#23: Dos caras de una misma moneda (~Día 4~)
#23: Dos caras de una misma moneda (~Día 4~)
Guardaba el lejano recuerdo de haber amado a Domingo con la fuerza de una verdadera lunática, pero había pasado tanto en poco tiempo que parecían las vivencias de alguna de mis vidas pasadas. La bruma que se instaló en mi corazón luego de su huida no se comparaba con nada que hubiera sentido antes. Primero era un ardor en el centro del pecho, un agudo sentimiento de culpabilidad, de no haber sido suficiente para él; las veces en que me habían llamado monstruo come hombres, arruina todo, destruye mundos, y las veces que yo misma había permanecido callada por considerarme bestial y peligrosa, un círculo donde mi propia mente mutilaba la piel hasta dejarme enferma en la cama por días, sólo pensando en Domingo y cuánto lo odiaba realmente, en cuánto me asqueaba la idea de que hubiera hecho de mí un ser débil y caprichoso dispuesto a entregar su cordura por una causa tan estúpida.
De repente el amor devoto y la eterna admiración se disminuía a un latigazo de sufrimiento dentro de mí; cuando su cuerpo nebuloso se aparecía en mi imaginación para despertarme aterrorizada cada maldita mañana, deseaba poder agarrarlo por el cuello y zarandearlo hasta arrancarle un último aliento de muerte. Fui incapaz de llevarme otro cigarrillo a la boca, porque su olor me recordaba a él. Fui incapaz de dibujar, porque cada cuerpo masculino que se me ocurría plasmar acababa teniendo su cara y su cuerpo y cada rasgo imperfecto que para mí significó la más real perfección. Siempre me consideré una persona de corazón imperturbable, de costillas duras, de estómago rudo e hígado estúpidamente resistente, hasta que el chico que pronto sería mi completa destrucción se apoderó de mí con un abrazo y un beso, ¡un abrazo y un beso! Una vez que estuve dentro de él y él dentro de mí, me di cuenta de que para ese amor tan agudo perforaría hasta el último ápice de orgullo que había dentro de mí, que me desarmaría y pondría mis piezas en un total desorden, que me recordaría lo que tantas veces me dijo mi abuela, que por más lejos que creamos estar de todo lo que nos duele, en realidad estamos muy cerca, cada día más cerca, con cada paso, con cada suspiro, estamos cerca, está en nosotros y nos observa. ¿Cuál fue la gran maldad que hizo Domingo para merecer mi completo odio? Me agarró entre sus manos y de repente me di cuenta de lo que tanto temí toda mi vida; todos esos muros que construí, todo el esfuerzo que puse para que nadie, ni siquiera yo misma, pudiera encontrarse con esa niña asustada que llevo dentro, tanta sonrisa cínica, mirada vacía y de superioridad, tanto silencio, tanto misterio, habían sido en vano, porque sólo era necesario que llegara la persona correcta y que me desvistiera desde adentro para que yo me diera cuenta de cuán inútil era pretender ser la típica chica indestructible, fuerte, loca de seguridad, cuando en realidad era sólo eso, una chica. Una chica que necesitaba desesperadamente un abrazo. Una chica que sintió miedo cada vez que era el momento de responder el primer «te amo», porque supo que enredaría a Domingo en un irrevocable infierno que a él parecía tenerlo muerto de amor y deseo; una chica rota, triste, que merecía estar sola hasta sentirse mejor algún día remoto. Sin embargo, ya fue muy tarde cuando me preguntó: «¿y si nos reparamos juntos, mi amor?» y nos miramos a los ojos, directamente, sin parpadear, como dos gatos que analizan una amenaza, y yo sentí que las manos me sudaban más que nunca mientras ponía en duda la realidad y cómo era posible que una frase simplona causara tanto en mí.
─Hay mucho que hacer ─le respondí esa noche, por alguna razón cohibida en mi propia piel, con el corazón más acelerado que un ciclón─. Me equivocaré. Te haré daño. He hecho cosas ya. Deberías buscar otra, otra que no conlleve esto.
Domingo suspiró despacio, un gesto que me parecía más sensual de lo normal en él. Con su enorme mano callosa acarició mi mejilla y se dedicó a observarme en una nube difusa, con sus sentimientos más pulidos que un diamante, tan suave en su expresión de enamoramiento, tan vulnerable y entregado a mí. Era difícil imaginar que era el mismo chico rudo que me había cautivado meses atrás. Me resultaba atemorizante saber que yo ocasionaba tal conmoción en su orgullo, que se esforzaba en doblegar su espíritu vanidoso por mí, para darme más de lo que creía merecer, mientras que yo me mantenía tiesa en el mismo punto de no dejarme tocar por sus constantes intentos de conocerme y amarme.
─Sé que te cuesta, mi amor ─contestó cerca de mis labios─. Sé que no es fácil para ti. Y no hay ningún problema.
─¿De verdad quieres esto? Mira lo que hice: te insulté, te traté mal por días. ¿Por qué? Porque sí. Porque me odio. No quieres, no sabes lo que es esto a la larga.
─Te amo, Anahí ─aseguró con un tono más brusco, pero igualmente cariñoso─. Te amo. Tienes cosas muy malas, tienes cosas muy buenas. Eres humana. Deja de sentir que eres lo peor de este mundo, si tú eres una de las personas más fuertes y decididas que he conocido.
Negué con la cabeza y con el corazón. Domingo estaba tan enamorado de mí que no era capaz de ver cuán destrozada me hallaba por dentro y cuánto dolor sería capaz de causarle en medio de mis ataques de odio, ansiedad, pánico e inseguridad. No era consciente de lo que hacía. No sabía con quién se estaba metiendo.
─Toda tu vida te han dicho que te calles, que te controles porque puedes ser peligrosa, aunque sólo eras una niña. Te marcaron sin ninguna lógica ─comentó, dejándome con el ceño fruncido y la boca apretada de desacuerdo─. Mereces amor. Y no hablo de mi amor. Hablo de que tienes que amarte a ti misma. Tienes que dejar de sentir que eres lo peor que habita en este universo.
─Yo me amo, Domingo. Me amo muchísimo.
─¿Ves? Estás cerrada. Sé lo que eres. Sé tus problemas. Y, mi amor, ¿qué tienes de malo? Todos tenemos esas cosas que nos hacen sentir como una mierda, pero que no nos definen. ¿No me ves a mí? Nadie está mucho mejor que nadie. Todos estamos jodidos de la mente en cierta forma. Es subjetivo. Hay que amarnos y amar a sabiendas de que nadie es perfecto. No te puedes simplemente privar de ello, Anahí.
─No me privo de nada ─repliqué, molesta─. Mira cómo te amo a ti, Domingo.
El rostro de Domingo se iluminó. Fue la primera y una de las cinco veces en que le dije que lo amaba.
Domingo me tomó de la mano y la apretó fuerte. Después de todo, cada uno de sus movimientos era fuerte y preciso, coordinado y seguro. A Domingo no le faltaba amor para los demás, pero era un maníaco cuando se trataba de él. Identificaba muy bien los síntomas que se presentaban en mí, exceptuando el hecho de que yo no era él en lo absoluto; aunque compartíamos un porcentaje demasiado alto en semejanzas que iban desde la cosita más pequeña hasta la cosa más general, como que a los dos nos gustaban las películas de superhéroes tanto como éramos orgullosos, necios, difíciles de tratar, bruscos y secos, seguíamos siendo Domingo y Anahí, dos personas separadas por una enorme brecha de dolorosas diferencias que representarían el final. Sin embargo, en ese momento, abrazados en la cama del apartamento que su padre le rentaba para que estudiara en el centro de la ciudad, nos sentíamos tan completos teniéndonos el uno al otro que parecíamos ser una misma pieza, la misma moneda y sus dos caras.
─No sé cómo amar, Domingo. Me siento perdida, débil. No sé cómo amarte como mereces.
Domingo observaba mis labios, sediento de mí, a la vez que me raspaba los hombros y el cuello con sus manos callosas, haciéndome retorcer incómoda contra las caderas que mis dedos recorrían en un posesivo agarre que nos convertía en puercoespines agresivos. Era el típico llamado que teníamos segundos antes de hacer el amor como unos desquiciados, porque ya nos conocíamos las manías, los lugares sensibles, los miedos, las dificultades, los límites, cada detalle para hacer el momento simplemente perfecto. Entonces tomé el atrevimiento de apretar su nalga con agresividad y dejar mi mano ahí, como habíamos discutido que no hiciera a menos que estuviéramos en una situación adecuada, producto de un incidente que tuvimos en la casa de su abuela, y Domingo soltó una risita divertida que resultó demasiado provocativa tan cerca de mi boca.
─Definitivamente eres perfecta ─aseguró él en medio de un suspiro, a susurros contra mi oído, y empezó a dejar pequeños besos húmedos por la piel de mi cuello─. Aprendamos juntos, mi amor. Aprendamos cómo amarnos hasta que sea perfecto, y ojalá que nunca lo sea, porque quiero estar contigo por muchísimo tiempo. Hay mucho que hacer, mucho que aprender. Amémonos, mi amor. Con eso podremos con todo lo que venga.
Y retozamos toda la tarde en sus sábanas, entre besos, roces íntimos, jugueteos traviesos, jadeos, amor y más amor. Habíamos prometido no pelear al momento de escoger la música con la que nos gustaba acompañarnos, pero al ser un tema tan importante para ambos, nos quedamos alrededor de treinta minutos, desnudos desde hacía rato, discutiendo qué opción resultaría mejor para rememorar el momento después sin pensar «mala elección», y después de lo que me pareció una eternidad, molesta y con ganas de hacerlo de una buena vez, le dije que pusiera el aleatorio y que lo que fuera que saliera estaría bien, porque lo importante realmente éramos él y yo y no la música, y él me dijo que no repetiría sin música y los dos quedamos molestos hasta que por obra del destino se puso Earned it y de repente se nos pasó la furia, el desazón y el cansancio, y volvimos a hacerlo con incluso más ganas que antes.
Cada vez que escucho esa canción recuerdo ese momento. En El escondite de las rosas, por una enorme casualidad, desperté el último día de nuestra visita con tal canción adherida a las orejas y, para mi espanto, con Davián dándome la espalda en el colchón.
Quedé con los ojos soldados en dirección al techo. Tenía tanto tiempo sin recordar a Domingo de una manera positiva, sin el rencor ni el odio de por medio, sólo enfocándome en el porqué me había enamorado de él de una forma tan salvaje, que se sintió tan doloroso como en el primer momento en que supe que no lo tendría nunca más.
─¿De dónde viene esa música? ─Me levanté como vieja enloquecida, tastabillando y cayéndome de mis propios huesos adormecidos─. ¡Quítenla! ¡Que la quiten dije!
Me alejé de la parte inferior de la litera para afrontar a Sebastián, que hacía sufrir a todos su maldición de no tener audífonos, y lo desafié con el rostro de un violento color rojo y los brazos cruzados con agresividad.
─Quítala.
─¿Por qué tan alterada? ─replicó Sebastián, observándome divertido con sus ojos aún inflamados por el llanto de su corazón roto.
─A broma, ¡quítala!
Mis gritos enloquecidos despertaron a Davián. Al ver su cara adormecida aparecerse frente a mí, se me olvidó por un segundo la turbulencia que la música había ocasionado. Tenía el cabello revuelto, las mejillas arreboladas, las pecas firmes en su lugar, la piel pálida y unas ojeras moradas que le daban cierta sombra inquieta a su rostro. Me quedé paralizada en él y su expresión soñadora, sin creer del todo que habíamos dormido juntos por primera vez, y de repente me pareció extrañamente retorcido que fuera primo de Domingo y se me revolvió el estómago. Sebastián me dirigió una despreocupada mirada de entendimiento, y cambió la canción.
─Maldita sea, odio despertar molesta ─siseé con odio─. ¿Qué haces tú en mi cama?
─Primero que nada, buenos días ─masculló en medio de un bostezo el dormido Davián─. Y me dijeron que me viniera para acá, porque tus tíos ocuparon las otras habitaciones entre ayer y hoy... ¡cuidado con Tyler!
Al retroceder sentí un terreno irregular bajo mi pie. En cuestión de segundos, la reacción natural de Tyler fue sobresaltarse y empujarme hacia abajo, así que los dos nos hicimos una gran masa de piernas y brazos enredados en el suelo después de la trágica caída. Cuando me incorporé, Tyler, además del ojo morado, tenía la nariz torcida y sangrante por el impacto de mi codo.
─Maldita sea, Tyler, ¿estás hecho de cristal o qué? ─farfullé más temblorosa que un volcán a punto de estallar─. Dios, lo siento...
Una exclamación de susto me espabiló del incómodo momento donde sólo veía el hilillo de sangre deslizarse por su boca y, él, la misma imagen de la desesperación, intentando detener el goteado con sus manos.
─Mi amor, ¿estás bien?
Sebastián se bajó de la cama superior de un salto. Así pude darme cuenta de que Will, con cara severa, también estaba en la habitación, echado como un perro sinvergüenza a un lado de Sebastián sin apartar la mirada del celular encendido.
Luego de ver a mi negro llorar desesperado por lo que pareció una eternidad y haber puesto nuestro más grande esfuerzo en consolar su supuesto corazón irremediablemente dañado, fue indignante ver cómo se lanzaba de nuevo a los brazos de Tyler para acunar su cara y limpiarle la sangre burbujeante con la manga de su camiseta favorita. Tyler, víctima de su orgullo, lo alejó más efusivo de lo normal y la dureza en su mirada me hizo entender que había otra cosa que Sebastián no nos había dicho, una razón oculta de su separación. Tyler se dirigió al baño para intentar solucionar lo que parecía ser una nariz torcida y Sebastián lo persiguió fuera de la habitación.
─¡Tyler! No seas necio, ¡ven aquí! ¿Acaso tú no eres capaz de perdonarme como yo te he perdonado a ti por meses? ¡Te odio! Mi amor... ven, por favor.
Sus palabras rebotaban por las paredes del pasillo mientras ellos se alejaban cada vez más. Entonces, Will, Davián y yo nos miramos las caras de estúpidos una vez que se callaron, porque no había nada peor que apoyar a alguien que solo te decía mentiras y más mentiras para sentirse apoyado en su miseria imaginaria.
─Maldición, no hacen silencio en esta casa ─musitó Will, tan enfadado como de costumbre.
Él tenía los lentes puestos para prestarle atención al teléfono que sostenía en su mano izquierda. Le dirigí un vistazo aturdido, ya que Will no era una persona que se dedicara a la prestarle tanta atención al celular y, mucho menos, a leer un libro en él.
─¿Qué lees, Will?
Él se encogió de hombros.
─Porno escrito ─Se rascó algún lugar de su descuidada barba incipiente─. Amanda me viene presionando para que lo lea desde hace tiempo. No sé si sea una indirecta o algo la verdad.
Bufé para no reír.
─Es estúpido decir que es más decente esto que el porno en sí ─murmuró─. Leer esto activa la imaginación de una manera inquietante.
Davián miraba hacia el lugar donde Will leía con una extrañeza tan graciosa que ya no pude aguantar la risa. Entonces me eché en el mismo lugar donde Tyler solía estar y sentí la mente desordenada.
─¿Cómo se supone que vamos a salir de aquí sin que nadie sospeche? ─inquirí─. Necesitamos un carro prestado. Creo que mejor no...
Will cerró su pornografía escrita y me enfrentó con una mirada que pesaba más que mil ladrillos.
─Mira, Anahí, escúchame bien ─Se incorporó en la litera─. Hoy la tía Corcho nos llevará a la casa de Amanda, y ella se quedará con los vecinos para cubrirnos un rato. Amanda nos llevará en la camioneta prestada de sus padres a la ciudad, Amanda es mayor de edad y puede llevarnos tranquilamente. Vamos, y cuando volvamos nos trae la Tía Corcho con Sebastián al volante y ya, listo. Tenemos que regresar temprano, eso sí. Pero no es nada del otro mundo. Así que ningún «creo que mejor no...», ¿acaso no tienes dignidad?
─Ay, Dios ─Le propiné una mueca odiosa─. Amanda es mayor de edad y te pone a leer cuentos eróticos. Que se cuide porque la metemos presa.
─Tú no me hables ─Se encajó los lentes en el tabique─. Que tú tenías quince y Domingo dieciocho y cogían más que los monos.
─¿O sea que Amanda y tú no tienen sexo?
─Cállate, enana.
─Sólo estás envidioso porque yo me comí a semejante hombre y tú ni siquiera has probado las nalgas de Amanda, ¿o sí?
En ese momento entró la tía Corcho con cara de haber despertado después de trescientos años en una tumba. El silbido de la puerta abriéndose me hizo tragarme mis palabras en medio de un hipido frenético. Ella se quedó plantada en el umbral, observándonos con su típica expresión cínica de «ah, caray».
─¿Pueden dejar de hablar de comer glúteos y de engordar al diablo, y por favor, escucharme? ─masculló─. Tienen tan cansados a todos con sus inmadureces.
Suspiré.
─¿Qué sucede?
─Hoy en la noche será la cena familiar ─contestó Corcho─. Debemos estar todos: tú, Anahí, Will, sobretodo, Sebastián y Tyler, tu mamá. Todos. Tu mamá va a decir algo muy importante, Anahí.
No pude evitar sentirme sorprendida.
─¿Mamá dirá algo? ─Un escalofrío me recorrió─. ¿Por eso lloraban? ¿Qué sucedió?
─Tranquila, Anahí ─Me tomó por los brazos y, espantándome todavía más con su exagerada reacción de ojos llorosos y labios trémulos, me calló─. Lo que intento de decir es que deben estar aquí antes de las ocho de la noche. Estamos hablando de que tenemos que ir ya, actuar rápido. Pero...
─¿Pero?
─Hay un problema ─remató con gravedad.
─¿Qué problema? ─se interpuso Will como si, de un momento a otro, se le hubiese olvidado el desprecio que solía mostrar hacia nuestra amarga situación.
─No tenemos camioneta ─dijo la tía de forma terminante─. El vino que tú y tu madre trajeron no fue del agrado de mamma, así que ella y el viejo arrastraron a tu madre para enseñarle cuál es el vino de preferencia de tu abuela de vuelta a la ciudad.
Will cayó derrotado sobre el colchón de la litera a la vez que vociferaba un suspiro proveniente de las catatumbas de su corazón. De igual forma, me quedé sin palabras, arremolinando una enorme cantidad de pensamientos contradictorios en mi cabeza en cuestión de segundos. Pasé de no querer hacerlo en lo absoluto a convertirlo en una necesidad y, repentinamente, me hallaba molesta con esa supuesta interrupción tan conveniente de parte de abuela y mamá.
─Tardarán horas ─murmuré, estupefacta.
─Sí ─concordó tía Corcho─. Lo siento, supongo que tendrán que...
─¿No hay otra forma? ─se interpuso Will─. Debe haber alguna manera, Dios, digo, si Anahí piensa un poco más no va a actuar y ¿de verdad es justo que ella esté enredada en esta situación?
La tía soltó un bufido sarcástico, para luego agarrar mi mejilla y machucarla como a la de un niño pequeño.
─Nadie se mete en una situación como esta accidentalmente o injustamente ─replicó─. Pero, bueno, aún queda la opción de salir lo menos corrosivamente posible.
─¿Qué hay de la moto? ─preguntó Will con lo más cercano a la desesperación─. La moto de abuela siempre está disponible, y Anahí sabe manejarla desde antes que aprendió a caminar.
─Absolutamente no ─La tía se cruzó de brazos con la expresión rígida─. No dejaré que dos adolescentes se vayan a todo riesgo a un lugar tan lejos cuando podrían hacerlo tranquilamente otro día. Y, mucho menos Anahí, con ese historial de comportamiento que tiene.
Sentí la nariz caliente de furia.
─¿Mi historial de comportamiento? ─siseé como culebra a la que le invaden el nido─. Cuando estaba drogada y borracha buscando por ayuda en la fiesta de Amanda, Tyler fue a ver a qué vecina estabas, tocó las puertas y tú no estabas en ningún lado; supongo que tu velada con el novio ese que abuela tanto odia estuvo muy bien para que te preocuparas realmente por nosotros.
La tía me dirigió una mirada pesada de fastidio y cansancio. Respiró hondo y, como si de cierta manera hubiese esperado una respuesta similar, no se inmutó al decir sus siguientes palabras.
─Eso nunca pasó ─Me empujó la nariz con descaro, haciéndome retroceder con las manos en la cara─. Mira, narizona, eso nunca pasó ¿oíste? Vengan; les daré las llaves de la moto de la vieja maldita esa.
Cuando la tía salió del cuarto con pasos retumbantes y furiosos, Will me tomó por el brazo antes de que pudiera seguirla a través de la escalera.
─Tyler nunca fue a ver a tía ─murmuró con los gestos fríos, a lo que respondí con una mueca indiferente─. Es una mentira.
─Lo es ─Asentí─. A veces solo conseguimos lo que queremos con mentiras, Will.
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