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#15: Arrepentimiento a voz de grito (~Día 2~)

El amor es darle a alguien la habilidad de destruirte, confiando que no lo haga.

Anónimo.

#15:  Arrepentimiento a voz de grito (~Día 2~)

El resto de la visita fue insignificante al lado de mi encuentro con Davián. Creo que nunca había sentido tanto arrepentimiento en mi vida.

Cuando cerré la puerta de mi habitación, la culpabilidad ni siquiera tardó diez segundos en aparecer. Creo que rompí un record mundial en ese instante. El sentimiento fue tan corrosivo y doloroso que, aunque jamás he sido fanática de la oscuridad, me quedé paralizada en medio de la negrura de la habitación esperando a que la vergüenza desapareciera. ¿En algún momento se iría el sonrojo constante de mis mejillas? ¿O la sonrisa de maníaca que me comía la cara cada vez que pensaba en él? Ni siquiera mencionaré su nombre. ¡Qué horror, Anahí!  ¿Acaso tienes trece años? ¡Reacciona, reacciona! Golpeaba la cabeza contra mis puños cerrados cada vez que susurraba, ahogada en un sonrojo, ¡tonta, estúpida, idiota!

—¡Besé a Davián! ¡Besé a Davián!

¡Dios, él no sólo olía como el cielo, también besaba como los ángeles! Aunque una vocecilla dentro de mí me dijo que era un mentiroso, ya que me había dicho que no tenía ninguna experiencia con las chicas, en ese momento lo menos que me importaba era que armara una telenovela para caerme mejor. Era el beso más inocente, más torpe, más infantil que jamás me habían dado. Besar a Sebastián a los catorce años se sintió vacío, ya que él no percibía nada y sólo le seguía la corriente a esta maníaca impulsiva; besar a Domingo fue como besar a un huracán, que me arrastró a un ventarrón de tragedias y sufrimiento; pero, besarlo a él fue, entre muchas cosas, una idiotez infantil. ¿Es normal que compare? Se sintió como besar una nube de amor. ¿Qué rayos me estaba pasando? No me lo podía sacar de la cabeza. Mi frente empezaba a doler por los duros golpes que le estaba dando en medio del ataque. ¡¿Cuánto puede durar un sonrojo sin ser anormal?!

¡Estúpida, estúpida, ni siquiera has terminado oficialmente con Domingo! Un día de estos se aparece, te ve con su primo y luego la mala eres tú. ¡Estúpida! No puedes pasar ni un mes sin manosearte con nadie, ¿verdad? ¡Te odio, te  odio, te odio!

Creo que estaba siendo un poco dura conmigo misma.

Fue sólo un beso, Anahí. Cálmate.

¿Cuánto tiempo llevábamos conociéndonos? ¿Un mes? Davián era un misterio para mí. Había ido a su casa, conocido a su familia, pero aún tenía la sensación de que para conocerlo se necesitaba un poco más de esfuerzo.  Si me preguntaran cuál era su color favorito, diría que el azul, para salir del aprieto; si me preguntaran cuál era su comida favorita, contestaría que el pollo frito, porque ¿a quién no le gusta el pollo frito? Además, fue la comida que me sirvió cuando fui a su casa, aunque él no parecía muy feliz con la idea de comérselo. Parecía más bien un chico vegetariano.

No conocía a Davián.

Sólo veía lo que quería ver.

La historia se estaba repitiendo.

Pero aún así lo besé.

¿Cuándo era su cumpleaños? ¿Qué día lo marcó para siempre? ¿Conocería a... Domingo?

Permanecí paralizada el resto de la noche, temblorosa por alguna razón más profunda que el frío, y asustada ante la idea de que Davián y yo nos estábamos enamorando. Las cortadas en las manos me ardían con intensidad, pero no hice nada al respecto. El dolor físico no era ni la quinta parte de lo que me preocupaba en ese momento.

Sebastián roncaba en la cama de arriba. Podía sentirlo moverse inquieto entre sueños.

Mis divagues se extendieron mucho más de lo que creí: el sol alumbró mis pies tristones con una franja luminosa y la casa empezaba a oler a actividad, lo que significaba comida. Las persianas de la ventana, levemente removidas, permitían entrar rayas de luz en el cuarto y entonces me di cuenta, horrorizada, de que alguien más estaba en la cama que no llegué a ocupar en ningún momento.

Oh. Dios. ¡No!

Creo que me tragué una muela en ese segundo. Pegué la espalda a la fría pared blanca —jamás me levanté del piso— y sentí que mi vida se derrumbaba a la velocidad de un rayo.

Lógicamente: si no prendes la luz, entras a un cuarto deshabitado por mucho tiempo y no me recuesto en la cama, no sé sabe si hay alguien ahí. Por supuesto. El despecho y las hormonas impiden que los estímulos del ambiente entren en mí como es debido; estaba entumecida y aislada del mundo, como una leve explosión de locura gracias a la intensidad del beso. Debí suponerlo. Estúpida. ¡Estás en una reunión familiar, no en tu casa!

Ahora, la cuestión: ¿quién está en la cama? ¿Quién escuchó mis gritos: "¡besé a Davián!, ¡besé a Davián!" además del dormido Sebastián?

Saqué de mi cabeza la dolorosa idea de que podría ser mi madre, porque resultaba demasiado puntiaguda; quizá Tyler, en el mejor de los casos, o uno de mis primos más pequeños. Aspiré aire para llenar mi cerebro de pensamientos. Huye y finge que nada sucedió, estúpida. ¿Qué persona sacaría el tema en algún momento?

Obligué a mis pies a separarse del suelo para llegar hasta la salida; con suerte, quien fuera que fuese no se despertó e ignoró por completo mi escándalo hormonal. Caminé despacio, de puntillas, pretendiendo hacer el menos ruido posible, al igual que mi escape fallido de la madrugada. Sin embargo, mis extremidades temblorosas por la emoción no funcionaban con agilidad, así que hice todo lo contrario: acabé en el suelo luego de una dura y dolorosa caída que me costó un grito de dolor y pánico ante la idea de un golpe.

Mi mano acabó en una parte de la persona que no voy a mencionar.

—¡AHHHHHHH!

—¡Oh, por Dios! ¡Lo siento, lo siento!

Gracias a Dios era mi primo el fastidioso, Will.

Alivio. Vergüenza. Arrepentimiento. Un coctel de emociones de lo más desagradable. Pasé de ser la Anahí pálida, gris, a una estatua color carmín que se quedó parada a centímetros de la cama sin acabar de creer lo que estaba sucediendo.

¿Por qué esos cuartos tenían que ser tan pequeños? Mi metro cincuenta parecía enorme en este cubículo.

Quedé callada al ver a Will. No se parecía al Will que mi memoria recordaba y odiaba al escuchar su nombre. Había atravesado una transformación casi astral.

El pobre, resucitado de un profundo sueño de muerte, se sentó en la cama guiado por la contorsión de dolor. Los rizos espesos y castaños estaban repartidos en todas las direcciones, la camiseta colocada al revés —como si se hubiera vestido apresurado antes de acostarse— y parecía un zombi trasnochado: a su piel tostada le faltaba su sano color característico y unas enormes bolsas negras le cubrían la mitad del rostro.

¿Qué le habían hecho a mi primo Will, el gordo, para que quedara así? Para quien no lo conociera, estaría perfecto. Estaba buenísimo. Se le marcaban el abdomen y los brazos. Pero, ¿qué? ¿Cómo era posible? En mis recuerdos eran un enano desagradable, mala persona, odioso y nauseabundo, aunque lo más posible era que el cuerpazo no le quitara las características anteriores.

Sin embargo, al verlo de esa forma —con cara de trastornado— sentí que era mi obligación darle un poco de consuelo; parecía atravesar una de esas crisis emocionales que sólo se pueden tener a los diecisiete años.

—Anahí, pero... ¿qué? ¡¿Qué?!

Will me miraba como si fuera un fantasma. Más que rojo, estaba pálido de sorpresa; gesticulaba exageradamente y parecía tener un problema con que lo mirara.

—¡L-lo siento! ¡Esto es horrible, Will! Lo siento, lo siento...

—¡¿Qué?!

—¡¿Puedes dejar de gritar "qué" como un loco?! ¡Me hace sentir peor!

—¡¿Qué haces aquí?!

—¡Este es mi cuarto! ¡¿Qué haces tú aquí?!

Will estaba aterrorizado. No había otra forma de describirlo. Entonces, supongo que al notar que mi presencia era 100% real, se tornó tan rojo que me preocupé por su salud facial.

Empecé a balbucear una disculpa entrecortada, pero era poco lo que resultaba entendible; más eran mis gestos espasmódicos, como quien intenta espantar moscas, y los inútiles intentos que hacía de parecer inocente. ¿Quién no se sentiría violado?

—¡Estás loca!

—Sí, ¡digo: no! Sé que parecen muchas cosas, pero... pero...

—¡¿Qué haces en mi cuarto?!

—¡Fue un accidente: juro que jamás te tocaría sin tu permiso! O sea, ¡qué asco! Estaba intentando... esconderme... y me caí... y... n-no sabía que estabas...

—¡ANAHÍ!

En ese momento, Sebastián pareció reaccionar entre dormido y despierto. Asomó la cabeza entre las sábanas que lo cubrían a medias.

—¡Cállense, malditos! ¿Qué coño les pasa? —gritó, encolerizado.

Will levantó la vista hacia él. Seguía pálido.

—Mira, marico —le respondió Will—. ¿Estás viendo a Anahí tú también?

—No, wey, estás alucinando.

Will bufó.

—¿Cuándo llegaste, enana? —me preguntó, volviendo a su actitud apagada y seria que yo no recordaba en lo absoluto.

Suspiré.

—Ayer en la tarde. ¿Dónde estabas tú? No te vi.

—No estaba aquí, metía.

Entonces una hormiguilla me hizo recordar que en esos casos lo mejor era conservar la compostura para lucir lo más inculpado posible. Me erguí, tan bajita como era, y lo enfrenté con una dura mirada de nubes grises.
—Bien, lo siento, Sebas; no era mi intención ni siquiera despertarte, en serio, pero anoche pasó algo terrible, horrible, que no puedo dejar pasar, entonces me metí aquí y ni noté que estabas aquí, ya que se supone que aquí es donde voy a dormir estos días. ¿Me perdonas?

Torpe. Mientras más inocente quieras parecer, más culpable luces.

Él me observó con el ceño fruncido y la boca apretada, como si no acabara de creer lo sucedido. Me crucé de brazos, un poco intimidada con el fuerte color castaño de sus ojos que contrastaba con su piel pálida; pero, el sentimiento no duró demasiado, ya que los míos debían dar la misma sensación de novedad y no había otra cosa que yo odiara más en el mundo.

—No.

—Por favor, yo te perdono todas las que me has hecho en la vida.

—Vete, Anahí —Se cubrió la cara con la cobija blanca—. Vete.

—Pero... —Exhalé una considerable cantidad de aire antes de agarrar las fuerzas suficientes—. ¿Escuchaste... escuchaste algo de lo que dije?

—No.

—Gracias a Dios.

Sebastián se quitó el cobertor del rostro para descubrir una intensa mueca de odio. Nos sacó el dedo medio y se volteó, dándonos la espalda.

Contaba con que Will me perdonara rápido, pero estaba mucho más molesto de lo que esperaba de él; como si no fuéramos primos y no me hubiera torturado durante la mitad de mi infancia con sus bromas pesadas y chistes malos.

Decepción. Otro peso que añadir al coctel de emociones.

—Ya nadie me llama Will. —musitó en tono de reproche.

—¿Por qué?

—Porque sí; las cosas cambian —Apartó la mirada de mis ojos y  de repente se vio muy adormilado, al igual que una persona que no acaba de despertar de una pesadilla—. ¿Me vas a dejar dormir?

—Este es mi cuarto, Will.

—La vieja me lo dio a mí anoche.

—Eso es imposible: ¡yo siempre me quedado aquí!

—Lástima.

—Deja de hacerte el frío e impenetrable, y quítate.

Will expandió el tamaño de sus ojos al doble y arrimó su cuerpo a la pared, dándome un pequeño espacio para ocupar la cama en una esquina. Bufé ante ese pequeño y desagradable gesto; me senté, tensa por el incómodo momento, y junté las piernas de tal forma que no se notara su temblor. El beso de Davián todavía estaba en el aire.

—¿Qué mierda te pasó? Estás bueno —comenté, observándolo de reojo.

Sebastián asintió lentamente.

—Hice ejercicio.

—¿El ejercicio hace magia ahora?

—Si te lo propones.

—¿Y no vas a decir nada respecto a mí? —inquirí.

—Nada. Sigues fea y plana.

Lo miré, incrédula. Todavía no me cabía en la cabeza un Will reservado, callado y serio. En mi cabeza, él era una persona completamente opuesta a ese ideal cuadrado y aburrido; era más bien un desgraciado, un idiota.

—¿Qué te pasó?

Él reafirmó su mirada sobre mi persona, obviando que tenía toda su atención colocada en mí. Me obligué a agarrar fuerzas a través de una profunda respiración.

—¿Qué me pasó de qué?

Le di una disimulada mirada a su apariencia general: dura, imperturbable a través de ese potente ceño fruncido y una boca tan dura que parecía nunca haber sonreído. La clase de apariencia que se esperaba de alguien irascible y arisco que odia la vida.

—Pareces molesto, Will.

—Tú también.

Sería mejor no tocar el tema.

Will bostezó, medio dormido, y se espabiló el sueño con una sacudida antes de llegar al punto de caer inconsciente. Entonces, con mucho tacto, le pregunté:

—Hablando en serio... tú, ¿me escuchaste?

Will entrecerró los ojos; compartíamos el mismo rasgo interracial que nos hacía resaltar en todas partes: sus ojos eran de otro planeta, tan brillantes como una bola de fuego amarilla incrustada a la fuerza en su cráneo, y era inevitable que me recordaran de cierta forma a los míos, excepto que estos eran de un aburrido color gris.

—¿Qué debería haber escuchado?

—¡Oh, gracias a Dios, en serio no escuchaste!

—¿Quién es Davián?

La esperanza estalló en un arranque de vergüenza. Mis mejillas, que estaban un poco aliviadas por el descanso, volvieron al enfermizo color rosado. Will, que observó el cambio con una expresión lobuna, apartó un mechón que se había caído en mi frente y lo colocó de vuelta tras mi oreja.

—Y eso que solo suponía —dijo arrastrando las palabras—. ¿Acerté?

—¿Debería intentar disimular?

—¿Lo trajiste aquí?

—Sí.

—Maldición de loca estás tú.

Intenté decirlo con seriedad, pero sonó más como un refunfuño infantil.

«En que chico tan raro te convertiste», pensé, atolondrada por su cambio tan irracional, y a la vez apenada, porque sabía que de cierta forma eran ciertas:   había sido estúpido invitar a Davián para que lo conocieran y los juzgaran antes de cualquier cosa. Para olvidar por completo la sensación de haberme equivocado, centré los ojos en Will, que parecía sumido de vuelta en su trágica nube de pensamientos.

Entonces habló:

—Terminaste con Domingo.

Mordí mi labio inferior. Era un tema delicado, muy delicado, que hacía que mi corazón diera largos vuelcos de nerviosismo. Las emociones referente a él me afectaban más de la cuenta; sufría, sufría y seguía sufriendo aún cuando no había nada por lo que sufrir. Por ello, cuando Will fue tan directo, sentí que el aire desaparecía de mi cerebro para dejar a una Anahí medio estúpida sentada a su lado.

—Él me terminó.

Will frunció el ceño doblemente. Sostengo que, aunque llevábamos tiempo sin tener contacto, me era imposible tratarlo como a un extraño aunque lo pareciera. Por lo tanto, no fue difícil soltarle todo.

—¿Cómo?

—Por mensaje..

—¿Por qué?

—Íbamos mal y yo no pensaba acabarlo.

—Qué cobarde. ¿Te lastimó?

—Sí.

El rostro duro de Will sufrió una repentina torcedura de entendimiento. El ceño se relajó y sus facciones volvieron a ser tan amables como podían ser.

—¿Qué te dijo en el mensaje?

—¿Me das permiso para explotar? —inquirí con la vista puesta en las lejanías, aguantando la tentación de soltar un comentario hiriente por su entremetimiento—. No creo que tu fuerte sea escuchar a adolescentes lloronas.

—¿Te ayudaría de alguna forma?

—¿Cómo podrías pensar que no?

Will me observó. Una mirada que decía más que cualquier palabra: «tú me has hecho pensar todo este tiempo que en realidad no te importo». Antes de que dijera algo más, dejé fluir el río de palabras que se acumulaban justo en la punta de mi paladar.

—En... en realidad fue un mensaje bastante corto. Yo lo llamé a los minutos... pero, ¡no me mires así! Es como que, Dios, no lo podía creer ¿sabes?, y en un arrebato lo llamé y le dije de todo. Que es un idiota infiel se queda corto para lo que le dije en esos... tres minutos. Después de dos años... dos largos años de ocultarnos, fingir que nos odiábamos... me escribe «esto no está funcionando, Brillito, será mejor que lo dejemos así» y ¡ya! Como si esas palabras justificaran que me haya dejado ¡sola! ¡Y abandonada! ¡Sin amigos! ¡Con reputación arruinada! ¡Con acoso escolar! ¡Completamente insegura y falta de amor!

Will se sorprendió por mi repentina soltura, aunque no iba ni por la mitad.

—Entonces yo lo llamé.... Pidiéndole explicaciones... y... ¿sabes... qué me dijo... el ¡maldito!? Que  yo... lo había aburrido..., que fui ingenua, una estúpida, al creerme... sus palabras bonitas... ¡ojalá hubieran sido sólo palabras bonitas! Fueron dos años... y cuatro meses, y yo di todo de mí. Todo. Lo amé... y lo traté con todo el amor que sé dar... que no es mucho, pero, ajá, él tampoco era tan amoroso que digamos. Me... me rompió el corazón... el muy hijo de puta... ¡maldije a toda su familia! Excepto quizá por... por... hasta que el arrepentimiento vino. ¡Pero lo sigo odiando a él con todo mi corazón!

Ahogué un gemido lastimero antes de que toda la casa se enterara de mis problemas.

Will me observaba, entre anonadado e incómodo, mientras yo miraba a la nada sin expresión. Las siguientes palabras me salieron en pequeños susurros apenas audibles; la primera y única vez que lo dije en voz alta.

—Dejé que me rompiera el corazón.

—¿Qué?

—Dejé que me lastimara. Soy una... idiota...; yo... debí saberlo.

—Anahí, no digas estupideces. En realidad, tú solo... confiaste en él. ¿No es eso lo normal en una relación? —afirmó, pero no sonaba muy convencido; sabía que enamorarme del chico malo fue una estupidez de mi parte—. ¿Estás ahí, Anahí?

—Ya... ya no importa. Yo... siempre doy consejos, hago que me las sé todas, pero... cuando me sonrió en... en mi cumpleaños... hace dos años, lo amé tanto que me sentí... ¡ah! A veces no puedo creer cuanto detesto... ser... tan... débil...

—¿De verdad crees que fuiste débil?

—¡Will: mírame! Todavía duele tanto que... que...

—¿Qué qué?

—Que sé que lo sigo amando.

Cualquier sonido humano desapareció del ambiente. Sólo se escuchaban los susurros de la naturaleza: el silbar del viento, el cantar de unos pájaros azules que se paraban en los inservibles cables de internet, el bufido de los animales cercanos... el universo dentro de mí se había paralizado. Quería asesinar esos pensamientos, pero era imposible. Lo admití. No podía seguir ocultándolo.

No lloré aunque Will me pidió que lo hiciera. Apreté las mejillas y los sollozos. Decirlo en voz alta era un suplicio insoportable. Podía palpar las palabras en el aire.

—¿Anahí?

En realidad sólo quería que se callara, pero eso no sería lo más educado, ya que él se había ofrecido a consolarme aún cuando yo lo golpeé y  desperté a la fuerza sin tener la decencia de dejarlo tranquilo. Asentí para que dijera lo que quería decir.

—No fuiste débil.

—No tienes ni idea de lo que hablo.

—Te volverás loca —murmuró con voz suave—. Culpándote constantemente por esta clase de cosas sin sentido.

—No me culpo. Fue mi culpa.

—Anís. Escucha. Se acabó. Quedó atrás. No gastes tu vida en esto. «Culpa». Qué estupidez. Entre nosotros dos, el preocupado por la vida siempre fui yo y así las cosas estaban perfectas. Por favor, trae de vuelta a esa Anahí que le pateaba las bolas a cualquiera sin sentir ni un poquito de arrepentimiento. Esa eres tú. Espontánea, libre y despreocupada.

—Lamento no cumplir tus expectativas.

—Quisiera saber lo que te diría Alma en mi lugar —Cierto toque de humor en su voz me hizo sentir aún más molesta—. Algo tipo «ningún hombre sirve».

—¿Sugieres que me vuelva lesbiana?

Will movió los hombros simulando una risa. Seguía sin reír con ganas.

—En realidad ni sé qué quise decir.

—Eres el peor consolando del mundo, Will.

—No es como si me estuvieras pagando por esto. Mis servicios son excelentes, considerando que son completamente gratis y a domicilio.

Sonreí.

—¿Recuerdas cuando me cortaste el cabello con la tijera de podar las matas del patio? Nunca me volvió a crecer igual. Sólo me llega hasta los hombros.

—Pues claro, tú me empujaste y caí en mierda de vaca —Intentó estar molesto, pero en su lugar me dirigió una mirada entrecerrada que delataba el gran esfuerzo que hacía para lucir indiferente—. Y... ¿recuerdas cuanto bautizamos a tu peluche?

—Cantamos la canción del Rey León palabra por palabra, y colocamos una audiencia de peluche justo frente a nosotros. —Sonreí por inercia—. Y lo nombraste Will. Por eso te decimos así. ¡Fue tan lindo!

—Era una vaquita —aclaró mirándome con un toque de incredulidad en el rostro—. Me dijeron que me parecía a ella.

Wow, ese chico sí que sabía cómo incomodar los momentos.

—Lo siento —Torcí el gesto de vergüenza (un muñón apretado en mi nariz y mejillas sonrojadas)—. Nosotros no debimos... hacerte eso.

—En realidad era más que todo era Alma. Siempre ha sido una desgraciada. Pero, como sea, de otra forma no hubiera estado tan acomplejado y no me hubiera esforzado para salir de esa enfermiza inmovilidad. Empecé a ir al gimnasio hace como dos años. Cuando tú dejaste de venir.

—Se nota, Will. Estás... mm. Este el momento en que me detengo.

Sólo entonces aguantó una sonrisa verdadera; mordió su labio inferior y me observó directo a los ojos con un deje de curiosidad en su semblante.

—Llámame por mi nombre, Anahí.

—Tu nombre es muy feo.

—Perdóname.

—Alejand... ay, no puedo. Lo odio.

—Tienes razón. Suena feo.

De repente, Will se tornó serio. Pensé haberlo perdido una segunda vez, pero mi preocupación se desvaneció en el aire cuando tomó mis manos entre las suyas para darme un apretón de consuelo; sonreí sin mostrar los dientes, tranquila y un poco desconcertada.

—Cada vez que te sientas mal, mi reina —reí ante su exagerado apodo—, no me busques —Me dio un extraño toque en la mejilla con su dedo pulgar; fruncí el ceño por el frío contacto de su mano y me dediqué a ver la seriedad con la que exponía su disposición a ayudarme—. Odio consolar, y me fastidia.

—Will —Me levanté de la cama estirando mis extremidades; sentía una pesadez general en el cuerpo gracias al emocionante trasnocho que atravesé—. Me encanta fastidiarte.

Entonces nos dirigimos una significativa mirada que sellaba el trato sin necesidad de formalidades o palabras. De cierta forma, me daba la sensación de que él, al igual que yo, no recordaba cómo sonreír.

«Dejé que me rompiera el corazón».

Palabras que se inyectarían en mi cabeza como un silencioso mantra que poco a poco haría que la vida tomara un camino menos enrevesado e inquietante.

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