana va de la mano con ser una buena persona?

—No existen las personas buenas —discrepé—. En mayor o menor medida todas actúan en favor del «bien» por un motivo ulterior. Incluso si solo es el de sentirse mejor consigo mismos, o por miedo a las consecuencias de no ser lo que se considera «bueno».

—¿Eso piensas? Por definición, entonces no existe el bien.

—No hay tal cosa como el bien y el mal. Son constructos —aseveré—. Los seres sencillamente existen, y encuentran por el camino diferentes motivaciones o circunstancias, ya sea conscientes o instintivas, para inclinarse a un lado o al otro del espectro, acorde a los parámetros de cada cual. Y la naturaleza voluble de los humanos les vuelve proclives a cambiar con mucha facilidad.

—Bien, esa es una forma de verlo... —Y asintió, distraída en el camino—. Yo... sí pienso que hay personas buenas en el mundo.

—¿Te consideras una persona buena, Dana Joan? —pregunté retador, con la intención de hacerla dudar; aunque ni siquiera yo manejaba la potestad de decidir eso. No pensaba que nadie lo hiciera.

Ni siquiera Lucifer; ni siquiera... Dios.

Pero ella no dudó al darme su respuesta.

https://youtu.be/xF_uSdOOjCU

—Me considero alguien que lo intenta. El no decirte la verdad desde un inicio desde luego que inclina la balanza del otro lado. Pero te aseguro que mi intención nunca fue aprovecharme de tus circunstancias. Y no te echaré a la calle sin nada, aún... si al final decides no ayudarme.

Abrí los ojos. Con esa posibilidad removida, lo cual hubiera creído que facilitaría mi decisión, encontré que me sería incluso más difícil tomarla. Me quedaba una última pregunta.

—¿Consideras... que tu padre sea una persona buena?

Esta vez, no solo no dudó, sino que había en su tono una convicción inquebrantable.

—Sí. Lo es. Y es otra razón para mí para no creer en Dios. Si las personas buenas como mi padre sufren castigos como estos, ¿cuál es el punto de que exista siquiera un juez quién los imparta?

No tenía cómo contradecirla. Igual que como había hecho su padre, las palabras de Joan me dejaron reflexionando por largo rato.

Joan se orilló de pronto y detuvo el vehículo, apagando el motor.

Reparé entonces que estábamos frente a un recinto público, con ventanas amplias y la puerta abierta, y del cual emergía in sinnúmero de aromas tentadores que estremecieron mis tripas.

—Bajemos —indicó, empezando a apaciguarse—. Vamos a por algo de comer. Y después... hay un sitio que me gustaría mostrarte.

¡¡Por fin!! lo lamento mucho, bbies, ¡espero que la espera, valga la reduncancia, haya valido la pena por este nuevo cap, poquito más largo!

¿Qué les va pareciendo? ¿Qué nuevas dudas les dejó este capítulo?

Nos vamos adentrando un poco en la vida de Joan, y vamos descubriendo poco a poco parte del pasado de Philes al mismo tiempo. ¿Tienen alguna teoría?

Por otro lado, aparece de nuevo nuestro rubio sádico favorito, el Lucy, haciendo de las suyas ♥

¿Lo extrañaron? 7u7r

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