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#18: Cicatrices (~Día 2~)

Para ti, JDHF, que me acompañas a pesar de todo.

#18: Cicatrices (~Día 2~)

Sentí una repentina electricidad corroerme cuando la tía Corcho nos preguntó, con un gran sarcasmo enmarcándola, que qué era la caja enorme que Will y Tyler bajaron a rastas de la camioneta al detenernos frente a la casa. Tenía esa expresión de orgullo disimulado en severidad, como si se obligara a parecer una figura de autoridad aunque su deseo más profundo fuera ser una más de nosotros.

—Un dinosaurio bebé, marica —le respondió Sebastián—. Esa tal Amanda los ama.

La tía Corcho sonrió en dirección a su aprendiz.​

—Diviértanse, enanos —nos encomendó a Dios—. Yo estaré en la casa de la vecina, pendiente; pendiente, muy pendiente, sobre todo: pendiente. Cualquier cosa, me llaman: 0800-Tía Corcho.

Davián y yo nos bajamos del cajón trasero de un salto. Había una especie de silencio incómodo entre nosotros desde el tema de los condones, de la virginidad y de la imprudencia de la tía Corcho. Pero, ¿cómo romperlo? Supongo que sólo existía una manera obvia, ¿o no? Empezaba a confundirme, espirales y zigzags en mi cabeza. No podríamos hablar al respecto sin volvernos locos, desquiciados.

La casa de la tal Amanda era mucho más impresionante de lo que esperé al escuchar el título «amiga de Will». Aunque viví en el polvoroso pueblo durante toda la infancia y además parte de la adolescencia, no recordaba haberme asomado a averiguar el hogar de los Polo. Me dijeron que tenía piscina, pero no mucho más; sin embargo, al asomarme a través de la alta cerca que separaba la construcción del resto del pueblo, pude ver en su totalidad lo más cercano a una mansión: una decoración estrafalaria de cristales y color blanco; palmeras y plantas decorativas; una terraza con mesas elegantes que me recordaron a los cafés de Italia; diminutas estatuas blancas de ángeles y duendes esparcidas en el pulcro césped artificial que cubría el jardín. Era tan grande que no le hallé ningún fin a la estructura cuadrada desde la perspectiva limitante que me daba el portón.

En conclusión, se trataba de ese estilo de casa que se ve en la televisión o en las revistas, pero que nunca se piensa visitar por razones obvias. Me sentí un poco cohibida, pero Will parecía tranquilo, habituado. De inmediato confirmé que, luego de docenas de intentos fallidos, había escogido a una buena «amiga», una de la que todos saldríamos beneficiados.

Davián y yo nos acercamos, con nuestras manos luchando para no tocarse, hasta el grupo donde se habían reunido nuestros locos y el resto de los muchachos hormonales que esperaban a que les abrieran la puerta de la mansión. Al igual que nosotros, no era un grupo demasiado grande; no pasaban de las seis personas. A pesar de ello, daban la impresión de ser muchos más gracias a sus pesadas presencias. Eran una aglomeración bastante particular, como si hubieran agarrado un pote de mayonesa y echado dentro las cosas más extrañas imaginables para el ser humano; un chico de cabello largo que sostenía una guitarra en su hombro, una chica paliducha más alta que todos sus amigos, un chico moreno que estaba para comérselo con chocolate y nueces, y otros tres que quedaban opacados por la luz del sol, pero que compartían el mismo patrón extravagante.

¿De dónde había salido esa muchedumbre?

—Hola, gente —saludó Sebastián, que era el más suelto del grupo, con una sonrisa natural y resplandeciente—. ¿Quiénes son ustedes?

La chica de altura amenazante le prestó atención a Sebastián. Tenía unos enormes ojos negros que representaban el rasgo más notorio de su rostro, pero había una cierta tristeza o soledad adheridos en ellos con fuerza, de costumbre, que los hacía feos y aburridos. Analizó con una mirada taciturna al desenvuelto chico, para chistear con la lengua como culebra en celo, jirafa furiosa y hambrienta.

—Tú debes ser Sebas —supuso. Entonces señaló a Will que, a pesar de haber tenido un poderoso cambio exterior, continuaba en su actitud de chico tímido e inseguro—. Y tú Will.

—Alexander —corrigió el aludido en un quejido penoso.

La chica triste frunció el rostro con extrañeza, como si Will fuera un gran estúpido.

—No pretendes que recuerde ninguno de los dos, papi.

Se había convertido en mi ídolo femenino en cuestión de segundos.

El tipo de pelo largo, embelesado de amor hacia la jirafa afligida, se interpuso en la conversación utilizando un tono de voz que me recordó a los hippies de los años 60 que aparecen en la televisión. Él parecía tener un grave problema contra la violencia, o al menos eso me decía lo que vi de él en ese instante. Ojos caídos, cuerpo delgado, piel amarillenta, dientes desgastados. Me pareció adictiva su actitud relajada, de esas que dan ganas de chuparse en los porros.

—¿Amanda los invitó también? —inquirió el chico porro—. ¿A todos ustedes?

—No, wey —respondió Sebastián en lugar de la bola de tímidos que éramos todos nosotros—. Nos venimos colados.

La chica jirafa rió.

—Qué bonita casualidad: nosotros también.

Sebastián asintió, animado. No entiendo qué cosa tenía con socializar y hacer nuevos amigos, pero esa su gran pasión; sonreírle al mundo pero no a sí mismo.

—Soy Sebastián —se presentó—. Y estos maricos son: Anahí, Tyler (mi amor), Will y Davián. ¿No son súper bellos ellos?

La chica jirafa parpadeó a su ritmo drogadicto. Pasó sus ojos malditos sobre nosotros y sentí un nubarrón gris posarse en mi cabeza.

—Un placer —dijo el chico relajado al no responder ella—. Soy Hernán. Esta amargada es Madeleine, el buenote de allá es Joel y estos tres son... ehm... ¿cómo se llamaban, Mada?
Madeleine, Mada, lo observó perdida.

—¿Qué voy a saber yo?, si tú eres mi memoria portátil.

—Eso no puede ser.

—Ha sido así desde que te conocí, mi oloroso. Ya ni me molesto en pensar.

Qué hermosa relación, de verdad. Quise algo así en mi vida, compartir la mirada psíquica con esa persona especial para adivinar cada uno de sus pensamientos y decirle que olía a queso rancio. Una cosa única, sólo compartida entre dos seres especiales el uno para el otro, dos mitades, unidos por un hilo rojo, marrón, azul. Lo que fuese, lo deseé para mí. ¿Lo tendría?

—Mardición ustedes y su azúcar —interrumpió, sin aviso, Joel el buenote—. ¿Dónde está la Amanda? Nos tiene esperando aquí desde como hace horas.

Will se encogió de hombros. Tenía el celular sostenido en sus manos, expresión de confusión y desencanto ante los nuevos presentes.

—Me dijo que ahorita salía.

La chica jirafa —ahora Madeleine— lo perfiló con curiosidad.

—Como hablaste tú, te apuesto a que ahorita mismo sale. Mira, ahí viene, como abeja a la miel.

Evidentemente, el portón acabó de abrirse con el mismo movimiento de las puertas de un castillo celestial, en dos partes hacia dentro. En medio de tal arquitectura atávica se hallaba una chica de baja estatura, regordeta, con borrones grises en el rostro y unos anteojos tan gruesos que sobresalían en su rostro circular como carteles de fuego azul. Llevaba puesta una minifalda bastante ceñida al cuerpo y un top que dejaba a la vista los notables rollitos en su abdomen. Cruzaba los brazos sobre sus pechos, molesta con una expresión tan adorable que pareció un gato molesto, y fruncía el ceño hacia lo único que parecía ver, a mi primo el malhumorado chico malo con baja autoestima, Alexander «Will».

Will la miró con tanto amor que casi vomité. Se acercó a ella para envolverla en un abrazo de esos que causan diabetes, pero ella lo repeló de un paso hacia atrás que hasta a mí me rompió el corazón.

—¿Qué tienes? —inquirió Will, apenado y extrañado por igual—. ¿Ahora por qué estás molesta?

Amanda apretó los labios con fuerza. Estaba colérica, con los puños apretados.

—¿Qué es este gentío, Alex? —soltó en un siseo de verdadera rabia.

Su voz era pequeña y aguda. Tuve que hacer un esfuerzo para no reír y Davián, a mi lado, también.

—Ami, tú me dijiste: invita a tus amigos... —empezó a defenderse él, suave como no era con nadie más, pero la chica enana estaba un paso adelante.

—¡Son doce personas! —exclamó, observándonos de mala gana.

Will la miró, confuso.

—A esos de allá no los invité yo, de verdad —dijo, avergonzado—. Estaban aquí. Sólo traje a estos cuatro bobos de aquí.

Amanda, chica de armas tomar, nos miró de reojo desde su posición. Entonces, aprovechando el vistazo, Sebastián la saludó con una insinuadora sonrisa de modelo de ropa interior. Algo en su expresión me dijo que no tomaba a Amanda como otra de las «amigas» que Will había tenido a lo largo de vida.

¿De qué me perdí? ¿Qué demonios? ¿A todos les había dado por enamorarse? ¿Qué? ¡¿Qué?! Aguanté la respiración, impactada, adolorida. ¿La única solitaria era yo? ¡No! ¡No, no, no, no!

—Negro —lo llamé en un susurro.

Él viró hacia mí.

—¿Sí, mi enana?

—¿Qué con ella? —pregunté, indiscreta.

Él me dirigió una expresión significativa que lo decía todo: más que amigos.

—Nuestro mujeriego está enamorado por primera vez. Pero no se lo digas, no tiene ni idea.

Me sentí preocupada. Amanda no parecía del tipo de persona que le prestaría atención a alguien tan superficialmente peligroso como lo era Will, pero ahí estaba, escuchando sus ruegos con paciencia hasta que, rendida, nos permitió entrar a la docena de hormonales.

Resultó ser un drama innecesario de parte de Amanda para llamar la atención de quién sabe quién, porque al ver a Madeleine y a Hernán, la chica jirafa y el chico porro, los abrazó con tanta fuerza que Joel, el buenote, tuvo que separarlos luego de varios minutos. La dueña de la casa nos invitó a pasar y, luego de estar con los pies bien colocados en el recibidor, escuché a Davián ahogarse en su propia saliva de nervios. Mi reacción no fue diferente. Estábamos en una extensión del cielo, la posada de los ángeles. O la casa de Amanda, de los Polo. Como prefiriera llamarse.

¿Qué se sentiría despertar cada día y ver que estás rodeada de tanto dinero? Amanda lucía cómoda en su cuerpo; era humilde, tranquila. La costumbre.
Olía a té de manzanilla. Las luces de la sala estaban apagadas, por lo que fue difícil ubicarnos en primer lugar. Escuché el estruendo desastroso de la caja de cervezas contra el suelo irrompible, y en ese momento Amanda prendió el voluminoso candelabro de cristal que colgaba del techo a varios metros de altura, dejándonos enceguecidos por un momento. Entonces, al recuperar la visión, los billetes me golpearon duro los ojos. Nunca antes había estado en un lugar así.

Las paredes, que desaparecían en un alejado segundo piso, estaban pintadas de un fuerte color vino que dejaba un efecto drogado en quien lo viera. Una enorme escalera color marfil, adherida a la pared quién sabe cómo, sobresalía contra el resto de la casa como el centro del gigantesco todo. La sala estaba conformada por un conjunto de muebles de cuero negro que tenían apariencia de servir sólo de decoración; la precisión en la manera de colocar cada cojín me decía que nadie debía haberse sentado nunca ahí. El aspecto prolijo, perfecto, de cada espacio o cosa con la que nos atravesábamos no detonaba nada más que una frialdad enorme. Vivir ahí debía ser igual a quedarse atrapado en el interior de un catálogo de decoración. No había nada que me dijera «wow, un hogar».

Nosotros, más acostumbrados a los cigarrillos en el piso, al desastre de corotos en el lavaplatos, a las paredes amarillentas y agrietadas, al televisor estancado en los ochenta y al olor a podrido que no provenía de ningún lugar, nos quedamos en un aturdido silencio sepulcral. Amanda sonrió al vernos. Debía estar acostumbrada después de tanto tiempo observando la misma clase de reacción.

—Mis amores, no se sientan incómodos —nos dijo—. Están en su casa.

Entendí por qué le gustaba tanto a Will. Las tetas monumentales le guindaban del top con una soltura increíble, además de que la grasa se había acumulado inteligentemente en sus piernas y trasero. Era como una bomba sexy para los hombres heterosexuales que la vieran. Will, al parecer, había usado su poderoso cuerpo atlético para conquistar una sabrosura así; finalmente, luego de millones de intentos fallido, una chica de carácter y pasión, un espécimen del que valdría la pena enamorarse, y no una chica que lo dejaría tras aburrirse de sus músculos fornidos.

Entonces Amanda se cruzó de brazos, alternando la mirada entre Davián y yo. Lucía consternada. Había fijado la vista en Davián con una severidad imposible, como si lo odiara desde el fondo de su ser.

—Tú estudiabas en el San Antonio conmigo —aseguró luego de pensar un instante—. Eras el primer promedio. Te ibas a graduar con honores. ¿Qué sucedió?

Davián enrojeció y fue incapaz de responder de inmediato. En el silencio que dejó su timidez, la chica jirafa, Madeleine, se entrometió.

—¡Claro! —Asintió para sí—. Y no saludas, para peor. ¡Solíamos sentarnos uno al lado del otro para evitar a las demás personas!

Davián se vio acorralado.

—Yo... lo siento, no las recordaba.

Sebastián pareció caer en cuenta en ese instante de quién era Davián. Hizo una repentina mueca de comprensión.

—¡Claro!, ahí te vi antes, amigo. Estás en las fotos del colegio Amanda.

Madeleine observó a Davián con su educada expresión de discrepancia hacia la humanidad. Lucía como una científica que no comprende su experimento, confundida, extrañada. Entonces preguntó:

—¿Por qué te cambiaste?

Davián evitó cualquier contacto visual, incómodo. Tenía la intención de esconderse en sus propios brazos temblorosos o, con más simpleza, de que la tierra se lo tragara de una buena vez. Adiós mundo, adiós sufrimiento. No más Anahí causando problemas y crisis existenciales.

—Necesitaba irme de ese lugar —respondió, seco.

Madeleine frunció el ceño, obtusa. Tenía esa mirada vacía que gritaba desacuerdo. Con naturalidad, comentó:

—Te juro que pensé que tenía que ver con la muerte de Luna. Ustedes eran muy cercanos, ¿no? La acompañaste de principio a fin en su enfermedad. Eso es admirable, amigo.

Davián quedó anonadado, muerto. Se ahogó con su propia respiración, paralizado, con los ojos temblorosos, pálido y enmarcando rabiosamente las venas de su cuello. Sólo ahí levantó la mirada, silenciando a Madeleine y a sus imprudentes comentarios.

Intenté tomarle la mano, pero me apartó. Observaba a la chica jirafa con una furia superior a la que le había visto nunca en los ojos, como un animal enloquecido tras recibir un primer zarpazo de su rival, dispuesto a contraatacar, a asesinar. Se aproximó, furibundo. Apretaba la mandíbula con tanta fuerza que le temblaba a la vista de todos.

—¿Podrías ser más sutil? —replicó; su voz ahogada—. No es un tema ligero. Me estás hablando de mi novia muerta como si fuera, no lo sé, un cigarrillo que te acabas de fumar.

Madeleine chistó la lengua, sarcástica.

La chica tenía un problema. No se daba cuenta de que Davián no se veía con ganas de oprimir sus puños o sus gritos.

—Ay, amigo, no te pongas triste. No lo digo para ofender, te estoy felicitando más bien.

—¿..felicitando? ¡¿Qué mierda contigo, loca?! —exclamó Davián desde el fondo, como si le hubieran clavado un cuchillo en el preciso momento de gritar.

Hernán se atravesó entre ellos dos para evitar una tragedia que nos hubiera dejado a todos los ojos morados y las costillas rotas. Madeleine reía. Davián estaba cerca de llorar. Había una presión tajante en el medio que gritaba guerra, sangre, muerte. Parecían halarse de los pelos, de la carne, de los huesos, sólo mirándose como bestias enfermas de rabia.

—Amigo, amigo, ella no lo dice como burla —interrumpió el porro Hernán, nuestro salvador—. En su idioma, quiere decir que lo lamenta. Todos lamentamos lo que le pasó a tu novia. ¡Cálmate!

Davián era incapaz de controlar su respiración acelerada. Fue extraño observar cómo cambiaba esa imagen ideal del chico tímido, sensible, callado, y pasaba a ser un considerable tipo peligroso con unos prominentes puños dispuestos a romperle la cara a quien se entrometiera en su camino. A pesar de la repentina explosión, no dejaba de tratarse de Davián, chico bueno, chico considerado, así que encapsuló a su bestia interna en un botellón de impotencia y bajó la cabeza, los puños, cortando la tensión que nos quitaba el aire a los presentes.

Exhaló no una, sino cuatro, cinco veces, hasta que se pasó las manos por el cabello como hacía cada vez que la cólera lo hacía sentirse perdido. Pretendí acercarme, tocarlo, hacerlo sentir mejor, pero me alejó de un gesto aterrorizado. Yo no podía curarlo. Más bien, abría más sus heridas a un punto que le resultaba insoportable.

Una novia muerta.

Eso era todo.

Nada más ni nada menos.

—Lo siento, Madeleine —murmuró Davián, sofocado—. Te grité. Perdóname.

La jirafa se encogió de hombros, inexpresiva como cuadro malhecho.

—Estoy acostumbrada a generar odio en los seres humanos.

Amanda le indicó la salida al patio trasero para que Davián pudiera tomar aire y pensar. Cuando intenté seguirlo en un intento desesperado de ayudar, el chico porro me detuvo de un suave jalón en la camiseta. Me miraba con la típica expresión de entendimiento que se tiene cuando en realidad no se entiende nada.

—No —se apresuró a decirme Hernán—. Necesita quitarse a la novia de la piel, o nunca podrá tocarte a ti.

Tuve unas irremediables ganas de llorar como si un gato hubiera muerto en mis brazos, desgracia múltiple, inconmensurable.

Si yo tenía un problema para enamorarme, Davián tenía millones de problemas. Un inconveniente grave, un dolor agudo en el corazón, lo más cercano a que una parte de sí mismo se desvanezca, la muerte del amado. Una marca que le quedaría para siempre, cicatriz de por vida. Fisura que cada mujer que pasaría por él sentiría a través del contacto con la piel magullada.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué tenía que estar tan marcado por todas partes, tan injustamente triste? ¿Por qué recibía ese trato inmerecido cuando era una persona tan tranquila, tan preciosa, tan de las humildes nubes, del cielo, tan constante, tan dulce y considerada, nada menos que un buen chico? ¿Por qué la vida es tan hija de puta, tan despiadada, para hacerle perversidades horribles a quien no se las merecen? ¿Por qué? ¿Por qué, Dios? ¿Por qué nos torturas de esta forma? ¿Por qué si cada vez que nos caemos nos levantamos, nos tiras al piso con aún más fuerza? ¿Por qué?

¿Cómo quitarnos esa piel sanguinolenta, llena de cicatrices, pálida y caída? ¿Cómo? ¿Cómo amarnos así? ¿Cómo se supone que nos veríamos a la cara sin que nos convirtiéramos en un espejo de tragedias, de tristeza, de dolor? ¿Cómo nos besaríamos sin sentir los labios de otro? ¿Cómo no amar a fantasmas, muertos, recuerdos y memorias?

¿Acaso seríamos capaces de amarnos de verdad, como partes de un mismo rompecabezas, de una misma constelación, de un mecanismo fundamental que no funciona sin nuestras piezas unidas, o lo nuestro, lo que habíamos creado en esos últimos meses, sólo sería algo efímero, un segundo intenso que olvidaríamos pronto, un movimiento desesperado para no sentirnos tan solos, necesidad de una leve compañía, una pequeña caricia en la lengua, muestra obvia que se acercaba a lo que nunca tendríamos?

Es imposible quitarse las cicatrices de encima. Que el otro las toque, las sienta y las acepte, ¿qué más nos queda a los seres que cargamos la piel revestida de ellas?

—No sabía —chillé tan bajito que me sentí patética—. No me dijo nada.

Amanda me mandó una expresión de lástima tan pronunciada que tuve que contener la tentación de arrojarle una de sus esculturitas de cristal en el rostro. Era el primer amor de Will, ¿quién lo diría? Me caía mal. Tenía la expresión odiosa y el cabello demasiado esponjado. Su infinita seguridad en sí misma me resultaba amenazante, extraña. Quería que se complicara su vida como la mía, a ver si continuaba con esa sonrisa de aclamada felicidad.

—Ay, no sé —habló ella, afilada—. Vamos a beber.

—Me parece una excelente idea, mi gorda —confirmó Will con corazones estampados en los ojos.

Las miradas de compasión se desvanecieron en un santiamén. A nadie, ni siquiera a mí, pareció desagradarle la idea. ¿Qué más nos quedaba?

Emborracharnos, bonita forma de huir de los problemas.

¿Quién no ha corrido lejos para respirar un poco? En fin, todo se trata de esas cicatrices que pretendemos no tener, pero que se plasman en nuestros rostros a la vista de quienes realmente nos observan, nos escuchan, nos sienten y nos aman de todas formas.

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