Cuenta atrás
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Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete... Estoy a punto de morir y mi mente no puede dejar de anunciar la estúpida cuenta regresiva. La flauta mágica, de Mozart, suena cada vez más estridente en mis agotados oídos. No les bastó con encerrarme en un establo abandonado en medio de la nada, sino que, también, pusieron a todo volumen la ópera más aguda que existía para asegurarse de que, no sé, ¿me estallasen los tímpanos antes de la explosión? Eso delata lo amateurs que son, por Dios. Y aunque debo reconocer que me libré de una buena tortura, para ser delincuentes principiantes, me la jugaron bastante bien.
... cuarenta y dos, cuarenta y uno, cuarenta...
Por un segundo siento la urgencia de desmayarme, como en las películas, antes de que el conteo llegue a su fin y así no sentir nada más, no saber nada más, pero parece que me será imposible. No sabía que mi instinto de supervivencia era tan fuerte, hasta que siento un líquido caliente corriendo por mis manos. Imagino que es la sangre que sale de mis muñecas atadas detrás de mi espalda, que se retuercen con insistencia y desesperación, negándose a aceptar que no hay escapatoria. El encapuchado me dirige una última mirada, justo antes de abandonar el establo en el que solo quedamos la magnífica voz de Josepha Hofer proveniente de un antiguo tocadiscos, la parpadeante y rojiza pantalla integrada al bulto de C4, montones de paja, y yo. Sonrío, rindiéndome ante el único sentimiento que logra apoderarse de mi mente: la locura. Y no sé cómo la imagen de mi adolescencia, tan vívida como inservible, también logra colarse en mi cabeza... Por mi mente se pasea el extrovertido Jackson, la impaciente Diana, la hiperactiva y hermosa Victoria: la que todos creían que pasaría con honores los exámenes de ingreso a la academia policial. Nadie pensó que yo, la más flacucha y tímida del barrio, también lo haría. Creo que mi destino se torció desde aquel momento, sin embargo, no me quejo.
... treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres...
Muevo la cabeza de un lado a otro y río como una esquizofrénica, a carcajadas, o eso intento ya que el pegamento de la cinta adhesiva sobre mis labios, me lo dificulta bastante. Los dedos de los pies se entumecen y todo mi cuerpo comienza a temblar. El sudor me corre por el cuello hasta el comienzo de mis pechos. Mi blusa favorita está arruinada y me recrimino por no habérsela prestado a Victoria cuando me la pidió. ¡Vaya día llevo! Los recuerdos persisten y veo a Diana robándole su primer beso a Jackson, en nuestra graduación de secundaria. A Victoria escondida en el baño del instituto, llorando porque se sentía insegura, debido a la presión de los estudios, de su familia, de la sociedad que le gritaba que la policía, no era oficio para una señorita. A Jackson ofreciéndome su casa cuando mis padres decidieron mudarse a Alemania y me negué a seguirlos. Mis ojos se llenan de lágrimas al darme cuenta de que no volveré a verlos, de que no podré decirles cuánto los quiero. Sospecho que lo lo saben, mas uno nunca debe suponer estas cosas.
... veintiséis, veinticinco, veinticuatro...
Hace un par de años, en la boda de Jackson y Diana, Victoria me apretó fuerte la mano y hasta me empujó para que saliera al centro y gritara: «¡Me opongo!», pero no fui capaz de destrozar así la felicidad de mi mejor amigo. No me sentí con el derecho de confesarle lo que sentía, aún cuando Victoria me aseguró de la manera más cruel que me arrepentiría, que no podría vivir con ese dolor enterrado en el pecho. Y la muy idiota sabía de lo que hablaba. Ella misma sufría en silencio el amor que sentía por un compañero de trabajo, aunque en su caso, el rubio nunca le dio motivos ni señales para creer que tendría la más mínima posibilidad con él. Sin embargo, en la mirada de Jackson siempre hubo más que simple amistad para mí. Confieso que tenía miedo. No quería destruir nuestra relación por el simple calentón de una noche, porque de verdad pensaba que aquello no trascendería, que no éramos nada compatibles, que no podríamos estar juntos como pareja. Y él se cansó de mi indiferencia. Hasta el amor más grande se cansa de no ser correspondido. Y por supuesto que Diana aprovechó para terminar de hipnotizarlo. La herida no ha dejado de crecer desde entonces, pero aunque ahora quisiera reconocerlo, de nada valdría... Ya es tarde...
... doce, once, diez...
Suspiro viendo como la poca luz de la tarde que se cuela por la madera desvencijada se va disipando. Siento que los oídos se me van a reventar. Quizás aquellos delincuentes no eran tan novatos como yo pensaba. La música estaba siendo tan insoportable que me encontré deseando que todo terminara lo más pronto posible... Los recuerdos se dispersan. Las lágrimas se acumulan. Los ojos me arden y los cierro con fuerza, esperando a que el conteo llegue a su final. Nadie va a venir. Ni siquiera aquel conejo blanco parecido al de Alicia en el país de las maravillas, como último intento de mi creativo cerebro para evadir el espeluznante escenario que tengo delante. Y eso que el muy imbécil siempre se me aparecía en las situaciones más extrañas. Quisiera que todo fuera un mal sueño, que hubiese hecho caso a mis superiores y no hubiese perseguido aquella pista sola. Quisiera volver al pasado, a aquella tarde cuando corría con mis amigos por el bosque, con mi vestido blanco y mis pies descalzos. Con la alegría de la niñez que bastaba para opacar hasta el temor más grande... Vuelvo a abrir los ojos. La pantalla del C4 se burla de mí, apresurandose a marcar los últimos números del minuto más largo y a la vez, más corto de mi vida.
... cuatro, tres, dos, uno...
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