#21: Anahí de los Demonios (~Día 3~)
#21: Anahí de los Demonios (~Día 3~)
Aunque desperté apenas a salvo en una cama que no era la mía en el escondite de las rosas y no recordaba muy bien lo sucedido la noche anterior, el dolor de cabeza me impidió razonar por un prolongado período de tiempo donde me limité a padecer. Tenía la sensación de haber sido aplastada por un elefante al menos quince veces..
Sopesé tantas cosas mientras mi cabeza punzaba como si un martillo danzara sobre ella al ritmo de We will rock you. Estaba vestida, con los zapatos puestos y el cuerpo intacto, la cara embarrada de baba y el cabello tieso en una coleta apretada que de una forma u otra lo había mantenido en su lugar. Gracias a Dios la ropa evidenciaba que no había hecho ninguna locura del tipo «¡peligro!» al perderme en el alcohol. Suspiré, un poco aliviada al respecto; un mínimo consuelo alrededor del mar de preocupaciones que me rodeaba.
Al remover el almohadón con el que me cubría de la luz que se atravesaba por la ventana, el mundo dio un vuelco. Me corroía el fastidioso presentimiento de haber hecho algo estúpido y precipitado, pero las imágenes borrosas que llenaban mi cabeza como espuma me impedían saber qué. Cerré los ojos y me mantuve de esa forma un rato hasta llegar a la horrorosa conclusión de que no recordaba ni retazos de lo sucedido en la casa de Amanda desde el momento en que tomé el primer trago y empecé a sentirme decaída. Provocaba el mismo efecto que intentar recordar un difuso sueño de años atrás, imposible para mi lucidez encapotada en ese momento por la resaca.
Bufé. Si abría de nuevo la mirada, colapsaría. Las sábanas, que eran como la extensión de las nubes mismas, tenían esa suavidad que se esperaba encontrar en la suite presidencial de un hotel cinco estrellas. Me sentía diminuta entre tanto relleno y tejido; el colchón era de una extensión tan ridículamente enorme que nadaba en él como perdida en el océano. El lujo, la vanidad que me transmitían los colores crema de las paredes, la sutil decoración de base con las luces colgantes en gotas transparentes y el televisor de tamaño estratosférico, me gritaron «esta no es tu casa y debes irte ya antes de que rompas algo y sea trágico y...».
Di un giro brusco hacia el costado y mis fallidos cálculos de espacio me hicieron acabar estampada en el suelo al igual que un plátano depresivo.
¿Cómo podía Will dejar a una catástrofe como yo suelta en esa casa de cristal y objetos frágiles?
La sábana me cayó encima una vez impacté sobre la baldosa fría. Trajo consigo la lámpara de mesa, que además se destruyó contra el piso en un «¡cric!» terrorífico. Mi celular yació a pocos centímetros del desastre, sobreviviente por obra y gracia de Jesucristo.
Exhalé el aire restante de mis pulmones sin saber qué hacer a continuación. Poco después de ese instante caótico la puerta se abrió de par en par, soltando una ráfaga agresiva de aire en mi dirección y casi decapitándome.
—¿Qué sucedió? —preguntó la que estuvo a centímetros de asesinarme.
—Me duele la cabeza —le respondí a Amanda, la posible dueña de la lámpara, con un gran temblor en las articulaciones del cerebro.
Vi un tajo de sus zapatos rojos acercarse. Contempló la situación y a mí con una lástima profunda que no me esperé, como si yo y el caos fuéramos una de esas imágenes que mandan a rezar por los niños hambrientos de África.
—Rompiste la lámpara. —Luego de acuclillarse un segundo para levantarla del suelo, la sostuvo en sus manos al igual que a un cadáver—. Cuesta más de tres mil dólares.
El hielo en mi cerebro se derritió de improvisto.
—¡Oh, mierda! ¿Está revestida con oro o qué?
—No —Me fulminó con los ojos en llamas—. Esa está en el cuarto de mis padres.
—¿En serio?
—No, tonta —Se irguió a mi lado; sus tacones rojos destellaban a pocos centímetros de mi rostro—. ¿Crees que pondríamos una lámpara de tres mil dólares en el cuarto de invitados?
Me encogí de gesto.
—No lo sé —Bufé—. No soy rica.
Amanda sonrió seca en mi dirección. Había dos opciones: o tenía una resaca tan intensa como la mía, o sólo era agradable con Will presente.
Me levanté del suelo para que pudiéramos arreglar las sábanas y esconder los pedazos de cerámica rota. Ni siquiera conocía a esa mujer, pero tenía el presentimiento de que Amanda era mucho más complicada de lo que parecía; sus mejillas regordetas, plagadas de acné y puntitos, podrían esconder al mismísimo demonio. Tras recoger el desastre y colocar la lámpara de una forma en la que no se viera la gran incisión que se hizo en el material, procedió a dirigirme unas miradas extrañadas que por alguna razón me inquietaban desde la cabeza magullada hasta el extremo de mi adormecido dedo pequeño del pie.
¿Tenía un pescado en la cara o qué?
Mi celular había sobrevivido a la caída. Lo encendí y me llevé un completo sobresalto: eran la una de la tarde del domingo, es decir, había estado casi un día completo en la casa de Amanda. ¿Cuánto tiempo estuve en total descontrol, bebiendo sin parar, para que mi cuerpo pareciera una masa adobada con chiles ultra picantes que en vez de picar ardían? Fruncí el ceño, preocupada. Mi cabeza se había bloqueado con tanta fuerza que todo lo referente a la fiesta se resumía en brumas coloridas que olían a sudor humano combinado con lo que quizá bebí.
Al intentar colocar la contraseña en mi teléfono, fallé. Traté cuatro veces, guiada por la esperanza de que fuera un error ocasionado por la vejez del celular, hasta que la pantalla me advirtió que quedaba una última oportunidad para lograrlo o que borraría todo el contenido de la memoria. El pasmo fue tan grande que mis manos temblaron alrededor del aparato, apenas sosteniéndolo por instinto. ¿Quién se había dado cuenta de que mi contraseña era el antiguo aniversario de Domingo y yo? Palidecí, sin creerlo del todo; el miedo surgió como un monstruo que me devoró en pocos segundos. Cuando procuré hacer una gran estupidez para arrancar el dolor de raíz, Amanda me detuvo con un gesto precipitado.
—Intenta poner el cumpleaños de Madeleine —indicó.
—¿Por qué tendría ese cumpleaños de contraseña?
La miré sin comprender, aunque ella parecía saberlo todo.
Amanda dejó escapar una carcajada que se extendió y se extendió hasta sacar de quicio a mis oídos sensibilizados. Cuando se calmó, tenía ese espanto burlón en la cara que no hacía otra cosa que provocarme unas enormes ganas de masacrarla a puñetazos. ¡Qué desagradable! No comprendía si el dolor de cabeza había tomado parte del control de mi comportamiento o si era simple culpa de Amanda por ser más insoportable que una espinilla en la nalga.
—2809.
—¿Qué es eso? —inquirí, con cara de desagrado.
—Tu contraseña, el cumpleaños de Madeleine.
Luego de negarme por varios minutos para proteger el poco orgullo que conservaba, Amanda me arrebató el celular de las manos y colocó el cumpleaños de Madeleine tan rápido como sus dedos le permitieron. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza cuando el celular, tranquilamente, accedió a dejarnos entrar.
Solté un suspiro de espanto y alivio a la vez.
—¿Por qué mi contraseña es el cumpleaños de Madeleine?
—Porque ayer ella tomó tu celular e hicieron desastre. Abre la galería para que veas.
Si Will pretendía tener el corazón de piedra, mejor que dejara de hacerlo. Amanda sí que era dura de espíritu. Podía sentirlo mientras me obligaba a indagar en mi violado celular. Era la tipa que te decía «cállate» y le obedecías.
Me senté encima del colchón con algo de mareo en el cuerpo. Entré en la aplicación; Amanda pegaba su barbilla a mi hombro para observar lo mismo que yo, lo que de seguro eran la más pura muestra del desenfreno y la irresponsabilidad adolescente.
Fotos borrosas sin lógica ni fundamento; una que otra imagen con sentido pero que apuntaba al techo o al piso o a la nariz mocosa de cualquiera de nosotros; negrura; pantalla blanca; mi cara más borracha que el demonio de los borrachos; la cara de Madeleine que lucía prolija al lado de la mía con el piercing chueco y los ojos rojos; los muchachos imitando el twerking experto de Amanda y una de sus amigas culebronas; el abdomen achocolatado de Joel, Joel con los enrojecidos labios entreabiertos y los dientes apretados, Joel lamiendo un tajo de piña con la lengua; el gentío jugando verdad o reto alrededor de una botella vacía de vodka y Tyler más sonrojado que una papa quemada; yo con los ojos encarnados dando saltitos de un solo pie en un video de seis segundos; una foto grupal donde estábamos tanto el grupo de Tyler, Will, Sebas y yo, con Amanda, Madeleine, Hernán y Joel, sonriendo tan hermosamente que me enamoré de esa foto más fea que el trasero de un babuino.
Sólo faltaba una persona en ella.
¿Dónde estaba Davián?
—¿Y Davián? —le pregunté a Amanda. Ella profería una sonrisita pícara de «nosotros sí somos los putos amos del mundo» al ver las fotos y su gesto cambió al deparar en mí—. ¿Tomó las fotos?
Amanda me dirigió una expresión confusa que se transformó en esa molestosa lástima que se le adhería en el rostro como la propia saliva, suave y naturalmente.
—Él se fue temprano —respondió, despacio—. Pensé que se habían ido juntos, pero no... Ehm, ¿sucedió algo anoche, Anahí?
Forcé a mis neuronas a trabajar. Hice todo esfuerzo posible para mi defectuosa cabeza, pero no obtuve ningún resultado favorable. Algo me decía que, además del alcohol, había algo que me negaba a recordar, un suceso que arrasó con una parte de mí, robándosela cuando descuidé mis escudos protectores y el sumo cuidado con el que había mantenido la gran fachada de «todo está perfecto» en alto frente a Davián. Fruncí el ceño, molesta conmigo misma por ser tan imprudente, descuidada como una niña necia, y entonces Amanda me dirigió una cara comprensiva.
—Hay que limpiar abajo —Se levantó de la cama de un salto—. Ven.
Seguí a Amanda como cordero de patas temblorosas. A través de los pasillos de la mansión Polo llegué a la conclusión de que vivir esa condición ostentosa debía ser abrumador; con cada paso había que tener cuidado de no tropezar con los adornos, con los cuadros, con la vida misma en caso de magullar las alfombras estéticas. Cuando bajamos la fluctuante y estrafalaria escalera sin pasamanos, resbaloso escalón por resbaloso escalón, con la precaución de no ir muy rápido y zamparse a la muerte en una sola sentada, llevé un impacto muy grande al ver los restos descompuestos de la noche anterior a lo largo de cada detalle de la sala como si un torbellino hubiera arrastrado toda la basura del mundo por ahí.
Vasos de plástico, charcos de líquidos desconocidos, mal olor desubicado, comida regada, envoltorios, sillas volteadas, muebles manchados. La tía Corcho dirigía una tropa de limpieza con la misma actitud de una generala del ejército militar. Will y Madeleine frotaban con una esponja el refinado suelo manchado; más allá, a través del concepto abierto de la cocina, vislumbré a Tyler y a Sebastián sacarle brillo a los platos y vasos que quedaron aptos para el uso; Joel y Hernán intentaban, de alguna manera, desembarrar el enorme sofá y los cojines con trapos espumosos remojados en blanqueador. La tía Corcho profería palabras graves a la vez que rondaba el cuartel en círculos de ave rapaz furiosa y hambrienta.
—Si van a hacer un desastre, por lo menos, ¡limpien! —En ese momento, la tía Corcho levantó la mirada y notó mi presencia. Una sonrisa felina se implantó en sus labios—. ¡Anahí! ¿Dormiste bien?
Entrecerré los ojos en su dirección.
—Tía...
—Es como si un demonio se hubiese aferrado a ti para traer cosas malas a quien se te atraviese —comentó con su naturalidad única para decir cosas hirientes—. Torbellino de mala suerte.
—¿Qué hice ahora?
La tía Corcho se cruzó de brazos. El cinismo en su rostro era envidiable, como otro gesto más de su cara.
—Estos chicos tenían añísimos de añísimos sin hacer una cosa así —musitó—. Vuelves tú y ¡mira! Ni siquiera sé si debemos buscar en la piscina el cadáver de Davián o qué.
—Espera, ¿qué?
Corcho chistó con la lengua.
—Tu noviecito desapareció.
Los ojos que deberían limpiar la casa centraron su atención en mí. Yo, mientras tanto, desarmaba cada una de las piezas de mi incomprensión en una pelea apasionada con la tía Corcho.
—¿Cómo que desapareció? —solté en un bramido nervioso.
—¿Lo ves aquí?
—No, pero...
—¡Lo único que falta en mi expediente es el secuestro de un adolescente, Anahí! ¿Qué sucedió anoche que hizo que se fuera? ¿Ahora qué les dirás a sus padres o, no lo sé, a tu madre por ejemplo? ¡Jazmín te asesinará!
Una presión asfixiante se instaló en mi pecho.
—No tiene sentido, ¿por qué se iría? Digo, ayer todo estaba bien y...
Y se hizo la luz.
Ese momento de explosión, de ¡clic! mental, el impacto enloquecedor de la memoria, perdí el aliento en una fracción de segundo y dejé de ver a la Tía Corcho o a cualquiera en la casa. Lo único frente a mí eran los horrorosos sucesos de la noche anterior que, aunque difusos, estaban más que obviados: una tragedia que disminuyó a cenizas el cómodo piso donde había estado parada por meses. De repente me hallé sin base y caí.
El altercado con Davián se hizo tan claro que tuve que procesarlo una, dos, tres veces. Pensé en lo precipitado que había sido el asunto, en todo lo que había echado a la basura en tan solo unos minutos de desenfreno. Sin embargo, también recordé sus palabras, sus acciones incluso más erradas que las mías; él, al igual que yo, había estado mintiéndome de una manera que superó mis estándares de paciencia. Me había controlado, atándome a él para la comodidad de sus inseguridades: los dos usamos la misma carta para mantenernos el mayor tiempo posible en una ilusión que sí, nos hizo felices por meses, pero nos destruyó en cuestión de segundos.
Los dos éramos unos monstruos inseguros y mentirosos, tóxicos.
Nunca volveríamos a vernos de la misma forma.
La información pasaba y se codificaba. Domingo había enviado a Davián para devolverme el dinero. Davián no lo hizo porque no soportaba la idea de que me fuera después de entregármelo.
¿Irme? Ni siquiera en tal situación extrema que pasábamos veía posible «irme» de Davián tan fácil, porque se había convertido en un vicio pensar en él como la cosa que me haría más feliz en el universo, una droga que necesitaba para sobrevivir al dolor de los días.
Sería mejor no abrir la herida nunca más. Suturaría el recuerdo, enterrándolo en algún lugar lejano donde mis dedos no pudieran palparlo ni en los momentos de mayor desesperación. Fui tan patética al verlo de esa manera, como un medicamento para embotar el sufrimiento de mi alma, cuando en realidad sólo era un ser humano común y corriente, una persona que buscaba el enamoramiento para satisfacerse tan egoístamente como yo.
¿Qué hice? ¿Fue la decisión correcta romper cualquier atisbo de relación de esa manera? ¿Qué hice? Había arrancado el problema de raíz; acababa de sacar una gran toxicidad de mi vida. Pero, ¿por qué se sentía tan doloroso si había sido la decisión más sana?
La tía Corcho pronunció mi nombre con preocupación. Levanté la mirada y la encontré con la suya, que derrochaba una inquietud afilada hacia mí. Yo ni siquiera me había percatado de que había cubierto mi boca con una mano, paralizada de pies a cabeza, sin sentir nada más que la respiración acelerada y fluctuante.
—Anahí, ¿qué pasó anoche?
Arreglé mi gesto. Suspiré en un intento de calmarme y, aún con el ceño fruncido y el corazón por el suelo, respondí:
—No recuerdo.
La tía Corcho, señorita Cayena Romero, quien presumía conocerme más que a sí misma después de haberme acompañado desde que llegué al mundo para arruinarle la sonrisa a la gente con mi cara trágica, supo en ese momento que algo estaba mal en mí.
Tras dirigirme una expresión incrédula, se acercó para enfrentarme cara a cara, un movimiento de amenaza implícita para hacerme hablar cuanto antes. A la Tía Corcho se le dificultaba mucho ver, el rastro imborrable de su accidente; sin embargo, se irguió frente a mí con toda su imponencia, una gran bomba que no duraría en estamparme la chancla en la mejilla si decidía tomar la fácil opción de no hablar. Me mantuve rígida, paralizada por el miedo y la preocupación de que estaba a segundos de ser descubierta por la única persona a la que me dolería decepcionar con mis malhechas decisiones; impulsos estúpidos uno tras otro, un caminillo tan difuso y enrevesado que tardaría horas en convertirlo en una misma pelota de estambre que desentrañar en sus oídos.
El ojo vivo de la tía destellaba. Había tomado impulso en su instinto maternal, observándome con una gravedad tan fuerte que me sentí como un pequeño animal indefenso al lado de su posición agresiva.
—Anahí, definitivamente tú y yo debemos hablar —musitó con autoridad. Entonces regresó la mirada a los muchachos que, curiosos y fisgones, averiguaban el altercado desde sus posiciones—. ¿Qué miran, muchachitos? ¡Trabajen! ¡¿No es suficiente con el desastre que hicieron?! ¡Limpien! ¡Antes de las cinco nos vamos!
Luego de tal farfullo colérico, la averiguación general disminuyó. La tía Corcho me tomó por el antebrazo y me arrastró hasta la cocina en un silencio que anunciaba la gravedad del asunto. Amanda nos persiguió con sus tacones rojos craqueando contra el suelo, tac, tac, tac; sonido que anunciaba la llegada de mi fin.
En la cocina estaban Tyler y Sebastián ocupándose del lavaplatos. Sebas fregaba la suciedad y Tyler secaba los utensilios para colocarlos en su lugar; formaban un equipo dinámico y perfecto. La tía Corcho los miró de reojo con una cierta expresión de curiosidad, como apreciar un terminado experimento exitoso.
—Pretender que a ti no te pasa nada, Anahí, es como pretender que ninguno en la casa sabe de lo que se traen estos dos —comentó en voz baja—. Cuando nos dijeron, fue tipo «wow, qué sorpresa, estamos impactados».
Tyler y Sebas ni siquiera depararon en las palabras de la tía. Estábamos apartadas de ellos.
—¿Cómo fue eso? —inquirió Amanda.
—Sebastián lo tomó de la mano y lo dijo en el desayuno en el que no estuviste —contó—. Supongo que el nuevo viejo, el novio de tu abuela, Jesús, ya debe estar más que claro de que nosotros formamos una familia innovadora. Lo que hicimos fue asentir y pasar el tema con naturalidad. No estaba la intención de empeorar lo que ya de por sí fue una situación difícil para ellos con preguntas e imprudencias. Pero hay situaciones que ameritan preguntas e imprudencias, ¿verdad, Anahí?
Un líquido ácido de instaló en mi garganta. Odiaba que la metiche de Amanda estuviera ahí con la única excusa de «ubicarnos en la casa» para escuchar mis problemas, la clásica táctica de meterse en la vida de los demás a través del poder y el descaro. Suspiré en busca de la calma, pero se había ubicado en un lugar muy lejano a mí.
—Tía, escucha...
—Escucho.
Bufé con hastío.
—¿Sabes que Davián y Domingo son primos, cierto?
Parpadeó despacio en el intento de procesar la información.
—Ahora lo sé. —Se frotó el tabique de la nariz con los ojos abiertos de par en par—. Continúa.
—Davián tiene el dinero que le presté a Domingo —solté—. Me lo devolverá.
La tía Corcho frunció el ceño, observándome con el impacto estampado en la mirada. Se cruzó de brazos, inflexible, y lo único que comentó al respecto fue:
—Por cosas como esta no le das una cantidad de dinero exorbitante a un adolescente. —Negó con la cabeza para sí—. Tu padre es un estúpido y tú eres igual que él.
—Lo sé.
Empecé un relato que tanto la Tía Corcho como Amanda escucharían con atención, como si se tratara de otra de mis historias inventadas o de la telenovela familiar de los domingos. Sin embargo: era real, tan verídico como mis gestos quebrantados manifestaban.
No hubo detalle que minimizara o pasara por alto. Conté cada mínima situación, cada pelea, cada instante agridulce y molesto. Le hablé de Domingo y el porqué lo ayudé. Le dije que al tocar su espalda sentía las irregularidades de sus cicatrices, las marcas de la correa de metal de su padre; que se removía de dolor cuando tocaba las nuevas por accidente; que no me dejaría verlo sin camisa hasta pasado el año y medio de estar juntos; que a pesar de tener el cuerpo esculpido y melodioso, él nunca vería nada más que las grabas blancuzcas que se camuflaban en su piel, como el recuerdo perpetuo de su sufrimiento.
Le prometí que lo salvaría, así que lo hice.
El único sacrificio fue condenarme a mí, el torbellino de mala suerte, Anahí de los Demonios.
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