#2: Un beso bajo las gotas de polen
#2: Un beso bajo las gotas de polen.
Entre el centenar de cosas que odiaba por simple capricho o haraganería, detestaba con todo mi ser los días lluviosos. Aunque seguramente hay personas con mejores razones para odiar algo tan trivial e inevitable, yo lo hacía porque tuve la desgracia de crecer con la fobia de mamá ante las nubes negras, los truenos y las gotas distorsionando las vistas en los cristales del automóvil y haciendo imposible las caminatas, ver televisión sin la señal entrecortada o que se fuera la luz en medio del alboroto con el viento y los rayos. Como consecuencia al desastre ocasionado por la lluvia, la señora de la casa se desesperaba, se tornaba eléctrica y nerviosa como una gelatina y gritaba para sus adentros con los ojos vacíos ¡el mundo se cae, moriremos!
¿Quién imaginaría que conocería al amor de su vida gracias a la lluvia?
A sabiendas de que por razón de su embarazo prematuro mi madre nunca pudo establecerse con una pareja, siempre deseé que dejara de ver a los mismos tipos horrendos y malolientes que frecuentaba en tiempos esporádicos para encontrarse con alguien a la altura de una mujer como ella, alguien decente, educado, que le brindara un futuro definido que nos beneficiara a ambas. Sin embargo, era difícil para ella escapar del patrón en el que se había definido de manera inconsciente: no dejaba que ningún hombre se le acercara más allá de una aventura ocasional, porque se centraría con determinación en mantenerme alejada de cualquier peligro, no deseando que un esposo estorbara en nuestra vida tal como su padre, mi amado abuelo, había hecho. Con tal criterio elegido, mamá se escudaba de cualquiera protegida por una coraza de hierro; era invulnerable a cualquier situación, pero, como hasta el soldado más duro cae al final, su fachada se desmoronó bajo la lluvia de una tarde de unos cuantos años atrás.
Caminábamos tomadas de la mano en una ajetreada carretera del centro de la ciudad; ella se aferraba a mí con tanta fuerza que dejaba marcas purpúreas en mi brazo, y en algunas ocasiones, cuando me costaba seguir su ritmo volátil de corredora, arrastraba mi existencia como a un saco de papas por la calle sin ningún tipo de cuidado. Debía de haber cumplido alrededor de unos veintiocho años en esos días, aunque parecía mucho mayor por culpa de la maternidad, el sol y el trabajo duro; ya se le veían algunas arrugas de cansancio y canas prematuras que sellaban la vejez en el rostro. A pesar de ello, la salvaba un atributo tan simple como encantador: un cuerpo moldeado por un par de piernas fuertes y abdomen definido gracias al potente entrenamiento al que se sumergía para conservar un poco de juventud. Era una explosión de sensualidad que conseguía atraer a los hombres sedientos como abejas a la miel, pero al mismo tiempo poseía algo similar a un veneno ponzoñoso en la mirada que los alejaba de inmediato. Nadie se le acercaba con ninguna clase de intenciones; dejaba muy en claro con su agarre que yo era su hija, una pesadilla andante de once años recién cumplidos, y que no le deseaba a nadie tal infierno.
Ingresamos a una floristería en la atareada misión de comprarle flores a mi particular abuela, que tal día cumplía sus cincuenta años, aunque conservaba el actuar de una mujer de treinta. En la noche y madrugada se celebraría una fiesta de desenfreno y locura para conmemorar la sublime fecha, así que pretendíamos darle un detalle tierno antes de que el caos diera comienzo; llevábamos chocolates baratos y su vino preferido, así que lo único que faltaba para concluir el listado eran unas flores que gritaran jovialidad y espíritu libre como ella.
Fue una sorpresa observar cómo unas rebeldes gotas se adherían al cristal de la tienda con cada vez más fuerza. Además del asfixiante olor de las flores conservadas en contra de su naturaleza, el olor de la lluvia restregándose contra el suelo llenó el resto de la estancia. La terrible alergia consecuencia de la combinación mortal apenas me dejaba abrir los ojos, razón por la que ignoré en su mayoría lo que ocurría mientras moqueaba e intentaba parar las lágrimas involuntarias que me caían por el rostro.
Mi mamá habló de forma optimista:
—Seguro ya se pasa, Anahí, esperemos un momento.
El sol brillaba con la misma intensidad que antes, pero la lluvia luchaba y caía sin detenerse, ocasionando que las calles se inundaran y que mamá empezara a entrar en pánico. Lo que alegaba ser una llovizna suave, pasajera, acabó convirtiéndose en un diluvio impresionante que nos obligó a permanecer horas encerradas en el interior de la tienda, lejos del agua torrencial, del barro en las avenidas y el peligroso viento que arrastraba almas y fantasmas. Confinadas en el pequeño lugar, no quedó otra opción que tener contacto con los que ahí trabajaban. Una señora mayor, dulce como una rosa de las estanterías, nos extendió dos sillas. Explicó que tendría que irse al apartamento que quedaba sobre el diminuto local a buscar materiales para decorar un ramo que le habían encargado y que su hijo se quedaría a cargo del lugar. Un hombre rubio, de unos veinticinco años en apariencia, salió de la puerta trasera y nos saludó con un ánimo apagado, muy similar a las gotas que caían parsimoniosamente por el ventanal. Su actitud suave y lenta resultaba bastante atractiva; apaciguaría y disminuiría el miedo de mamá con su calmada voz de narrador de cuentos como un calmante al que se volvería adicta.
Fue cuestión de un vistazo. La lluvia siseaba a nuestras espaldas, pero mi mamá no estaba sumida en el habitual estado de desesperación que le provocaban los truenos. Ambos se habían sumido en una mágica nube impropia a cualquier otra realidad; atrapados en la primera impresión, yo pasé a ser parte de las flores, camuflada entre ellas y el fondo.
Mi mamá analizaba al tipo sin ningún disimulo: sus ojos color almendra bailaban sobre él como si nunca hubieran visto algo tan maravilloso. Él, cuya piel era tan blanca como la de un albino, apartó la vista luego de varios segundos viéndola con asombro en su mirada azul. La primera sacudida de atracción los sedujo de inmediato, porque no cedieron ante la clara incomodidad del momento. Mi mamá, al recordarse que estábamos en la tienda para comprar flores, fue la primera en hablar y dar a conocerse ante él.
—Hola. Necesito un ramo que diga locura, juventud, belleza, fuerza. Es para mi mamá. Hoy es su cumpleaños —Sonrió, ansiosa; unos dientes dispares le dieron la bienvenida al hombre a su vida—. ¿En cuánto sale eso?
—Un regalo de la casa —respondió él, y de inmediato pensé que su marcado acento inglés demostraba que llevaba poco tiempo por estos lares, quizá era estadounidense o de algún lugar de Reino Unido—, señorita...
—Dime Jazmín.
—Jazmín —Rió un poco por la pronunciación que él mismo le daba al nombre—. Soy Callum. Nice to meet you, ¿qué clases de flores quieres?
El cabello rubio de Call se arremolinaba en diferentes direcciones sobre su cabeza. Era flacuchento, casi huesudo, pero tenía cierto encanto grácil en sus movimientos; lo demostró bastante bien cuando, de forma lenta y encantadora, preparó el ramo de rosas rojas más sensual de la historia de las floristerías: en ese instante supe que mi mamá jamás se lo daría a la abuela. Era suyo desde el momento en que sus ojos se ampliaron y marcó a Call como un nuevo objetivo que alcanzar.
—Gracias —dijo en medio de un pequeño suspiro—, Call.
—Aún sigue lloviendo, Jazmín —informó el rubio en un desesperado movimiento para mantenerla ahí—. ¿Por qué no te sientas y yo traigo un café para ti?
Call se esforzaba por hablar un español correcto frente a mi madre. Ella, alegre de que él hubiera tomado tal iniciativa para una cita improvisada, me dirigió una mirada que decía mil palabras: te compraré un helado gigante luego de esto, hija. O, por lo menos, eso fue lo que imaginó mi yo de once años. Me quedé en un espacio lejano de la situación, viendo las flores y los ramos preparados, bonita y gordita, como los pingüinos en su intento de ocultar que en realidad eran muy inteligentes y lo veían todo.
Si bien podía quedarme quieta, fingiendo ser invisible, mis oídos eran incapaces de desaparecer; mucho menos probable si se trataba de la vida amorosa de mi mamá, cuyos ojos jamás habían brillado tanto hasta ese día.
Terminaron cansándose, dos años después de su primer encuentro, bajo las gotas de polen que se deslizaban a través del suelo llevadas por la lluvia en forma de pétalos y rocío. La escena emanaba un delicioso perfume a flores y torta de chocolate que bailaba en el aire y se adhería a la ropa en forma de amor, un amor que se reflejaba en sus rostros cercanos, felices y enamorados. Jamás olvidaré la expresión de mi mamá ese día, joven después de mucho tiempo, desencajado de alegría al observar cada mínimo detalle de Call sin que el distraído lo notara siquiera, absorto en la misma tarea pero en la figura de ella.
Entonces, en el instante en el que me percaté que tal cambio significaba una mejora para ambas, hice una promesa: si Call continuaba haciendo feliz a mi madre, yo lo soportaría aunque trajera consigo a la pesadilla encarnada, un invasor indeseado, un polizón que debía ser eliminado cuanto antes.
Tyler.
Mamá decidió no cambiar su apellido por razones que solo la pareja conocía con exactitud y en las que no me hubiera hecho feliz entrometerme. Cuando las firmas quedaron plasmadas en el papel y fue oficial, mi abuela arrancó en un llanto desenfrenado que paralizó al universo de gente que la rodeaba, porque la matrona de hogares no lloraba a menos que ocurriese una tragedia.
—¡Mamá! Pero... ¿por qué lloras? —preguntó tía Maya, una de las que chismorreaba con las vecinas sobre mamá para llamarla de millones de formas insultantes. Me resultaba insoportable que su hipocresía llegara a niveles tan fuertes, así que solo recibía miradas de odio de mi parte—. ¡Cálmate!
—Es que yo, yo... ¡pensé que no se casaría jamás! —respondió la abuela limpiándose las lágrimas con la falda del vestido improvisado—. ¡Mi niña bonita!
Call hizo un esfuerzo increíble por no reír ante la exclamación de abuela, pero yo sí me reí con un descaro enorme como mi nariz.
La transición a una nueva vida no fue tan traumática como me lo había imaginado, ya que Call se esforzaba en tratarme con gentileza y atención, no me obligaba a llamarlo de ninguna forma y se mantenía pendiente de que me encontrara cómoda sin necesitar nada. Pronto descubrí que se trataba de una de sus cualidades: era demasiado paciente, incluso para situaciones imposibles como lo era mi mamá en ciertas ocasiones en las que explotaba y perdía la cordura. Call me atendía tanto como a su hijo y, de un momento a otro, empecé a considerarlo otra parte más de la familia de manera natural y sin pujos. Él utilizaba un trato distinguido con mamá, como si ella fuera una especie de volcán que en cualquier momento pudiese estallar y requiriese ser cuidado; mientras se conservaba inactivo, a veces humeaba y caían partículas calientes por sus mejillas, pero Call no tardaba en calmarla otra vez en su función de sedante.
Sólo existía un grieta en la supuesta perfección que nos rodeaba; un chico genio, fastidioso y pedante que se convirtió en mi hermano según la ley.
Tyler.
Su personalidad no debió haber estado incluida en el contrato que mamá firmó. Era como una espinilla en el trasero, molesto e imposible; no podía mirarlo a los ojos sin sentir un espasmo de incomodidad y odio.
Varias veces le gasté bromas pesadas de las que me siento orgullosa hasta el día de hoy: le colocaba tinte marrón a su champú —no soportaba que fuera rubio y era divertido verlo hecho un desastre—, escondía sus importantes cuadernos de notas —sufría pequeños ataques de ansiedad cuando no los conseguía en su mesita de noche— y engordaba a su gato negro, al que llamé Michael Jackson porque su antiguo nombre era demasiado al estilo que le agradaba a Tyler, es decir, nerd y apagado. Sin embargo, el chico siempre encontraba la manera de darle vueltas a la situación degradante en la que lo tenía sumergido: le agarró cariño a su nuevo color de cabello, empezó a memorizar las clases sin necesidad de escribir los contenidos en un cuaderno y sacaba a Michael J. para que el caminar le bajara la panza. Aunque resultaba un enemigo formidable, yo nunca me rendiría en mi tarea de volverlo loco, aunque para él era un trabajo sencillo: solo debía mirarme y ya empezaba a perder la cabeza.
Nuestra rivalidad eterna concluyó en lo siguiente: No importa cuánto nos odiemos y hagamos la vida del otro imposible, sobreviviré y no te librarás de mí.
Tuve que acostumbrarme al convivir de nuestras personalidades discordantes, uno de los retos más difíciles y esforzados que había tenido que realizar, ya que, yo, sin conocer lo que era compartir la poca atención que me daban, me sentía atrapada. Después de pasar casi tres años con la única separación de una pared entre nuestros territorios, me percaté de que el abandono en el que mamá me había encerrado no era culpa de los nuevos integrantes de la familia, que en su lugar se interesaban de una u otra forma en mi bienestar, y que Tyler había llegado para darse lugar como una pieza inamovible de mi existencia; si no hubiera sido por él y sus largas lecciones de matemáticas en las noches, de seguro habría reprobado cuarto año. Pero solo me di cuenta de la real importancia de Tyler cuando empezó a ir a la universidad, se consiguió una pareja estable y se olvidó por completo de la tonta hermanastra que le jugaba bromas pesadas. Para mi sorpresa, era incapaz de entender las clases; los exámenes tenían largos rayones rojos; mis cuadernos eran garabatos incomprensibles otra vez; y, como una pesadilla cumplida, debía lograr por mi cuenta lo que nunca había hecho.
Tyler solía aparecerse en la casa para quedarse un día o dos; la universidad a la que asistía, por ser privada, caía en paros de vez en cuando para protestar contra el gobierno socialista. Cuando tal cosa sucedía, mis notas subían considerablemente. Cuando no, era la misma Anahí de siempre: mala en las matemáticas como solo yo podía ser.
Sin embargo, Tyler empezó a frecuentar la casa demasiado seguido al mismo tiempo que se había quedado soltero, lo que ocasionó que me llenara de sospechas guiadas por mi instinto para captar cuando alguien carente de malicia se apasionaba por las mentiras. La convivencia constante nos hizo tener problemas y, tal como se predijo desde el momento en que nos conocimos, acabamos sin poder dirigirnos una palabra antes de caernos a golpes y a maldiciones.
Si no hubiera actuado como un ser malévolo incapaz de admitir un error, le habría dicho a Tyler que lo necesitaba. Mi orgullo me obligó a avanzar por mi cuenta y a encontrar formas de solucionar mi poca atención a las clases, así que robé sus antiguos cuadernos y, sin que él supiera, seguía ayudándome aunque nos separara un estado y medio o un simple malentendido en el que ninguno era justo con el otro.
***
No tuve la valentía suficiente para aparecer en el bebedero de la niña después de verme en un futuro, como cada vez que me atrevía a sumergirme en los sentimientos que me volvían frágil, acabada, sola y triste. Al igual que una cobarde disminuida en la miseria, me limité a sentarme en una banca lejana para esperar al chico que me había respondido la carta días atrás y que, de alguna forma que tendría que averiguar al conocerlo, había adivinado mi identidad. Tenía los regalos, una bolsa de papas fritas saladas y un dibujo avejentado con meses de longevidad, aferrados a mi pecho por si algún arranque milagroso me impulsaba a darle la cara al extraño que se aparecería en el punto de encuentro, aunque sabía muy bien que tal cosa no sucedería.
Cuando los nervios fueron suficientes para hacerme temblar sobre la banca, el chico apareció. Apreté la bolsa contra mí y esperé con temor a ser vista o a que el fastidio evidente en su rostro me hiciera llorar.
El muchacho, alto y delgado, llegó hasta el bebedero y se detuvo a un lado de él con una clara inquietud en el rostro; viraba la cabeza en mi búsqueda, y lució un poco decaído tras percatarse de que no aparecí en el lugar acordado. Por la distancia, era imposible detallarlo con exactitud, aunque, en rasgos generales, era de piel pálida, cabello castaño y porte tímido. Había algo en él que me decía que era reservado y que, quizás, entendía lo que yo sentía al moverme en la oscuridad como una sombra. Al ver sus ojos templados me encontré con una expresión que conocía perfectamente y que, de una forma u otra, había abrazado toda mi vida como un refugio, pero, a pesar de que no percibí presencia de peligro en él, mi cuerpo permaneció paralizado, adherido por defecto a la mugrosa banca del silencio pasillo abandonado del colegio, inútil y tembloroso.
Sin embargo, en un instante de lucidez, reconocí que mis actos fundamentados en el miedo eran patéticos, así que, para aliviar mi sensación de estar siendo una gran estúpida, intenté arreglar mi error de no asistir al encuentro. Coloqué una hoja con una respuesta brusca en la superficie del asiento, ya que, si atravesaba el pasillo para salir del colegio, él debía cruzarse con la nueva carta de una manera u otra. Estaba consciente de que se trataba de un acto basto e inmaduro que se mantendría en mi cabeza martillándome con ideas de que cada vez actuaba de forma más errática, torpe e infantil, pero, como una bebida electrizante, me hizo recuperar la pequeña ilusión de que tal vez no había arruinado una nueva oportunidad del todo, por lo que tal día atravesé la puerta del colegio con una sonrisa renovada a sabiendas de que el chico encontraría la carta y, de seguro, no se sentiría tan decepcionado de Anís Estrellado de los Demonios.
«Para el chico del bebedero...
Gracias por responder mi carta ayer; tu misterio no resulta sexy, si eso crees. Habría ayudado que me dijeras tu nombre, cariño.
La verdad es que escribí muchas estupideces en esa Carta Busca Amigos porque no quería que nadie adivinara quién era, pero supongo que sólo lo hice más obvio para ti, ¿no? Ambos somos tímidos, si me viste en la banca sabrás que no fui capaz de acercarme, y lo siento.
Una cosa: quiero conocerte, y si encuentras esto, sabes quien soy, la chica que te observaba a lo lejos, así que encuéntrame y hablemos.
Anahí».
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