10. Condolencia
https://youtu.be/IBL2IQCo3B0
El trayecto al hospital fue silencioso. Demasiado... Solía creer que prefería a Dana Joan callada y sin hacer preguntas, pero en esta ocasión el silencio se sentía más como un zumbido, el cual era aún más enervante.
Mantuve la vista en la ventana, observando la vía y a los autos pasar en el otro carril. Por el espejo retrovisor del costado divisé el automóvil de color azul de Devon, en el que viajaba junto con sus hijos y una muchacha del grupo que estaba con él en el parque.
El sonido de un sollozo me hizo apartar la vista del espejo y llevarla. Alcancé a ver a Joan retirarse una lágrima de la mejilla. Continuaba muda como una tumba.
—¿Qué es lo que sucedió? —me aventuré a preguntar.
Joan se limpió la nariz con el talón de su mano. Requirió de algunos segundos para poder hablar.
—Uno de los niños de la fundación... acaba de fallecer.
La contemplé mudo unos instantes, y pestañeé al sentir el ardor en los ojos, señal de que había cesado de hacerlo. No supe qué decir o cómo reaccionar. Era una noticia desdichada; eso resultaba obvio, mas no pude apenarme por ello; no conocía al chiquillo en cuestión. Sin embargo, la expresión desolada de Joan fungió en mí el mismo efecto.
—¿Cómo? —fue todo en cuanto pude pensar.
Joan sollozó quedamente:
—Él solo —se alzó de hombros y movió la cabeza, como desprovista de palabras—... no resistió más.
Si era uno de los niños de la fundación, significaba entonces que había sucumbido a la misma enfermedad de su padre, Paul. Y posiblemente por ello resultase más trágico para Dana Joan.
—Lo vi hace unos días, cuando visité el orfanato —continuó ella—. Me hizo un hermoso dibujo... Le dije que lo colgaría en mi nevera, y lo olvidé... Ahora ni siquiera puedo recordar en dónde lo puse. —Se le escapó un sollozo más sonoro y alto que todos los anteriores, el cual le sacudió el pecho.
Ladeé el rostro sin comprender la relación entre ambos eventos, ni determinar por cuál de ambos se hallaba afectada.
—Lo encontraremos —le aseguré, en el afán de librarle al menos de una de sus tribulaciones; pero aquello solo provocó que las lágrimas que ya no se molestaba en secar se volviesen más caudalosas, aun cuando su expresión permaneció hierática e inamovible.
Llegados al hospital, Joan se apeó del vehículo de inmediato. Yo bajé por mi propia puerta y la seguí cuando se lanzó corriendo en dirección a la puerta. Habíamos perdido el auto de Devon en una luz roja y ella no optó por esperarlo.
Apenas presté atención a nuestro camino, y lo transité sin pensar en nada por sobre el sonido de sus jadeos estertorosos y el azote de puertas a nuestro paso. Llegamos así a la sección en la que Paul Edwards estaba hospitalizado, al otro lado de una puerta doble de cristales. Allí, en medio del largo pasillo había una pareja joven de un hombre y una mujer. Incluso antes de llegar con ellos podía oír los plañidos desconsolados provenientes de la mujer, abandonada a su llanto sobre el pecho de su compañero. Colgaba de su cuello con rodillas débiles y brazos desesperados, como un pajarillo abatido al vuelo, guindando con sus últimas fuerzas de las ramas, amenazado por el precipicio.
—Esther —llamó Joan, y la mujer al frente, cabello oscuro y rizado, con el rostro enrojecido por el llanto y los ojos sumergidos en lágrimas abandonó los brazos del hombre para ir a encontrarla a medio camino.
Las dos se estrecharon en un abrazo apremiante. El varón se aproximó también y acarició la espalda de su compañera. Lucían ambos de la edad de Joan. ¿Eran los padres del muchacho? ¿No había dicho Dana Joan que la fundación acogía a chicos huérfanos?
—Se ha ido —farfulló la mujer, apenas ininteligible entre sollozos violentos—. No tenía que irse, ¡él iba a venir a casa con nosotros!
—Ahora descansa, querida. Él descansa en paz.
Joan la meció entre sus brazos y acarició los rizos oscuros. La familiaridad de la escena transmitió una punzada dolorosa a mi pecho y aparté la vista casi por reflejo, evitando que la imagen avivara la memoria que hacía por manifestarse.
Poco después llegó Devon. Este se apuró por el pasillo y llegó junto a nosotros con la respiración entorpecida por la agitación de la carrera. Observó con pesar a la desconsolada mujer y después intercambió un gesto sutil con el hombre, y sin mediar palabra, avanzó y los dos se envolvieron en un abrazo menos efusivo, pero igualmente estrecho. Aún a pesar de los gritos de la mujer, pude oír al hombre sollozar sobre el hombro de Devon, mientras que desde la puerta de cristal al final del pasillo, junto a la muchacha que lo acompañaba en el auto, sus hijos, Haydee y Jayden, observaban con curiosidad en nuestra dirección.
Era una costumbre arraigada en los humanos el resguardar a los más jóvenes del concepto de la muerte como si fuese un tabú, o una realidad eludible; aun cuando se desarrollaba ante sus ojos. Pero por un momento fugaz me encontré pensando que era lo mejor que se mantuviesen lejos y a salvo de las intensas emociones que comenzaban a estremecer y agriar mi pecho de manera progresiva, conforme los gritos de la mujer se volvían más agudos y desgarradores.
***
Joan estuvo ausente de la casa durante todo el día siguiente, lo que duraron los preparativos para el funeral y posterior inhumación del pequeño Oliver. Llegó a casa tarde por la noche, exhausta. No hablamos demasiado, pues se fue a dormir de inmediato.
Por su parte, Lucifer continuaba desaparecido... así que resentí la soledad más que nunca.
Al tercer día se celebraría para el muchachito lo que Joan describió como un «servicio memorial». Sentí curiosidad, así que me ofrecí a acompañarla y ella agradeció el apoyo, sin sospechar mis motivos mezquinos. Me prestó más ropa de Paul; un atuendo oscuro y sobrio, consistente en camisa y pantalón, mientras que ella se atavió con un modesto vestido negro, sobre pantalones de tela del mismo color.
Me dio una franja de tela cuyo propósito no me explicó hasta que me sorprendió batallando con ella, intentando encontrarle utilidad. Había probado usarla atándomela alrededor de la cintura y luego para sujetarme el cabello a la nuca. Me miré en el espejo después del segundo intento. Recordé otra vez aquel rostro perdido en el tiempo... A la criatura frágil de grandes ojos oscuros y brillantes, labios carnosos y mejillas tersas... El que hoy me contemplaba de vuelta era ligeramente distinto. Más tosco y anguloso, ojos desvaídos de vida, piel pálida y cetrina, como hojas de un libro antiguo, el cual llevase escrita una historia demasiado larga de contar.
—Te sienta el cabello así —la voz de Joan me sorprendió. La encontré recostada contra el quicio de la puerta.
Tenía en los labios una sonrisa débil que de alguna forma se las arregló para llegar a sus ojos tristes. La primera desde la noticia. Entró en la habitación y me desató la franja de tela del pelo.
—Permíteme. Te mostraré cómo.
https://youtu.be/xF_uSdOOjCU
Se situó frente a mí y me rodeó el cuello con la franja, metiéndola debajo del doblez de la camisa. Mis hombros se tensaron por reflejo bajo sus brazos y me quedé quieto en cuanto empezó a efectuar un nudo al frente. Ella, por su parte, estaba abstraída, absorbida por algo diferente a la tarea que llevaba a cabo. Demasiado absorta para darse cuenta de que la miraba fijamente; a sus mejillas oliváceas ahora pálidas por las penas de los últimos días, y sus ojos castaños apagados. Había cambiado el tono ciruela de sus labios por un labial color carne, más opaco y sobrio.
Aunque Dana Joan era alta, otra cosa en la que era similar a Zadkiel, yo descollaba sobre ella con una notoria diferencia, lo cual resultaba en una discrepancia agradecida; aunque eso probablemente se debía a que nunca había estado frente a Zadkiel del modo en que era ahora. ¿Cuánto había cambiado en realidad? No extrañaba mi antigua forma como algo que soliera pertenecerme y anhelase de regreso, sino más bien como a un amigo alejado hacía mucho tiempo, cuya memoria prevalecía.
Joan terminó de anudar la franja de tela y finalizó arreglándome las solapas de la camisa.
—Estás listo. —Después se alejó y me contempló apreciativa—. Los trajes te sientan. Ojalá tu primera vez usando uno hubiese sido para una ocasión menos triste.
Su tono no era condescendiente, pero su presunción me irritó.
—¿Por qué supones que es la primera vez?
—El que no supieras usar una corbata me dio una pista.
Aquella sonrisa suspicaz tan suya mermó otra parte de la tristeza en sus facciones, pero esta volvió a conquistar su expresión en cuanto un suspiro le elevó los hombros.
—Ya casi es hora.
—¿En dónde se celebrará el servicio memorial?
—En una pequeña iglesia cerca de-... —Joan se detuvo con los ojos muy abiertos y volvió los labios en un aro—. Oh.
Los míos se entreabrieron, al percatarme de lo mismo que ella.
Dana Joan sacudió la cabeza con una mano en su frente.
—Lo siento... He estado tan abrumada por todo esto que lo olvidé por completo. No te agradan las iglesias, ¿verdad? —recordó—. Hice que te vistieras por nada...
No fue sino hasta que el remordimiento asoló más sus rasgos y sentí el primer atisbo de congoja, que comprendí que la curiosidad no era mi único motivo para ir con ella. En el fondo... quizá quería acompañar a Joan en su dolor, aún si no lo compartía.
Sin embargo... todavía no concebía pisar suelo sagrado.
Para cualquier ángel que no perteneciese al más alto de los Coros entrar al Sanctasanctórum; habitáculo del Hacedor, estaba prohibido. Y aún a estos les era ilícito pisar o tan siquiera mostrar sus pies en la cámara sagrada. ¿Eran las iglesias y templos una suerte de equivalente en Gaea, la Tierra? Según mi experiencia, ambos y otros similares podían llegar a ser cubil para los humanos más inescrupulosos; almas corruptas las cuales repugnaban a Lucifer como a un infante una hortaliza; dado lo cual no tenía propósito para mí entrar en cualquiera, y por tanto no había necesidad para consternarme por las implicancias o las posibles consecuencias de hacerlo. Hasta ahora...
No estaba seguro si mi forma humana haría alguna diferencia; mas lo estaba de que no planeaba averiguarlo hoy.
—Si consientes... como mínimo te acompañaré hasta allá —dije a Joan, y ella contestó con una sonrisa agradecida.
Acudimos en su auto al lugar del servicio memorial. Una iglesia pequeña que no se parecía en nada a la catedral de La Pucelle. Había pocos coches aparcados afuera, y en cuanto subimos la escalinata hacia la entrada, vi que había una cantidad no mucho mayor de gente dentro. Unos cuantos muchachos y muchachas adolescentes, y un par de adultos. Entre los presentes en la iglesia distinguí a Felicia; usando un atuendo oscuro igual de sobrio que el de Joan. Y sobre una tarima al fondo estaba Devon, acompañado del mismo grupo de jóvenes del parque, cantando y armonizando juntos una tonada ad hoc con la ocasión, meciéndose suavemente al ritmo de suaves aplausos. Sus hijos no estaban allí.
Al final del pasillo flanqueado de bancas había un pequeño féretro blanco por completo rodeado de lilas blancas y cientos de globos del mismo color. A su lado, un caballete exhibía una fotografía que a esa distancia no pude ver bien, pero la cual retrataba a un pequeño niño sin una hebra de cabello en su cabeza pálida y tersa.
Joan soltó mi brazo apenas llegar a la entrada y me dio sus llaves:
—No tienes que quedarte aquí de pie. Puedes entrar al auto y oír música o descansar. El memorial durará alrededor de una hora.
—No necesitas consternarte por mí —le aseguré, y ella me dedicó una corta despedida antes de penetrar al interior del recinto.
Avanzó hasta la primera fila de asientos, donde reconocí a la pareja del hospital. Dana Joan ofreció sus condolencias y un abrazo a ambos. ¿Qué significaba para ellos la muerte del niño? Todavía no podía comprenderlo. No había forma de que aquella mujer fuera su madre, y sin embargo parecía de entre todos la más afectada.
Los muchachos de Devon cesaron de cantar y se retiraron de la tarima para dar el paso a quien parecía ser el pastor. Este comenzó dando la bienvenida a los presentes, expresando sus condolencias, y después dedicó algunas palabras en memoria del muchachito. Pensé en quedarme a oír, aunque solo fuera desde la puerta; pero en cuanto comenzó a pregonar y predicar citando pasajes del libro profano que llevaba en las manos, empecé a marearme. Habló de un paraíso destinado a las personas después de la muerte. Un jardín pletórico de esplendores inimaginables y maravillas indescriptibles donde humanos y criaturas convivían en armonía. Era evidente de qué sitio hablaba, y me sentí físicamente enfermo; al punto en que hube de apartarme para no oír más.
Los lideres religiosos humanos hablaban de «Éter» sin conocer siquiera su nombre, e implantaban en las mentes de los crédulos una imagen de acuerdo a su concepto terrenal y burdo de «paraíso». Como una pintura que, limitada a los márgenes de un lienzo diminuto y en las manos de un artista inexperto, pretendiese imitar la realidad.
Cuán ignorantes eran al hecho de que su entendimiento no podría jamás siquiera concebir algo similar.
https://youtu.be/JYMr72TxsSo
Pero su mayor ofensa, por lejos, era creerse con el derecho a experimentarlo. Mortales insignificantes como aquellos... Llenos de pecado y de resentimientos; infestos y enfermos en mente, cuerpo y alma... ¿Por qué habrían de creerse dignos? ¿Por qué Él les concedería la entrada en Éter, después de negarla a su creación más amada antes de ellos?
Bajé las escalinatas de la iglesia y reposé en el último escalón. Comenzaba a adoptar el terrible hábito humano de sentarme cuando no estaba cansado. Desde allí oía la voz del cura como un zumbido lejano cuyas palabras me eran ininteligibles, y la caricia fría del viento fue como un bálsamo en mi rostro caliente de ira.
—«... Y vi a Éter y una nueva tierra, por cuánto Gaea había perecido, y no existía más el mar».
El sonido de aquella voz, aún meliflua y cantarina, me hizo saltar de los escalones. Hablaba en nuestra lengua; mas no el tosco dialecto de los demonios, sino la lengua sagrada de Éter.
—«¡Contemplad!, he aquí que Él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Él mismo estará con ellos... » —Hizo una pausa, y terminó en un siseo displicente—. Como su dios.
Recitaba los versos con sorna y desesperé por ambos. ¡¿Acaso no temía blasfemar frente a un lugar santo?! Di vueltas en un mismo sitio, buscando a mi alrededor el origen, y volví a oírlo, esta vez en la forma de una carcajada siniestra.
—Los humanos habitan ya en el mayor paraíso y lo destruyen y profanan sus entrañas mientras codician cosa mayor. Anhelan el oropel, mientras cagan sobre una mina de oro... ¿no te parece, querido Philes?
Apreté los labios. Él y yo discrepábamos en muchos aspectos, pero ninguno en mayor medida que aquel. ¿Cuán ingenuo había debido ser en el pasado para caer en sus artimañas y creer en su mentira?
Algo parecido a un destello captó mi mirada por mi visión periférica y viré en redondo, encontrándome con una callejuela al costado de la iglesia. Apoyado contra la pared, dándome la espalda, su cabello captaba los reflejos áureos del sol como un espejo. Aquel me miró con ojos refulgiendo de un azul imposible solo un instante antes de desaparecer en la oscuridad. Lo último que vi fue una esquina de su sonrisa ladina.
Lo seguí sin dudarlo, como un sediento a un riachuelo lodoso de agua derramada, pero en cuanto me asomé al callejón ya no estaba.
—Muéstrate —demandé.
—¿Con qué propósito? Cada vez que lo he hecho no me has tratado sino con hostilidad.
Su voz ubicua sonaba en todo lugar y en ninguno a la vez.
—¿Esperabas una bienvenida acogedora? Luego de días sin aparecerte sin explicación.
—Osado de tu parte; suponer que te debo explicaciones. Creí que un tiempo sin mí te ayudaría a extrañarme, y no me equivocaba. Mi dulce Mephistopheles... yo también te he extrañado.
La voz pasó de sonar en mi cabeza a deslizarse en mi oído como el susurro dulce de un amante, y luego desvanecerse otra vez en la nada apenas viré en su dirección. Dejó en el costado de mi rostro la impresión de un aliento cálido que se enfrió rápidamente con el viento invernal.
—Pamplinas... —siseé—. Te aburres por tu cuenta; no vienes por otro motivo. ¿No tienes otro demonio al que fastidiar?
—Ninguno al que disfrute tanto fastidiar como a ti. —Su risa de adolescente fue un eco ensordecedor que, aunado a mis vueltas en todas las direcciones, buscándole, me mareó al punto de sentir que me caería y hube de apoyarme en la pared más próxima.
—¿No soy más que un bufón para ti?
—Si lo fueras, serías un bufón terriblemente deprimente...
—¡¡Muéstrate, Lucifer!!
—Estoy a plena vista. Para quien sabe mirar.
Una silueta escurridiza cruzó el callejón. Un gato callejero; pelaje blanco apelmazado por la suciedad y ojos huidizos. Pareció burlarse de mí al momento de desaparecer tras un cubo de basura. Un ave salida de la nada voló a mis espaldas, sobresaltándome lo suficiente para hacerme tropezar. Más risas; mezcla de diversión genuina y una mofa sádica.
https://youtu.be/0RsQZhPNS_Q
—Basta de trucos... —farfullé, impaciente.
—«Trucos». —La palabra rebotó mil veces en ecos contra las paredes de concreto de la callejuela, y mil veces volvieron a mis oídos, a cada una más alta y estridente—. La última vez que empleé uno de mis trucos, toda la humanidad fue condenada. ¿Lo recuerdas, querido Philes? —Dijo tentativo—. Ay de mí... No estabas a mi lado en esa ocasión. Me pregunto por qué habrás huido ese día. —Todo mi interior se estremeció de rabia al rememorarlo de pronto—. Oh... ya lo recuerdo.
—¿Por qué haces esto? —le recriminé, rogando en mi fuero interno porque desistiese.
—¿Te sientes herido? Creí que insinuaste que soy el responsable de todas tus desventuras.
Tuve con ello mi confirmación. Lucifer nos oía ese día...
—Lo eres —afirmé con tesón.
Algo en el aire cambió. Se volvió denso y pesado; el viento sopló más frío y más violento, y el sol pareció palidecer, sumiendo el callejón en sombras y matices de gris.
—Y yo que esperaba... que tuvieses la delicadeza de negarlo. Solo para dispensar mis pobres sentimientos. Iluso de mí...
—¿No es cierto acaso lo que dije? ¿No pagué voluntariamente el precio por tu sublevación? Solo para tonsurarme el pelo como a un cordero desobediente y desertarme en un monte. ¡¿No hice acaso todo lo que me comandaste hacer?!
—Lo hiciste —afirmó—. La pregunta es... ¿por qué?
Enmudecí. Las palabras de Dana Joan fueron como un susurro débil en mis recuerdos.
«Lo hiciste porque lo amabas.»
—¿Qué otra opción tenía?
—Negarte, simplemente. Tenías motivos de sobra. Pero no lo hiciste. ¿Por qué, Philes?
—No tenía nada más...
—Eso es cierto.
Me dolió oír que lo corroborase. Era un hecho que ambos teníamos por cierto. Yo como castigo, y él como arma que no tenía reparos en esgrimir contra mí.
—Pero... ¿es ese realmente el motivo?
Incapaz de responder, me encogí sobre mí mismo como un reflejo ante una corriente gélida.
—Tú sabes que no lo es...
—¿Cuál es el verdadero motivo, Mephisto? ¿Odio?
—No conocía el odio hasta que me enseñaste cómo sentirlo...
—¿Rencor, entonces?
—Tampoco supe lo que era... hasta guardártelo... —siseé.
De pronto, junto a mi oído, su aliento tibio... Esta vez, su voz fue un suspiro ardoroso.
—... ¿Amor?
Me paralicé, sacudido por un escalofrío que me erizó el vello de la nuca. Su cabello cayó cosquilleando por mi hombro en hebras, como riachuelos dorados. Sentí entonces el cobijo cálido de sus brazos a mi alrededor, paralizándome, aplacando el hielo, y prontamente en el cuello el roce de sus labios tersos en un beso dulce que nubló mis sentidos y amainó mi ira, remplazándola con un dolor excruciante que no era físico, pero que bien podría serlo. Cerré los ojos y dejé ir en un suspiro todo el aire que estrangulaba mi pecho. Quise aferrarme a sus brazos, pero tan pronto como me moví se había alejado de nuevo, y mis manos asieron la nada, encontrándose con mi pecho frenético.
Di una última vuelta, a punto de desmoronarme, débil y abatido, cuando por fin luego de días, le hallé frente a mí. A la estrella en el alba.
—Lucifer... —mascullé, y fue como un ruego.
Se tomó un tiempo antes de hablar. Al hacerlo, torció una sonrisa incisiva.
—Cuánto tiempo sin verte... Dametri.
Aparté la vista de él para llevarla a la entrada de la callejuela, donde una traza femenina se recortaba contra la luz de la calle abierta.
https://youtu.be/GTU3zCA5f3M
Temblaba de pies a cabeza, y resplandecía sobre la piel de su rostro una delgada película de sudor. Lucifer no se dignó a mirarla.
—¿Es que no piensas acercarte a saludar a tu rey? —Dametri dio un repullo, pero luego paró estática en su sitio, ante una advertencia muda que le llegó antes de oír otra palabra—. Ah, ah, ah... gatita traviesa. No huyas de tu amo; no vaya a ser que te persiga.
El tono cáustico de su voz me transmitió una desagradable destemplanza incluso a mí, y temblé. Como una niña escarmentada, Dametri se acercó con el rostro gacho hasta detenerse frente a él.
—Te saludo... majestad.
Solo después de verse aludido con los debidos honores, Lucifer viró hacia ella. Sin embargo, algo se torció en su rostro al mirarla y sus labios se fruncieron desaprobatorios.
Extendió su larga mano y acunó la mejilla de la demonesa como un padre amoroso. Ella se petrificó, aterrorizada.
—¿Por qué ocultas de mí tu hermosa forma?
Entonces, la mujer frente a nosotros sufrió una drástica metamorfosis. Su cabello lacio y negro se torció en largos rizos del color del fuego, y su piel se tornó rozagante y se salpicó de pecas pálidas. Todo lo que conservaba de su vehículo, eran sus grandes ojos oscuros.
Me recorrió una corriente de ira y tristeza. Fue como volver milenios atrás y verla de nuevo... Ese hermoso rostro despreciable por el que alguna vez albergué afecto y el que aprendí a odiar con todo mi ser en el mismo, corto periodo de tiempo... Todas las «lilim» tenían cierto parecido, pero Dametri en particular, en su forma original, era la viva imagen de su progenitora.
La pelirroja jadeó, hinchiendo el pecho. Lucifer la contempló inamovible.
—Has sido una pequeña gatita muy mala... Dime, querida mía, ¿te parece que sea una idea sensata trepar a la jaula de tu amo y atormentar a su pajarillo?
Él le alzó el rostro, y conforme Dametri reunía fuerzas para formular una respuesta, él acariciaba su cuello y su mentón, como hiciera con una mascota. Sus uñas afiladas se movían tentativas y de modo peligroso por las áreas tiernas de su garganta.
—N-... N-no...
—¿Creíste que estabas a salvo de mí en el territorio de mi enemigo?
Por toda respuesta, ella negó.
Casi pude ver el palpitar frenético de sus arterias obra del bombeo de su corazón acelerado, pulsando bajo su piel, única barrera entre su vida y las garras de Lucifer, con las cuales podría destajar su cuerpo humano en menos de un parpadeo, dejándole por siempre atada a los restos mortales.
Nuestro soberano trasladó los dedos a su cabello rojo. La nostalgia en sus ojos enardeció la fuerza de los míos al contemplarle. Fueron estos mi único asidero al mundo real, mientras que mi alma se precipitaba en un vacío asfixiante.
—¿Cómo está tu madre?
Dame tragó, y su garganta se movió en un bolo.
—E-es... l-la misma de siempre...
Él sonrió con complacencia. Dejó de tocarla, y ella volvió a mutar, para parecerse otra vez a la mujer humana cuyo cuerpo poseía. Ella ahogó un aliento y después cayó desplomada sobre sus rodillas, jadeante y temblorosa. Yo disparé la vista al final de la callejuela para comprobar que nadie lo hubiera visto. Lucifer la contempló desde las alturas sin apiadarse.
—Me da gusto oír eso. Por favor, sé una buena niña y salúdala de mi parte. —Viró para mirarme y sonrió de modo odioso. Vaticiné una puñalada para mí; y no me equivoqué—. Dile que «Lucy» le envía... un beso.
Sentí algo bullir en mi interior; de una forma como la que no había experimentado hasta ese momento. Le devolví la mirada a punto de echar hiel en forma de espuma por la boca. Mi reacción pareció divertirle, pues sonrió más ampliamente y yo apreté los dientes detrás de mis labios hasta hacer crujir mi mandíbula.
—En vuestro nombre... m-majestad...
—Adiós, «Gatita». —No obstante, antes de soltarla, Lucifer pinzó su barbilla y su dedo se deslizó por su boca, primero en una caricia por su labio inferior, y luego arrastrando una parte de su labial por una esquina de su mentón—. Y recuerda: si encuentro plumas en el piso de la jaula, sabré quién ha estado colgando de ella.
https://youtu.be/zbCNqxImh6M
Como si nunca hubiese estado allí, y sin previo aviso, Lucifer se sublimó nuevamente en la nada, dejando nada más que oscuridad.
Me moví junto a Dame y la ayudé a erguirse. A pesar de mi resentimiento contra ella, sentí algo de lástima por su desafortunado encuentro con nuestro caprichoso rey. Ella se sacudió mi mano con ferocidad.
—¡No me toques! ¿Qué estaba haciendo él aquí? ¿Qué, has ido a contarle que fui malvada contigo para que viniera a amedrentarme? —ironizó.
—Eso es absurdo. Si hubiese albergado medios para contactarlo, le hubiese compelido a venir mucho antes.
Aun así, no pareció convencerse. Ciñó los labios sobre los dientes y bufó. Reaccioné del mismo modo, bufando más alto, listo para repeler un posible ataque. Aquello pareció aplacarla.
—Mephistopheles —articuló de pronto, casi sin aliento—. Yo te apresto a decir la verdad, ¿qué ha venido a hacer Lucifer aquí?
—¡He dicho que no lo sé! —dije alarmado, arrojando miradas de vuelta a la entrada del callejón—. Y te prohíbo volver pronunciar mi nombre en alto, o te arrancaré la lengua, serpiente repugnante.
—Tienes suerte de no tener una madre, o le llamaría hembra de toda clase de animal —respondió ella.
Me contempló con más calma, pero no con menor inquina:
—Como sea, puedes irte olvidando del maldito trato —se sacudió las rodillas polvorientas.
—No recuerdo haber aceptado ningún trato.
Sin aviso, sujeté su mentón con fuerza y trasladé un dedo por el borde de su labio inferior para corregir su labial, pero sin efecto. Hube de humedecer la yema en mi lengua y frotar su piel con algo más de fuerza para borrar la huella de Lucifer, resistiendo el impulso de usar toda la extensión de mi mano sobre su boca.
De súbito, lamió mi dedo y yo me aparté repugnado.
—Cuidado, Mirlo —dijo ella al momento de alejarse de mí otro paso—. No pavonees tus plumas frente a mí. El amo vigila, y esta gata no quiere ser arrojada a los perros.
Sacudí la cabeza:
—Lucifer no te haría nada.
—¿Cómo estás tan seguro? —demandó saber.
La respuesta provocó que mis entrañas volviesen a hervir de rabia. Esta vez, al punto de quemarme por dentro. Volví a asir su cara y terminé de limpiar su labial. Ya no era la joven pelirroja de antes, pero sus ojos eran los mismos. Su exacta forma de mirar...
—Porque le recuerdas a ella —revelé, y Dame me contempló aturdida. Mi voz volvió a ser un murmullo estrangulado—. Le recuerdas... a Lilith.
Súbitamente, la música al interior de la iglesia se reanudó.
—Van a mover el féretro —anunció Dame.
—¿Por qué no has ido dentro con Joan y Felicia?
Lo dije de modo capcioso, y la lilim mordió el anzuelo:
—Buen intento, Mirlo. ¿Por qué no vas tú y yo te miro retorcerte?
Aquello dio por fin respuesta a mi interrogante. De manera que eso era lo que nos aguardaba... Y había sido sabio evadirlo.
Cuando salimos del callejón, la gente empezaba a abandonar recinto, cargando coronas de flores y globos.
—Dame —saludó Joan al unirse a nosotros, y las dos se abrazaron, con un beso corto en la mejilla.
Felicia se arrojó a sus brazos apenas avistarla y Dame la envolvió. Al soltarse, las manos de la demonesa y de la ingenua Felicia permanecieron unidas por algo más de tiempo.
—Lo siento, acabo de salir de la reunión —dijo Dame. Después se dirigió a Joan—. Lamento haberme perdido el servicio memorial, al menos... podré estar presente en el sepelio.
Joan asintió. Mientras que ambas tenían los ojos anegados de lágrimas, Felicia no hacía ningún intento por esconder su tristeza, mientras que la expresión en el rostro de Joan era la misma desde la noticia.
—Ya deberíamos ponernos en marcha —dijo esta, echando un vistazo a un vehículo alargado de color negro, en donde Devon y el compañero de la mujer de rizos, llorosa en los brazos de una mujer rubia y pequeña de mediana edad, se ocupaban de poner el féretro.
***
https://youtu.be/Pjg2vIBjiuk
Joan y yo hicimos otro silencioso viaje en auto detrás de la carroza funeraria y del pequeño cortejo de vehículos adornados de globos blancos y flores, al final del cual aparcamos frente a un extenso parque.
Hubiese reconocido el lugar aunque no hubiese leído el grabado en piedra en la puerta. Se trataba de un cementerio. Tampoco tenía propósito en ellos. Cuando una persona yacía al interior de un ataúd, por lo general significaba que ya era tarde para mi intervención. No obstante, las pocas veces que estaba en la tierra, era el único sitio por el que me agradaba errar. La calma, la tranquilidad...
La ceremonia durante la sepultura del joven Oliver fue emotiva. Devon junto a todo su grupo estaban allí, y la misma mujer pequeña y rubia de antes estaba junto a él a la cabeza de otro amplio grupo de niños más jóvenes. Todos los adultos llevaban una rosa blanca, y todos los niños un globo. Se dedicaron algunas últimas palabras para el chico, entre lágrimas y lamentos. Pensé que podía mantenerme imperturbable, pero hallé que me resultaba cada vez más difícil permanecer entre la muchedumbre. Tenía el pecho impregnado de una pesadez aplastante, experimentaba frío, y una incómoda sensación de presión detrás de las mejillas y alrededor de los ojos. ¿Qué me estaba ocurriendo?
Después de acabada la ceremonia, cada uno de los presentes se acercó al féretro. Pude finalmente acompañar a Dana Joan. No me sentía para ese entonces demasiado bien; no obstante, la mayor sorpresa llegó para mí al detenerme junto al caballete con la fotografía del muchachito fenecido —el mismo en la iglesia durante el servicio memorial— y verlo de cerca.
Me di cuenta de que estaba equivocado, y que en realidad conocía al chico; pero no hubiese podido reconocerle antes, pues el niño en la fotografía parecía una persona distinta al que había visto antes. El niño llevaba la misma ropa con que le había visto jugar junto a los hijos de Devon en el parque, con una diferencia. El abundante cabello rubio, las mejillas sonrosadas y los ojos llenos de vida ya no estaban. En su lugar, una mirada triste y luctuosa, una faz palidecida y una sonrisa débil.
Tardé en asimilarlo el tiempo que Joan se tomó para decir adiós. Dejó la rosa blanca encima, se besó las yemas de los dedos y trasladó con cuidado el beso en su mano hasta el féretro:
—Descansa, mi cielito... —su voz se quebró casi imperceptiblemente en la última sílaba, y se sorbió la nariz con fuerza.
Se dio la vuelta y se alejó con cuidado. Felicia y Dame la recibieron y se abrazaron juntas. Yo me quedé atrás, todavía prendado por la fotografía. ¿Eran en verdad el mismo chico? ¿Qué hacía en el parque, tan lejos de su lecho de muerte? ¿Por qué Azrael lo llevaría hasta allí?
Después de que cada uno de los presentes pusiera su rosa sobre el ataúd, las poleas hicieron descender el ataúd a su sitio en el suelo, donde más tarde sería cubierto.
Joan me dejó solo para acercarse a Esther y darle las últimas palabras de aliento; las que supuse que de nada servirían a la desconsolada mujer.
Entretanto, los niños más pequeños jugaban por el cementerio con los globos. Allí pude ver por fin a los hijos de Devon, pero no había rastro del tercer chiquillo, ni tampoco de aquel quien se lo habría llevado lejos para ese momento.
Me acerqué a los niños, sin poder contener más mi curiosidad. Ellos parecieron turbados por la presencia de un adulto desconocido, y el más pequeño se arrimó al costado de la mayor.
—Tú eres Haydee —dije a la niña, y esta asintió.
—Este es mi hermano, Jayden —me informó, aunque ya lo sabía.
—¿Y el otro niño? —sondeé—. El muchachito rubio que estaba con ustedes en el parque.
La niña mayor no dijo nada; no obstante el pequeño giró su cuerpo y señaló su diminuto dedo a la tumba abierta. Haydee sujetó abruptamente su pequeña mano y puso en ella la cuerda de su propio globo. El niño se distrajo con ello y se entretuvo agitando ambos.
https://youtu.be/NCJ27O5WcP4
Di una cabeceada paulatina. No necesitaba confirmación de ella. Mas todavía quedaba una pregunta:
—¿Y... la persona alada que estaba con ustedes en el parque?
La niña levantó una mirada nerviosa, con los labios en una línea.
—El ángel ciego —dijo el muchachito menor, y su hermana le cubrió la boca rápidamente.
—No, Jay, no... —le susurró apremiante.
Sentí el terror crispar mis músculos; acompañado de un escalofrío paralizante. Ambos se encogieron amedrentados por mis ojos en ellos.
—¿Qué... has dicho? —inquirí.
El chiquillo bajó los ojos y su hermana hizo por llevárselo, pero los detuve con una mano en el hombro de ella:
—¿Por qué Oliver fue hasta allí? ¿Por qué estaba con ustedes?
—Vino a decir adiós —dijo la niña simplemente—. Ya no sentía dolor.
Moví la cabeza y la dejé ir. ¿Azrael era siempre tan descuidado? Dejándose ver primero por Joan y ahora por los chiquillos.
—Si saben quién es... ¿Por qué no tuvieron miedo de acercarse a él?
La niña me observó de nuevo; ahora con cierto punto de ofensa.
—Porque es bueno. —Otra respuesta tan sencilla como escabrosa. Qué equivocados estaban... Ante mi silencio, Haydee se apresuró a explicarse—. Viene siempre que alguien del hospital debe irse. Cuando murió Tommy, antes de su cumpleaños el año pasado, él también se fue con el ángel.
Enmudecí por un momento. Desde luego que estaban acostumbrados a verle... Esa era su realidad. Esos niños vivían rodeados de muerte.
—No vuelvan a acercarse a él. —Fue casi una orden.
La chiquilla pareció perder toda su timidez anterior y me contempló ceñuda.
—¿Por qué?
—Porque es cruel y peligroso —aseveré.
—No, no lo es. Él es bueno.
—Eres una niña. No sabes nada...
—¡Si sé! —replicó la chiquilla. A su lado, el muchachito más pequeño, Jayden, empezaba a sollozar.
—No lo conoces —disentí por último, sin esperar que hubiera una réplica; pues era la verdad.
—¡Sí lo conozco! ¡Tú no sabes nada; tú no eres un ángel!
El niño soltó ambos globos; los que se fueron en el viento, y se afianzó a sus piernas. Por mi lado me congelé, obra de la ira... y obra del dolor.
—¡Philes! ¿Qué sucede? —Joan llegó a mi lado en un trote.
—¡Es un idiota! —chilló la niña.
Devon apareció por un costado y la alzó en brazos:
—Haydee, no. No puedes hablarles así a las personas. Discúlpate.
La chiquilla se echó a llorar en los brazos de su padre.
—No hace falta, Dev —intervino Joan—. Estoy segura de que es un malentendido. ¿Philes...?
Hube de morderme la lengua y dejar ir el asunto para no empeorarlo. No era el momento ni el lugar. Sabía eso al menos.
—Mis disculpas —dije, y comencé a alejarme a toda velocidad.
Joan me siguió y me detuvo por un brazo en cuanto estuvimos solos.
—¿Qué sucede contigo? ¿Por qué aterrorizabas a los hijos de Dev?
—Los niños... son criaturas estúpidas —farfullé.
Su mandíbula colgó floja y sus ojos se volvieron incendiarios.
—¿Cuál es tu problema? —jadeó, echando miradas por sobre su hombro, quizá esperando que Devon no me hubiese oído—. ¡¿Cómo puedes decir eso?!
—Con toda la convicción del mundo. Son seres ignorantes.
Sacudió la cabeza, dando boqueos en lo que parecía ser el afán de hablar, pero sin llegar a articular nada.
—Eres un pelmazo —fue todo lo que dijo al final. En esta ocasión, fue mi boca la que cayó abierta. En mi corto tiempo en la tierra había sido llamado muchas cosas, pero aquella era nueva—. Los niños no son estúpidos; son niños. Se supone que ignoren muchas cosas. ¿Cuál es tu excusa?
Callé, sin tener cómo rebatir a ello. Joan volvió a apartar la vista al frente y meneó con más fuerza la cabeza:
—Hablas como si nunca hubieses sido un niño. Supongo que tú emergiste de la nada, mágicamente.
La observé con cierto punto irresolución, dada mi incapacidad de responder a ello. Aunque esa era la verdad —un compendio en realidad, pero la verdad al fin al cabo— reconocerlo era, desde luego, impensable. Mas de lo contrario le daría la razón. Y de alguna manera estaba más dispuesto a confesarle aquí y ahora que no era humano que a darle la satisfacción de estar en lo correcto.
—Cuando crecen... no son mucho más inteligentes —resolví, con un vistazo despectivo.
Joan captó la segunda intención de mi comentario al instante.
—Tienes agallas para llamar estúpida a la gente cuando el jabón del baño todavía tiene marcas de tus dientes.
Me tensé, a punto de rebatir, pero fuimos interrumpidos por el momento en que Felicia y Dame se acercaron.
—Nosotras ya nos vamos. ¿Te quedarás? —preguntó la primera a Joan. Dame me contempló retadora y yo correspondí a su disposición.
—Sí, ya lo sabes. No puedo irme sin visitar.
—Entiendo —dijo Felicia y ambas se despidieron de nosotros brevemente para luego alejarse.
Joan se tomó algunos instantes para recomponerse y giró en mi dirección.
—Acompáñame, por favor —pidió.
***
https://youtu.be/gbTuAYTwpjg
Dana Joan me condujo por un largo sendero hasta lo profundo del cementerio. El silencio sumía el lugar en una agradable y agradecida calma. Lejos de eclesiásticos, de niños... y de Dametri. Anduvimos juntos sin hablar mucho por el camino de grava bajo un sol helado hasta desviarnos del camino andando por el césped hasta una tumba en particular. Esta parecía antigua, pero era elegante, con espigas talladas por toda la piedra, y rodeada de irises azules.
Joan me la señaló con un gesto y yo la contemplé absorto sin saber qué significaba o qué pretendía mostrarme. Entonces salió de mi lado y se arrodilló frente a la tumba, extendiendo una mano para acariciar la piedra con afecto.
—Iba a presentártela eventualmente. ¿Por qué no... ahora?
Me acerqué a ella y me detuve a algunos palmos de distancia. No había nadie allí con nosotros, así que supuse que aludía a la persona a quién pertenecía la tumba.
—¿Quién es? —pregunté, intentando leer el epitafio, pero el cuerpo de Joan obstaculizaba mi visión. Finalmente, ella se movió a un costado. La tumba tenía un nombre y una fecha. Pero no solo eso, también una fotografía:
«Dana Rose Edwards
Amada madre y esposa.
1965 — 1995».
—Es la tumba de mi madre.
Y fue entonces, al ver la fotografía que acompañaba la inscripción que sentí toda la sangre drenarse de mi cuerpo y una corriente de terror me golpeó con tanta fuerza que estuvo a punto de derribarme. La sensación viajó por todos mis miembros, tirando de mi cuero cabelludo, pinzando cada nervio y estremeciendo cada fibra de mi ser, dejándome lánguido y tembloroso.
Esos ojos atemorizados, esa expresión llena de dolor y desesperanza... Los mismos labios, exhalando alientos agonizantes...
Era ella; la mujer. La mujer a la que yo dejé morir.
—Dana Joan... —tragué saliva— ¿En qué año naciste?
—Mil nueve noventa. Mi madre era más joven que yo cuando me tuvo. Y murió en un accidente automovilístico antes de llegar a cumplir mi edad.
La fecha, las edades, la historia, la mujer en la fotografía... Todo cuadraba.
De manera que después de perder el alma de aquella mujer, cuando me recluí a mis aposentos en Umbrae Palatis, en Inferno, no habían pasado solo unos cuantos meses, como pensaba. Había permanecido dormido por casi treinta años. Dana Joan era aquella niña; quien sacudía el cuerpo sin vida de su madre. Y el precio pagado por la vida que ahora tenía, yacía bajo sus pies.
Todo me dio vueltas. Ella no se percató; estaba absorta en la tumba bajo sus rodillas.
—La mujer del hospital, y a la que di mis condolencias, era Esther; una amiga de la universidad. Era la madre de Oliver.
Pestañeé, confundido, todavía sin asimilar la información anterior, y menos aún capaz de digerir la nueva.
—O más bien... iba a serlo. —El rostro de Joan decayó, y sus lagrimales volvieron a humedecerse de rocío—. Ella... estaba lista para adoptarlo. Ya había comenzado con el papeleo y... decoró una habitación de su casa especialmente para él, con sus colores favoritos. Ropa, juguetes... todo quedó sin usar. —Conforme hablaba, su voz se iba rompiendo; primero en fragmentos, y luego en pedazos irrecuperables—. Él... pronto tendría un hogar; una madre y un padre... quienes iban a amarlo con todo el corazón... y murió antes de eso. —Por primera vez desde lo acontecido, los sollozos de Joan consiguieron crispar la expresión en su rostro y las lágrimas se precipitaron sin control por sus facciones, a medida que su pecho era sacudido una y otra vez por resuellos cada vez más estremecedores—. ¿Por qué, Philes?... ¿Por qué un niñito? ¿Por qué una madre? —sollozó violentamente— ¿Qué dios amoroso permitiría esto?
Hubiese deseado tener la respuesta; pero lo cierto es que no la tenía. Yo mismo albergaba muchas dudas.
Joan crispó los dedos en torno a la grama bajo sus palmas, llorando como una niña pequeña.
—Un dios misericordioso no se hubiese llevado a mi madre de ese modo espantoso; ni hubiese permitido a mi padre, un siervo tan acérrimo, un hombre tan bueno... enfermar de un modo tan atroz. Y desde luego... no hubiese permitido que un niño dulce y tan lleno de vida como Oliver muriese de modo tan terrible, dejando atrás con el corazón destrozado a una mujer que estaba dispuesta a amarlo con toda su vida.
Parecía que todo lo que se había estado conteniendo hasta ese momento, intentando mantenerse fuerte por los demás, hallaba una salida al fin, en la forma de gruesos caudales por sus ojos, lloviendo sobre la tumba de la mujer a quién yo había asesinado.
Llevado por un impulso me arrodillé junto a ella en la hierba, y sin ser dueño de mis propios actos, envolví a Joan entre los brazos y la sostuve con fuerza contra mí, sin poder aplacar los espasmos de su cuerpo, sacudido a fuerza de su llanto desgarrador.
—Lo siento... —mascullé contra su hombro, y sus lágrimas empaparon el mío—. Lo siento tanto... Tanto... —repetí.
Y por primera vez en mi corto tiempo como humano... lo sentí. Lo sentí, realmente... Hasta lo más recóndito de mi alma. Y compartí su dolor.
Como siempre me disculpo por la demora!! bbies, quiero que sepan que aun cuando no contesto a todos los comentarios, siempre, pero siempre siempre los leo, y significan el mundo!! así que no tengan miedo a dejármelos. Me animan a escribir como no tienen idea :') espero que les haya gustado el capítulo!! qué preguntas tienen hasta ahora? Qué conflictos sin resolver?
Cuéntenmelo todo! Y nos vemos a la próxima 7u7
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