14. El abogado del diablo
https://youtu.be/AMmQVyJrXfE
El día en que donaría médula para Paul Edwards al fin llegó.
Una vez en el hospital, mientras que Joan lo arreglaba todo lo visité en su habitación y este me recibió con la calidez acostumbrada. Sus ojos hundidos eran los mismos, así como la piel delgada y movediza sobre su cuerpo huesudo, pero había algo diferente en su manera de mirar. Una nueva luz; un resplandor lejano en medio de una tormenta negra. Como el resplandor de un faro.
Quizá, en el fondo, también albergaba una ínfima esperanza.
—Haces algo admirable, muchacho. Y quiero que sepas que aún si esto no funciona, te estaré por siempre agradecido. —Paul Edwards dio palmadas sobre el dorso de mi mano, que sujetaba en la suya.
Asentí, aunque sus palabras fallaron en darme la tranquilidad que tal vez pretendía. Yo quería que resultara; por eso estaba haciendo todo esto...
—¿Es tu primera cirugía? ¿Estás nervioso?
Lo consideré. No era del todo familiar aún a los nervios, de manera que no podía afirmar que se tratara de ello; pero desde luego que un ser humano debía saber mejor que yo lo que en un caso así era natural experimentar, así que le di la razón.
—No tienes por qué estarlo; estás en las mejores manos. Mi hija te habrá explicado ya en qué consistirá todo.
Así lo había hecho, aunque no estaba seguro de que tuviese una idea muy clara aún. No comprendía la mayor parte de los conceptos que Joan había utilizado a la hora de intentar ilustrarme y le perdí la pista más de una vez a todo lo que me decía, pues mis propios pensamientos acaparaban una gran parte de mi elusiva atención la noche anterior. Experimentaba una emoción humana nueva. Estaba impaciente con lo que venía; quería averiguar cuál sería el resultado, pero al mismo tiempo un vacío extraño que nada tenía que ver con el hambre constreñía mi estómago.
Paul sonrió y dejó ir mi mano. Yo me retiré hacia el respaldo de la silla que ocupaba junto a su cama y lo contemplé atento. Este a su vez me devolvió su mirada afable a pesar del estado mortecino de su rostro:
—¿Algo te inquieta, hijo?
—¿Lo estás tú? —quise saber, pues al momento de tocarme no podía percibir otra cosa viniendo de él más que una absoluta calma—. Nervioso.
Paul Edwards sonrió y su pecho se movió en un suspiro arduo:
—A mi edad no tengo mucho que perder. Sobre todo en mi condición. Cuando el diagnóstico presuntivo más aceptado es la muerte, no es que haya un pronóstico peor. Cualquier cosa que suceda me ayudará, o bien dejará las cosas tal y como están.
No podía dejar de admirarme de su fortaleza. En todo mi tiempo no había conocido jamás a otro ser humano más conforme con la idea de su deceso. Aunque, claro, mi rubro se orientaba a la otra cara de la moneda, o no tendría nada que ganar.
—Joan me lo contó todo —admití de pronto, ante la mirada perpleja de Paul—. Me contó el modo en que murió su madre.
Paul se quedó mudo. Luego asintió y llevó la vista a la ventana:
—Así que lo hizo... ¿Qué te dijo?
—Me dijo que murió en un accidente. Y mencionó... a un ave.
Paul devolvió su mirada a la mía mientras lo sopesaba.
https://youtu.be/NCJ27O5WcP4
—Cuando era niña hablaba de eso todo el tiempo. Del ave gigantesca y del hombre de alas negras. Creí que ya lo habría olvidado...
—¿Sabías que le gustan las aves?
—Desde luego; lo que no sabía era que se tratara de eso. —Paul hizo una pausa y suspiró—. Yo le dije que lo que vio fue a un ángel, pero si te soy honesto dudo que lo haya sido en verdad.
Entorné los párpados, esperando que se explicase, pero no lo hizo. Y a riesgo de que se tratase de algo de lo que prefería no hablar, indagué:
—¿Cómo puedes estar seguro de ello?
Pensé que su argumento sería el mismo de Joan. «No existen los ángeles de alas negras». Por lo que su explicación real me dejó perplejo:
—No pienso que los ángeles tengan la potestad para venir a la tierra a cuidar de un alma o de otra. Pero claro... no le hubiese dicho eso a una niña. A mi hija.
Parpadeé sorprendido por su certera presunción. Tuve curiosidad por saber más; qué tan acertadas serían el resto de sus hipótesis, así que insistí:
—¿No crees en los ángeles guardianes?
—Tomando en cuenta mi estado y la muerte de mi esposa, ¿qué clase de fiasco serían si los hubiera? —Se rio de modo breve, y como era usual, su risa fue sesgada por una tos seca y ardua. Le alcancé el vaso de agua del mueble junto a la cama. Viendo que fallaba en sostenerlo de forma apropiada, se lo acerqué a los labios y Paul bebió con una serie de sorbos cortos—. Gracias, hijo... Ahora, fuera de bromas, no me opongo a que sea un concepto hermoso, pero tiene muchas fallas. —Paul dio un carraspeo y procedió a explicarse con la voz mellada por la tos—. Solo piénsalo, ¿qué sucedería si dos personas estuviesen a punto de matarse una a la otra? ¿Acaso habrían de disputar también sus respectivos ángeles guardianes para determinar quién de las dos es la que debe morir? Y si optasen por resolver la disputa de manera civilizada, quien de los dos sacrificaría a su propio protegido? ¿Cómo habrían de decidirlo?
Di una cabeceada. A raíz de la lógica de Paul Edwards hice deducciones propias. Yo sabía que el concepto era un tabú en Éter. Lo que jamás me había parado a plantearme era el por qué. Y ahora lo veía claro.
—Te diré otra cosa, Philes —continuó Paul—. Así como no creo que haya un ángel asignado a cada ser humano, sí creo que hay muchas cosas allá afuera capaces de hacerse pasar por uno, y ofrecer su favor a los crédulos.
Sin darme cuenta, me había inclinado en mi asiento.
—¿«Cosas»? ¿Cómo cuáles?
Paul me clavó una mirada fija desde sus ojos hendidos.
—¿Has oído mencionar —hizo una pausa y yo aguardé, atento—.... a Mephistopheles?
https://youtu.be/JYMr72TxsSo
Una corriente violenta atravesó mi espalda y me erguí de golpe en mi silla, con el aliento interrumpido. Callé por miedo a evidenciar el terror en mi tono si acaso pronunciaba palabra alguna, y delatarme.
En lugar de eso negué con la cabeza sin apartarle la mirada.
—Mi esposa me hizo una pregunta una vez —inició Paul, discurriendo por un camino por completo diferente, como si se hubiese olvidado de su anterior interrogante—. Mi Dana Rose era una estudiosa de la teología igual que yo. Probablemente más. Ella se especializaba en demonología. Conocía por nombre a cada demonio y cada uno de sus talentos y habilidades; su sigilo, sus correspondencias, cómo invocarlos y cómo protegerse de ellos. La pregunta que ella me hizo fue: «¿venderías tu alma?» —Paul hizo una pausa, y añadió—. «¿A cambio de qué la venderías?».
Parpadeé lento. La tensión en la parte superior de mi cuerpo era tal que incluso pasar un trago de saliva por mi garganta seca fue una tarea ardua.
—Como te podrás imaginar, mi respuesta; la respuesta de un hombre de Dios, fue un rotundo «no». «No la vendería jamás, a cambio de nada». El que siquiera lo sugiriese era insultante. Para ella, para mí y para nuestro credo y dogmas; para todo lo que profesábamos y éramos; era indignante solo pensarlo. Enfurecí —reveló, y me costó creerlo. No podía imaginarme a un hombre como Paul Edwards enojado siquiera—. Le dije muchas cosas esa noche; cosas de las que ahora me arrepiento. Le hice la misma pregunta. No quería saber su respuesta con el objeto de sopesarla; solo quería que dijera algo necio para poder reprenderla. Pero mi Dana Rose solo calló.
Los pupilas de Paul Edwards navegaron por sus ojos anegados de tristeza como si buscasen una roca a la que asirse en la deriva de los recuerdos tormentosos que ahora remplazaban la visión de los mismos.
Un silencio sepulcral se instaló sobre nosotros. Yo continuaba teniendo dificultades para respirar, y estaba seguro de que el movimiento agitado de mi pecho me delataría. Pero Paul no infirió en ello y continuó:
—Después de que me enfadé con ella, mi esposa se fue a dormir. Fui en busca de algo a su estudio, ya no recuerdo qué, y entonces vi que había dejado abierto su cuaderno de apuntes. Y fue la primera vez que supe de él. —Tomó un aliento, y sus ojos perdidos en el vacío encontraron los míos sin permitirles escapar—. Mephistopheles —pronunció, y fue como si el frío gélido que impregnaba mi nuca se derramase por mi espalda—. «El Abogado del Diablo». Con seguridad hayas escuchado esa expresión.
»Ella lo había estado estudiando. Y leyendo sus apuntes entendí a qué se refería con su pregunta. «El Tratante», «El Pactante»; demonio de los engaños, la manipulación y las mentiras dulces; recorre la tierra al servicio de Lucifer, ofreciendo pactos irresistibles a los seres humanos. Les tienta con bienes materiales, poder, fama, la extensión de la vida misma; a cambio de algo tan sencillo e insignificante... como un alma. He pensado en él desde que mi esposa falleció, uno año después de hacerme esa pregunta.
»Nunca supe su respuesta, pero debió haber algo por lo que ella hubiese estado dispuesta a hacer lo que sugería. Y aún ahora, no puedo imaginarlo. Pero una cosa sí sé, y es que no era su propia vida. De haberlo sido... ella estaría viva ahora.
Sentí como si mi corazón humano se hundiese hasta mi estómago, al darme cuenta de que yo sí conocía esa respuesta. Era por su hija. Por Dana Joan. Por ella Dana Rose Edwards hubiese estado dispuesta a vender su alma. Y así lo había hecho. Otra cosa era que un poder superior interviniese.
—¿Lo harías ahora? —quise saber y él me indagó con cuidado—. En ese entonces, presumo, no había nada que temieras perder, o hubieses vacilado aunque fuera un instante. Pero ahora sí existe algo, ¿me equivoco? —tenté, en espera de su respuesta, y viendo que se quedaba mudo, aseveré—: Dana Joan. —Paul abrió los ojos—. Tu alma a cambio de prolongar tu tiempo en la tierra. Salvaguardar a tu querida hija del sufrimiento de perderte, sabiendo que no le queda nadie más en el mundo.
Paul entreabrió los labios pálidos y resecos, yo me petrifiqué al percatarme de cómo debía haber sonado mi diatriba. Al parecer... «El Abogado del Diablo» continuaba vivo en mi interior. Demandaba una alma, conforme a la tarea consignada por su señor, y había encontrado en el hombre frente a sí, moribundo y sin esperanzas, la oportunidad perfecta.
Pero por otro lado, si conservaba mis poderes, cabía la posibilidad de que mi voluntad estuviese unida todavía a Lucifer y que conservase también los suyos en usufructo. Y si aquello resultaba ser cierto, quizá pudiera salvar a Paul Edwards aún si la donación no era exitosa. No podía curarle de su enfermedad, pero al menos podría garantizarle un par de años, y ayudarle a cumplir su deseo. El de entregar a su hija en el altar a un hombre que pudiese cuidarla. Así, podría abandonar en paz este mundo.
Él pareció evaluarlo. Vi la duda en su certidumbre; la conocía bien, y una parte de mí la ansiaba. La ansiaba demasiado... y me odié al percatarme de que, indiferente al tiempo que llevaba reprimiéndolo, no estaba exento del apetito que era congénito a mi nueva naturaleza demoniaca; y mucho menos estaba a salvo de él en mi reciente forma humana.
Pero, para mi sorpresa, Paul negó.
—¿Crees que lo que tengo ahora es vida, joven Philes? —inquirió en retorno—. Quizá sea posible extender mi tiempo en esta tierra, pero no es nada que no haya hecho ya mi Jo, mediante agujas, vitaminas, terapias y medicamentos. Continúo, sí; pero en un espantoso limbo, en este estado deplorable. Y no sería tan egoísta como para extender mi vida a cambio de ser una carga y un suplicio todavía más largo para mi hija. Ni siquiera aunque el mismo Mephistopheles apareciera junto a mi cama a ofrecerme veinte años más. Vaya —Paul se quedó en silencio y después se rio con dificultad—. Me parece que lo he dicho ya tres veces. ¿Significa... que le he invocado?
Negué con la cabeza, casi por instinto. Paul me indagó curioso y elaboré, demasiado absorto en sus palabras como para considerar los riesgos.
—Tres veces seguidas, en voz alta, frente a su sello, y con la intención de invocarlo.
El hombre se quedó en silencio. Su sonrisa desapareció un momento de su rostro, y luego emergió tiznada de perspicacia:
—Dijiste que no profesas devoción a Dios... pero me parece que sabes de estas cosas. —Callé, incapaz de negarlo y sin querer darle la razón. Paul Edwards enarcó una ceja, sin dejar de sonreír—. Que sepas, muchacho, que no planeo venderte mi alma por nada del mundo.
El frío de mi espina dorsal se irradió a mis miembros, congelándolos. Fijé la mirada en la de Paul Edwards y este me la sostuvo por un tiempo demasiado largo, antes de exhalar otra débil carcajada:
—Estoy bromeando, hijo. Es solo que antes, cuando me lo preguntaste, casi pareció que... —Dejó su frase en el aire y después movió la cabeza—. No importa. No hagas caso a las delusiones de un viejo enfermo.
Joan entró en ese momento en la habitación. Estaba ataviada con su uniforme de color negro y la bata blanca e impoluta encima.
—Ya está todo listo, Philes —anunció—. Solo hay que ingresarte.
Debió captar la tensión en el ambiente, pues al acto se quedó en silencio y nos evaluó de uno en uno:
—Vaya... ¿interrumpo algo importante?
—Nada, hija. Este joven y yo solo teníamos una interesante charla.
Joan asintió con los ojos en rendijas. Y agradecí el que Paul Edwards no hiciera más comentarios al respecto y en cambio se limitase a despedirnos a ambos para ponernos en marcha.
Aguardé con Joan en una habitación vacía a la llegada de una enfermera joven, morena y baja, quien vino con una muda de ropa a la cual me indicó cambiarme detrás del biombo de la habitación. Se presentó como Madeline Bell y me preguntó datos como mi nombre, alergias, condiciones crónicas, cirugías anteriores, y otros datos que Joan le dio en mi lugar cuando no sabía qué responder.
La muda de ropa consistía en una túnica corta amarrada a las espaldas, igual que la que había usado durante mi primera estadía en ese mismo hospital. Vestido solo con ella y con las prendas interiores, salí detrás del biombo. La enfermera enmudeció en mitad de lo que estuviera diciendo a Joan y me examinó de pies a cabeza con una expresión tensa y extraña. Noté que Joan se reservaba una sonrisa y apartaba la mirada.
Me indicó subir a una especie de plataforma dotada de una columna con números y una balanza. Desplegó de la columna una varilla extensible y hubo de ponerse en las puntas de los pies para colocarla sobre mi cabeza. Al final no lo logró y fue Dana Joan quien terminó el trabajo y le dio la cifra.
—Un metro con noventa y dos.
—¡Guau! —exclamó la enfermera, mientras lo registraba—. Y yo que pensé que el señor Edwards era alto. Espera a que lo sepan las chicas. Hay toda una apuesta al respecto.
Dana Joan sonrió con malicia:
—Hablando de eso, alégrate, Philes. Estás ante la ganadora —me reveló en voz baja, como si me contase un secreto y después me guiñó el ojo.
Ladeé el rostro sin comprender y la enfermera que registraba los datos le arrojó una mirada llena de advertencia. Noté que su rostro enrojecía.
—Doctora Edwards, se lo advierto...
—Todas las enfermeras del piso se estuvieron peleando por quien sería la afortunada de llenar tu ficha de ingreso... junto con la posibilidad de verte en una bata de hospital.
Debió decir algo gracioso para los seres humanos, pues ambas mujeres se rieron con discreción, a lo que yo solo las escruté, confuso.
—¿Puede culparnos? —dijo Madeline Bell—. Es usted un hombre muy apuesto. ¿No lo cree, doctora?
Llevé la vista a Joan, buscando una explicación y me encontré de cerca con su rostro justo en el momento en que esta se aproximó para mover los deslizadores de la balanza. Sus ojos se agrandaron y sus pupilas se movieron inquietas por mi rostro un momento antes de llevar la vista de regreso a los números. Percibí que, al igual que la enfermera, la piel de sus mejillas se colmaba de tonos rubescentes.
—Lo es —dijo, y después dio un carraspeo, concentrada en su tarea.
Pero no podía sentir nada parecido al halago por ello. Suponía que para los estándares humanos debía resultar atractivo; pero no era que yo destacara en particular entre otros ángeles; ni siquiera por mi estatura. Los había más bellos, a mi parecer. Y desde luego que mucho más altos.
Me percaté de que Dana Joan llevaba demasiado tiempo maniobrando con la balanza, y fue solo allí que noté el aspecto preocupado de su rostro.
—Esto no puede estar bien... —susurró.
—¿Qué sucede?
—No consigo equilibrarla.
—El límite son ciento cincuenta kilos —murmuró la enfermera y me echó un vistazo—. Es imposible. Debe estar mal calibrada. Iré por la digital.
Madeline Bell fue y regresó con una balanza portátil que puso a mis pies. Y en cuanto me paré encima, la palabra «error» apareció en pantalla.
—Funcionaba esta mañana. Qué extraño... ¿Qué sugiere, doctora?
Dana Joan lo consideró.
—¿Cuál es tu peso habitual, Philes?
Me quedé mudo, sin saber qué contestar. Si mentía corría el riesgo de equivocarme y tornar la situación todavía más disparatada.
—¿Cuál es el inconveniente? —sondeé en cambio.
—El problema es que según esta cosa pesa usted más que un luchador profesional de peso pesado —dijo la enfermera.
—O tienes una densidad muscular insólita, o tus huesos están hechos de metal.
—¿Cuál debería ser la cifra correcta? —pregunté a Joan.
—No hay una cifra concreta, pero con su estatura y su físico, unos cien kilos como mucho —terció la enfermera Madeline Bell.
Ahora tenía un mejor margen de referencia.
—Noventa y ocho —mentí y Joan me clavó una mirada inquisitoria—. Mi peso habitual.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy.
—Debe ser correcto —corroboró la enfermera, y agradecí su oportuna intervención, aunque no supiera el favor que me hacía—. La primera vez que lo trajeron, a los paramédicos no les costó moverlo. Tampoco hicieron comentario al respecto.
—Aun así. Es de suma importancia que estés seguro, Philes —insistió Joan, y yo asentí. Sin importar la razón, para mí era de mayor importancia proteger mi identidad.
Joan lo consideró un momento y luego le dio a la enfermera su beneplácito para registrarlo. Aquella volvió a irse y regresó después con una bandeja con algunos implementos y agujas. Después de las pruebas al menos ya empezaba a acostumbrarme a ellas. La enfermera me indicó recostarme y procedió a instalar la vía al interior de uno de mis brazos, no obstante, otro imprevisto se presentó en el instante en que, tras una evidente resistencia, la primera aguja se rompió contra mi piel sin llegar a penetrarla.
La enfermera dio un boqueo, llevándose por reflejo una mano enguantada a los labios.
—¡Oh, dios...!
—Cambia tu guante —le dijo Dana Joan—. Usa el calibre dieciocho y busca un acceso en el interior del codo.
—Por suerte no se rompió dentro. Lo siento, doctora.
—No te preocupes, me pasó una vez.
La segunda aguja, más gruesa que la anterior, sufrió la misma resistencia, y en el instante en que penetró mi piel, ahogué un sonido.
¿Qué estaba pasando? Nada fuera de lo ordinario había ocurrido durante mi primera estadía en el hospital, recién convertido, ni durante las pruebas posteriores de compatibilidad.
La enfermera me conectó a una bolsa de suero que puso a un goteo lento y se retiró tras decirnos que pronto vendrían por mí. Después solo tuve que esperar. El brazo comenzaba a dolerme de manera terrible, pero no inferí en ello, con temor a levantar más sospechas. Joan se quedó conmigo todo el tiempo, sentada en un costado de la cama.
—El doctor Fletcher es un buen amigo mío. Estás en las mejores manos. Ha efectuado extracción y trasplantes de médula decenas de veces para los niños de la fundación.
—«Ángel para un Ángel» —recordé—. Nunca me dijiste qué significa el nombre.
https://youtu.be/xF_uSdOOjCU
—Verás —comenzó ella—. Para nosotros, los niños de la fundación se denominan «ángeles». —La indagué atento, sin hallar la relación. Ella continuó—. La fundación no solo los ayuda a sobrellevar sus terapias; sino que ofrece además la oportunidad a sus benefactores de apadrinar a un niño. Y al hacerlo, te vuelves una parte activa de su tratamiento. Puedes contribuir en los costos, estar allí con tu protegido durante las terapias, ofreciendo apoyo emocional y consuelo, e incluso darles un hogar temporal una vez dejan el hospital, hasta su recuperación de la terapia. En pocas palabras... tú te vuelves, al mismo tiempo, su ángel. —El modo en que la mirada de Joan se iluminaba al hablar de ello me mantuvo atento todo el tiempo—. Pero eso no es todo. Si considerases adoptar definitivamente a tu ángel, la fundación te apoya durante todo el proceso para hacerlo posible.
Terminado su relato, ella sonrió con dulzura y yo me quedé prendado del aspecto de su rostro al hacerlo. De forma inesperada, acababa de mostrarme otra de sus sonrisas genuinas.
Empezaba a comprenderlo, y el nombre tenía todo el sentido; al menos para los cánones humanos del concepto.
—Haydee, la niña a la que conociste en el parque, la hermana mayor de Jay, pertenecía a la fundación —continuó Joan, y recordé a los tres niños jugando alrededor de Azrael—. Dev se volvió su ángel después de que su esposa falleciera del mismo tipo de cáncer, un año atrás. Linfoma. Estuvo allí con Haydee durante todo su tratamiento, hasta que fue dada de alta, a mediados de este año, y después la adoptó con ayuda de la fundación. Y Esther... ella se volvió el ángel del pequeño Oliver hace dos años, y costeó todo su tratamiento. Estaba lista para adoptarlo... —la expresión de Dana Joan decayó y esta llevó los ojos a sus manos juntas sobre sus rodillas— pero las cosas a veces... cambian al último momento.
Después se quedó en silencio por largo rato. Supe que pensaba en el pequeño Oliver. Casi podía ver el rostro alegre del niño en sus ojos oscuros desolados. Una vez más deseé poder hacer algo para alejar su tristeza. Incluso si eso implicaba decirle que el muchachito ya no sufría. Que estaba bien.
—Es un concepto significativo... —reconocí en cambio, en el afán de sacarla de sus cavilaciones.
Joan me devolvió la vista y sonrió.
—En fin, de eso se trata la fundación. Incluso si no te sientes preparado para adoptar un ángel, todavía puedes contribuir de muchas formas. Por ejemplo, médula no es todo lo que puedes donar. También puedes donar dinero, comida, juguetes, ropa, cabello-...
—¿Cabello? —Me detuve en esa parte, confuso.
—Es difícil para los niños cuando empiezan a perder el cabello a causa de las terapias agresivas. En especial para las niñas. Y las pelucas naturales pueden ser costosas. Así que es posible donar tu cabello para la fabricación de pelucas. —Toqué las puntas de mi cabello corto. Si Lucifer no lo hubiese tonsurado, no rechazaría la posibilidad de cortarlo con ese fin—. No puedes ayudar a todas las niñas, pero puedes hacer la diferencia para una.
—Y tú donaste el tuyo —deduje. No tuve que pensarlo; solo lo supe. El cabello largo en las fotografía de Joan y el modo que lo llevaba ahora.
Aquello pareció tomarla por sorpresa. Se llevó por reflejo una mano a la cabeza y tocó los mechones cortísimos de su pelo color cacao.
—Así es —sonrió, y advertí que escondía una cierta melancolía en su forma de hacerlo—. Por lo normal se requiere del pelo de tres personas para una sola peluca, pero el mío era muy largo y abundante, y solía cuidarlo mucho, así que me dijeron que fue suficiente. Ahora lo tiene Haydee —reveló, orgullosa—. Le di la peluca como regalo en su cumpleaños. Y Dev le regaló papeles de adopción.
Con el final inesperado y conmovedor de esa historia, una nueva y curiosa calidez impregnó mi pecho. ¿Por qué me sentía feliz, si el relato de Joan me era por completo ajeno?
No obstante, no pude evitar detenerme en un detalle:
—Pero... te gustaba tu cabello —aventuré—. Si lo dejaste crecer, y cuidabas tanto... debía ser por eso, ¿me equivoco?
Ella exhaló hondo y dio una cabeceada.
—Era por mamá... Era a ella... a quien le gustaba mucho mi pelo largo. —Los finos labios de Joan temblaron al decir aquello. Sin embargo, se recompuso al instante, con un hondo respiro, alzando los hombros. Como si estuviese a punto de volar. De escapar de ese pensamiento—. Pero es solo cabello. Me crecerá de vuelta, y... no es nada para mí —dijo esto observándome con aire tentativo. Y me percaté de que empleaba mis propias palabras—. Papá me ayudó a elegir el nombre de la fundación —me reveló entonces—. Yo solo tenía la idea. No estaba muy feliz al comienzo con un concepto religioso, pero si omites ese detalle, le va bastante bien.
En tanto asimilé sus últimas palabras, me quedé perplejo.
—¿Quieres decir que la fundación es tuya?
Ella negó con la cabeza al principio, pero luego lo pensó mejor:
—No del todo. Claro, yo fui la de la iniciativa... pero todos en el hospital colaboramos para hacerlo posible. Felicia y Devon estuvieron conmigo en cada parte del proceso. Y Dame se unió algún tiempo después.
—¿Dame? —me sorprendí, y ella se rió.
—¿Qué pasa con esa cara?
Por supuesto... Joan no sabía nada sobre nuestro encuentro días atrás, ni del modo en que había terminado. De manera que omití hacer cualquier comentario al respecto.
—No me parece ese tipo de... persona.
—No te dejes engañar. Con sus chaquetas de cuero y esos labios rojos sangre parece una chica ruda, pero es una muchacha asombrosa. Cuida muy bien de Felicia, y anima a papá todo el tiempo con sus bromas.
Tenía muchas preguntas con respecto a Dame, mas no estimé que fuera el tiempo oportuno para hacerlas, y preferí callarlas. En un principio hubiese creído que todo lo que Joan me contaba no era sino un acto por parte de la Lilim en el afán de ganar la confianza de las personas a su alrededor para facilitarse la tarea de asegurarse otro vehículo, pero ahora no estaba tan seguro. En especial después de su última confesión.
—No pareció tomarte por sorpresa —comentó Joan—. Me refiero a lo que pasó en el zoológico. No es que haya querido ocultártelo, es solo que la familia de Felicia; bueno... ellos no son como mi papá. En cuanto lo supieron cortaron todo contacto con su hija. Solían ir a la iglesia de papá, pero se alejaron cuando él intentó abogar por ella. Y después la corrieron de casa, así que Felicia vivió con nosotros un tiempo antes de irse a estudiar. Como verás, es un tema sensible para ella, y por eso-...
—Dana Joan, yo... no entiendo a qué te refieres —admití, por completo perdido en algún punto de su relato.
Ella me observó ceñuda y pestañeó lento:
—¿Qué es lo que no entiendes?
—¿Por qué los padres de Felicia la corrieron de su hogar?
—Ya sabes. —Joan se encogió de hombros. Pero yo no lo sabía; no tenía idea—. Sus padres no lo aprueban. Son... otra clase de religiosos. Me refiero... a su orientación.
Parpadeé, ladeando el rostro.
—Al hecho de que le gustan las mujeres.
Pude entenderlo al fin. Claro... los humanos podían ser así. Para seres como nosotros, sin sexo o género, todo concepto relacionado era abstracto; en especial en lo referente a preceptos humanos.
—Me lo reservé solo por consideración a Felicia. En realidad, sabía que tú lo entenderías, dadas tus propias circunstancias.
Joan no se percató del gesto ceñudo que le arrojé, buscando explicación a su último comentario, pues en ese momento la enfermera Madeline Bell regresó, con una noticia que abrió un vacío abismal en mi estómago.
—Ya es hora.
https://youtu.be/0_7jAxca3I0
Fui trasladado en una camilla a una sala espaciosa, repleta de aparatos, tanques metálicos, máquinas enrevesadas, y monitores.
Me había esperado que la intervención se llevara a cabo en una habitación menos saturada de objetos y personas; solo con Joan y el doctor designado a efectuar la cirugía. Pero había no menos que seis personas allí, todas ataviadas de uniformes rígidos que hacían ruido con cada movimiento. Comenzaron a obrar sobre mí todas a la vez, y pronto me hallé repleto de cables que iban desde mi cuerpo a distintas máquinas y dispositivos que emitían ruidos extraños.
Procuré respirar hondo para mantenerme tranquilo, aunque podía sentir el desasosiego empezar a apoderarse de mí. Estaba a salvo; o eso quise creer. Esas personas no me harían daño. Joan no lo permitiría.
Mientras los demás se movían por la habitación, haciendo diferentes preparaciones, el mayor de ellos, a quien Joan me introdujo como el cirujano encargado, el doctor Fletcher, se acercó acompañado de otro miembro del equipo, quien dispuso en una mesa con ruedas, sobre una sábana de tela rígida de color verde, toda clase de instrumentos agudos y brillantes. La visión de los objetos punzantes me alarmó, pero una vez más empujé todas mis inseguridades al fondo de mi ser y permanecí quieto.
Joan me observaba desde la distancia, detrás de una franja amarilla en el suelo. Era el único rostro amable y conocido, y lo único que me permitió mantener a raya mis inquietudes.
El olor potente a plástico que atiborraban todo mi alrededor, en indumentaria, tubos, recipientes, envases, y lienzos, me molestaba en la nariz, y el de los químicos agresivos empezaba a marearme.
Llevé una mirada a Joan, y esta debió captar lo preocupado que estaba, pues se bajó la mascarilla y me dedicó una sonrisa:
—Estoy aquí. Tranquilo —me dijo con su voz grave y arrulladora.
Una mujer desconectó el acceso venoso de mi brazo, lo fijó a una nueva bolsa que ahora colgaba junto a la cama y abrió la llave.
—Muy bien, Philes, necesito que cuentes hasta veinte —me dijo el doctor Fletcher, y después otra mujer me colocó en el rostro una máscara que cubría mi nariz y mi boca.
Moví la cabeza por instinto y la mujer me contempló como si le hubiese proferido una ofensa. En un nuevo intento de presionarme el dispositivo al rostro moví el brazo por reflejo para apartarla y sentí un tirón doloroso.
—Cuidado. Casi pierde el acceso venoso —dijo alguien, y sentí que sujetaban mi brazo contra la cama, ejerciendo la fuerza suficiente para inmovilizarlo, lo cual solo resintió el dolor que ya tenía desde antes.
Al mismo tiempo, alguien detrás de mí me sostuvo quieta la cabeza y me obligó a mirar al frente mientras la mujer de antes me presionaba de nuevo la máscara contra la nariz y la boca. Del interior manaba un gas húmedo, el cual empezó a drenar mis fuerzas. Me sentí ligero y débil, y mis ojos comenzaron a cerrarse por sí solos. Pero aunque mi cuerpo se debilitaba poco a poco, mis sentidos continuaban frenéticos; pues de pronto tenía al mismo tiempo las manos del hombre a los costados de mi cabeza, aquellas sosteniendo mi brazo del lado contrario, agudizando mi dolor, y las de la mujer que me empujaba la máscara contra el rostro. Moví el brazo libre para hacer que me soltaran, cuando otro par de manos emergió de la nada y me lo sostuvo también, aplastándolo contra la camilla.
Joan no me había dicho nada de esto. O quizá lo hizo, y estaba demasiado distraído la noche anterior como para escucharla. No sabía que habría tantas personas, tantas máquinas, tantos sonidos extraños, tantos olores desagradables... tantas manos sobre mí.
Pero tenía que calmarme, o entorpecería el procedimiento. Pensé en Paul Edwards. En sus ojos llenos de esperanza. Y luego en la sonrisa sincera de Joan, y en sus lágrimas de aquel día en el cementerio. Ella no podía perder a otra persona... No por mi causa.
Cerré los ojos, y con una serie de respiraciones profundas, conseguí dominar mi agitación. Estaba a salvo. «Estoy a salvo», me repetí.
—Doctora Edwards... —dijo la voz baja del doctor Fletcher.
Y luego, oí la voz de Joan:
—Por supuesto. Los dejo en sus manos. —Y escuché sus pasos alejarse.
«No», intenté decirle. «Dana Joan... no te vayas...»
Mas no pude hacerlo. Mis capacidades se desvanecían con mis sentidos. No podía moverme ni hablar. Tampoco pude abrir los ojos otra vez.
—Qué extraño. La anestesia ha tardado mucho —oí decir a alguien.
—Sus signos continúan alterados.
—Denle un momento...
Y poco después perdí toda noción de mis alrededores.
Creí soñar. Pero no podía ver nada; solo oír el sonido de un murmullo lejano, como el de un río, y el crujido del viento sobre las hojas. Después, pasos a mi alrededor, en la penumbra.
De pronto, un dolor agonizante en la parte baja de mi espalda me devolvió de golpe y del todo la conciencia. Como si algo estuviese penetrando en mi carne, tan profundo que percibí el momento exacto en que se detuvo contra el tejido duro del hueso de mi cadera y afanó para abrirse paso al interior.
https://youtu.be/P5Kopw_y9DI
Ahogué un grito a medio camino de mi garganta y me moví de manera abrupta a un costado, intentando huir del dolor, pero logrando con ello solo exacerbarlo a un extremo que jamás hubiese creído posible para un humano experimentar. Jadeé, temblando de forma convulsa, todo mi cuerpo se impregnó de sudor frío, mi respiración se agitó y mi cabeza pulsó a punto de estallar.
Escuché gritos y boqueos a mi alrededor, al mismo tiempo en que una de las máquinas a las que me hallaba conectado comenzaba a emitir pitidos altos, los cuales se sentían como puñaladas entre mis ojos.
El objeto que penetraba mi cuerpo fue retirado, pero dejó atrás la carne herida y abierta y algo tibio rodó por mi cadera, humedeciendo la superficie debajo de mí. Me di cuenta de que ahora estaba recostado boca abajo, y en cuanto conseguí darme la vuelta muchas manos cayeron sobre mí, intentando retenerme. Y entonces, ante el resplandor cegador de la potente lámpara sobre mí, y con la visión entorpecida por la confusión y el mareo, las personas se convirtieron en figuras ensombrecidas recortadas contra la luz, todas apostadas sobre mí, aprisionándome, impidiéndome escapar.
El techo blanco mutó de pronto a un cielo negro, y lo que apareció en las siluetas a mi alrededor fueron rostros toscos, deformes, a medio camino de humano y bestia, cubiertos de cabello y con ojos juntos, diminutos y brillantes.
https://youtu.be/SXgr0CPDWbY
Lancé por reflejo un golpe y la silueta más cercana a mí se alejó para evitarlo, profiriendo una exclamación.
Con el movimiento la manguerilla que iba a la bolsa que colgaba junto a la cama dio un tirón. La atenacé en mi mano y tiré de ella. La aguja al interior de mi brazo salió eyectada fuera y la sangre comenzó a fluir en otro riachuelo que fue a mezclarse con aquella que manaba desde mi cadera formando una poza sobre la mesa de cirugía, y goteando en el suelo.
Más pares de manos aparecieron para retenerme y se asieron a mis extremidades, torciéndolas y tirando de ellas en todas las direcciones. Cada movimiento agudizaba el dolor excruciante de mi cadera, amenazando con dejarme inconsciente. Y no podía permitirlo. No otra vez...
Conseguí liberar otro de mis brazos y me arranqué todos los cables del cuerpo. Ahora todas las voces gritaban al mismo tiempo. Me decían algo, pero había dejado de escucharlas por encima de los pitidos, el mesón retemblando debajo de mí, y mi propia respiración, alta y violenta.
Sin ser más dueño de mis acciones, dominadas ahora por el instinto de supervivencia, pateé a alguien en el pecho, lanzándole lejos, aparté a alguien más con un empujón de mi mano con la fuerza suficiente para arrojarle sobre el piso y después debí tumbar la mesa con los instrumentos, pues el chillido de una decena de objetos metálicos pequeños repicó de forma escandalosa. Un hombre intentó sostenerme por los hombros, presionándolos contra el mesón y actué por instinto, obrando como tuve que haberlo hecho la primera vez... milenios atrás. Llevé las manos a la cabecera de la cama hasta asir los brazos que me retenían y tiré de ellos. Este voló por encima de mí y fue a aterrizar a mis pies, donde rodó por un costado del mesón precipitándose al suelo. Todo el resto de las manos me abandonaron en ese instante.
Libre de ellas me levanté del mesón resbalando con mi propia sangre en el piso y después retrocedí hasta el fondo de la sala.
La puerta de salida se abrió y una silueta femenina huyó por ella dando voces. Vi mi oportunidad de escapar, pero estaba arrinconado en el extremo opuesto de la estancia, y en cuanto el círculo de gente se cerró a mi alrededor, retrocedí de nuevo y mi espalda chocó con dureza con la pared.
Llevé la mano a mi cadera obra del dolor y mis dedos se encontraron con la hemorragia todavía caudalosa, la cual fluyó caliente entre mis dedos.
A mi alrededor una mujer ayudaba al hombre al que había lanzado por los aires a levantarse del piso, y otras tres personas se acercaban con las manos en alto, hablando todos a la vez, sin permitirme entender lo que decía ninguno. Más personas entraron por la puerta, alertadas por el caos. En mi estado, igual que aquel día en el zoológico, fui capaz de percibir las emociones a mi alrededor. Y todas a la vez, entremezcladas entre sí, me atacaban en oleadas, realzando mi miedo y mi confusión.
Entonces, oí mi nombre a los gritos, a través de una voz femenina. Creí reconocerla entre el tumulto, pero el momento en que otra silueta se abrió paso entre las otras y vino en mi dirección, llevado por el miedo; el mismo que había experimentado la primera vez y que me había paralizado, y que ahora emergía en la forma de una ira asesina, reaccioné en un reflejo.
Llevé una mano al frente, interceptando su camino antes de que consiguiese llegar a mí y cerré los dedos con fuerza alrededor de su garganta, para luego elevarla en el aire, levantándole los pies del suelo.
Los gritos a mi alrededor se enardecieron.
Por el rabillo del ojo vi a un hombre aproximarse con una jeringa cargada en la mano y volví a reaccionar, presto para responder a su ataque, soltando a mi víctima, quien se desplomó sobre el piso, tosiendo.
Descubrí los dientes, listo para abalanzarme contra cualquiera que diera un paso en falso adelante, dispuesto a matar a la próxima persona que se atreviera a tocarme.
Y entonces, la voz que antes se me había hecho familiar restalló entre los demás:
—¡No! ¡No se le acerquen! —Sonaba extraña y mellada, pero era inconfundible. Se trataba de la voz de Dana Joan.
Estaba en la habitación con los demás y la busqué desesperado, pero mi vista estaba borrosa todavía y no conseguía ver más que sombras.
La figura en el suelo se levantó en ese momento. Se arrancó la cofia de la cabeza y la mascarilla del rostro y pude distinguirla por fin.
—¡PHILES! —vociferó, y me petrifiqué.
La tormenta en mi interior se amainó poco a poco, y así mismo, el pandemonio en la sala remitió hasta reducirse a un murmullo nervioso y expectante.
Dana Joan se aproximó en mi dirección. La gente a su alrededor la amonestó por ello, rogándole detenerse, pero ella los ignoró y continuó acercándose, con las manos al frente, mostrando sus palmas tersas; libres de cables e instrumentos, de guantes e intenciones ulteriores.
https://youtu.be/xF_uSdOOjCU
—Tranquilo. Tranquilo, Philes. Calma... —susurró.
Y aunque no podía ver con claridad su rostro, podía imaginarlo; reafirmador y tranquilizante.
—¡Doctora Edwards! —oí decir al doctor Fletcher.
—No me hará nada. Guarden silencio... —Y después volvió a dirigirse a mí—. Soy yo, Philes. Todo está bien. Estás sangrando; debes dejarme ayudar. Tranquilo...
Con la espalda desnuda aún contra la pared fría, me dejé caer deslizándome en la misma hasta alcanzar el suelo y quedé ovillado sobre mí mismo. Temblaba de manera descontrolada y respiraba aún con mayor frenesí.
—Joan... —llamé, y ella cerró la última distancia y me encontró con sus brazos, acunándome en su pecho.
—Shhh —me arrulló—. Shh, shh, shh... Tranquilo. Estoy aquí, Philes... Estás a salvo...
Sostuvo mi cabeza contra sí, pero sus manos, a diferencia de las otras, no me aprisionaban ni se forzaban contra mí. Y vencido por el cansancio y la debilidad, me volví lánguido contra ella, envolviendo su espalda delgada entre mis brazos y atraje su cuerpo hacia mí, todavía con el rostro sepultado en su pecho, el cual, al cabo de un momento, percibí húmedo y caliente contra mi rostro.
****
Desperté en la misma habitación, previa a la cirugía, después de un periodo confuso del cual no podía recordar mucho; quien sabe si unos minutos o varias horas. Tenía diferentes dolores en múltiples partes de mi cuerpo. El más intenso, aquel en mi cadera, y el otro al interior del brazo de cuyo interior había arrancado el acceso venoso.
Este reposaba a mi lado sobre la cama y lo giré para mirar el interior. Una serie de manchas amoratadas y negras descendía desde la zona de punción hasta mi muñeca, como si hubiesen inyectado tinta bajo la piel. Estaba inflamado y sensible.
Me moví con dificultad sobre la cama en el intento de distribuir mejor el peso de mi cuerpo, de manera de aligerar la carga del cual sobre el costado adolorido de mi cadera. Pero entonces, sentí una sensación extraña. Algo raspaba entre mi espalda y las sábanas y se adhería a estas.
Llevé la mano por instinto a la parte de atrás de mi hombro para investigar y fue allí que percibí algo todavía más inusual. En busca de lo que fuera que raspara contra mí, toqué algo que se sentía como púas clavando contra mis dedos; pero no estaban en las sábanas.... sino que parecían estar adheridas a mi piel. Pasé los dedos por encima varias veces intentando determinar qué eran, y logré asir una entre dos de mis dedos. Se me resbaló en cuanto tiré de ella, así que empleé las uñas para afianzarla, y al arrancarla sufrí un dolor intenso. No el dolor de extraer algo que se hallara clavado allí; sino como si me hubiese arrancado algo que formase parte de mi propio cuerpo.
La llevé ante mis ojos y sentí escalofríos al reconocerla. En contraste con el rojo de la sangre que manchaba ahora mis dedos, vi que se trataba de una pluma pequeña, de color negro brillante.
Alarmado, me erguí sobre la cama pese al dolor de la cadera y miré sobre mi hombro derecho, apartando el cabello de mi espalda. Y allí, sobre la zona lisa sobre mi omoplato, lo que antes me habían parecido púas, descubrí que eran brotes de más plumas, en diferentes fases de emersión. Algunas todavía tan profundas en la piel que lucían como protuberancias bajo la misma, otras asomando apenas, y algunas como la primera que había arrancado: plumas minúsculas ya brotadas, listas para crecer.
Alarmado, me di la vuelta para mirar sobre mi hombro contrario, el de mi cicatriz, y encontré una visión similar.
Con rapidez arranqué las que estaban más sobresalientes, con los dientes apretados de dolor, y después rasqué con las uñas sobre las que todavía no nacían, a ver si podía hacerlas asomar lo suficiente para arrancarlas igual que las otras.
¿Por qué? mis alas ya no estaban... ¿qué eran esos brotes y en qué momento habían surgido? ¿Alguien más los habría visto?
La estela de luz que se colaba dentro de la habitación desde el corredor parpadeó de manera repentina y abandoné mi tarea para girar en la cama y mirar al frente hacia la puerta, en donde Joan se había paralizado.
Con rapidez arrebujé las sábanas para esconder mis dedos sanguinolentos y las subí sobre mi cintura para ocultar las plumas caídas entre las sábanas. Nos observamos el uno al otro un momento, y después, ante su mirada decaída y triste, y tras recordar gracias a ella todo lo sucedido antes de dormirme, bajé la vista, contrito y culpable.
Ella permaneció en silencio, haciéndome sentir como si debiera llenarlo de algún modo. Pero ¿qué podía decirle, que remediase la situación? Al final, Joan se internó en la habitación y vino a detenerse junto a mi cama.
—¿Cómo te sientes? ¿Tienes dolor?
Asentí, perplejo por su tono tranquilo y su consternación por mí, aún luego de lo ocurrido. Ella se mordió los labios:
—Te daré analgésicos orales. Tu brazo no soportaría más intravenosos. ¿Acabas de despertar? ¿Tienes hambre, o-...?
—Joan —la interrumpí. Insistía en evadir el tema, pero yo necesitaba aclararlo todo—. Lo siento... Dana Joan.
Ella se quedó en silencio, pero podía ver en su expresión sus dificultades a la hora de responder. Era probable que solo se estuviese frenando de demostrar su rabia contra mí solo por consideración a mi estado.
—Está bien —masculló al fin. Salvó el último trecho hasta la cama, y se sentó junto a mis piernas—. Podrías habérmelo dicho. Que no te sentías listo. —Fue solo allí que su dominio la traicionó y se mostró al menos un poco contrariada conmigo—. Philes, ¡yo lo hubiese entendido!
—Creí que lo estaba. Pero yo-... Dana Joan, yo no sabía... que sería de este modo —intenté explicarme.
Ella calló por un instante, y después, con un suspiro, volvió a hablar, y su voz cargaba su calma habitual:
—Sólo quisiera saber qué fue lo que sucedió.
https://youtu.be/AMmQVyJrXfE
Pensé en qué podía decirle; en qué mentira contarle, para que se quedase satisfecha. Pero no había nada. Nada, excepto... la verdad.
—Cuando comenzaba a dormirme, y sentí el dolor, supongo que yo-... Que recordé algunas cosas. Cosas... que sucedieron hace mucho tiempo.
Dana Joan se tensó ligeramente, y después asintió, y su mano se posó sobre aquella con la que aún arrebujaba las sábanas.
—¿Querrías contármelo?
—Nunca he hablado de esto con nadie —le advertí.
—Sabes que puedes confiar en mí.
Asentí. Lo sabía. Y así como había protegido el secreto de Felicia, confié en que protegería el mío.
—Después de la guerra civil en mi nación, y de huir de mi hogar —comencé, y Joan me escuchó atenta—.... mi compañero y yo erramos por un largo tiempo por territorios desconocidos. Y una noche, mientras dormía, él se separó de mí y me dejó solo. No supe en qué momento se fue, pero un ruido me despertó durante la noche, y cuando abrí los ojos estaba rodeado.
Me quedé en silencio. Dana Joan cerró sus dedos en torno a mi mano:
—¿Por quienes? ¿Enemigos?
—Ojalá lo hubiesen sido... Y no me hubiese confiado tanto. —Con ello me vinieron otra vez a la cabeza sus rostros. Esos rostros toscos y horrendos; a medio camino entre humanos y bestiales. Mi respiración se agitó y apreté más los dedos en torno a las sábanas, sin percatarme sino hasta que mis uñas se clavaron en mis palmas, a través de la tela—. Eran demasiados... Yo era más joven entonces; más débil... No pude pelear, ni defenderme.
Joan me contemplaba ahora con los ojos abiertos al límite.
—¿Qué... pasó entonces?
La cicatriz detrás de mi hombro izquierdo se sintió como si pulsara. No pude continuar hablando. No podía revelarle el resto sin evidenciarme.
—Lo siento, Dana Joan —me disculpé otra vez—. No sabía que esto pasaría. Es solo que... el sentirme hoy tan indefenso como entonces; retenido otra vez por la fuerza-... Y el dolor, las personas sobre mí, los gritos, yo-...
Mi voz fue interrumpida por un movimiento involuntario de mi garganta. Fue como una respiración rápida y abrupta, la cual mermó mi voz y me impidió continuar.
https://youtu.be/gbTuAYTwpjg
Joan se levantó de su lugar junto a mis piernas y me estrechó una vez más contra su cuerpo. Temí que viera mis hombros, o que sintiera el filo de mis plumas, así que di un repullo, pero ella no se apartó y continuó sujetando mi cabeza entre sus brazos, acunándola contra su seno.
—Lo siento... —Su voz estaba mellada por alguna emoción intensa y sobrecogedora, la cual se transmitió a mí a través de su tacto, como una corriente helada que sacudió mi pecho—. Lo siento tanto... Oh, dios, Philes...
Permanecí acunado por ella, reconfortado por su cuerpo cálido y flexible, y aquel aroma agradable de mujer humana; tenue, suave, dulce.... Dana Joan no dijo nada más, sino al cabo de lo que pareció un largo tiempo.
—Jamás te hubiese hecho pasar por esto si lo hubiese sabido. Perdóname...
Negué con la cabeza, que ella todavía sostenía entre sus brazos.
—No había forma en que lo supieras... Soy yo quien lo siente. Hoy era el día y lo arruiné por completo.
—No pienses en eso ahora —dijo ella, al momento de soltarme—. Por lo pronto solo descansa. Después... te llevaré a casa.
La indagué, con dificultades para creer lo que sugería:
—¿A... casa?
—Sí; no es necesario que permanezcas aquí. La zona de punción en tu cadera no parece implicar daños severos en los tejidos circundantes, a pesar del incidente durante el procedimiento —me explicó, aunque mi duda era otra—. Por fortuna no había penetrado aún el tejido óseo cuando te moviste. No necesitó puntos, aunque es probable que sientas dolor por unos días. Todo esto es mi culpa... Yo cometí un grave error al no corroborar tu peso. El error de cálculo influyó en la dosis de anestesia y ocasionó que-...
—No es eso —repliqué—. Dana Joan, yo creí que... luego de esto-...
—Philes, necesito que entiendas una cosa —dijo, seria—. Nada de lo que ocurrió ahora, y nada de lo que haya ocurrió antes, ha sido tu culpa. Eres bienvenido en mi casa por todo el tiempo que lo necesites. Esto no cambia nada.
—Pero, el trasplante de tu padre-...
—Hay otras alternativas. Si consientes a ello podemos discutirlo. Pero no te obligaré a someterte otra vez a esto. Jamás, Philes... —Y obra de un impulso, llevó sus labios a mi frente y los presionó contra mi piel. Al alejarse parecía tan sorprendida de su propio gesto como yo lo estaba, y sus mejillas se colorearon—. Ahora... será mejor que descanses.
Se alejó de forma precipitada de mi cama, pero antes de que pudiera ir más lejos, atajé su mano en la mía y la retuve en su lugar. Ella se viró sorprendida. Yo la impelí a sentarse nuevamente junto a mí, y en cuanto la tuve otra vez al alcance, llevé una mano al costado de su rostro y me aproximé a ella. Dana Joan dio un suave jadeo, y el ligero rubor de sus mejillas se desbordó hacia el resto de su rostro:
—... ¿Philes?
Entonces, le insté a ladear la cabeza para descubrir el costado de su cuello, alertado por algo que me parecía haber visto allí antes de que se levantase. Y en efecto, descubrí una extraña marca. Parecía la impresión perfecta de dedos alrededor de su fina garganta.
Estuve a punto de preguntarle por ellas, pero en ese momento lo recordé. A la persona frente a mí, en medio del caos, a quien en mi frenesí había estado a punto de estrangular.
Era ella... Tenía que ser ella...
—¿Yo... te hice esto? —pregunté.
Y Joan adivinó de inmediato a qué me refería, pues llevó su mano a la zona y asió su garganta un momento, mientras me contemplaba con pasmo.
—No estabas en tus cinco sentidos. Estabas muy alterado, todavía bajo el efecto parcial de la anestesia y yo-... Yo no debí precipitarme. Fui descuidada, y por eso-...
La contemplé absorto conforme ella hacía esfuerzos por justificar mi error. Mas no podía ser enmendado por sus palabras.
Ella tenía razón en algo. En ese momento no era yo mismo. Todo aquello en lo que pensaba era en asesinar a la próxima persona a la que percibiera como una amenaza, y sus intenciones habían sido todo menos amenazantes. Fue ella quien me protegió; quien trajo la calma en medio de la tormenta... y yo la había lastimado.
Una vez más, el instinto se había apoderado de mí. Y de haber sido quizá dueño por completo de mi propia fuerza; la verdadera, sin interferencia de medicamentos, del mareo o del dolor, podría haber herido a Joan de manera irreparable.
****
El viaje en auto de regreso a la casa de Joan esa noche transcurrió silencioso. Yo aún reflexionaba en todo lo ocurrido, y ella parecía tan absorta que me atrevía a creer que pensaba en lo mismo.
Me reconfortó ver su casa otra vez; el único sitio en la tierra que había llegado a considerar un lugar seguro en milenios.
—¿Quieres cenar algo? —preguntó ella en cuanto penetramos en su residencia, quitándose el abrigo y dejándolo en el perchero junto a la puerta.
Pero negué con la cabeza. Dana Joan asintió. Y mientras que yo fui directo al pasillo hacia las habitaciones, ella se desplomó en el sofá y echó la cabeza sobre el respaldo.
Me quedé a contemplarla desde lejos. A su perfil triste orientado al cielo y su mirada ausente en un lugar mucho más lejano.
Se quedó por unos instantes reflexionando en silencio, hasta que al final encendió el televisor y lo dejó prendido para ir a la cocina sin notarme en la entrada del pasillo. Estuve a punto de dar la media vuelta para marcharme, cuando las palabras de un hombre en el canal sintonizado me retuvieron frío sobre la marcha:
—«... de la persona hallada esta mañana en la playa, cerca del antiguo faro».
Viré sobre mis talones y me quedé clavado a mi lugar con la vista puesta en la pantalla. Joan hizo lo mismo, congelándose frente al arco de la cocina y prestó atención:
—«El cuerpo aún no ha sido identificado. Sus restos fueron encontrados en la costa en avanzado estado de descomposición y con múltiples contusiones. Todo parece indicar una caída desde el mirador frente al faro».
https://youtu.be/Pjg2vIBjiuk
Las emociones que se abrieron paso en mi pecho al oír esa parte casi provocaron que me doblase en dos.
—Por dios —murmuró Dana Joan.
La noticia siguió adelante con más información y consideré por un momento lanzar el objeto más próximo a mi mano contra el televisor para destrozarlo. Pero estaba petrificado. Y si no conseguía domeñar mis emociones, pronto empezaría a temblar; podía sentir el afán de los trémulos en las puntas de los dedos.
—«Las autoridades buscan contactar con posibles familiares entre las listas de desaparecidos con el fin de descubrir la identidad del sujeto, mientras que se intenta determinar si la causa de muerte fue un suicidio, si se trató de una desafortunada caída desde las alturas, o si hubo un tercero involucrado» —Los labios se me abrieron por reflejo y dejé salir un jadeo—. «Hasta ahora su cuerpo continúa en el servicio médico legal sin ser reclamado».
La realización de lo que venía cayó sobre mí tan pesada que estuvo a punto de derrumbarme sobre mis piernas endebles.
Todo había terminado...
Viré lento para mirar a Joan, a sabiendas de lo que encontraría: su rostro torcido en un rictus; sus ojos fijos impregnados de terror; sus labios temblorosos a punto de dictar el veredicto; su dedo acusador erigido en mi dirección... Lo sabría. Por supuesto que lo sabría... Lo adivinaría con facilidad. Era así de astuta, e incapaz de controlar los síntomas de mi culpa, yo estaba siendo así de evidente.
Pero la encontré quieta, callada, con la vista puesta en el televisor, sin parecer siquiera consiente de que me hallaba a un metro de ella.
—Pobrecillo —dijo al final—. Ojalá encuentren a sus familiares, y puedan darle una sepultura digna.
La examiné con una mirada inquisitiva, y aguardé un poco más, esperando a que cayera en cuenta de lo mismo que yo. ¿Acaso no era capaz de conectar los puntos? ¿No estaba viendo lo que era evidente?
Pero entonces, tan pensativa como la había dejado la noticia, se internó de regreso en la cocina y desapareció allí sin hacer más comentarios.
No podía entenderla. ¿Tan abrumada estaba por el día de hoy que no podía sacar conclusiones en base a pruebas tan acusadoras? ¿O acaso ya había sido capaz de descubrirlo y solo fingía? ¿Tramaba algo?
Sobrecogido por todo; asustado y sin saber qué hacer a continuación me recluí a la habitación que ella misma me había designado al momento de darme asilo en su casa. A mí... a quien la había atacado hacía apenas unas horas, y el asesino del muchacho hallado en la playa, al cual compadecía.
A mí, a quien Dana Joan todavía trataba como a un huésped. O, peor... como a un amigo.
https://youtu.be/PLXiHtwNw_A
Incluso después de dejar de oír el televisor, y de escuchar la puerta del cuarto de Joan cerrándose, indicando que se había ido a la cama por fin, no pude dormir. Aún si el dolor penetrante de mi cadera no fuese un problema, mis pensamientos no me lo hubiesen permitido.
Estuve tendido sobre la cama por horas, mirando a la ventana a través de una rendija entre las cortinas. Del otro lado la noche estaba quieta y tan azul que deduje que la luna debía encontrarse llena.
Llevé una mano a mi hombro y busqué los rastros que había descubierto esa tarde en mi piel, pero ya no había nada. Mi espalda estaba lisa, al punto en que me pregunté si lo había imaginado todo. Pero no... Quizá me había ocurrido lo mismo en el parque, solo que estaba demasiado abrumado por la imagen de mi rostro en el espejo para percatarme de cualquier otro cambio en el resto de mi cuerpo.
¿Por qué, si ahora era humano? ¿Por qué la balanza no había sido capaz de registrar mi peso, y por qué se había roto la primera aguja? ¿Por qué había despertado en medio de la cirugía? ¿Por qué se manifestaba en mi forma actual la esencia de mi antigua forma?
Me senté con dificultad sobre la cama y lo medité. ¿Y si se debía justo a que este cuerpo había sido creado para mí y no al contrario? Quizá debido a las mismas cualidades que le permitían contener mi esencia, empezaba a adecuarse a ella y a mutar. A contaminarse...
Ahora no solo estaba atado a un cuerpo con el cual podía interferir en el plano físico y que era dominado por mis inestables y volubles emociones humanas, sino que mis poderes angelicales y demoniacos comenzaban a manifestarse. Lo cual significaba que lo que me había ocurrido en el parque, al arremeter contra la leona, y lo que esa mañana había sucedido en el hospital, cuando había atacado al personal médico, incluida a Joan... podía repetirse. Me convertía lentamente en una amenaza.
Un peligro para los humanos a mi alrededor... y para Joan.
Tuve que llegar a una determinación. No importaba cuánto quisiera ayudar a Paul Edwards, de momento no podía ayudar a nadie de continuar así. Primero tenía que aprender toda la extensión de mi nueva forma, y adquirir el control necesario sobre mis capacidades, las cuales eran todo menos eso. Y entre tanto, debía alejarme de Joan. Antes de lastimarla, igual como había hecho con el adolescente de aquella noche. Aquel cuya sangre estaba ahora sobre mis manos, y por cuyo crimen, gracias a Gabriel, ahora sabía que me estaban buscando.
Llegar a esa conclusión no fue difícil. Lo complicado fue armarme del valor de actuar al respecto. Y debía ser mientras Dana Joan no estuviese alerta. Me detendría sin duda, y pediría explicaciones. Explicaciones que no podía darle, pues no solo escapaban a su comprensión, y hasta cierto punto incluso a la mía propia... sino que evidenciaban mi crimen.
Le escribí una nota corta, la cual dejé sobre mi cama. Un breve agradecimiento y una despedida escueta. Después seleccioné entre las ropas prestadas de Paul Edward un par de mudas, las cuales puse al interior de la bolsa que ella misma me había prestado para llevar al hospital, con algunos esenciales, y salí sin hacer ruido de la habitación.
Caminar asentaba un dolor terrible en mi cadera que se irradiaba por todo el muslo y me obligaba a cojear, pero procuré ignorarlo.
La casa estaba oscura y silenciosa. Extrañaría su aroma fresco y limpio, y la quietud de ese barrio alejado de la agitación de la ciudad. Abrí la puerta de Joan con cuidado y miré al interior del cuarto. Ella estaba allí, dormida; presa de aquella paz que tanto envidiaba y que a la vez tanta calma me traía. Recorrí por última vez los ángulos suaves de su rostro, grabándolos en mi memoria.
—Adiós, Dana Joan Edwards... Gracias —me despedí en un susurro y luego cerré con la misma cautela.
Después de eso salí del pasillo y luego de la casa. Crucé el jardín frontal y después la verja negra, desde donde, inhalando una respiración para infundirme valor, enfilé por la calle silenciosa, iluminada por las farolas amarillentas y el resplandor pálido de la luna, hasta alejarme lo suficiente como para que aún si me arrepentía y pensaba en regresar, el camino de regreso me diera el tiempo suficiente para reafirmar mi decisión de alejarme de mi tranquila y breve vida allí... y de Joan.
Y así se nos va otro capítulo!! no hay rastro de nuestro rubio psicópata esta vez, pero es posible que pronto lo volvamos a ver. Espero ansiosa saber qué les ha parecido este capítulo y qué esperan para el siguiente!!
Qué piensan? teorías? suposiciones? algo que les guste o que no les guste?
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