#16: ¿Quieres hacer una locura? (~Día 2~)
#16: ¿Quieres hacer una locura? (~Día 2~)
Esa mañana el desayuno sabía a cartón. Podía sentir la textura desagradable del jamón crudo adherirse a mis dientes como si se tratara de un chicle pegajoso y maloliente. Me llevaba cada pedazo a la boca sólo para evitar una de la peligrosas miradas de mi abuela que diría «¡levántate de la mesa si no vas a comer con ganas!», teniendo que atravesar el suplicio de pasar una mañana de hambre.
De cualquier forma, la señora me seguía con los ojos raspados mientas yo luchaba por mi existencia. Ni siquiera parpadeaba, como un gato a punto de zamparse a su presa agonizante, esperando un pequeño desliz de mi parte para atacar.
Rodeaban las ocho de la mañana, y nosotras éramos las únicas que nos habíamos aventurado a levantarnos tan temprano un sábado. La cocina yacía en un pesado silencio de muerte, como si el fantasma del viejo estuviera parado observándonos con reprobación desde las ventanas. Abuela intentaba sacar conversación mientras yo evadía cualquier atisbo de interés hacia mi vida.
—En cualquier momento llegará tu madrina Corcho —Se cruzó de brazos en un suspiro de cansancio—. Fue a la ciudad buscando trabajo, pero la rechazaron, así que volverá. ¿No es algo digno de celebrar?
—¿Los tatuajes otra vez? —murmuré apegada al tenedor y al jamón pegajoso.
—Los tatuajes, la ropa, su mirada feroz, el ojo —Me dirigió una expresión extenuada—. No es lo que buscan en una secretaria; no es atractiva, apenas si le gusta al bicho ese con quien no se ha casado.
—Debería disimular si insiste en tener ese trabajo.
—¿Disimular? —La abuela sonrió con el sarcasmo enmarcándole las mejillas—. ¿Cómo se disimula lo que eres?
—Abuela, estamos hablando de un trabajo. Necesitan el dinero.
—No se puede escapar de uno mismo, de lo que llevamos dentro, y menos tu madrina Corcho que parece sacada del inframundo —Bufó—. Voy a fumar.
—Fume, señora.
Abuela llevaba una cajetilla de cigarrillos en el bolsillo izquierdo de su pantalón de exploración beige. Aunque era tan pequeña de estatura que su cabeza pasaba desapercibida entre los arbustos, la ropa enorme que usaba siempre la había hecho lucir más robusta de lo que en realidad era; cada día usaba el mismo pantalón deshilachado con docenas de bolsillos, amarrado en la cintura con una hosca cuerda de paja, y la pieza le guindaba de las piernas como a los genios imaginarios de los cuentos de Las Mil y Una Noches. Los cigarrillos, el encendedor, los caramelos de café y la navaja del viejo eran los objetos primordiales que permanecían en sus bolsillos aunque se aproximara una tragedia universal; eran aquellos que le calmaban el dificultoso temple de fiera amazónica con el pasar de las horas. Pero, ¿quién sabía qué otras cosas podía guardar ahí, en los bolsillos que le restaban?
La abuela encendió un cigarrillo con la costumbre adquirida de nacimiento. Cuando el humillo le salió por la boca, regresó su mirada hacia mí.
—Cuéntame lo del chico.
Cerré los ojos con derrota.
—¿Cómo lo descubriste, abuela? —inquirí, seca.
Ella me miró, grave en toda su expresión reprobatoria. Apoyó el peso en la encimera, observándome con la cabeza ladeada en una clara señal de burla felina.
—Después de que Will me avisó de tu nuevo chance, investigué con la bruja de las pulgas.
Sentí una repentina molestia recorrerme las venas. ¿Por qué tenían que ser tan metiches?
—Por favor, no.
—Ella dice cosas muy acertadas. Luego de tocar la ropita que usabas de bebé como por dos milenios, me dijo el nombre del muchacho. Entonces yo lo busqué en Facebook mientras Marga me enseñaba a usar este nuevo teléfono. Lo primero que pensé es que has bajado mucho tus exigencias.
Apreté la cara con molestia.
—Abuela, él es lindo.
—Sí, pero tú eres más linda.
—Los dos estamos bien normales —admití en voz baja.
—Sí, pero tu personalidad de loca seduce; puedes usarla a tu favor.
—¿Tú quieres que te traiga a un Brad Pitt de mi edad con la fuerza de mi personalidad? Sólo lo quieres para tú satisfacer tu vista un poco más antes de morir, no para mí.
Abuela le dio una calada a su cigarro. Parecía feliz, degustaba en silencio.
—Mija, qué fracaso de nieta me ha tocado.
—Porque esta conversación es sumamente madura —musité.
Rió con ganas, seca de alma y corazón. Entonces me señaló con un tembloroso dedo índice de más de cincuenta y cinco años.
—Entonces encontré las fotos de la familia en el perfil de Davián —explicó.
Sentí un escalofrío en la espina dorsal.
—¿Domingo aparecía?
—No —Fumó otra vez—. Pero vi la cara de su mamá, y yo nunca olvidaría a esa maldita, desgraciada, hija de puta, que se la pasaba molestando a Jazmín cuando tenían tu edad.
—¿En serio? —Abandoné el tenedor sobre el plato—. Parecían amigas.
—¿Amigas? ¡Ja! La cicatriz que tu mamá tiene cerca del ombligo se la hizo esa perra una vez que fueron a la playa, casi le clavó una piedra en el intestino. ¡Pero, bueno! Ese no es el punto. Ya que tenía la imagen, me metí en los contactos de Davián hasta que la encontré.
—Tengo miedo, abuela.
—Una vez en el perfil de ella, empecé a ver las fotos para recordarme de esa mardita perra. Entonces, en un álbum, aparece Domingo clarito. Nunca olvidaría el cuer... la apariencia de ese chico. Y ella puso «aquí con mis queridos sobrinos».
Ella respiró un poco antes de continuar.
—Te juro que todo fue una gran casualidad.
Solté un bufido indignado, profundo, de toro colérico. Apreté la mandíbula, sin creerlo del todo. No podía llevar mi vida tranquila. Siempre, con cada chico que pasaba por mis ojos viciosos, empezaban a indagar y a indagar hasta encontrar cualquier cosa para poder decirme «¡aléjate de él!».
—¿Casualidad? ¡Parece una investigación del FBI!
La abuela me dirigió una mirada severa.
—Tengo que cuidar a mi nieta más loquita.
Intenté replicar para mi resguardo, pero sentí un repentino jalón de consciencia. Ninguno de mis pasos lucía bien.
Abuela contenía el regaño. Sería cuestión de algunas palabras de mi parte para hacerla estallar. Sus ojos permanecían fijos en los míos con una dureza inesperada. Me reprendía sin usar palabras, me lastimaba aún sin mover los labios, sin poner a vibrar las cuerdas vocales. La decepción era palpable en su semblante, en sus arrugas acentuadas, en las manchas de humo que le parchaban la nariz. Me sentí perdida en la culpabilidad, en el dolor y la indecisión. Era incapaz de contar con los dedos cuantas veces me habían juzgado de la misma manera los últimos meses; leía en sus caras el mensaje implícito: estúpida, tonta, hormonal, indecisa, masoquista, manipuladora, mentirosa, malvada y solitaria infinita, ¿cómo puedes actuar de manera tan errada en tan poco tiempo? Sin embargo, cuando el desprecio, el juicio, la corrección, provenía de lo que yo consideraba el ser más cercano a mí, la abuela, entonces entendí. Entendí que me lo merecía. Entendí que de cierta forma no paraba de sabotear mi propio camino.
Pero también caí en cuenta de que por Davián lo haría una o mil veces.
Pelearía, les daría una cachetada a todo aquel que se había atrevido a decirme que enamorarme de él era una distracción, un error, una cosa tan simple como mis hormonas alborotadas en búsqueda de diversión. Apenas nos conocíamos desde hacía un mes y ya había colocado mi mundo de cabeza; se había involucrado de forma repentina, sin aviso, y no pude evitar motivarme por el sabor de lo prohibido, de lo que no debía ser, hasta que me percaté de que Davián no se trataba de una cuestión pasajera: él no era un simple gusto o deseo sexual, uno más que pasaría por mi cuerpo y quedaría en el olvido.
Existía una conexión, un no sé qué, que nos había unido como a sardinas enlatadas desde el primer momento en que nos vimos. No teníamos cosas en común; apenas nos conocíamos; la mayoría de las veces peleábamos o nos mirábamos con furia de leones hambrientos sólo para tener la delantera sobre el otro; teníamos ganas de tantas cosas, de amarnos con tanta intensidad, pero al mismo tiempo el miedo nos dominaba a tal nivel que éramos incapaces de vernos las caras sin sentir vergüenza hacia nosotros mismos.
Él era callado, yo no paraba de hablar. Él prefería el silencio, yo no podía vivir sin música. Él era un muchacho con un buen futuro universitario, yo estaba cerca de reprobar último año. Él observaba, yo miraba. Él parecía estar en otro universo, en una nebulosa diferente, y yo estaba tan metida en mi mundo interior que apenas distinguí cómo su figura ensombrecida se había metido en mi corazón hasta convertirse en una parte indispensable. Él era tan calmado, introvertido y taciturno; un pedazo andante de oscuridad, al igual que yo. Se había adherido a mi mundo gris y, de alguna manera inexplicable, juntos estábamos empezando a generar colores. Los colores más hermosos que jamás veríamos, un verdadero enamoramiento de lunáticos, un zigzag de emociones y problemas de telenovela con bajo presupuesto.
—Sabía que eran familia —admití en voz baja—. No sé por qué, casi no lo conozco, no tengo nada que ver con él, pero no puedo dejarlo ir. Nunca pude. Nos aferramos fuerte.
La abuela colocó los ojos crocantes. Casi podía escuchar el crujido de su indignación en mis oídos defectuosos.
—Eres una enamorada perdida —soltó—, de esos que conocen a una persona y ya creen que es el amor de su vida, pero esos son sólo fantasías. Sólo estás un poco perdida ahora, pero... si sigues así como te sientes justo ahora...
No terminó.
Suspiré con pesadez. Mi cabeza ardía.
—¿Me das un cigarrillo? —pedí con un poco de vergüenza.
Ella procedió a acercarse a mí. Colocó su cajetilla, en la que sólo quedaban dos, y el encendedor, que por alguna razón tenía manchas de aceite de motor, uno al lado del otro en la mesa.
—Pensé que habías dejado de fumar. —masculló.
—Lo dejé. Hace meses que no lo hago.
Ella ladeó la cabeza en su típico gesto gatuno.
—¿Cuándo?
—A finales de agosto. —Alejé mi perdición con la mano—. Mejor no. Me puede caer mal. Es muy temprano y después me vicio otra vez.
—Ay, mijita, cuánto te falta por aprender —Sonrió—. No hay un placer más grande en esta vida que un café y un cigarrillo antes del desayuno, cuando aún se tiene el estómago vacío.
—Qué poético, abuela.
Entonces la puerta de la cocina se abrió, rompiendo el mágico momento de conversación.
Will venía con la cabeza gacha y unos audífonos gruesos colocados sobre las orejas. No llevaba camisa. Me percaté de que además tenía tatuajes bastante llamativos esparcidos por la piel de su espalda. Quedé un poco impactada con la magnitud de su cambio, pero sus repentinas palabras me sacaron del embobamiento.
—Tía Corcho llegó.
Sentí una emoción tan repentina que pude haberme desmayado ahí mismo.
Me separé del banco donde había estado masticado jamón crudo, y empecé a trotar hacia la sala donde supuestamente se hallaba mi madrina, Corcho, una de las mujeres que yo más admiraba en el universo entero.
Derribé unas cuantas puertas en el camino con Will siguiéndome de cerca; éste me observaba como si mi felicidad ante la llegada de Corcho fuera una gran exageración. Nadie, ni yo misma, entendía qué la hacía tan especial en mi vida, pero yo la consideraba simplemente como una madre más.
—¿Cuándo llegó? —pregunté—. No importa, se lo preguntaré yo misma. La he extrañado tanto.
—Anahí, hay algo...
Atravesé la puerta que llevaba a la sala. Al entrar en el espacio, me encontré con una gran y desagradable sorpresa que me dejó helada.
Aunque sólo había dos personas en la sala, la tensión era tan grande que cortaba el espacio en veinticinco universos distintos. La figura vibrante de mi tía estaba erguida frente a la ventana, de espaldas, con una puntiaguda actitud clavada en los hombros. Se apoyaba en el alfeizar de la ventana con dolor en las manos apretadas. Lucía más amenazante de lo que la había visto nunca.
—¿Tía Corcho? —la llamé, suspendida en el umbral.
El ojo que le servía me miró. Permanecía tiesa en su lugar.
—Ahijada —me saludó con cierto temblor en la voz; los collares tiritaban en su cuello agresivamente—. Por favor, vete. Estoy hablando con tu mamá.
Mamá estaba de piernas cruzadas en el sofá, observándola severa, sin atisbo de empatía en los ojos. Tenía la postura en el dorso, el ímpetu en las mejillas sonrojadas, que gritaba una de sus furias paralizantes en las que quería empuñar un cuchillo y asesinar a medio mundo. Me quedé estática, perpleja, y las miré con las miles de preguntas plasmadas en el rostro sin recibir respuesta alguna.
—Sobrinos —Viró la tía el cuerpo hacia nosotros; llevaba un pesado vestido rojo tan escotado que se le enmarcaban las curvas del cuerpo como caminillos por recorrer, y los tatuajes brillando, el ojo muerto tranquilo en su cuenca—. En la camioneta están las cajas. Vayan a buscar las cervezas en el depósito, que ya yo pagué.
A Will se le iluminó el rostro descaradamente.
—¿Las llaves de la camioneta? —inquirió, apretando las comisuras de los labios para no sonreír.
—En el cenicero, sobrino.
Will asintió, más concentrado que en el examen final de matemáticas.
Entonces él me tomó por el brazo con agresividad y me sacó a empujones de la sala principal. Aunque me hubiera gustado quejarme ante su agarre brusco o ponerme un poco feliz ante la idea de que se aproximaba una noche divertida, la imagen de la cara temblorosa de la tía Corcho me había perturbado. Bailaba en mi mente llenándome de paranoia y miedo.
¿Qué cosas podrían haber puesto a la tía Corcho, mujer fuerte e inquebrantable, de esa manera?
Acontecimientos horribles, precipitados, actos a los que temerles profundamente. Tragué saliva, horrorizada. Will parecía tranquilo con la idea de robar unas cuantas cervezas esa noche.
—Will —lo llamé una vez que me soltó; me observaba con aburrimiento en los ojos—. ¿Qué sucede que todo está tan raro?
Él bufó, cruzado de brazos.
—Nada.
Un tic se instaló en mi ojo izquierdo.
—¿Cómo que «nada»? ¡Tía Corcho estaba llorando! ¿Sabes lo extraño que es eso?
—Me parece desagradable decirle «Corcho». —musitó.
Exhalé aire con furia. Tenía unas ganas incontenibles de agarrarlo por el cabello y zarandearlo en el aire por unos cuantos minutos. Se lo merecía.
—¿Qué le sucede a tía Cayena? —chillé con el tono exagerado—. ¿A mi querida madrina Cayena?
Will entrecerró la mirada, mirándome sin expresión.
—No pasaba nada hasta que ustedes llegaron. Asume lo que quieras. —Se encogió de hombros—. Buscaré las cervezas. Dile a Sebas que se venga conmigo.
Se largó.
Quedé disminuida a una gran duda. Tenía la sensación de que las cosas, tal como estaban, explotarían en cualquier momento.
Pero, ¿qué estallaría?
Suspiré, confundida. Sentía las sienes irritadas. Me apoyé en la pared del pasillo de la escalera, lugar donde Will me había dejado varada al arrastrarme. El concreto estaba frío; los cuadros volteados me juzgaban de cabeza, me llamaban de las miles de formas despreciativas que un pedazo de papel muerto puede pensar. Atrapé el tabique de mi nariz entre mis dedos. Dolía. Apenas respiraba; las costillas me aprisionaban los pulmones con dureza.
—¿Anahí?
Una voz conocida, preocupada. Me di cuenta de que de alguna forma había acabado tendida en el suelo, con las rodillas aferradas al pecho y la cara deformada de tristeza. Tenía el presentimiento de que varias lágrimas habían caído sobre mis mejillas, pero no podía estar segura de ello sin mirarme en un espejo y encontrarme con mi rostro hecho un pez globo. Quise levantar la vista. Quise levantarme y recibirlo. Quise darle un abrazo, besarlo, acariciarlo.
¿Por qué no lo hice?
—¿Davián? —murmuré.
Se agachó frente a mí. Parecía haber salido de la ducha apenas unos minutos antes; su cabello castaño se arremolinaba en mechones húmedos sobre su rostro y tenía la zona de la pecosa nariz un poco más enrojecida de lo normal. Además, cargaba encima el aroma del acostumbrado jabón de aloe vera que abundaba en la casa.
Podría considerarse mi droga de efecto inmediato; una dosis de Davián para los momentos tristes. Cuando mis sentidos notaban su presencia, se afilaban a tal punto de que mi mundo se disminuía a él: Davián por aquí, por allá, por abajo, por arriba; Davián, Davián, Davián, mi felicidad infinita. En ese momento, sólo resoplé al verlo en un estado tan provocativo, tan perfecto. No podía permitir que se notara el repentino bombeo acelerado de mi corazón, así que no sonreí, no me sonrojé, no me brillaron los ojos; sólo lo atisbé con los ojos vacíos, seria.
Él, ignorante a mis pensamientos insensatos, apartó los cabellos de su rostro para observarme mejor. Se había acercado tanto a mi cara que podría estirar la lengua y tocarle la punta de la nariz.
—¿Qué tienes? —interrogó, inquieto—. ¿Qué pasó?
Negué con la cabeza.
—No lo sé —Dejé salir, despacio, el aire que acumulaba en los pulmones—. De repente me sentí agobiada y me quedé en blanco.
Él pareció comprenderme. Entonces, con la sutileza de un camaleón, tomó lugar a mi lado y se sentó.
—¿Sabes? —murmuró—. No hay una manera de describir lo que siento por ti.
Sentí un vuelco en el estómago.
—Debe de haber una manera, Davián.
Frunció el ceño con dureza. Ambos teníamos la vista paralizada en el frente, justo en las antiguas fotos donde la bisabuela nos miraba con cara de querer gritarnos «pecadores».
Tuve que tragarme la sonrisa ante ese pensamiento.
—Me vuelves loco.
Asentí.
—Sigue. —pedí, esperanzada de no sé qué.
—Siento que nunca había conseguido una chica como tú, una que me hiciera sentir seguro —continuó, sonrojado—. Una con la que siento que puedo hacer cualquier cosa. Me haces feliz. Me siento como que he encontrado el lugar donde debería estar, donde me siento libre por primera vez en mi vida.
—¿Conmigo?
—Contigo.
Mordí la parte interna de mis labios con una emoción antinatural. De no hacerlo, habría chillado tan fuerte que los chinos se preguntarían en su país que qué maniática se alegraría tanto por una simple palabra. Dejé la vista fija en el suelo, un poco inquieta, sin poder mantener la mente tranquila.
—Sé que no te he dicho mucho, que nos conocemos poco —explicó—, pero es que esto es muy difícil para mí, de verdad. Me estoy esforzando para que no te alejes porque soy muy frío o reservado. Me importas demasiado para que mi actitud sea la culpable de que te vayas.
Davián se pasó la mano por el cabello, nervioso.
—No quiero que te vayas —concluyó.
«No me iré».
¿Qué pasaría si le decía la verdad?
¿Me diría las mismas palabras?
¿Me trataría con el mismo cariño?
Debía decírselo. Era el momento. «Davián, me quedaré; pero hay algo que debes saber...».
En lugar de aprovechar la maravillosa oportunidad de ser sincera por primera vez en mi vida, decidí actuar con el mayor nivel de inmadurez posible.
—¿Quieres hacer una locura? —inquirí.
Volteé hacia él para darme cuenta de que me analizaba con los ojos entrecerrados y brillosos. Los tenía fijos en algún punto de mi nariz o mi boca, perdido y deseoso de poder tocarme. Sentí un gran impulso de soltar una risita, pero me aguanté.
Davián no se merecía que me burlara de sus intentos de conquistarme.
—¿Qué clase de locura? —inquirió tras regresar su mirada a la mía.
Bufé.
—¿Sí o no?
—Me preocupa mucho el concepto que tienes tú de «locura». —replicó en tono trémulo.
Sonreí ante su nerviosismo. Me daban ganas de abrazarlo y de no soltarlo nunca más; nosotros dos respirando juntos, abrazados. La perfección.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo completamente descabellado? —lo interrogué.
El color rojo en sus mejillas incrementó.
—Nunca he hecho cosas demasiado locas o extrañas. —admitió—. No lo sé.
—Todavía te debo el regalo del CBA —recordé—. ¿Qué tal si te regalo una locura?
Davián se encogió de hombros; lucía un poco asustado e inquieto ante la idea de seguirme la corriente, mi loca corriente. ¿Cuántas cosas no estaría pensando? Entonces, para culminar con la idea, dije:
—¿Trato?
Davián tragó grueso.
—Trato.
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