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Capítulo 3

Mi madre parecía niña con juguete nuevo. Invitó al sacerdote a comer más tarde y para hacer más grande su felicidad, él aceptó.

Nos marchamos de la iglesia y mi madre se veía enérgica de lo feliz que estaba. Ojalá fuera por mí. No pude evitar sentir un rizo de celos a causa de ello. Podía asegurar que a mi madre no le importaría que me desapareciera durante esa comida. Mi humor redujo considerablemente al pensar en ello.

Cuando llegamos a la casa, mamá se puso a buscar ingredientes para la comida y yo me fui a mi cuarto y me tumbé en la cama y me puse los audífonos.

Escuchaba la música que guardaba en mi celular en aleatorio. Un momento podía estar escuchando algo de Morat y al siguiente estar escuchando un corrido de Laberinto.

Movía la cabeza al ritmo de Own The Night de Area21 cuando mi celular emitió un pitido que interrumpió la canción brevemente. Quise ignorarlo, pero al final la curiosidad pudo más y revisé la bandeja de entrada. Ojalá no lo hubiera hecho.

Era otro mensaje de Hugo.

"Ya sé que me porté mal y aceptaré las represalias, pero no hasta que me escuches. Por favor ven a verme en el puente a las seis"

Dudé y eso lo puedo jurar. ¿A qué iría? ¿Para qué me querría? ¿Qué iba a explicar? Esas eran preguntas que no necesitaban respuesta. No debía ir, él quería manipularme otra vez y sus acciones ya no tenían explicación. Pero la curiosidad y mi insano deseo de que él cambiara fueron más grandes.

Escribí una respuesta.

"Claro, pero no tengo mucho tiempo"

Apagué el celular y seguí con lo mío hasta que me quedé dormido.

Me desperté cuando el viejo timbre resonó por toda la casa. Miré la hora en el reloj de mi buró, eran las cinco veinte. El timbre sonó otra vez; suspiré y me levanté. Con el cabello negro desordenado y enmarañado, una desventaja del cabello ondulado era que se enredaba con bastante facilidad, pero eso no era algo que me atreviera a decir en voz alta o mi madre me pediría amablemente que lo cortará —me lo cortaría ella como cuando era un niño—. Bajé las escaleras y caminé hacia la puerta.

Ahí, parado con una impecable camisa blanca de botones como la mía y vaqueros, estaba el sacerdote Luan. En una mano llevaba una bolsa de papel y la otra mano levantada en un puño para llamar a la puerta, pero por alguna razón que no quería averiguar, estaba mirando calle abajo. Tuve que dar un paso atrás antes de que me quedara sin nariz. Abrió los ojos y sus mejillas se sonrojaron en cuanto giró la cabeza y me vio.

—Uh, lo lamento —se disculpó con la voz un poco ronca—. Me distraje un poco. Buenas tardes, joven Veralta.

—Carter —dije—. No me gustan las formalidades, Sacerdote. E igualmente, buenas tardes.

Asintió con la cabeza, luego:

—No estoy muy acostumbrado a hablarle por su nombre a cualquiera —sonó casi avergonzado—. Así que si va a ser así, le pido que no me llame sacerdote, señor Carter.

Apreté la mandíbula. Escuché a mi madre canturrear en el jardín sobre un amor limosnero que se termina.

—Me considero demasiado joven para que me llamen señor —espeté.

—¿Qué tan joven puede ser...?

—¡Tengo veintiuno! —chillé, aunque jamás admitiría que estaba aterrorizado ante la idea de parecer mucho mayor.

Luan levantó las cejas.

—Eres demasiado joven —murmuró.

—Afortunadamente, señor Corine —refunfuñé.

—Me considero demasiado joven para que me llamen señor —me lanzó mis propias palabras a la cara.

Esboce una sonrisa.

—¿Qué tan joven puede ser un sacerdote?

—¡Tengo veintitrés! —soltó.

Fruncí el ceño.

—Y te atreves a decirme 'demasiado joven' —me burlé—. Qué demonios.

—Muy bien —suspiró—. Carter entonces.

Asentí con la cabeza

—Estoy buscando a tu madre.

Eso no sonó muy bien. Levanté una ceja y me cruce de brazos.

—Ah, no quise que sonara así —agregó rápidamente—. Es solo que, bueno, supongo que recuerdas que tu madre me invitó a...

—Sí, sí lo recuerdo —le dije aburrido. El tipo lucía increíblemente avergonzado y su cara estaba por ponerse morada.

Abrí la puerta por completo y me hice a un lado para permitirle el paso. No tardó nada en acatar y meterse dentro, mucho menos cuando afuera se escuchó un trueno.

—Parece que lloverá —dijo casi en un susurro.

—Ojalá —murmuré—. Iré a buscar a mi mamá. Toma asiento —iba a darme la vuelta, pero recordé mis modales:—. Por favor.

Asintió con la cabeza y se sentó en el sillón individual que estaba cerca de una ventana con cortinas azules y varios maceteros por fuera. Me di la vuelta y salí al jardín trasero. Allí estaba mi madre, cortando las rosas secas del rosal y algunas en excelente estado las estaba poniendo en un florero.

—Ma, tu visita llegó —le dije—. Parece que se está ahogando.

Ni yo sé por qué razón dije eso.

—¡Por el amor de Dios, Carter, ¿Por qué estás tan tranquilo?! —exclamó y se levantó a toda prisa.

Casi corrió al interior de la casa mientras se limpiaba las manos con un trapo. Caminé lentamente detrás de ella. Cuando llegué, mi madre estaba examinando el rostro de Luan. Fruncí el ceño ante la imagen.

Luan tenía la cabeza inclinada hacia atrás y mi madre la movía con cierta brusquedad en busca de fallas. Me aguanté la risa. Entonces mi madre dijo algo que me confundió muchísimo.

—Está bien —le dijo con un gesto muy maternal—. Los hombres también pueden llorar.

Fue solo entonces cuando me percaté de que los párpados de Luan estaban hinchados y sus ojos algo rojos. Me di la vuelta y subí las escaleras. Me metí en mi cuarto y me fui a dar una ducha. No me apetecía pasar tiempo escuchando a mi madre consolando a Luan por no se qué cosa. Sí, estaba celoso del sacerdote y nunca lo iba a admitir.

Cuando salí, me puse ropa más ligera. Por si llovía al menos no sería muy pesado. Me puse una sudadera verde olivo con capucha y unos pantalones deportivos negros. Afuera estaba más oscuro de lo normal a causa de las grises nubes que se arremolinaban en el cielo.

Mi madre y Luan seguían en la sala, hablaban a susurros, mismos que se interrumpieron en cuanto bajé el último escalón.

—Voy a salir —avisé.

—¿A dónde vas a esta hora? —quiso saber mi madre—. Va a llover, Carter.

—Ya sé —intenté buscaré una excusa—. La señora Valeria me pidió que revisara si todas las ventanas y escotillas estaban cerradas.

Me miró con una ceja levantada.

—Está bien —dijo al cabo de un rato—. Ve rápido o la cena se enfriará.

—Ah. No, no me esperen para cenar —añadí.

Mi madre suspiró.

—Carter.

Pero yo ya estaba saliendo por la puerta.

—¡Nos vemos más tarde, má! ¡Hasta luego, Luan!

Casi corrí.

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