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#20: Ilusión o realidad (~Día 3~)

#20: Ilusión o realidad (~Día 3~)

Un largo suspiro de parte de ambos. La pesadilla cumplida. Un solo inconveniente que marcaba la diferencia.

«Domingo Cuervo».

Davián se pasó las manos por la nuca, no sin antes revolverse el cabello y mirarme con una imprevista mueca furiosa. Me pedía que me callara, que me fuera, que lo dejara en paz con sus propios pensamientos, pero yo era necia, profundamente obstinada y difícil, y creía en el pronóstico de que ese sería el único momento indicado para lanzarme a nuestro abismo sin paracaídas.

Sentí pánico, aunque no estaba del todo consciente de las cosas, del peso de lo que acababa de soltar. Bufé como toro enloquecido y permití que analizara bien el celular que cargaba entre las manos temblorosas. Ahí yacía la foto donde él y Davián compartían con el resto de su familia, los Cuervo.

─Yo soy una gran estúpida ─le dije─. ¿Lo sabías, verdad? Son familia. Lo conoces.

Davián bajó la mirada hasta el teléfono sólo por unos instantes. No parecía querer agarrarlo.

─Estás borracha ─replicó en un fino hilo de autocontrol─. No estás pensando bien las cosas.

Guardé el celular, tomando su respuesta como un claro y obvio «sí».

─¿Desde cuándo lo sabes?

Davián recargó su cuerpo en la silla de playa. Había roto nuestra conexión de ojeadas acusadoras y, después de pensar un segundo, no quiso regresar su expresión hacia mí.

Colocaba el peso de la cabeza en su puño apretado. Había levantado sus barreras por completo, separándome de él, dejándome lejos de la verdad y de resolver el problema que nos rodeaba. Tenía un muro de piedra tan grande a su alrededor, un fuerte reforzado de espinas, que ni siquiera yo, tan habituada a tratar con personas rotas y hambrientas de amor, podría ayudarlo a salir de su dolor, de su tristeza, de sus demonios internos. Nos separaba un mundo de por medio; mentiras, secretos, cosas que no nos diríamos en la cara pero que en realidad lo significaban todo; tiempo, ¿cuánto tiempo? Parecíamos tener años de conocernos, pero nuestro primer encuentro no pasaba de los dos meses.
¿Por qué sentía que todo estaba a punto de desaparecer tan rápido? ¿Y por qué me negaba a aceptarlo?

─No quiero hablar de esto contigo ahora ─masculló.

Acerqué mi cabeza hacia él, haciéndolo voltear bruscamente.

─¿Tenemos opciones? ─Observé desde sus ojos acaramelados hasta sus provocativos labios color rosita─. Realmente no quiero seguir pretendiendo que somos estúpidos o algo por el estilo.

Davián regresó la vista hacia mí. Respiraba con el pecho agitado, tembloroso; cada palabra la costaba un universo de paciencia.

─Anahí, ya. Hablemos después.

─¿Por qué no me dijiste que sabías, Davián? ¿Por qué no fuiste sincero en primer lugar?

─¿Por qué no me dijiste tú la verdad? ¿Tú crees que todo esto es mi culpa?

Hice una enorme expresión de impacto. Me crucé de brazos, molesta de pies a cabeza, con el aguante ya desvanecido. Sus ojos brillaban en mi dirección; me rogaban que me callara, que no fuera a decir algo de lo que me arrepentiría después. Pero, ¿quién era él para mandarme? Apreté los ojos, colérica, para abrirlos unos segundos después con aún más ira. Me abracé a mí misma, como si de cierta forma nadie más que yo pudiera salvarme.

─Los dos somos unos tóxicos de mierda ─siseé, lento, como tortuga drogada─. Los dos estamos equivocados.

Davián bufó.

─No podemos razonar de esto así.

Enfurecí. Tomé vigor de algún lado y, con todo el odio del mundo, empecé a enloquecer como una viuda resentida que ve al fantasma de su esposo vagando por la casa:

─¡¿C-cómo te atreves a tratarme así?! ¡¿Por qué simplemente no me dijiste que sabías y todo se acababa?! ¡Eres un loco!

En el momento me sentía vigorosa; mis palabras resolverían los enigmas más grandes del universo y me colocarían en un pedestal en la India por mi labor universal. Valiente, fuerte; palabras con las que mi mente se describía a sí misma en ese momento. Sin embargo, ahora que retrocedo, ¡qué vergüenza! El alcohol y la irritación me llevaban como en una onda de arcoíris; podía estamparle un puño en la cara a Davián por jugar conmigo, ¿o porque pensé jugar con él y fallé?

Apreté mis dientes hasta hacerlos sufrir, observando su expresión vacía con una molestia desconocida; ¿por qué? ¡No sé! Me chirriaba verlo tan tranquilo, quieto en su piel, cuando sabía que era el momento para que me mandara a la mierda de una buena vez y me dijera ¡te odio! ¿Por qué no lo hacía? ¡Odiáme!

─¿Qué quieres que borre? ─inquirió, directo a la herida. Sentí una ondulación nerviosa ante la fuerza de sus ojos, pero no aparté la mirada─. ¿Sigues teniendo todo ahí? Qué patético.

Bufé, sin entender a Davián en lo absoluto; quería electrocutarlo contra un poste de luz, pero al mismo tiempo deseaba que el problema quedara en el olvido y que pudiéramos abrazarnos como si nada hubiera pasado, como personas normales y no ángeles de alas rotas, adheridos al inframundo por pesadas cadenas que nosotros mismos forjamos.

─¿Quién aquí decide qué es patético o no? ─grité─, ¡mírate! ¡Somos unos locos!

Davián rió con cinismo, exaltándome mil veces más. Me levanté de la banca, iracunda, sumida en un río de lava espumosa y tóxica que me consumía despacio, como oleadas cada vez más fuertes de puñaladas directas al corazón, con completo descontrol y demencia.

─¡Te odio! ─grité.

─Ojalá pudiera odiarte también, pero ¡no puedo! ¡Te amo!

Hice una mueca deforme, como si me hubiera llevado a la boca algo muy ácido y picante a la vez.

─¿Me amas? No seas ridículo, yo apenas si llego a quererte y por necesidad. Es un enamoramiento muy patético. ¿Cómo se supone que nos amemos cuando ni tú ni yo conocemos el amor bonito ese que pretendemos tener?

Davián repitió su risa histérica. Empezaba a asustarme.

─¡Todo salió mal! ─me dijo, no sin parecer un completo desquiciado con su expresión de triste carcajada─. Escucha...

Empezaba a moquear de tristeza, aborrecimiento. Si no era capaz de colocar mis emociones en orden, no tardaría en emprender un llanto frenético bajo sus narices. ¡No podía permitirlo! ¡No, no, no! ¡No otra vez! Ya no me sentía nada borracha, hecho ilógico en mi cabeza; sólo quería desaparecer, mudarme a un país bien profundo en el centro de la tierra, huir de Davián y de Domingo y simplemente ser libre.

Me levanté de la banca de golpe. Tomé todas mis piezas rotas, mi mierda sentimental y mis mocos amarillentos y pretendí largarme antes de que el daño en mi ánimo fuera irreparable, demasiado pesado para sostenerlo sobre los hombros un segundo más. Sin embargo, Davián me detuvo agarrándome por la muñeca con una fuerza desconocida.

Observé su mano sobre mí, impactada.

Los dos nos miramos como bestias. Me zafé de su agarre y entonces, despacio, como un cuchillo que perfora el pulmón de la manera más corrosiva posible, le susurré cerca del rostro:

─Me tocas otra vez en tu vida y eres hombre muerto, Davián.

Él se horrorizó ante la repentina actitud grave de mis palabras, como si apenas hubiera caído en cuenta de que había hecho una atrocidad. Estaba erguido frente a mí con la cara deformada en un poco tierno color rojo.

─Lo siento. No quería...

─¿Tú crees que yo soy una tonta, que no veo? ─escupí─. Aléjate de mí. No quiero verte más.

─Anahí...

─¡Que te vayas! Y, por todos los cielos, que no te aparezcas en la casa otra vez porque de ahí no sales vivo.

─Anahí, escúchame, hay algo...

─¿Qué, Davián, qué hay? Dime, que quiero saber qué es eso tan fabuloso que va a evitar que yo te guarde en mis recuerdos como una de las peores cosas que me ha pasado en la vida.

Davián suspiró en un fallido intento de calmarse. Nada podía aplacar nuestros demonios en ese instante. Se apartó la cabellera del rostro y me encaró con los ojos entrecerrados, cansado, en apariencia llevando un sufrimiento incluso más grande que su cuerpo.

─Domingo me envió para darte el dinero ─dijo en un salivazo─. Pero no te lo di porque sabía que te alejarías de mí, y no podría soportarlo.

Quedé paralizada. Una pared blanca se instaló en mi mente, dejándome plantada frente a él con expresión perdida.

─Sé que debí decírtelo, pero ¿cómo? Sé que las chicas como tú jamás le prestarían atención a chicos como yo. Sé que si te lo hubiera dicho antes hubieras agarrado el dinero, lo hubieras perdonado y hubieras vuelto a sus brazos, olvidándote por completo de mí. No quería perderte. No quería perder otra vez a la persona que amo. Y lo siento muchísimo por hacerte eso. Lo siento.

El impacto apenas me dejaba respirar. Sostuve las emociones en mi pecho e intenté apoyarme en una de las mesas del rededor aunque se me fuera el alma en ello. Sin embargo, sólo sentía unas inevitables ganas de desmayarme y morir, tirarme al río y convertirme en una de esas almas en pena que andan por ahí fastidiando desquiciados. Boqueé, igual a pez moribundo, y enfrenté a Davián con la confusión más grande que había sufrido en mi vida.

─¿Qué?

─El dinero ─repitió─. Por eso me acerqué a ti. Él quería que te lo diera. Pero...

─Siempre estuve bajo tu juego ─murmuré─. ¡Ridícula yo al pensar que eras diferente!

Davián bajó la mirada.

─Lo siento ─murmuró, quedándose corto a media disculpa.

Me mordí los labios, impaciente. Lo tenía al frente, pero se sentía como si estuviera muy lejos. Una realidad alterna, universo fluctuante. Anahí y una alpaca voladora. ¿Qué sucedía? No lo sabía, sólo quería irme y dormir.

─¿Sabes dónde está Domingo? ─inquirí, sin darle ni siquiera un vistazo a su rostro.

No podía verlo. No quería verlo. No deseaba saber de él nunca más. ¿De cuál? Ni idea, ¿de qué color es el cielo? ¿Morado o naranja? Debía lanzarme en lleno al agua para despertar de esa opresión que mantenía mi mente en gris.

Davián bufó sonoramente, llamándome. Lo vi sin ver, extraviada en algún punto de no sé dónde.

─Sí ─respondió tras inquietarme unos minutos─. Pero, ¿crees que sea necesario saberlo?

Detuve en seco mis palabras. Me hallaba en ningún lugar, vacía, como si de cierta manera un titiritero invisible me agarrara desde las nubes y me hiciera actuar contra mi propia voluntad incluso si estaba sola en mi mente y no fuera culpa de nadie más que yo. Me pasé una mano inquieta por la nariz, quitándome los mocos inadvertidos, y observándole a través de capas y capas del dolor de mi corazón destrozado.

─Tienes razón ─murmuré, decaída─. Creo que mejor me voy con Tía Corcho.

Hice el intento de huir, pero Davián me obstruyó el camino. Retrocedí, con la cabeza obtusa, pensamientos rectangulares y brumosos. ¿Cómo había pasado de amarlo bobamente, como una ciega que se niega a aceptar su condición, a querer eliminarlo de mi vida para así cortar el sufrimiento de raíz? ¿Cómo lo vería de nuevo a los ojos sin gritarle con odio, con desagrado, con el mayor desprecio que le tendría alguna vez a un ser humano, que no había hecho otra cosa que corroborar mi teoría de que el amor está prohibido para los que son como nosotros, venenosos, despistados, con el espíritu lleno de cicatrices y el aliento acabado por completo?

¿Por qué? ¿Acaso yo no era la mala de mi propia historia, sino que tanto él como yo éramos villanos enmascarados que nos destrozaríamos mutuamente en cualquier momento?

Me sentí como un trapo viejo. Utilizado y malgastado. Lo observé, él era otro trapo inútil e imposibilitado de querer.

Me sostuvo la mirada. No entendí cómo era capaz de siquiera atreverse después de lo revelado.

─El dinero. El dinero te lo daré cuando regresemos.

Asentí para mí.

─Bien.

─¿De dónde conseguiste tanto? ─inquirió él, escogiendo un momento ideal para la conversación.

Rechisté con la lengua, agotada en cuerpo y alma.

─Eso no te incumbe ─escupí, rabiosa como perra callejera.

Entonces me rendí ante su actuar de profunda aflicción y arrepentimiento agudo, ya que Davián no era tonto y sabía que acababa de perder una parte de mí para siempre; no más Anahí esforzándose por confiar en él y en sí misma, no más Anahí buena y comprensiva que sabe perdonar, no más Anahí por el resto de los tiempos.

─Mi papá, el que nunca se aparece y al que no le llamo así, me lo dio para viajar como regalo de mis quince.

─Fuiste contra tus sueños para ayudar a Domingo.

─Sí.

Davián vació su caja torácica. Removió su cabello una última vez y, cortante consigo mismo, dijo:

─Nunca debí enamorarme de ti.

Suspiré, segura de que estaba en lo correcto.

─Nunca debimos enamorarnos tú y yo.

Davián corroboró la teoría tras dejar escapar un sonido rasposo similar al sufrimiento de un animal moribundo.

─Lo siento ─repitió.

Yo no podía «sentirlo». Sólo lo aborrecía.

─Somos unos mentirosos ambos. ─Apreté los dientes antes de continuar─. Tanto tú como yo cometimos el mismo error.

─Debí decírtelo desde el principio ─casi sollozó─, que Domingo me envió por eso.

Fruncí el ceño con dolor, sin levantar la cara. Las lágrimas se acumulaban en mis párpados, desesperadas por no salir.

─Y yo que creía que eras una víctima de mis mentiras. Jugaste conmigo todo este tiempo.

Davián rió con amargura. Lo imité, ya sin opciones para pasar por alto el momento.

─No tenía opción ─intentó justificar─, tú te hubieras alejado y yo...

─Cállate, tóxico de mierda ─exploté─. ¿Sabes cuántas cosas sentí yo por ti desde el momento en que te conocí? Me pareciste un ser de otro planeta, Adonis caído del Olimpo o de lo que sea, sólo para mí, la perfección en pasta. Todo esto sucede porque eres un maldito inseguro, un maldito acomplejado, ¡me encantas! ¡Me encantas tanto que no sé cómo me recuperaré de este golpe!

Davián, lastimero, no habló.

─¿Tú qué creías? ¿Que me aferraba a ti por Domingo, o qué? ¡No! ¡No, no, no! ¡Qué desagradable! Yo te veía sólo a ti, a ti, Davián. Si tú veías a otra persona a mí, entonces el problema aquí no soy yo, ¡eres tú!

Desprendía una gran verdad desde el fondo de mi ser. Una mentira que llevé por tanto tiempo, que me corría por el interior de las venas como una fuerte ponzoña, se iba despacio, a la fuerza, cada palabra siendo arrebatada de mi lengua por un increíble desenfreno de loca que descubre que todos estamos igualmente locos y que vivimos en una histeria colectiva de dioses invisibles que le hacen milagros a todos menos a ella.

─Los dos teníamos miedo a que el otro se fuera. Por eso nunca te dije nada acerca de Domingo; sabía que sería indecoroso que empezaras una relación conmigo sabiéndolo ─Rechisté con la lengua, impúdica─. Nunca imaginé que tú estabas jugando la misma horrorosa carta.

Davián soltó un grueso lamento.

─Fue una gran casualidad, te lo juro ─Intentó arreglar la situación─. Cuando él se enteró que me mudaría para acá de nuevo por lo de Lee, me contactó y me dijo que te enviara el dinero de la manera más discreta posible. Pero cuando te vi, Anahí, cuando te conocí y te tuve cerca, no pude aceptar la idea de que una vez que lo tuvieras te olvidaras por completo de mí.

Ni siquiera tras los hirientes mensajes de Domingo rompiéndome había sentido el corazón tan frenético contra mi pecho, las manos estremecidas, el sudor frío, la visión borrosa, la respiración entrecortada y débil, como si de cierta manera atravesara un portal entre dimensiones que dolían en el fondo de la piel. Lo miré, analicé a Davián y a su expresión apenada, su ruego silencioso, y me sentí malgastada.

─Qué triste que te pase esto después de que tu novia muriera.

Davián hizo un pequeño gesto de dolor con la boca.

─Fue mi culpa. Fue estúpido todo lo que hice.

Entonces, a pesar de la furia, la gran hendidura en mi dignidad, los borrones en mi consciencia y la constante idea de estar cometiendo un acto terrible, lo tomé por las manos en un fuerte apretón de resguardo.

─Somos iguales. Lo sabes, ¿no, Davián? Es culpa de los dos.

Asintió con la mirada apretada. Se había agarrado de mí como si su vida dependiera de ello.

─Yo no te amo, Davián. Eso es imposible para mí a tan poco tiempo de conocerte.

Al abrir él los ojos, cruzamos una última mirada seca y febril; lo sabíamos, el «adiós» al que tanto le habíamos huido al fin estaba frente a nosotros.

─La única diferencia es que ahora no te amaré nunca, Davián. Nunca.

Solté sus manos y lo dejé ir.

─No tienes por qué irte hoy de la casa ─le dije─. Pretendamos que todo está bien. Mañana, cuando nos vayamos, me das el dinero. Y te agradecería que no me hables más nunca después de eso.

El miedo a la verdad nos había condenado.

¿Cómo habíamos caído en aquella falsedad de que podríamos sostenernos sólo con mentiras, besos y comentarios bonitos? La bomba había estado ahí, latente, reproduciendo una cuenta regresiva más corta que duradera; lo sabíamos, pero ¿lo vimos venir? No, nadie ve venir el triste final; menos él y yo, que habíamos suprimido nuestra parte cínica, cruel, cansado para levantar una efímera ilusión que nos mantuvo vivos un tiempo más.

Antes de regresar a mi aciaga soledad, le dije:

─Gracias por hacerme un poquito feliz en estos dos meses. Fue bonito.

Davián se cruzaba de brazos sin darme la cara. Se notaba a leguas que aguantaba apenas el llanto.

─¿No hay una forma de arreglar esto, Anahí?

─¿Arreglar qué? Nosotros no tuvimos nada.

Arrastré a mi monstruo interior lejos, yéndome.

Caminaba por el borde de la piscina sin observar nada más que mi reflejo distorsionado en el agua. Arreglé la coleta donde me sostenía el cabello y oculté las manos en algún lugar de mi camiseta. Suspiré, idiota ante el golpe de emociones, y de alguna manera terminé pidiéndole sus servicios a Joel en medio de la abstinencia de amor.

Le pedí un cigarrillo a Madeleine; me lo dio gustosa, sonriéndome de oreja a oreja con naturalidad. Lo encendió por mí y, como amigas de la infinidad, me ayudó en el proceso de borrar foto por foto de Domingo, mensaje por mensaje, audio por audio, mientras nos fumábamos la ciudad entre carcajadas, alcohol y humo y pensábamos en una nueva contraseña para el celular.

Nos reíamos ante las cosas estúpidas que encontrábamos; «me calientas como nadie más», «¿cómo tendremos sexo en tu casa si tus padres están?», «te amaré por siempre», «mi princesa, mi brillito, la luz de mis ojos». Madeleine, con crueldad, los releía en voz alta frente a sus amigos y nos burlábamos de él en conjunto, a la vez que brindábamos por la soltería y el amor propio, más felices que nunca, y yo pensando en lo hermosa que es la vida cuando se es sincero.

─Diosito Santo que nos observas, qué muchacho más rastrero ─comentaba Madeleine en una exposición grupal─. ¡Oh, no hay nadie que compare tu belleza! ¡Oh, amémonos por siempre! ¡Oh, eres la única que me hace sentir así! ¡Oh, oh, oh! Mardición, Anahí, te la comiste con este: «estamos drogados de amor».

─¿A poco no? ─cuchicheé cerca de su rostro─. Nos amábamos.

─Nah ─Me tiraba el humo en la cara sin pensarlo dos veces, sincera en su humanidad─. Amor es lo que te tengo yo a vos, marica. No esta mierda.

─Te ajeta la pesta ─murmuré, alejándome de ella y de su olor desagradable a hierba y tabaco.

Madeleine reía con los dientes pelados a millón. Los demás chicos nos tomaban como el show de la noche; algunos gritaban «¡bésense!, ¡bésense!» a nuestras espaldas en un bonito coro que acompañaba nuestra conversación de chicas psicodélicas y borrosas.

─Estás hasta el culo; deja de beber.

─No me des órdenes que me pongo traviesa ─le replicaba con la soltura que sólo alcanzaría borracha─. Sóbame el corazón mejor, está rotico. ¡No, no, no, no la teta!

Madeleine hizo un exagerado puchero que me hizo sonreír a la vez que bebía más y más.

─Que el amor no se base en una droga, sino en una realidad ─respondió a algún comentario que alguien había hecho al aire─. Cuando la droga inicial pasa, esa sabrosura del principio, sólo quedas tú y la otra persona y el problema en que ya te metiste. Ahí es donde se ve la realidad, lo que tienen. Dime, Anahí, ¿cuál es tu realidad?

Reí, seca.

─No nací para esa realidad.

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