Capítulo 2
Pensé que se le iba a olvidar.
Debí saber que estaba siendo ingenuo.
Me senté en una mecedora en el jardín, a la sombra de una bugambilia. Miré nuestra casa frente a mí, era una estructura de varias décadas que mi madre pudo comprar a un precio mucho más bajo de lo que en realidad valía la casa, pertenecía a una señora de la tercera edad. Se llamaba Sandra, había enviudado y se iría a vivir con su hija a la ciudad. Yo tenía dos años y mi madre vivía en un cuarto rentado a dos cuadras. Mi madre pensó que la señora sentía lástima de nosotros y, lejos de sentirse ofendida, mi madre estaba conmovida. Yo también.
Mi madre, obviamente no podía pagar una casa de contado sin importar cuan barata fuera. Pero la señora Sandra le dijo que podría pagarle a plazos e inmediatamente se hizo un contrato de compra-venta y las escrituras fueron puestas a nombre de mi madre. Ella dijo que nunca se había sentido más afortunada. Mi madre terminó de pagar la casa cuando yo cumplí seis años, la señora Sandra no cobró intereses y sospecho que incluso rebajó el precio durante el lapso que mi madre tardó en pagarle.
Hoy en día la casa ha estado a nombre de Luisa Veralta desde hace diecinueve años. Gracias al cielo mi madre nunca se casó con mi padre, de otra manera estoy seguro que ese hombre habría hecho hasta lo imposible por quitársela.
La casa constaba con dos plantas; cuatro habitaciones con baño propio y dos de invitados en la planta alta. En la planta baja había una cocina, sala, comedor, biblioteca, un viejo despacho, recibidor y un baño. También contaba con un jardín trasero y un porche en la parte delantera.
Respiré profundamente y cerré los ojos. Mi celular vibró en el bolsillo de mis vaqueros. Era domingo y estaba intentando mantenerme lo más alejado posible de mamá.
No duró mucho.
Era la una y treinta de la tarde cuando mi celular dejó de recibir mensajes y empezaron a llegar las llamadas. Suspiré y saqué una cajetilla de tabaco, puse uno entre mis labios y lo encendí. La nicotina llenó mis pulmones y me relajé. Volví a cerrar los ojos. A Hugo nunca le gustó el olor a tabaco cuando nos veíamos, bueno, que se joda Hugo.
La llamada se cortó. Saqué mi celular y abrí los ojos para ver. Había mensajes, muchos.
"Por favor, Carter. Sabes que no quise pegarte".
"Solo contéstame, ¿sí?"
"Te amo, y no puedo soportar perderte".
"Nadie te va a amar como yo".
"Nadie te va a aceptar como yo".
"Por favor, por favor, no lo volveré a hacer'.
"Carter, por favor".
"Maldición, ¿Es que no ves que no puedo vivir sin ti?"
"¿Eso es lo que quieres?"
"Maldito egocéntrico de mierda".
"Te amo, te amo. Por favor perdóname".
Hice una mueca. Debí notar antes cuán manipulador era él. Su manera de tratarme, sus mensajes y comentarios pasivo-agresivos, no eran más que una manera de controlarme.
La puerta de la casa se abrió y mi madre, vestida con un largo vestido azul, tacones de cinco centímetros de altura y un chal de encaje gris sobre sus hombros, asomó por ella.
—¿Qué estás haciendo ahí todavía? —me preguntó directamente.
—Uhm, nada —dije.
—Date prisa —masculló—. Llegaremos tarde.
—Sí —dije—, ¿A qué debo apresurarme?
—Tu ropa. Cambiate. No irás con esas fachas a la iglesia —me señaló.
Miré hacia abajo a mi atuendo buscando alguna imperfección. Llevaba unos vaqueros bastante normales, una camisa negra con un estampado de Bob Esponja (Bob cholo, no recuerdo de dónde la saqué) y unas zapatillas deportivas negras.
—¿Qué tengo de malo?
—No vas a presentarte así en la casa de Dios.
Resoplé.
—¿Qué fue eso?
—Nada. Ya voy, ya voy.
Me metí en la casa y me dirigí a mi habitación. Encontré una camisa de botones azul celeste. Me miré en el espejo y me reí de mi apariencia. Para completar mi vestimenta, me cambié las zapatillas deportivas por unas botas vaqueras que casi no usaba pero que en algún momento necesité, también encontré un sombrero vaquero encima de mi armario. Descubrí que por alguna razón las señoras relacionan esta clase de vestimenta a "hombres de bien" u "hombres trabajadores". Más sin embargo, es muy sencillo pasar de tener dicha apariencia a tener la de un vago, solo es cuestión de elegir un pantalón un poco más apretado y un sombrero demasiado ostentoso (los que tienen plumas y/o adornos ridículos y superfluos¹).
Bajé las escaleras y me encontré a mi madre sentada en uno de los sillones de la sala, movía su pierna derecha en señal de impaciencia. Para ser una mujer de cuarenta y dos años, mi madre había envejecido bastante mal. Culparé a mi padre por ello.
—Listo —le dije desde detrás del sillón. Se sobresaltó y se dio la vuelta con brusquedad.
—¡Santo cielo, Carter! —me reprendió. Me miró con más atención e hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Así deberías vestirte siempre y no con esas camisas tan groseras que te pones a veces.
—Mis camisas no son groseras, ma.
—Ayer traías una que tenía a la muerte dibujada y decía: "Un verdadero hombre nunca habla mal de López Obrador" —me recordó.
—Eso no es algo grosero —defendí.
—Sí, sí lo es —insistió ella, pero se levantó y me indicó que la siguiera—. A ver si aprendes.
Salimos de la casa y mi madre cerró con llave. Después me tomó del codo para sostenerse y no caerse mientras caminábamos por la calle empedrada. Mientras avanzamos las pocas cuadras hasta la Catedral, sentí las miradas curiosas de las personas sobre nosotros, me habría gustado imaginar que estaban admirando a la reina que era mi madre, pero era más creíble que estuvieran cuchicheando sobre mí y el por qué acompañaba a mi madre por primera vez en ocho años.
Para cuando llegamos a la Catedral, mi rostro y cuello estaban rojos. Me quité el sombrero y lo sostuve contra mi pecho, mi madre me guió a través de las filas de asientos que poco a poco se iban llenando. El pueblo en que vivíamos era pequeño, pero la Catedral era enorme y era uno de los motivos más importantes para que el turismo en ciertas épocas del año incrementará, era en una palabra, majestuosa.
Nos sentamos en una banca vacía cerca del inicio de la primera fila. Mantuve mi cabeza erguida y la vista al frente en todo momento. Hacía años que no estaba cerca de tanta gente y me sentía abrumado. Olvidé muchas costumbres católicas, pero sabía que era lo que mi madre me diría incluso antes de que lo dijera, porque sabía lo que estaba mirando.
—Ve —me pidió—. Te hará bien empezar por ahí.
Estaba mirando el confesionario.
Me negué rotundamente.
—Anda —insistió.
Me volví a negar. Y así sucesivamente hasta que ya nadie se estaba confesando y las campanas doblaron para dar aviso de que la misa iba a comenzar. Gané y apenas pude contener la sonrisa triunfal.
—Ya verás el próximo domingo —amenazó.
Fruncí el ceño ante la idea de volver a la Catedral. Estaba por refutar cuando alguien se paró detrás del podio. Dejé de prestar atención a cualquier otra cosa, porque es de mala educación fisgonear a las personas a la hora de misa. Obviamente no tenía nada que ver con el hombre frente a todos.
Era alto, tenía el pelo castaño corto y sus ojos parecían ser claros. No podía decir si era delgado o fornido por el hábito, pero supe que no era gordo por la delgadez de su rostro y lo marcado de sus pómulos. Parecía joven, bastante para ser sacerdote.
Se puso unos lentes para leer un versículo de la biblia. Su voz era grave y profunda, se escuchó con claridad a través de los altavoces dispersos por toda la Catedral. Me quedé mudo y muy quieto. El tiempo me pareció efímero² y cuando quise darme cuenta, las personas se estaban saludando entre todos, hice una mueca ante lo antihigiénico de ello, pero igual correspondí cada saludo.
Pasaron varios minutos más en los que me dedique completamente a distinguir cada patrón del encaje en el rebozo de la señora que estaba frente a mí.
Cuando se terminó, y solo después de que el sacerdote nos rociara (al menos a los más cercanos) de agua supuestamente bendita, mi madre me condujo a través de las personas que se levantaban en orden para salir del recinto, pero no me llevó hacia la salida la Catedral, sino al fondo de la misma.
—Ma... —intenté avisar.
—Ven —me dijo y por un momento temí que me llevara a confesar—. Quiero que conozcas al sacerdote. Se llama Luan Corine y tiene tu edad.
—Ma, no creo que al sacerdote le interese conocerme.
—Calla —reprendió—. Solo quiero que lo conozcas. Es un muchacho de bien, a ver si se te pega.
—Ma... —intenté otra vez.
—Sacerdote Corine —pero no me hablaba a mí.
Frente a nosotros estaba el sacerdote, estaba junto a la señora Lucia, era una mujer de mediana edad que juraba que su casa estaba embrujada e intentaba convencerlo de ir a hacer un exorcismo.
Qué.
El hombre giró la cabeza en nuestra dirección casi con brusquedad y miró a mi madre con una expresión de súplica.
—Señora Veralta, ya le dije que las formalidades no son necesarias —dijo, su voz sonó más ligera.
—Luisita —dijo la señora Lucia—. ¿Cómo hiciste para que tu muchacho saliera de su cueva? —preguntó, no sin amabilidad.
—El poder de una madre hace cosas extraordinarias —respondió mi madre, luego:—. Puede que lo haya amenazado un poco.
La señora Lucia se rió con mi madre. Fruncí en ceño, me sentía ofendido y divertido al mismo tiempo. Miré la hora en mi celular. Tres con dos minutos. Levanté la mirada y me encontré de frente con el sacerdote. Sus ojos eran color miel, casi como dorados.
—Él es mi hijo —interrumpió mi madre con tono risueño. La señora Lucia se alejaba—. Se llama Carter. Aún lleva mi apellido porque es un necio.
—Me parece que su apellido es muy bonito —le dijo y después me extendió la palma—. Luan Corine, un gusto —dijo.
—Igualmente.
Estreché su mano y que me lleve el diablo si me puse nervioso. Yo era Carter Veralta, nada ni nadie podría ponerme nervioso. Nunca.
Excepto la sonrisa tan jovial del Sacerdote Luan.
•••
[NOTA DEL AUTOR:
¹Superfluo: No necesario, que está de más
²Efímero: Aquello que dura por un período muy corto de tiempo]
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