1. Dolor
https://youtu.be/DP7rd8IA1VQ
—Cansado... —Se carcajeó, con esa risa encantadora de adolescente, la cual reptó en ecos siniestros por todo el salón.
Sus suaves rasgos, matizados por una jovialidad ponzoñosa y parcialmente ocultos por la penumbra, echaron lumbre a través del velo de la misma, y su dentadura blanca resplandeció entre bruma y tinieblas como la rendija bajo una puerta del otro lado de la cual hubiera luz; algo que era imposible allí.
Él era lo único brillante en aquel lugar devorado por las sombras. Lo más parecido al sol en ese sitio marchito y macilento...; y a la vez, lo más lejano.
Se acomodó con pereza en su asiento, y dio un suspiro exhausto, aún con una mueca burlona curvando ligeramente sus labios. Después deslizó una caricia por la piedra oscura y craquelada de la que se conformaba su asiento, siguiendo distraídamente una grieta con el dedo.
Desde los cimientos hasta la techumbre; el suelo, las paredes y los inmensos pilares que sostenían el cielo sobre nuestras cabezas, por los que escalaban las grietas como si fuesen espigas o serpientes, todo allí estaba formado a partir del mismo tipo de roca; ígnea, incrustada de minerales y metales que solo existían en ese plano.
La llamábamos «Piedra infernal». Abundaba en aquel plano, y todo allí se constituía de ella; incluido su palacio.
Asentado en el peñasco más alto y agudo, demasiado rudimentario como para parecerse a nada similar a un castillo, pero al mismo tiempo con una forma demasiado evidente para ser una formación natural en la roca, el «Palacio de las Sombras» parecía más un templo gigantesco en ruinas y con cientos de épocas de edad, donde no se adoraba a ningún dios; sino a algo muy diferente.
Había sido edificado poco después de nuestra llegada, y allí habitábamos únicamente los dos, en la más absoluta soledad.
En el centro mismo del salón principal se disponía lo que él llamaba su «trono», elaborado a partir de la misma roca, y sobre el cual descansaba la mayor parte del tiempo que pasaba allí; orgulloso cual si fuera de oro puro, y él el soberano de un grandioso reino.
¿Acaso Él se sentaba en algo parecido en sus propios dominios? Alguien como yo, dado mi nivel inferior, no llegaría a saberlo nunca.
Pero él sí. ¿Cuántas veces habría estado en su presencia? ¿Se habría sentado allí alguna vez? ¿O siquiera rozado su superficie, aunque fuera con la punta de sus finos dedos? No me costaría creerlo. Pero de ello, había sido también ya mucho, mucho... mucho tiempo.
Nunca se me hubiese ocurrido preguntárselo, así como nunca hubiese inferido en si esculpir un trono propio era una manera de ridiculizarlo, o más bien un intento desesperado de replicar algo parecido al sitio que un día habíamos considerado nuestro hogar; tan lejos del vacío desolado el cual estábamos obligados a habitar ahora.
—¿Cansado, Philes? —Su voz reptó otra vez por el vacío con una reverberación siseante—. ¿De qué, exactamente?
Abandonó su aposento para venir a encontrarme, pero se escabulló en cambio por mi lado sin siquiera dirigirme su gélida mirada, yendo a situarse entre dos de los pilares para perder los ojos en el inmenso precipicio que hendía los abismos alrededor del pináculo en que se hallaba el solio de su castillo negro.
Desde la cima, contempló con indiferencia sus vastos y desolados dominios.
El nombre de ese plano, en la lengua de los hombres, era «Inferno».
Y hasta donde alcanzaba la vista se extendía como un valle accidentado de sedimento ennegrecido, surcado de grietas profundas, y ahogado por un silencio tan absoluto que zumbaba a un punto ensordecedor, mientras que los abismos devolvían ecos a las alturas, gimiendo de manera escalofriante.
Corrían vientos violentos y extraños, venidos de ninguna parte, acarreando una bruma oscura; densa y difícil de respirar, saturada de polvillo fino y cortante, e impregnada de una intensa peste a decadencia. Los suelos eran duros. Nada crecía allí; no lo había hecho nunca.
Y yo no soportaba mirarlo. Prefería confinarme a las habitaciones del palacio desierto, donde las toscas paredes de roca infernal delimitaban mi percepción y donde podía olvidarme de la desesperante infinitud que nos engullía y aplastaba al mismo tiempo, desde tiempos remotos, y por toda la eternidad que aún restaba.
—Miles de años haciendo esto, en efecto... —murmuró él, citando mis palabras y echando un vistazo conflictuado hacia su reino yermo, aún con cierto atisbo de afecto, como si fuesen las tierras más fecundas y hermosas del mundo.
Los vientos que gemían a nuestro alrededor se agitaron sacudiendo los larguísimos cabellos rubios de su cabeza, abriendo surcos sobre su espalda.
Me estremecí al contemplar las horrendas heridas ya cicatrizadas en su piel allí donde antes se hubiesen desplegado las alas más hermosas jamás otorgadas, como único vestigio que quedaba de las mismas. El recuerdo de cómo habían lucido era todavía vívido. ¿Lo era también para él? ¿Extrañaba desplegarlas al sol y levantar el vuelo con ellas, o acaso las había sepultado en su memoria?
En su presencia, yo mantenía las mías siempre retraídas a mis espaldas. Temía ofenderlo con ellas, aunque hubieran sido completamente diferentes. Las suyas, de un blanco impoluto; las mías, negras como la noche.
—Me pones en aprietos...
Su voz arrancó mi atención de su pálida espalda, y volví a mirar a su rostro; o al menos a la porción del mismo que desde ese ángulo podía apreciar. Contrastaba de modo desconcertante con el paisaje contra el cual se recortaba. La criatura más hermosa y amada jamás creada, condenada a gobernar el lugar más miserable entre todos los planos y dimensiones conocidas.
—De cierto que te has vuelto quejumbroso en los últimos milenios, pero esto es nuevo.
Desvié la mirada de él y la perdí en la llanura con un suspiro propio. Como suponía, hablar había sido un error...
—Olvida que he dicho nada. Te compensaré.
Su risa dulce volvió a perturbar el silencio, chocando contra la piedra y retornando a nosotros en forma de reverberaciones.
—¿Y cómo planeas hacer eso; con más almas putrefactas? Tengo miles como esas. —Echó un vistazo por encima de su hombro—. Llueven millones aquí, a cada instante sin necesidad de tu labor mediocre. No —exhaló—... No quiero su maldita carroña...
Le sostuve una mirada malhumorada. Para mí todas eran iguales; insípidas, lamentables... Pero para él parecían implicar una diferencia. Despreciaba los despojos con todo su ser. Las que codiciaba eran aquellas impolutas y devotas. Todas cuantas podíamos arrancar de las manos de Él. Las mismas manos en nombre de quién otras habían arrancado sus alas y lo habían arrojado allí.
—Carroña... —repetí, dolido.
—Sí; carroña. No me has traído otra cosa desde ese día fatídico.
—¿Todavía me guardas rencor por ello? Te he dicho que no fue culpa mía.
—¿Y de quién fue la culpa? —Podía sentir en su tono que empezaba a perder la paciencia—. ¿Esperas que crea que Azrael pudo simplemente arrebatarte un alma ya pactada?
—Yo tampoco lo entiendo.
—¿Y todo el último tiempo, Philes? —se apresuró, y supe que allí pretendía llegar desde el principio... y que empezaríamos de nuevo—. ¿Pretendes culpar a Azrael también por todo el último tiempo?
No. No lo pretendía. Desde luego que no, pero en una cosa tenía razón, y era que algo había cambiado en mí desde ese día. Como si hubiese terminado en ese preciso instante de perder todo remanente de estímulo por mi propia tarea; cuan escaso fuera.
O... como si hubiese perdido mi habilidad. ¿Qué me quedaría entonces? Sin ella, no tenía medios para cumplir mi misión; y sin ellos... no tenía una misión que cumplir...
—¿O es que acaso le tienes miedo? —se burló—. A una pobre ave ciega...
Perdí con ello mi propia paciencia. No toleraría más sus insultos.
—Haz a un lado ya la parafernalia. Si estás de mal humor y lo que quieres es desquitarte con alguien, adelante; pero no finjas estar todavía ofendido conmigo por ello.
—Aseveras aquello con bastante arrogancia.
Callé, y sus ojos centelleantes me fulminaron, aunque continuaba sonriendo. Se tomó una pausa de labios apretados antes de hablar.
—He de admitir que después de siglos teniendo que soportar tu odioso acto de fervor y pleitesía, esta altivez tuya resulta interesante. Pero has elegido el peor momento; pues ahora mismo estoy irritado. —Alzó la voz por encima del eco de los vientos de forma teatral—. Tus hermanos todavía me reverencian cada vez al saludarme, y otra vez al despedirse. Piden mi venia antes de pronunciar palabra alguna. Y tú... Mi mano derecha; casi mi igual... —Abandonó su lugar cerca del precipicio y se acercó con una mueca apesadumbrada en el rostro que no podía ser más fingida—. Me lastimas, querido Philes...
Depositó sus manos sobre mis hombros y después sus dedos se deslizaron hacia mis alas y se hundieron entre su plumaje. Me contempló con gesto trágico.
No reaccioné. Y viendo que sus ardides no tenían ningún efecto en mí, torció la expresión y volvió a ascender a su trono, en donde se dejó caer pesadamente:
—Solías ser tan competente... Me conseguiste las más valiosas, y ahora no puedo recordar cual fue la última que consiguió excitarme... ¿Qué ha pasado contigo? Con tu pasión y tu vigor... ¿Ya no eres feliz sirviéndome?
—Nunca he dicho eso.
—¿Ya no te complace tu misión?
Agrié el gesto sin casi percatarme de ello.
—Es la misión que me encomiaste.
—No es eso lo que te he preguntado.
—... Y seguiré cumpliéndola por todo el tiempo que sea tu deseo; date por satisfecho con eso.
Por primera vez quizá en siglos, su rostro perdió aquel encanto característico, y sus hermosas facciones se tornaron más recias y duras que la piedra infernal. Tensé los hombros; mas no me apabullé.
Tras un instante, un respiro hinchió su pecho y dejó reposar su mejilla sobre los nudillos de su mano empuñada al exhalar. Lucía decepcionado... ¿Qué, de todo lo que había dicho, era lo que le había contrariado tanto? ¿No le daba gusto oírlo?
—¿De manera... que esto es así? —musitó con pocas fuerzas— ¿Piensas que me complace oírlo?
Se levantó entonces de su trono y lo rodeó con una mueca desdeñosa en los labios, hasta situarse al respaldo, desde donde echó, a través de los pilares de ese lado del salón, un vistazo a la otra mitad de su reino al pie del peñasco, tan inmensa y mustia como la primera.
—¿Sabes cuál es tu verdadero problema, Philes? —No respondí; él lo hizo en mi lugar—. Estás ocioso. Tienes demasiado tiempo libre para cuestionarte este tipo de cosas. Lo cual es singular —añadió, con otra risa—, porque no es como si te faltara el trabajo, precisamente. En cambio eliges confinarte en este agujero como si estuvieses «oh, tan cansado» de servirme, cuando en realidad hace décadas que no haces nada similar.
—¿En verdad supones que todos los demás; los que se pasan la vida allá afuera; están cumpliendo gustosos su labor? —perdí el temple— Están fuera de control; no te obedecen... Prefieren pasar la breve vida de los cuerpos endebles que poseen abocados a placeres carnales hasta pudrirlos y que no quede nada que puedan ofrecerte.
—Eso es evidente. Pero ser evidente no es tu trabajo, ¿o sí, Philes? —añadió con acritud—. No necesito oír nada de lo que creas que tengas para contarme. Puedo saber incluso lo que pasa por tu cabeza ahora mismo. —Me arredré, intentando medir el volumen de mis propios pensamientos, por miedo a que le gritasen demasiado alto—. Todas las cosas que te estás frenando de decirme... ¿Crees que es mi primera vez lidiando con esto? ¿Cuánto tiempo dices que llevas; miles de años? En realidad, son muchos más que eso; no te menoscabes. ¿Quieres saber cuántos llevo yo? Lo creas o no, tengo la cifra exacta.
—Si no mal recuerdo, vinimos a parar a este agujero juntos.
No pasé por alto la forma en que su rostro se torció al oírme. Lo tuve frente a mí en menos tiempo del que me tomó darme cuenta de que lo estaba mirando cara a cara.
—¿Estás muy seguro de ello? —Y dudé.
No solo eso; por primera vez en mucho tiempo, sentí temor de él.
Lo había visto castigar con destinos indigestos a otros por impertinencias mucho menores. La amenaza en sus ojos me disparó escalofríos. A veces me confiaba demás... Pensaba que su predilección hacia mí, por encima de cualquier otro, me concedía la gracia inmarcesible de su piedad. Pero por mucho que fuera más benevolente que Él, seguían siendo idénticos en algo: la proverbial ira destructiva.
Y él tenía la potestad de obliterarnos tan fácilmente, porque era casi tan poderoso. Había sido solo su arrogancia lo que lo había desechado en este agujero oscuro; y a todos nosotros con él.
—No pasemos por alto, querido Philes, que pudiste escaquearte todo este tiempo, y hubiese bastado solo con esperar un poco más para que me olvidase de que estaba molesto contigo. Nunca puedo estarlo por demasiado tiempo... ¿Dudas que seas mi favorito? A estas alturas ya deberías saberlo —inquirió con una sonrisa tensa—. Pero en cambio viniste aquí a quejarte y a recordármelo. Tuvo que ser por un motivo, ¿correcto? —señaló—. Y resulta que, a diferencia de «otros» —hizo un gesto simbólico al techo sobre nuestras cabezas—, yo sí escucho lo que mis fieles súbditos tienen para decir. Y creo que ya has dicho suficiente.
Se movió por mi lado y encaminó sus pasos al gigantesco umbral sin puerta, del otro lado del cual se desplegaba un cielo negro y tormentoso. Viró ligeramente sobre su hombro al ver que no lo seguía.
—¿A qué esperas? Camina conmigo.
—¿A dónde?
—A un sitio especial.
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https://youtu.be/tjvD5HHUsVg
El escabroso lugar al que nos condujo siempre conseguía poner en carne viva mis nervios, y esta vez no fue la excepción.
Conforme descendíamos, los alaridos empezaron a oírse incluso antes de comenzar a ver la niebla rojiza que saturaba allí el aire, cada vez más densa conforme más nos internábamos en el «El último Círculo» —el lugar más recóndito y miserable de Inferno—, al punto en que resultaba difícil ver a través de ella.
A nuestro alrededor, el paisaje era muy diferente al de arriba; al plano en que habitábamos nosotros.
Si nuestro círculo era la personificación de la decadencia, este no encarnaba sino agonía. La piedra infernal que conformaba los suelos y picos afilados que se alzaban como fauces entre los nubarrones era de una especia distinta; roja y de un brillo particular; todavía más saturada de metales, y desprendía un polvillo fino que se adhería a toda superficie. Colmaba allí el aire una calima húmeda y caliente que cuajaba a veces sobre los suelos en forma de lluvia, y que, teñida por el polvillo bermejo de la piedra, transcurría por los suelos como ríos de aguas infestas de color rojo cual si fuera sangre. Nada tenía allí una forma íntegra, ya fuera física, como en el plano terrestre, o etérea, como la nuestra; no quedaban sino fragmentos de almas ya despedazadas en la forma de sombras o siluetas imperfectas, dueñas nada más del recuerdo de las que alguna vez fueron sus voces, y las cuales gemían víctimas del sufrimiento y la culpa.
Mi mirada sobrevoló la inmensidad y se perdió en el horizonte, borroso entre la niebla rojiza y caliente.
Le buscaba por todas partes, a aquello, pero no podía verlo. Y perderlo de vista era algo sumamente difícil. Pero estábamos en sus dominios ahora, e íbamos directamente hacia sus aposentos.
De pronto, de la nada y obedeciendo a todos mis temores, emergió. Colosal y terrorífica; una silueta negra monstruosa.
Los escalones bajo nuestros pies retemblaron con el ensordecedor rugido ronco y metálico que huyó de sus fauces, y que vibró a través de la roca, desprendiendo peñascos que fueron a hundirse pesadamente en las aguas carmesí, salpicando ríos sangrientos a todas partes.
Di un repullo, y me encogí como si fuera un animalillo asustado. No fui dueño de los pasos que me forzaron a retroceder hasta chocar tan duramente contra la piedra infernal roja, que debí dejar en ella una clara impresión de la forma de mis alas erizadas, y la cual saturó a la vez el plumaje de las mismas de polvo rojizo y colmó el aire de una nube densa de partículas.
La risa encantadora vino casi al mismo tiempo, pero no le vi el rostro, el cual estaba seguro de que hallaría genuinamente divertido. Mi mirada atenta y aterrorizada estaba puesta en la gigantesca silueta agazapada del otro lado de los pilares de roca que flanqueaban el camino en descenso.
Encorvada no era menos grande; si acaso el doble de siniestra, y cuando viró en nuestra dirección y sus ojos como hogueras me atraparon, sentí el miedo ensartarse como agujas por todo mi ser.
Estaba seguro de que de haber entrado solo en sus dominios, se hubiese abalanzado ya sobre mí, directo a destrozarme allí donde me hallara. Le había visto hacerlo con otros, y las hórridas imágenes prevalecerían por siempre grabadas en mi memoria como recordatorio de cuán poca clemencia podía llegar a mostrar nuestro soberano.
Solía ser ese el castigo que impartía como condena a los errores que consideraba imperdonables. Y yo debía pararme siempre a su lado y ver llevarse a cabo la sentencia en cada ocasión.
La bestia dio un paso en nuestra dirección, sacudiéndolo todo; mas, bastó una sola mirada de su señor para disuadirlo y retenerlo en su lugar. Solo a él le obedecía, y yo no tenía certeza de qué tan inquebrantable era su fidelidad. Prefería no pensar en ello, solo porque no me atrevía a imaginar si no fuera de ese modo.
Echó por encima de su hombro una sonrisa mordaz en mi dirección, con las cejas enarcadas en una entremezcla de mofa y placer, y su risa embelesadora parecía una burla cruel en aquel sitio desvaído de toda alegría, donde gemían millones de voces agonizantes.
—¿Le temes a Satán?
—No.
—Curioso —prosiguió, como si no me hubiese oído—. Porque sólo existen dos seres a los que él teme. Y yo soy uno de ellos. Pero tú en cambio tienes la valentía de venir ante mi presencia y conducirte de modo insolente —añadió, cuando cruzábamos el último umbral de piedra roja, hacia el cubil ardiente de la criatura que allí anidaba—. ¿Qué crees que nos dice eso, querido Philes?
Lo ignoré, todavía incapaz de apartar la vista de la bestia que nos acechaba en las lejanías. Sus ojos aún refulgían entre la niebla escarlata como llamaradas feroces, puestos en nuestra dirección y siguiendo atento nuestros pasos, presto a atacar al menor tropiezo.
No dejé de vigilarlo sino hasta que llegamos al fondo, a un paraje de arenas rojas, movedizas y difíciles de transitar, por donde hicimos camino a una suerte de coliseo circular en ruinas a la distancia, en medio del cual distinguí un inmenso altar que no había visto nunca, pues jamás me había aventurado tan profundo en ese círculo. Nunca lo hubiese hecho por cuenta propia, y era la primera vez que él me llevaba allí.
A nuestro alrededor, las planicies de arenas rojizas parecían moverse con vida propia, y los ríos carmesí se abrían paso entre la misma para ir a desembocar a un mar sangriento, desde donde las voces parecían gemir con más fuerza.
Aparté la vista del paisaje, abrumado por el mismo y llevé los ojos de vuelta al coliseo. La distancia disminuía, y entorné la mirada intentando ver a dónde nos dirigíamos mientras cerrábamos nuestra distancia hasta el centro del cual.
Fue entonces que distinguí allí, dispuesto sobre el altar, un cofre metálico de grandes proporciones, oprimido bajo el peso de largas y pesadas cadenas oscuras que chillaban aún sin ser tocadas.
Era la primera vez que lo veía. Ni siquiera sabía de su existencia.
Junto con la intriga vino un sentimiento de traición, y contemplé a mi silencioso acompañante. Aún luego de eones a su lado, sentí que había tantas cosas que ignoraba de él...
—¿Qué hay dentro del cofre? —quise saber.
Pero él se detuvo de pronto, bajo uno de los umbrales de los arcos que rodeaban el coliseo, y me indicó aguardar en donde estaba, para luego ir a aproximarse en soledad y por su cuenta.
Obedecí, como obedecía siempre; sin importar qué implicase la directriz que me mandasen acatar. Lo había hecho durante toda mi vida, y había ido a parar allí... A depositar mi completa devoción en manos de la criatura más voluble que había conocido nunca.
Una vez en frente del cofre, bastó un movimiento de su mano para que las cadenas cayesen pesadas alrededor del zócalo del cofre, y él lo abrió con ceremonia y hurgó dentro con cuidado.
Desde mi lugar, me debatí inquieto sobre los talones, más perturbado por aquello que nos acechaba, rondando a una proximidad cada vez más osada. Podía escucharle cerca... Solo con moverse se estremecía el aire y sus pezuñas emitían un retumbar que sacudía los suelos. A esa distancia solo podía distinguir sus formas, pero conocía bien su aspecto de cerca, y no había visto nada; absolutamente nada a lo largo de toda mi existencia inmortal, más espantoso y nefasto que aquel ser.
Coronado de dos pares agudos de cuernos erigidos hacia las alturas, con una cola espinada, terminada en una terrible punta de flecha, y a medio camino de ser un animal enfierecido de aspecto cabrío, parado en patas unguladas, con un rostro inquietantemente humano, a la vez que horriblemente demoniaco, una criatura como aquella, de esas magnitudes y dueña de aquella fuerza y poder insólitos, escapaba a toda comprensión concebible, incluso para nosotros.
Ninguno sabía qué era, y cómo había ido a parar a ese lugar, solo que ya habitaba allí antes de que nosotros llegásemos. Probablemente lo había estado por más tiempo del que era cuantificable, y merodeaba ese sitio como un guardián feroz, verdugo y a la vez castigo de las almas que allí iban a parar. Tan solo las más despreciables. La peor escoria entre la más repugnante.
No sabía qué contenía el cofre, pero podía imaginar que era en extremo valioso tan solo por el hecho de que su dueño hubiese elegido ese sitio en particular para atesorarlo, y a una bestia tan arcaica, sanguinaria y terrible como Satán para custodiarlo.
—Tengo algo para ti —dijo entonces, todavía frente al cofre, conforme volvía a rodearlo con las cadenas. Eran como hilos que se balanceaban ligeros entre sus dedos, aunque tenían el grosor de serpientes gigantes.
Al acabar y regresar a mi lado, no cargaba nada en las manos; fuera lo que fuera, ya lo tenía bien oculto.
—¿Qué es?
—Lo sabrás muy pronto. Andando.
—¿A dónde vamos? ¿A qué viene tanto misterio?
—Te haré un regalo, Philes —reveló al fin, al detenerse junto a mí, antes de continuar avanzando, esta vez para hacer el camino de regreso—. Un regalo como el que no he hecho a nadie. Jamás. Pero no aquí. Regresemos; todavía queda una parada.
***
La oscuridad en aquel plano era muy diferente de la que conocía.
Saturada de luces brillantes por todas partes, ruido y humo de maquinarias..., la noche ya no existía como tal. Se convertía en una extensión de un día caótico que no terminaba nunca.
Las estrellas ya no eran casi visibles. Opacadas en estos tiempos por las poderosas luces artificiales creadas por el hombre, nunca era capaz de divisar ni una sola en el cielo cada vez que visitaba el plano terrenal para llevar a cabo mi labor, por más que las buscase. En lugar del hermoso firmamento azul y violeta, salpicado de estrellas como escarcha de colores, el cual había ornado alguna vez los cielos, no había sino un manto negro y espeso que parecía a punto de caer sobre la tierra y sofocar a sus habitantes. Faltaba el resplandor de los astros titilando a lo lejos para apreciar la profundidad de la infinitud.
https://youtu.be/JYMr72TxsSo
En esta ocasión, el cielo estaba abovedado por completo de nubarrones oscuros, y caía un suave cuajo de nieve, el cual flotaba ligero en el viento, empezando a cubrir la ciudad con un velo blanco, frágil y translúcido. Restaban cosas bellas en la tierra, pero eran pocas y nimias...
Noté que nos hallábamos sobre el tejado de un edificio alto, con la ciudad desplegada ante nosotros. Oí un suave respiro a mi lado.
—Casi no puedo recordar la última vez que estuve aquí... —musitó mi acompañante, con la vista puesta en la lejanía.
Yo me abstuve de seguir mirando. Había visto ese paisaje tantas veces que no significaba nada para mí. En cambio, lo observaba a él...
Prevalecía en su forma etérea; la de un joven alto, delgado y porte aristocrático. Largos cabellos del color del oro blanco y rasgos suaves, tan hermosos como ambiguos.
Tras adoptar nuestra nueva naturaleza, habíamos elegido ambos una identidad masculina. Él, como una forma de desquitarse; y yo, por seguirlo, como había hecho siempre, con resultados catastróficos en cada ocasión, desde que habíamos cruzado, para bien o para mal —la mayor parte del tiempo, lo segundo— nuestros caminos.
Sin embargo, él conservaba aún el aspecto delicado que había poseído siempre, típico de aquellos como nosotros; y más típico aún de él.
Al fijarme mejor, su modo de mirar me resultó diferente... Había una emoción extraña en sus ojos mientras peinaba los alrededores. Tristeza, rabia... a la vez que un rencor recalcitrante... Como si buscara allí algo que ya no estaba. Como quien contempla un jardín al que un grupo de niños ha arrancado una a una todas las rosas.
Contagiado por la nostalgia de su expresión, miré también al frente. Desde luego que todo había cambiado bastante desde la última vez que estuvimos allí juntos. Nosotros también lo habíamos hecho.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
Se tomó una pausa antes de hablar. Lo hizo de manera comedida, todavía cavilante, y sin hurtar nunca la mirada del mundo terrenal a nuestros pies.
—Buscando una solución a tu problema. Y también al mío. —Cerró por un momento los ojos, rompiendo al fin su enajenamiento, y volvió a mirarme—. ¿Comenzamos?
Extendió una mano en mi dirección. Pensé me instaba a tomarla, y la examiné con un titubeo, pues no conocía aún sus intenciones.
Mas, cuando giró el dorso y me mostró su palma, vi que sujetaba un objeto que no reconocí al principio. Largo, delgado y curvo, de un color amarillento; opaco y antiguo. La superficie lucía como roca erosionada, corroída por el tiempo.
Me paralicé, perplejo, al analizarlo mejor y darme cuenta de qué era. Se trataba de un hueso humano. Una costilla.
Levanté la vista a la suya, sin comprender.
—¿Cuál... es el significado de esto?
Y, sin decir una palabra, me mostró una de aquellas sonrisas tan embelesadora como siniestra. Me distrajo lo suficiente con ella como para que no pudiese adivinar su siguiente movimiento.
No lo vi venir, solo tuve de pronto sus ojos clavados en los míos cuando se precipitó en mi dirección, y me percaté demasiado tarde de lo que pretendía, en cuanto el extremo afilado del hueso que blandió cual fuera una daga, penetró en el centro de mi abdomen, provocando que me doblase en dos en torno a la mano que lo empuñaba.
Nos contemplamos en silencio por unos segundos. Él, expectante. Yo, lleno de preguntas a las cuales no hallé en su rostro imperturbable ninguna respuesta....
No sentí nada al principio. Pero aquello no duró por mucho tiempo.
https://youtu.be/P5Kopw_y9DI
Me atacó de pronto un calambre excruciante, el cual nació en la herida abierta de mi torso y se extendió por todo mi cuerpo de un modo demasiado real; como ningún otro que hubiese sentido nunca; ni aún producto de las heridas recibidas en la guerra antes de ser desechados al abismo infernal. Ni aún al final de nuestra larga caída...
Cuando se apartó, su mano estaba vacía. Comprendí que había dejado al interior de mi cuerpo la costilla usada como arma, y en el camino de la misma un orificio sangrante. Sin decir nada, se inclinó en pos de mí, y una vez estuvo lo suficientemente cerca, sopló al interior de mi nariz con un suave y cálido aliento.
Al siguiente instante, el agujero en el centro de mi torso se cerró antes siquiera de que pudiese tocarlo con mis manos, dejando nada más que una cicatriz de carne tierna en la que no pude penetrar con mis dedos erráticos en el afán de arrancar de mí el objeto ajeno.
—¡¿... Qué... has...?!
Y entonces, el verdadero suplicio comenzó.
El hueso abandonado al interior de mi cuerpo comenzó a estremecerse y a pulsar, y se movió como dueño de una voluntad propia hasta acomodarse y quedarse quieto en un punto específico, en mi costado. Desde allí, disparó terribles corrientes por toda el área circundante, la cual palpitó a su alrededor, ejerciendo una insoportable presión. Una sensación aciaga se desplegó entonces a partir del mismo, empezando a recorrer cada nueva fibra de cada nuevo músculo que comenzaba a formarse para dar forma al cuerpo material del que apenas comenzaba a ser consciente. La de un hormigueo intenso, como el de cientos de agujas, acompañado de un frío acerbo, a la vez que un calor ardiente.
Había experimentado antes algo similar antes, durante mi metamorfosis, al adoptar mi nueva identidad. Pero nunca como esto...
Me sentí pesado, atraído a la tierra como si algo tirase de mí con fuerza. Me aplastaba; me hundía los pies en el concreto del techo del edificio y me derribó sobre las rodillas, las cuales resintieron el golpe del suelo duro en toda su magnitud, emitiendo un crujido desagradable.
Caí hecho un ovillo lamentable sobre el suelo. La aspereza del cemento parcialmente cubierto de nieve me hirió la piel, y el frío despiadado de las esquirlas de hielo se hendió en mi carne como cuchillas.
Sobrevino luego una aglomeración de emociones y sensaciones nuevas y agobiantes. Mi mente quedó en blanco y mi estado de conciencia se desvaneció. Ya no sabía sino solo lo que podía captar mediante un espectro rudimentario de sentidos primitivos.
Mi rango de visión tenía ahora un límite más allá del cual no podía mirar, y poseía un alcance pobre que abarcaba una distancia corta. Los colores eran más opacos, las imágenes menos nítidas...; mis ojos empezaron a arder, y tuve que cerrarlos. Luego otra vez. Hube de hacerlo sin parar a partir de ese momento.
Después vino el ruido. Aún si el alcance de mi audición se hallaba tan reducido como el de mi vista, los sonidos alrededor golpeaban mis oídos con fuerza, penetrando tan profundo en mi cabeza que no me permitían oír mis propios pensamientos, o mis propios alaridos. Los más agudos me apuñalaban las sienes; y los más graves golpeaban el fondo de mi pecho de manera extraña.
Me cubrí las orejas con las palmas, y el bloqueo repentino de la audición me confundió y desorientó, obligándome a retirarlas.
—¡¿Qué está pasando?! —chillé, aterrorizado.
Clavé esta vez mis uñas al interior de mis oídos. Me dolieron y las retiré. Había sangre debajo de las mismas cuando contemplé mis dedos temblorosos, a través de la bruma de mis ojos llorosos, con lo cual me percaté de que había cesado otra vez de cerrar y abrir los párpados, y de que ahora necesitaba hacerlo constantemente, o el despiadado frío invernal me mordía los globos oculares.
https://youtu.be/U7mwcn8njt4
Por encima del ruido, pude sentir su risa encantadora, que ahora sonaba espantosamente alta. Tuve que volver a cerrar los ojos varias veces antes de poder verlo con claridad y comprobar que se divertía con mi sufrimiento como hacía milenios no le había visto divertirse con nada.
—Se llama «pestañear» —se burló—. Es un reflejo; te acostumbrarás pronto a hacerlo sin pensar en ello. También a respirar.
Hizo falta que lo mencionase para percatarme de que comenzaba a ahogarme y tuviera que dar arcadas intentando inhalar el aire para no asfixiarme, asido a mi garganta sin comprender por qué parecía que el aire no fluía correctamente por la misma, aun cuando jadeaba con toda la fuerza de mi pecho.
El concreto acerbo todavía arañaba mi piel; el hielo todavía se metía por mis poros. El ruido, la luz, el peso de mi propia carne sobre mis huesos frágiles, el gusto agrio del miedo en mi lengua...
Sentía. Lo hacía como nunca lo había hecho antes. Sentía como debía sentir un ser humano... porque ahora lo era.
Y conforme comprendía y asimilaba esa idea, la desesperación y el terror crecían.
—¡Haz que pare...! ¡¡Haz que pare, por favor!! —supliqué.
Y él sólo observaba. Observaba y reía, disfrutando el espectáculo.
—Estarás bien —me riñó, con cariño y paciencia, empleando el tono de un padre amoroso. Como si no fuera la misma persona que estuviese observándome sufrir sin un ápice de remordimiento.
Comenzó a dar vueltas a mi alrededor como un ave al acecho de una presa herida, confiada de una cacería fácil.
—... ¿Buscas... castigarme...? —boqueé, aún con serios problemas a la hora de respirar. No podía coordinarlo; jamás había aprendido a hacerlo. Jamás lo había necesitado.
Él continuó con su paseo descuidado: el cabello rubio flotando sobre sus hombros con la brisa nocturna.
—Si hubiese querido castigarte en verdad, te hubiese convertido en un anciano decrépito y senil. En cambio te he dado un cuerpo joven, fuerte y sano. Por otro lado, mírate... Deberías estar agradecido; te he permitido conservar tu hermoso aspecto.
Contemplé otra vez mis manos largas, de piel pálida y cetrina, y estas asieron el cabello de mis sienes, pero algo había cambiado. La melena que normalmente caía por mi pecho ahora no se alargaba sino hasta mi mentón, por más que tiré de ella para poder mirarla bien.
Colgaba pesada y en forma de ondas compactas, impregnadas de la humedad de la nieve que había recolectado al arrastrarme por el suelo.
—¿¡Qué... pretendes!? —hallé la fuerza para bramar.
Me contempló, poco impresionado por ello.
—Tu problema, como dije, es que estás ocioso. Y mi problema eres tú, quejándote por eso todo el tiempo. ¿Recuerdas lo que te dije antes? Bien, Philes. Este —dijo, extendiendo la palma al frente, hacia la ciudad— es mi regalo para ti.
Pestañeé sin entender.
—¡¿De qué... estás...?!
—Seis meses —me cortó—. Seis meses, seis días, y seis horas. —Se carcajeó de su propia broma como si fuera la ocurrencia más irrisoria y original del mundo.
En algún momento, la humanidad había decidido de forma colectiva que ese número simbolizaba algo. Y como cada cosa que los humanos especulaban acerca de su naturaleza, lo había adoptado como una realidad, a manera de mofarse de ellos.
Repasé sus palabras sin entender a qué se refería.
—¿Seis meses... para qué?
—Es el tiempo del cual dispones.
—Todavía... no entiendo nada. ¿Qué requieres de mí? ¡¿Qué esperas que haga en este sitio?!
—Eso depende de ti. Tienes tiempo para pensarlo, pero yo que tú me apresuraría. Tic-toc, tic-toc, Philie. Haz lo que dices que hacen todos los demás. Bebe, prueba drogas, come, ve de fiesta, ten sexo... Puedes considerar esto como vacaciones. Una nueva perspectiva. —Torció una sonrisilla como la de un niño al pronunciar lo último—. No necesitarás poseer un cuerpo, como los demás, pues ya te he dado uno propio. Uno que es tuyo y que puede contener tu esencia sin podrirse ni darte problemas. ¿Todavía te caben dudas de cuánto te quiero? Aunque... claro, todo tiene un precio. Te aseguro que no las extrañarás. Yo he dejado de hacerlo hace mucho tiempo...
Noté que ya no miraba a mis ojos, sino al sitio detrás de mi espalda y me recorrió un horrendo escalofrío al adivinar la dirección de su mirada cruel y asociarla a sus palabras, pues aún no había reparado para ese entonces en ese detalle. O más bien, en la falta de aquello que debería estar allí, y que ya no podía sentir, pues me había despojado de ello, igual que habían hecho con él hacía milenios.
Llevé las manos al sitio detrás de mis hombros. Los estrujé y arañé al no hallar nada, y una amargura diferente me atravesó de parte a parte. Una que no era física, pero que resultó más terrible que si lo fuera... al percatarme de que faltaban mis alas.
Mi boca cayó abierta. Mis ojos se colmaron de bruma otra vez, aun cuando continuaba pestañeando, y algo se derramó desde los mismos. Agua. Trazó un camino caliente sobre mis mejillas y cuando tocaron mis labios y percibí un gusto salado y amargo, supe que eran lágrimas.
Las conocía... Las había experimentado una sola vez.
Mas estas eran de la clase más agria. Las lágrimas de pesar al perder algo preciado; como las lágrimas de aquella mujer, por su hija.
Lo comprendía ahora. Ahora que era humano...
Había perdido otra vez la capacidad de respirar, pues mi pecho se agitaba en jadeos violentos.
—... Cómo... has podido —giré intentando erguirme, y cuando lo conseguí, azoté el suelo bajo mis palmas con un golpe con todas mis fuerzas, con el costado de mi mano empuñada, provocándome otra corriente, la cual ignoré, producto de la rabia—. ¡CÓMO HAS PODIDO!
Esta vez no necesitó empinarse para encararme. Arrodillado sobre el suelo, fui yo quien tuvo que alzar la mirada, cuando se inclinó sobre mí. Había un goce sádico en su forma de sonreír.
—Tal parece que el tiempo a mi lado te ha hecho olvidar quien soy. ¿Creíste que toleraría tus insolencias por siempre? ¿Olvidas quién te hizo quién eres ahora? ¿Quién te arrebató de los brazos de la muerte y te dio un propósito?
El hecho de que me lo recriminase me lastimó más que cualquier sensación humana. Jamás lo había hecho antes, en todo el tiempo que llevábamos juntos.
—No lo olvido —mascullé por entre los dientes—. Ni tampoco que al hacerlo me condenaste a una eternidad junto a ti... —le reproché en retorno—. Y tú pareces olvidar... quién lo sacrificó todo por ti, y quién estuvo a tu lado durante eones; después de que se te ocurriera desafiarlo a Él. —Su rostro perdió parte del color, a la vez que su sonrisa desapareció—. ¿Quieres destruirme? ¡¡Hazlo!! ¡Lo prefiero, antes que esto! ¡No te atrevas a dejarme así! ¡¡Convertido en esta-.... en esta maldita escoria humana!!
Al momento de volver a erguirse, no restaba rastro de humor en sus facciones. Las impregnaba una acritud fría.
—Seis meses, seis días, y seis horas, Philes —repitió—. Confío en que encontrarás la forma de pasarlos. Habrás de alimentarte; o tu nuevo cuerpo dejará de responder y padecerás entre la vida y la muerte hasta que el plazo se cumpla y decida venir por ti. En segundo lugar... —Se llevó una mano al rostro, rozando sus labios con sus delgados dedos, y volvió a sonreír; recuperado parte de su ánimo, obra con toda seguridad de alguna ocurrencia malévola—. Pensándolo mejor, creo que es más interesante dejar que lo averigües por tu cuenta.
Vino entonces encontrarme nuevamente y acunó mi quijada entre sus palmas. Experimenté con ello y por primera vez el tacto, de una manera en la que nunca hubiese creído que fuera posible.
¿Cómo podía sentirlo de ese modo, si él continuaba siendo un ente etéreo? ¿Acaso había adoptado también un cuerpo físico? ¿De qué manera y en qué momento?
Acarició los contornos de mi rostro incrédulo con sus finos dedos pálidos, acomodándome tras las orejas bucles de pelo negro, opuestos a su cabello lacio y dorado. Me observó por algunos instantes con algo muy parecido al cariño, pero más mordaz y gélido; si acaso ambas emociones pudiesen coexistir en la más perfecta armonía.
Por un momento, juré ver en su expresión cierta melancolía.
—Mi dulce, mi amado Mephistopheles; príncipe de todos los demonios... —Y entonces, de forma inesperada, posó sus labios en los míos brevemente.
Su boca estaba tibia. Percibí con claridad su calor húmedo.
Ahora ya no me quedaban dudas.
Estaba en posesión de un cuerpo tan humano como el mío. ¿Cómo era posible? ¿Tenía él en verdad ese poder y yo había pasado la eternidad ignorándolo, al igual que el cofre y el hueso misterioso que contenía? Lo contemplé absorto cuando se alejó.
—Esta es tan solo una de las cosas que puede sentir tu cuerpo material ahora —me reveló—. Hay otras menos agradables; dudo que las recuerdes... Déjame mostrarte mi favorita.
Dicho esto, con la misma delicadeza con que antes acunaba mi rostro, posó una mano sobre mi frente y luego empujó. No fue demasiado fuerte, pero sí lo suficiente como para provocar que me tambalease al borde del tejado edificio y cayera al vacío sin remedio.
No entendí por qué lo había hecho. No lo entendí hasta que sufrí mi segunda emoción humana. Un vacío en algún lugar de mi estómago, que me llevó a agitar manos y piernas en busca de algún asidero para evitar lo inevitable.
Y se rio por última vez antes de desaparecer, dejando nada más que un eco que recorrió la calle y me acompañó hasta el final de mi caída, antes de golpear el suelo.
La nieve que lo cubría era demasiado escasa para amortiguar el golpe. Lo sentí hasta la médula.
Hubo un crujido. Y luego, una vez más aquella sensación ardiente y horrenda, desplazándose y quemando por todo mi ser.
¿Fuego?
No; fuego no...
Dolor.
—Maldito seas... —Jadeé por aire, de nuevo incapaz de respirarlo—. ¡¡MALDITO SEAS, LÚCIFER!!
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