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#6: Lágrimas de cocodrilo

#6: Lágrimas de cocodrilo

Era la primera vez que alguien que pensé mi amigo me golpeaba de una forma tan directa y dolorosa.

¿Qué acababa de pasar?

El impacto de las uñas de Alejandra contra mi mejilla había dejado un fastidioso chillido nadando en mis oídos. Sentí el impávido caminillo de la sangre deslizarse por mi mejilla, pero no le di más importancia a la pequeña abertura en ese momento de ensimismamiento extremo. 

Yose y Mirta ahogaron un aullido de sorpresa al darse cuenta de que el garrotazo no era producto de su imaginación. Aunque ellos me habían insultado en primer lugar, la cachetada no parecía haber formado parte de sus planes: la sorpresa los hizo retroceder hasta casi resbalarse en los escalones que llevaban a la puerta.

Ninguno se atrevió a interponerse entre nosotras.
Indagué con la mirada la situación. Mis orbes grises abiertos de par en par formaron una imagen aterradora para cualquiera, como un satélite sin órbita que se inunda lentamente.

Nunca había visto a Alejandra tan afectada por sus emociones. Ella había construido una poderosa barrera para separar los sentimientos de su apariencia, así que no había un momento en que no se le viera inmaculada y recta de punta a punta.  Sin embargo, en ese momento la dubitativa luz del poste dejaba entrever en lo que se había convertido: un horroroso y fantasmal desastre. Apenas se le distinguía el rostro entre las marcas de rímel y labial corrido. Su cabello parecía un impenetrable nido de pájaros. El vestido de varios miles de dólares tenía marcas de comida, maquillaje y alcohol esparcido por todas partes.

La maraña de asquerosidades que cargaba encima me apenó. De alguna forma sentí que estaba frente a un muerto viviente que podría devorarme en cualquier instante. Detuve mis puños rebeldes y los clavé a ambos costados. No merecía ni un roce de mis manos inmaculadas.

—Alejandra... ¿qué...?

—¡Cállate! ¡No quiero escucharte nunca más! —La muerta dio dos pasos hacia atrás con la vista fija en el rasguño que me había quedado en la cara—. ¡Te odio, te odio, te odio!

Su descontrol mental me hacía tenerle a una distancia prudente, no fuera a ser que le diera por sacar un revólver y esparcir mi materia gris por el suelo en un arranque de rabia.

—Alejandra, cálmate... —murmuré para evitar que ocurriera una tragedia.
¿Qué haces, Anahí? ¿Por qué no le rompes la cara? ¡Eres un desastre! ¡Ármate de valor, vélale unos cuantos dientes!

Me mordí los labios a la vez que di una zancada hacia atrás al percatarme de que no valía la pena intentar contrarrestar su locura momentánea.

—¡Pensé que éramos amigos, amigos todos! —me gritó con tanta fuerza que su saliva viajó una considerable distancia hasta caer sobre mí—. ¡Estás podrida! La gente que está podrida sólo busca podrir a los demás, pero yo no te dejaré, no...

Dejé caer mis brazos a ambos lados de mí. Empezaba a entender a dónde iba a parar el asunto.

—Pero, ¿de qué hablas? —pregunté con el pecho rocoso—. ¡Yo no he hech...!

Los ojos de Alejandra no hallaban qué otro movimiento hacer para escapar de los míos.

—¡Tú...! ¡Domingo y tú...! ¡Juntos! —Alejandra sorbió una buena cantidad de mocos antes de continuar—. ¿Cómo pudiste hacerme eso? ¡Tú sabías que... tú lo sabías!  —Frunció el ceño con expresión de que lanzaría a llorar ahí mismo sin importarle los chismosos que observaban desde los alrededores—. ¡Te odio! Debí haberle dicho a Rafe, pero no se lo dije porque... ¡Porque...! —Bajó el tono de voz como si fuera a contarme un secreto demasiado oscuro para decirlo a la ligera—. Esa familia ha sufrido, ha sufrido porque perdieron a su hijo, porque no saben a dónde se fue o si está vivo... y tú... —Inhaló aire profundamente—. ¡¿Sabes dónde está?!

Quedé paralizada, pero obligué a mis labios a defenderse en última instancia. Hablé con la mayor seguridad que pude, sacando un ímpetu desconocido que había preparado para momentos como el que se estaba desenvolviendo.

—No sé de qué me hablas, Alejandra.

—Sí, sí sabes —Volvió a acercarse a mí con la barbilla en alto y la cara enrojecida de agitación—. María me lo contó todo, y yo te defendí por días, ¡por días porque creí en ti, en tu sinceridad, en nuestra amistad! Le negué todo, hasta que... ¡esto!

Alejandra procedió a buscar en los bolsillos de su chaqueta con los dedos estremecidos por la ansiedad. Cuando finalmente halló un sobre amarillento con los bordes manchados de humedad y moho, empecé a inquietarme desde lo profundo de los pulmones. Tuve la sensación de que la vida se me escapaba del pecho mientras ella lo rompía para mostrarme su contenido.

Y este es el fin de Anahí.

Coloquen los títulos.

Dirigido por...

Entonces pasó algo inesperado. Una mano pequeñita se posó sobre mi hombro con un agarre conciliador.

—¿Qué sucede?

La voz asustada de Davián interrumpió la tensión de la escena con la velocidad de un torpedo. Observaba a Alejandra, Yose y Mirta con la misma desconfianza de alguien que ha visto mucho y ya no confía en nadie más.
Inhalé una enorme cantidad de aire al verlo de pie sobre la grama verdusca del patio, a centímetros de mí.

—¿Quién eres tú? —le preguntó Alejandra, incomodada frente a su presencia; había empezado a apretar los brazos contra su pecho, ocultando así sus manos y la carta diabólica—. ¿Qué haces aquí?

—Estábamos estudiando —me apresuré a contestar—. Pero eso no tiene nada que ver con...

—¿Estudiando anatomía o qué? —se entrometió Mirta con una risita boba atrapada en los dientones de ardilla—. Estás pero como el pan, chamo.

Yose la calló de sopetón con un pellizco en la rodilla. Ella, bastante llevada por el alcohol, no había terminado de captar la gravedad del asunto.

—¡Auuu! ¿Qué te pasa, mongólico? —aulló la morena sobándose la rodilla con fuerza.

La expresión de Davián habría sido muy graciosa en otro contexto. Apretaba los labios para no reírse aunque, al mismo tiempo, sus cejas expresaban seriedad y preocupación comprometida. Aunque desconocía parcialmente el contexto de la situación —ni siquiera yo sabía lo que sucedía—, no tardó en tomar riendas del asunto y poner las cosas en su lugar.

—Mejor váyanse y vuelvan cuando estén más calmados —sugirió él con tono de orden—. Así nadie puede discutir nada.

—¡¿Y quién te crees tú?! —Alejandra le gritó con la misma euforia que le proporcionaba la inestabilidad de sus emociones—. ¡No nos conoces, no sabes quiénes somos, no tienes nada que ver con esto...!

—Pero es evidente que no se encuentran bien, ninguno —Señaló con la mirada a Mirta y a Yose—. Insisto: no creen problemas ahora y hablen después como personas civilizadas. De todas formas, los padres de Anahí acaban de llamar para decirle que ya venían llegando.

¿Qué?

—¡Mentiroso! —replicó ella en un grito encolerizado, pero pude percatar un brillo de alarma en su mirada.

Observé a Davián en busca de respuestas, pero él sólo mantenía la vista fija en Alejandra como un reto silencioso entre dos líderes.
Al escuchar la mención de mis padres, la confianza de Alejandra menguó. La rubia prestó atención a ambos lados de la carretera, temerosa de que en cualquier momento la señora Jazmín llegara para descubrirla en ese estado de agitación y derrota.

Su cara de paranoia casi me sacó una risita entre dientes. 

Los nervios ya empezaban a enloquecerme.

—Bien —Alejandra me fulminó con un gesto de repulsión en los ojos—. Hablamos después, Anahí.

Entonces ocultó la carta en uno de los bolsillos de su chaquetón con un movimiento calculado para resultar visible. Una mordida de inquietud me llenó el pecho y tuve que aguantar un exagerado grito de frenesí por la extraña sensación punzante que los dientes de la bestia habían dejando en mi corazón. 

—¿Qué tiene la carta? —escudriñé entre dientes antes de que ella arrancara la camioneta.

Alejandra se limitó a responder con una mirada de odio puro a sabiendas de que yo sabía lo que contenía el sobre. 

La rubia esperó la presencia de Mirta y Yose en el carro para luego desaparecer en la brumosa oscuridad de la noche.

De haber sido una desconocida, bien me hubiera dado igual;  que se tratara de Alejandra causaba un extraño vacío dentro de mí, una nebulosa de culpabilidad que aturdía la falsa paz que se había establecido en mi vida.

Quedé suspendida en un perturbador ensimismamiento donde sólo escuchaba el sonido fatídico de mi respiración y el llamado lejano de Davián.

Modulé el ritmo de mi corazón a través de cortos suspiros y largas exhalaciones hasta que el tacto de Davián en mi hombro me hizo regresar a la realidad de golpe.

—Anahí, ¿qué fue todo eso? —Levantó mi barbilla con delicadeza utilizando sólo su dedo pulgar. No protesté por su repentina cercanía ni por la intimidad que su movimiento había impregnado en el aire. Detallé la curvatura de preocupación que se había instalado en sus cejas y el color rojo que le cubría las mejillas—. Te lastimó un poco aquí...

Rosó con la yema de su meñique el borde de mi mejilla herida para indicarme el lugar donde estaba peor. Retrocedí inmediatamente gracias a la punzada ardiente que me cubrió entera, como si todos los órganos del cuerpo me guindaran de la pequeña rotura en el rostro. Era una sensación tan estúpida que rechisté con aguante al admitir que ni siquiera se comparaba con lo que se desarrollaba en mi interior.

—Una estupidez —respondí—. Una estupidez lo que acaba de pasar.

No podía echarme a llorar frente a Davián. No. Simplemente no. Me aguanté las lágrimas sacando la fuerza de voluntad de un millón de hormigas y caminé con la barbilla en alto hasta el interior de la casa. 

Davián cerró la puerta tras de mí. El chasquido resonó por la casa como el único sonido en una ciudad de fantasmas.

—Creo que es mejor que te vayas, Davián —le dije antes de que su presencia se convirtiera en un estorbo—. Necesito estar sola.

Y así se saca alguien de la casa.

—¿Dónde hay algo para limpiarte la mejilla? —preguntó Davián con la voz cautelosa, como si yo fuera una bomba a punto de estallar en cualquier momento—. No me voy a ir contigo así.

Y así se ignora al dueño de la casa.

Aguanté en mi garganta el moco y las nauseas. Le daba la espalda a Davián para no ver su cara de curiosidad y sospecha. Estaba disminuida a un muñón de nervios, con los brazos enmarañados en el regazo y la barbilla oculta contra el pecho; sentía el mundo enorme, las cosas lejanas y los colores demasiado brillantes.

—En el baño hay un botiquín —respondí, y mi voz sonó ahogada en el fondo del océano que me estaba tragando—. En el único gabinete con la manilla rota, ahí.

Davián asintió para luego proseguir a buscar los instrumentos para curarme.
Me senté en el sofá con las piernas atrapadas entre los brazos. Era la primera vez que el vacío se sentía tan grande. Contemplé miles de idea en mi cabeza, pero jamás llegué a considerar que la carta fuera a ocasionar más problemas. Aspiré fuerte para espantar los pensamientos, los miedos y las pesadillas.

—Hey, aquí lo encontré.

Vi de reojo cómo Davián corría hasta colocarse a mi lado en el mueble. Se acomodó con la caja sobre  él y prosiguió a sacar un pedazo de gasa bañado en alcohol. Me hizo un gesto para que le acercara mi mejilla y yo, atontada por la cantidad de demonios que bailaban en mi interior, lo dejé actuar con total libertad.

¿Qué te pasa, Anahí?

Contrólate. Ajústate los ovarios y disimula.

Davián punzó la tela contra la piel irritada de mi mejilla. Aunque un pequeño ardor llenó todo el hemisferio izquierdo de mi rostro en un segundo, yo me había quedado petrificada al sentir sus manos pequeñas y gorditas contra mí. Sus ojos estaban tan cerca de los míos que podía ver cada filamento, cada brillo y cada luz que se reflejaba en el colorete café. Habría contando sus pecas dispares de no ser porque los nervios apenan me dejaban tener algún control de lo que pensaba.

Carraspeé alejándome de su tacto. Quería ignorar el hecho de que causaba sentimientos en mí que no estaba dispuesta a admitir todavía. Todavía.

—¿Te lastimé? —inquirió él, alarmado.

Lo miré con vergüenza.

Vergüenza porque nadie podía evitar que me sintiera como el pedazo de piel más asqueroso en la tierra.

—Lo siento por hacerte pasar un mal rato, Davián... —le dije de la forma más educada que la flema me permitía. Sonaba como voz de moribundo o vieja brollera—. Parece que planeé esto para hacerte asustarte, no sé...

Él negó con la cabeza apenas entendió mi disculpa.

—Shhh... —Noté que apretó un algodón entre sus dedos con una fuerza más que innecesaria—. No hay nada de lo que preocuparse.

Davián observaba con atención la herida. Pero yo sabía que más bien me estaba mirando a mí.

—¿Está muy mal? —pregunté para aligerar el momento y no pensar acerca de la belleza que acababa de ser sacrificada en mi rostro.

—Está muy rojo —Frunció el ceño al hablar—. Y creo que dejará marca imborrable.

Percibí un golpe de ardor al sonreír, pero ello no hizo que la fuerza de mi risa disminuyera.

—Lo menos que me importa son las marcas —Me encogí de hombros—. Es simple creer que las cosas perfectas son hermosas. Pero es difícil ver la belleza en el desastre —Lo reté con la mirada—: el desastre lo hace todo único, especial.

Yo, la poeta.

Davián asintió despacio mientras se llenaba de entendimiento. Me dio la sensación de que era la primera vez que se sentía como él mismo desde el momento en que había entrado a la casa. ¿Cuántas veces había visto a Davián y no a su sombra distorsionada?

Se acercó un palmo más a mi rostro observándome sin pausa.

Sus ojos marrones me afectaban más que los de cualquiera. Es decir, había millones de ojos iguales a los de él, pero los suyos tenían un algo que me causaba insectos en el estómago. Insectos lindos como mariposas, y no como las habituales cucarachas que solían llenarme. La extraña conmoción me hacía sentir sonrojada y diminuta, como si de cierta forma me sintiera amenazada por su atractiva presencia.
Davián carraspeó. Supongo que yo lo miraba también de cierta forma aguda.

—Anahí, necesitas llorar. Creo que puedo ver todo de ti a través de esas lágrimas temblorosas que ocultas en los ojos —Me dirigió una expresión de lástima de las que mi ser orgulloso más odiaba—. Llora, yo no le diré a nadie. Es necesario desahogarse a veces.

—No voy a llorar...

—¿No?

—No.

—¿Segura?

—¿Parezco insegura?

—Estás clara que sí, Anahí.

—¿Estoy siendo muy oscura?

Cerré la boca de golpe.

Una cadena de dolor punzante me cubría la garganta y las mejillas, el pecho y la nariz.

Apenas pude contenerme por unos minutos más.
Hacía rato que las lágrimas habían empezado a existir, sólo faltaba que se reprodujeran en el exterior. Cuando menos pensé y con la persona que menos imaginé, las gotas traicioneras empezaron a desbordarse como un lago cuya represa acaba de ser derribada.

Y esas, señores, son lágrimas de cocodrilo.

Lágrimas de un cruel y vil cocodrilo, Anahí de los Demonios.

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