#17: De una preparación particular (~Día 2~)
#17: De una preparación particular (~Día 2~)
Davián me observaba asustado mientras yo encontraba una manera efectiva de robar la moto de mi abuela, sin que nos vieran, para que pudiéramos escapar juntos de la finca antes de que fuera demasiado tarde.
Intenté forzar el candado del garaje, pero no había forma de abrirlo sin que fuera necesario usar la llave. Entonces intenté también lanzarme por la ventana, pero abuela había colocado pedazos de vidrios por doquier para que apoyarse en el alfeizar fuera imposible. Intenté trepar por el techo, intenté empujar la madera podrida, intenté gritar para llamar la atención de los espíritus, pero seguía varada al otro lado de la pared, separada de la motocicleta por apenas unos estúpidos metros. Con cada fallo me lanzaba al piso para levantarme una vez más, enrojecida de sudor, sin fuerza en las manos o en las piernas. No me quedó otra opción que aceptar que era imposible tomar el tesoro invaluable de mi abuela sin su sagrado permiso, aunque hacía años que no la veía salir en su cachivache con ruedas.
Davián seguía cada uno de mis movimientos: mis pataletas, mis gritos, mi llanto, mi sufrimiento. Me arreguindé de su chaqueta, rendida. Quería desaparecerme en su piel pecosa. Aferré las manos a su cabello y me quedé de esa forma unos segundos, hasta que asumí:
—No puedo sacar la moto de ahí.
—Lo sé —confirmó—. Intenté decírtelo, pero me callaste.
—No me vengas con el típico «te lo dije» —refunfuñé en un tono amargo que provenía del fondo de mi ser—. Sólo queda una manera de hacer lo que planeo, pero no me gusta.
Davián me miró de reojo mientras yo bailaba sola por alguna razón; tenía ganas de mover el cuerpo cuando él andaba cerca, y no de formas muy decentes. Di una vuelta y me detuve a sus espaldas luego de un torpe giro de bailarina suicidada. La lucha contra la puerta del garaje me había dejado el aliento acelerado y los puños enrojecidos.
—¿Qué cosa? —inquirió, volteándose hacia mí—. ¿Qué planeas hacer?
Entrecerré los ojos con las manos metidas en los bolsillos de mi pantalón.
—Tendré que pedirle a Madrina Corcho que nos lleve.
Davián exhaló profundo, mirándome de mala gana. Ninguna de mis palabras lo convencía por completo y empezaba a impacientarse. Incluso lograba decirse arrepentido ante la promesa de que hiciéramos una locura: Davián y yo no contábamos con una misma perspectiva de la vida, visión que yo usaba para echar las cosas al demonio una y otra vez sin descanso. Él se organizaba, pensaba cuatro veces antes de actuar. Yo me lanzaba al abismo sin miramientos, que saliera lo que saliera.
En este caso, el abismo era él.
—¿Que nos lleve a nosotros dos a un lugar apartado en su camioneta? —refutó, escéptico—. No suena probable, Anahí. ¿Qué pasaría por su mente?
—No, tonto —Bufé—. Podríamos irnos con Will y su novia fantasma, o con Sebas y Tyler. Madrina Corcho es chévere. No pensaría nada, aún si lo piensa.
Davián, ofuscado, se cruzó de brazos. Creo que estaba empezando a reconsiderar si acaso andar con una lunática como yo había sido la decisión correcta.
Entonces exhaló aire profundo.
—Bien.
—¿Bien? —repetí, confundida.
—¡Bien!
Le echo un vistazo rápido a su expresión perdida. No me miraba. Simplemente mantenía los ojos en un vacío más allá del mundo conocido. La luz del sol se reflejaba en él; lucía perfecto con los brillos dorados en el cabello y los ojos color café. Sentí la garganta seca, maltratada. Davián empezaba a lastimarme con tanta belleza inalcanzable para la punta de mis dedos, de mi piel.
—¿A qué le tienes tanto miedo? —pregunté, en tono bajo, cauteloso, juguetón—. ¿Qué te preocupa? ¿Cuál es tu miedo más grande?
Me tendí en el suelo de cemento rasposo, rendida ante la vida. La posición de loto me molestaba un poco en los muslos debiluchos; quería ponerme a meditar como un monje budista para verificar si acaso mis pensamientos eran correctos: Davián me ocultaba algo y ese algo lo hacía callado, tenso, introvertido, conmigo y con el resto de las personas. Sin embargo, ¿qué era lo que escondía? En el cielo, donde él mantenía la vista fija, las débiles nubes blancas se arremolinaban como mechones del cabello afro de algún anciano molesto. Lucía perdido en ellas, las nubes. Quizá las había visto tanto tiempo que se había convertido en una, una especialmente solitaria y gris.
Él volvió hacia mí.
—Qué bonito tema para pasar el aburrimiento —esquivó—. ¿A qué le tienes miedo tú?
Suspiré brusca, a sabiendas de que jamás recibiría una respuesta clara de su parte, por lo que me tocaría tomar las riendas de nuestra situación indefinida entre mis manos frágiles y magulladas.
—A que, en el momento en que me conozcas, que sepas lo que soy de verdad, te vayas —solté sin que el nudo en la garganta me lo impidiera—. A que te parezca desagradable mi forma de ser, esa cosa que sólo le muestro a mis dibujos y a mi gato. Tengo más cosas horribles dentro de las que la mayoría de las personas piensa. Cosas que sé que a nadie le gustarían, cosas que sé que me hacen débil y que no se las entregaría a nadie nunca.
Hubo una reacción extraña de su parte.
No me miró, no me analizó, ni siquiera me observó de reojo como solía hacer cuando yo lo obligaba a avanzar hacia mí. Sólo se limitó a sentarse a mi lado con las piernas extendidas, como si estuviera tomando sol en la playa. Tenía la expresión apretada, la mandíbula dura, el ceño fruncido. Sus facciones huesudas se enmarcaban a la perfección gracias a las sombras que se le hacían donde el sol no llegaba en su piel. Sus pecas eran apenas visibles, al igual que la amargura creciente en sus ojos, como si de cierta forma hubiera escuchado esas palabras antes y estuviera cansado de oírlas una vez más.
—¿Quién no tiene esas cosas? —masculló, duro, sin apartar la expresión consternada de su rostro.
Suspiré.
—No me gustan mis ojos —dije—, pero es imposible cambiarlos.
Él asintió despacio, perdido en la nebulosa de sus pensamientos. Su perfil resultaba violento visto desde mi perspectiva. Apretaba los labios en una fina línea impaciente, y tenía las cejas tan fruncidas que podrían llegar a temblar en cualquier momento.
—Le pediré a Madrina Corcho que nos lleve en la camioneta con los muchachos —concluí—. Será divertido.
Davián bajó la mirada hasta mí.
—¿A dónde iremos?
—Hay dos opciones —expliqué con voz de científica ganadora del Nobel—: o nos vamos a la casa de la amiga de Will, que tiene piscina, o nos vamos al río, pero el río nos muy buena idea.
Un brillo de curiosidad en su rostro.
—¿Por qué?
—Ese río tiene una cosa mágica que hace que todo el mundo tenga sexo ahí —respondí, lo más descarada posible para darme a entender—. Y ya que vamos tú y yo, Tyler y Sebas, y Will y la amiga, no es buena idea. ¡Pero!, en la casa de la amiga es un poco más tranquilo. Además de que tiene un equipo de sonido brutal.
—Entonces...
Me levanté de un salto, animada al recordar las cosas que sucedían cada vez que nos reuníamos el mismo grupo que solíamos ser en la infancia: Sebastián, Will y sus amigos raros, las correspondientes parejas de cada uno y el sereno carácter de la tía Corcho, a quien todos amábamos como si se tratara de una hermana mayor. Las cosas que sucedían en ese momento, se quedaban en ese momento. Nadie contaba nada. No había evidencias fotográficas, ni nada que nos recordara qué cosas sucedían allí.
—Vamos a pedirle permiso a la Madrina Corcho a ver qué nos dice. —anuncié, sintiendo una verdadera emoción vibrante en los huesos.
¿Qué era lo peor que podía pasar con una pequeña dosis de locura en la mente?
***
Madrina Corcho nos miraba de brazos cruzados, con la misma postura que tendría si se hubiera tragado una escoba, recta, firme.
Aunque apenas tenía veintitrés años, los últimos meses le habían caído encima como baldes de vejez; tenía la piel de un ceniciento color gris, los ojos almendrados más caídos que de costumbre, la cicatriz en el párpado izquierdo más acentuada que nunca, los labios con pequeñas mordidas lánguidas y los tatuajes decolorados. Al verla de cerca, frente a frente, como solíamos vernos diariamente años atrás, el impacto fue chocante. Esa mujer triste, de brazos caídos, desanimada y esquelética no podía ser la misma que nos había acompañado en la borrachera, en la locura, en las estupideces de nuestra adolescencia temprana cuando lo único que importaba eran los besos y las cervezas. Me quedé planta frente a ella, anonada. Era imposible asociar esa imagen con la Madrina Corcho, ¡quería de vuelta a su versión anterior!
—Tía, por favor —rogaba Will con su mejor tono de perrito lastimado—. Por favor, por favor. Préstanos la camioneta.
Ella acentuó la severidad en su pose, alternando la mirada de Sebas a Will, de Will a Tyler, de Tyler a mí, y de mí a Davián. Había un sarcasmo enorme en la situación que nos rodeaba, en su voz y en su expresión. Parecía divertirse al torturarnos de esa manera.
—No confío en ustedes, muchachos. —informó, clara como el agua de la cañería.
—¿Cómo que no confías en nosotros, tía? —insistió Will—. ¿Cómo es eso? Si tú eres nuestra única esperanza, por favor.
Ella bufó con cansancio. Apoyó el peso de su cuerpo en el marco de la puerta y se llevó los dedos al tabique nasal, apretándolo sin cuidado.
—Sé que harán algo loco —siguió.
—Madrina, por favor —dije cerca de sollozar—. Nosotros somos jóvenes sumamente responsables.
La tía me quería matar con los ojos.
—Te voy a ahorcar, Anahí —farfulló en mi dirección.
Quedé en blanco, espantada ante su exagerada reacción.
Sebastián rió.
—Sólo llévanos en la camioneta hasta la casa de Amanda, marica —explotó Sebastián de repente, con el tono de barrio repentinamente salido—. ¿Qué te cuesta? No seái mierda. Podéi quedarte; compartimos lo que venga con vos.
Ella viró el gesto hacia él. Lo miró, lo analizó y lo respetó.
—Y este me viene hablar a mí de marica, mírenlo —repitió, divertida como solía ser antes, con la sonrisa felina heredada—. Bien, muchachos. Los llevaré. Pero primero vamos a pasar primero por la farmacia, que la vieja esa me pidió unas cosas.
Will rió. Sus gestos de niño gordito se acentuaron por un segundo.
—¡Te amo, marica!
La tía lo miró sin ánimos.
—A ti no te sale, Alexander —replicó ella, inflexible.
Tuve que hacer un esfuerzo enorme para aguantar la risa ante la expresión pálida de Will, quien todavía se sentía incómodo al escuchar su nombre de pila en la boca de su familia.
Al cabo de unos pocos minutos, los cuatro locos nos acomodamos en la parte trasera de la camioneta, donde Will había ocultado una caja de cerveza y una botella de vodka bajo mantas y trapos manchados de aceite, con la gran esperanza de que la tía hiciera oídos sordos a los sonidos de choque que hacía el vidrio con cada fluctuación en el camino. Robar la caja había sido un suplicio paranoico; ahora, si nos descubrían, podíamos despedirnos del sol o del aire fresco por unos cuantos meses.
Sebastián, que tenía una conexión psicodélica con la Tía Corcho sin la necesidad de un vínculo familiar, fue el encargado de reemplazarla al volante. Ella no conducía desde el accidente con su ojo izquierdo. Había perdido gran parte de su antigua coordinación y coraje: manejar le recordaba al fatídico accidente que la había dejado de esa forma, discapacitada para la mayoría de las actividades de su gusto. Juró nunca volver a poner el pie sobre el acelerador o tomar una gota de alcohol. Hasta el momento, llevaba cuatro años en abstinencia.
Sebastián manejaba torpe, como si sus brazos fueran fideos y su mente un pedazo de roca. Sin embargo, la tía parecía conforme con todo lo que él hacía, aunque nosotros en la parte de atrás sufriéramos todas las consecuencias de su mal conducir.
Le indicó el camino con tanta precisión que estuvimos más de una hora en ningún lado, sin destino, con el mareo en el estómago y el viento en la cara, tragándonos las ganas de abrir la boca para que no se nos metieran moscas en el cerebro. Davián tenía la cara verde, el cabello de Tyler parecía un nido de pájaros, Will estuvo todo el camino intentando encender un cigarrillo sin éxito. Yo, que no recordaba la horrible sensación de que mi vida pendiera del estúpido Sebastián, quien manejaba para la tía desde los catorce años con la misma técnica milenaria, tenía el corazón enredado en un asfixiante nudo de espinas mientras sostenía las botellas con las piernas para que no se mecieran más de lo normal.
Cuando se detuvo, Will, Tyler, Davián y yo nos bajamos de un salto espasmódico que nos hizo caernos al piso con un intenso mareo en el cuerpo. ¡Tierra, tierra, aire, aire, no más moscas! La tía, al vernos, rió hasta que nos recuperamos luego de unos cuantos jadeos y arcadas en el suelo. No lucía tan molesta como antes.
Ya que ninguno tenía mucho que hacer afuera, nos bajamos los cinco a la farmacia. Era un pequeño establecimiento azul que olía a medicamento para la gripe y a cloro jabonoso. No recordaba haber estado ahí antes, aunque la estructura circular me dejaba una sensación familiar en la piel. ¿Cuántos detalles había olvidado del pueblo?
Perseguimos a la tía, como pollitos perdidos acosando a una gallina aleatoria, mientras ella tomaba los implementos que la vieja había encargado; cosas comunes como cigarrillos, papel sanitario, pasta de dientes y cremas para los dolores musculares. Todo normal, todo correcto, hasta que ella se detuvo en una sesión que nos sonrojó a los cuatro. Aunque sólo planeábamos comprar chucherías y refresco como los santos que éramos, ella nos había transportado a una inesperada situación incómoda.
—Bien, es momento de hablar de condones —anunció.
Casi dejé caer la botella de coca-cola por culpa del pánico.
—¡Tía! —exclamé, ruborizada.
—Ok, muchachos, ¿con o sin sabor? —inquirió, analizando el anaquel donde había una gran variedad de donde elegir—. Naranja, chocolate, fresa... estos de aquí casi nunca fallan, tienen buena textura.
Will rió entre dientes, como un lobo furioso que no puede aguantar una carcajada.
—¿Por qué supones que necesitamos comprar condones? —siseó, sin aguantarse—. ¿Qué nos estás motivando a hacer?
La tía colocó una expresión indignada con la mano puesta en su corazón dramático.
—¿Yo los estoy motivando? ¡Ja! —Bufó—. Will, ¿crees que soy estúpida o que nací ayer?
—Claro que no, tía. Es solo que esto es...
—Algo sumamente necesario, en definitiva. Estoy segura de que ninguno de ustedes es virgen a estas alturas de la vida.
Will enmudeció. No había manera de decirle que no estaba en lo cierto, excepto por Davián, que se había puesto tan rojo que sobrepasaba los niveles mortales.
Tyler se había cruzado de brazos; era el único que parecía tomarse la situación como una cosa de todos los días. Miró a la tía con seriedad para luego comentar:
—Yo sólo he probado los de chocolate y fresa.
Sebastián volteó hacia él, observándolo como si no lo conociera, con los ojos abiertos de par en par y la expresión roja.
¿Qué estaba pasando?
—Y aquí todos pensando que cuál probaron y Anahí mientras pensando que cuál no ha probado —comentó la tía, natural—. ¿Qué vas a llevar, mijita? Tú ya toda una experta.
¿Quién, yo? No, si yo era la mismísima reencarnación de María.
—Estás exagerando —mascullé en un balbuceo; mis mejillas torpes por la vergüenza—. Exagerando mucho.
La tía asintió: la llenaba una sonrisa con la diversión enmarcada en sus dientes blancos.
—¿En serio exagero? —repitió ella, expandiendo la mirada—. ¿Exagero, Davián?
—Ehm... —Davián estaba tan sonrojado que de seguro le quedarían quemaduras en la cara—. No lo sé.
Will lo miró como si fuera un cachorro magullado que encontró moribundo en una zanca.
—Pobrecito.
Enfurecí.
—¿Pobrecito? —repliqué.
Will se encogió de hombros.
—Pobrecito, a broma.
—¿P0brecito por qué, loco? —Sentía la cara tiesa de rabia—. ¡Tú si puedes andar por ahí divirtiéndote, como eres todo un macho pecho peludo, verga de oro, huevos de diamante, espermatozoides ingenieros!
—¿Eso es un sí, pobrecito? —inquirió Sebastián, entretenido con el subibaja de mi respiración de leopardo furioso.
—¡Ah! ¡Cállense! —estallé.
—Dios mío, la única que anda histérica aquí eres tú, Anahí. —replicó Tyler—. Realmente es muy inmaduro de tu parte ponerte así por una cosa completamente natural.
—¿Viste, Anahí? Hasta tu hermanastro —recalcó la tía.
No podía creerlo.
—No se supone que esto debería estar pasando —murmuré, irascible—. Se supone que Sebastián iba a robarse los condones. ¿Lo hiciste, Sebas?
Sebastián frunció el ceño con una repentina molestia.
—A la mierda, se me olvidó.
—¡Excelente! ¡¿Tantas ganas de coger tienes que se te olvidaron?!
La tía nos miró con ojos de cuchillo.
—¿Ven? A esto me refiero. ¡¿Cómo se les ocurre planificar estas cosas sin llevar protección?! —se indignó—. ¡Esto es responsabilidad de todos individualmente!
Entonces, una señora de edad avanzada que iba pasando con un niño pequeño en brazos, nos observó unos segundos antes de tajar el asunto en defensa de mi tía:
—Yo a su edad nunca habría olvidado eso, muchachos.
Me quedé tiesa y ridiculizada hasta que la susodicha se largó con su nieto. Gracias, gracias por dejarme como una estúpida inmadura una vez más.
—Entonces —La tía Corcho regresó la mirada al anaquel—: escojan. Nunca está de más ser precavidos. No de esos de allá, los que eligen esos tendrán quinientos hijos ahora. De estos, aquí, son los mejores, y saben rico.
Suspiré, cansada.
—¿Es en serio, Corcho? —murmuré, sin poder creerlo del todo.
—Muy en serio. Les estoy dando su regalo de cumpleaños por adelanto. —Asintió para sí misma—. Tú, Davián, estás muy callado, ¿qué sucede? ¿Te incomoda esto?
Davián me observó en busca de ayuda.
—Nada, madrina —respondí en su lugar, seca—. Sólo aparta uno de chocolate y ya.
Y así fue como acabé con un condón sabor a chocolate en el bolsillo.
No especificaré lo que llevaron los demás.
Una vez de vuelta en la camioneta, repartimos las papas fritas picantes antes de continuar con el camino infinito de la vida. La tía puso las cornetas a todo volumen con Nirvana, su gran obsesión, en el arcaico reproductor que traía el vehículo. Will, Tyler, Davián y yo regresamos a la parte trasera con el humor renovado. Esa vez le tocó sostener las cervezas a Will, quien pareció animarse con la conversación de condones, e incluso logró encender su cigarrillo antes de que el viento se lo apagara a los pocos segundos de colocar una sonrisa de bobo drogadicto.
—¿A dónde iremos? —gritó Davián sobre la música, ganándose una burlona mirada de Will.
—Amanda me acaba de confirmar —Meció su celular en el aire—. No iremos al río esta vez, amigo.
Davián sonrió, amargo. Me pregunté qué tan odioso me hubiera parecido su gesto si no hubiera estado tan enamorada de él.
El cabello de Davián se mecía en el aire como una desastrosa ola de pelo castaño, cubriéndole parte del rostro sonrojado. Tenía una expresión incómoda en la piel, un movimiento extraño en su parpadeo rígido, que delataba el hecho de que no se sentía cómodo en la locura que era mi existencia, mi familia, mi vida en sí. Aunque hacía un esfuerzo, lucía diferente; más diferente que Tyler, más diferente que yo. Como una pieza sobrante. Un eslabón perdido. Nuestros sentimientos todavía no eran suficientes para unirnos en aquellas cosas en las que no concordábamos en lo absoluto. ¿Alguna vez lo serían?
Suspiré para mis adentros, un poco agotada de pensar que algún día Davián se cansaría de mí, y se iría.
¿O no?
Fuese como fuese, Sebastián, con su agresividad congénita colocada en el acelerador, nos llevó en menos de media hora a la casa de la amiga de turno de Will, una tal Amanda Polo.
Enorme fue mi espanto cuando, al avecinarnos, noté el gentío hormonal que se acumulaba en la cerca. Los adolescentes del pueblo, al parecer, habían tenido la misma idea que nosotros para entretener su sábado.
Una fiesta.
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