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#14: Un fallo en la luz (~Día 2~)

#14: Un fallo en la luz (~Día 2~)

—Davián —Zarandeé su hombro con agresividad—. ¡Davián, despierta!

Los finos párpados de Davián parecían casi transparentes bajo la dubitativa luz de mi linterna.

Podía ver las ramificaciones de venas azules atravesar su pálida piel como surcos de agua en un desierto abandonado; pequeños hilos que me resultaron una extraña forma de recordar la fragilidad que su delgada figura emanaba. Los diminutos puntos marrones, que separaban sus mejillas en un dispar caminillo de hormigas, debían alcanzar la impresionante cifra de cuarenta y cinco o incluso más. Gracias a la cercanía de nuestros rostros —de la que él no estaba enterado—, noté que sus mejillas tenían una leve tostadura que se diferenciaba del resto. La mancha, morena y uniforme, se extendía a lo largo del hueso de su mandíbula y parecía una vieja quemada que el tiempo había desaparecido casi por completo. Las pecas continuaban por su cuello hasta encontrarse con una marcada clavícula. Los puntiagudos huesos se percibían a la perfección gracias a las leves sombras que la fina piel enmarcaba. La camiseta gris definía un círculo donde finalizaba cualquier atisbo de piel que pudiera percibir de su cuerpo.

¿Cómo podía enamorarme tanto?

Despertar a Davián era una de las tareas más difíciles que un humano podía emprender en su vida. El muchacho dormía como un muerto y era casi imposible hacerlo reaccionar a la fuerza.  Mientras yo sufría para que abriera los ojos, él, sereno, respiraba en el mismo ritmo aplacado de sus sueños sin prestar la mínima atención a mis gritillos de rata agonizante. No era de extrañar que dormir fuera una de sus actividades favoritas.

Davián había acabado hacinado en el cuarto más apartado en un vano intento de separarnos lo más posible; de igual forma, al rodear la una de la mañana, me había colocado los zapatos para salir en su búsqueda y acabé encontrándolo a la primera, como si nuestras energías se atrajeran entre sí. Podría hallarlo en un laberinto con los ojos vendados sólo siguiendo el sonido de sus ronquidos de oso en invierno y su delicioso perfume masculino.

Verlo dormir me provocaba un golpecito de amor.

La mitad de su cuerpo guindaba de la pequeña cama y la otra se arrimaba al centro para evitar caer. Y, aunque sus reflejos permanecían despiertos, su conciencia estaba tan viva como un pedazo de roca. Por experiencia propia, si seguía mirándolo de esa forma, capaz y se despertaba con mis nubes grises perforándolo de pies a cabeza.

Una imagen que hasta yo consideré horrorosa.

—¡Davián! —Sacudí la pequeña mano que se tambaleaba fuera del colchón—. ¡No te hagas el dormido!

Necesitaba que despertara antes de que me arrepintiese de haber ido en primer lugar.

—¿Qué sueñas que te tiene tan atrapado? —dije con el tono suavizado; entonces tanteé su suave mejilla con mi dedo índice para que las uñas de días sin cortar lo despabilaran de su desmayo—. ¿Acaso no quieres dormir conmigo?

Abrió los ojos súbitamente, aunque su mente seguía sumida en un letargo somnoliento que le impedía pensar con claridad.

—¿...dormir juntos? ¿Cuándo? —Hablaba con los dientes apretados de sueño y atontamiento. Luego bostezó para colocar su cabeza de vuelta en el apachurrado almohadón que hacía las veces de almohada—. Si me mientes, te mato. Estaba durmiendo... soñando...

—¿Puedo acompañarte? —inquirí.

Abrió los ojos de par en par, sobresaltado. El cabello castaño se le arremolinaba en todas las direcciones posibles y la palidez del sueño seguía cubriendo su rostro, a excepción de sus mejillas sonrojadas, que se hallaban en el punto en que parecían marcas de puñetazos recientes.  Se sentó en la cama para quitarse el atontamiento del cerebro, pero cualquier gesto resultaba inútil; no era otra cosa que un zombi en ese instante.

Estaba atrapado en el mundo de Morfeo.

—¿Qué haces? —inquirió Davián en voz baja a la vez que soltaba un largo bostezo de nuevo—. ¿Por qué una linterna?

—No quería prender las luces, se darían cuenta de que me estaba moviendo y resultaría sospechoso. Además, es mi celular.

Davián se apartó los cabellos dispares de la cara y bufó dramáticamente.

—¿Qué haces aquí? —Colocó una linda cara de molestia y cansancio; ésta brillaba en la oscuridad como un faro para guiar a las Anahís que se perdían en el mar—. ¿Por qué tienes el cabello tan desordenado?

No me ofendí, no me ofendí, no me ofendí.

—Creo que sigues dormido, da igual. Dame un espacio.

—¿Te vas a acostar?

En ese instante, luego de que mi memoria me diera una mala jugada, recordé la razón de su incomodidad y, por consiguiente, el porqué de mi repentino insomnio. Expandí el tamaño de mis nubes grises por cincuenta al sentir que la sangre desaparecía de mi rostro. Ajá, ¿y el tiempo, Anahí?

Apenas iban unas horas y ya necesitaba más de él.

—Si me dejas —Tragué un nudo que amenazaba con cerrarme la garganta—. No puedo dormir, ayúdame. Si quieres puedo pegarme tanto en la pared que ni me sentirás.

La confusión se plantó en su rostro. Después de dirigirme una larga mirada en la que sus ojos no veían otra cosa que no fuera una somnolienta y cansada Anahí, bajó la mirada y se mordió los labios sin observarme. El nerviosismo siempre podía con él de una forma que me resultaba imposible de entender.

—Así que me despertaste para... dormir conmigo, muy lógico —Asintió despacio sin convicción alguna, como si mi repentina locura lo desconcertara por completo—. ¿Qué hora es?

—Ni idea. Todos los relojes de aquí son de aguja —Suspiré para restarle importancia al asunto—: y no sé leerlos.

—Mmm... —Hizo de sus labios una fina línea—. ¿Y tu celular?

—¿Qué problema tienes con la hora, Davián? —gruñí, fastidiada ante su actitud de niño nervioso. De cierta forma, me hacía sentir culpable conmigo misma—. Todos están dormidos o borrachos. Somos libres por esta noche.

Las manchas en la cara de Davián se expandieron gracias al fuerte color carmín que lo invadió. Empecé a preguntarme si, luego de habituarse a mi insistente presencia a su lado por el resto del año escolar, dejaría de sonrojarse por cada palabra que saliera de mi boca, o si acaso se comportaría así para siempre. La idea no me molestó.

—¿Segura? Y si nos ven, ¿qué pensaran?

Fruncí el ceño. No era probable que sucediera.

—Nadie va a pensar nada. Dame un permiso.

Sin dejar que se apartara por completo o que siquiera dijera que sí, me lancé al colchón. 

Acomodé mi pequeño cuerpo a su lado mientras él se arrimaba para darme un espacio más cómodo. Su cuerpo era tibio y placentero, aunque sólo pude sentirlo por un segundo cuando se desligó de la cobija y evitó por completo el contacto piel con piel. Me lanzó la sábana encima en un claro «aléjate».

Me reí entre dientes por su evidente disgusto.

Ambos nos quedamos quietos con apenas unos centímetros separándonos. Nuestras respiraciones se sincronizaron. Mis pies llegaban un poco más abajo de sus rodillas; nuestras cabezas a la misma altura, compartiendo la misma almohada alargada y flacuchenta. Lo veía con los brazos apretados, enfurruscado, incómodo ante mi intromisión, y yo me hallaba en el estado más cercano a la felicidad eterna de los unicornios y los arcoíris. Ocultaba mi sonrisa mordiéndome los labios con fuerza,  mientras que él apretaba la cara, furioso.

Éramos tan opuestos, tan alejados el uno del otro. Sólo compartíamos la misma necesidad de amarnos sin poder hacerlo, no con la sinceridad que deseábamos. Nuestros sentimientos eran una pelota de estambre que tardaría meses en desenredase. ¿Por qué éramos tan complicados? Era cuestión de un beso, un roce, una palabra. Entonces, ¿por qué lucíamos tan distantes? Éramos figuras encapotadas, cruzadas de brazos sin ningún sentido, como si de cierta forma estuviéramos aburridos de cargar el mismo dolor, la misma decepción, la misma tragedia que nos impedía agarrarnos a lametazos ahí mismo, lo mismo que nos impedía sonreírnos por más que quisiéramos en ese momento.

Entendí el problema: en el fondo, Davián y yo éramos demasiado iguales. Los dos estábamos heridos, tristes, solos.

Nuestras manos se habían rozado, pero él había apartado la suya hasta retirarla por completo sólo para que yo no lo tocara. Suspiré, sin apartar la vista del techo.

Fue mala idea invadir la habitación. Sentí que mi mundo se rebajó a gris en un instante. Podía verlo de reojo, quieto como cadáver, con los ojos fijos en la nada, las mejillas apretadas y el pecho tieso. Tenía ganas de quitarle el dolor a besos, a mordiscos; pasarle la lengua por el cuerpo hasta que me sonriera y me dijera que se hallaba más feliz que una lombriz. Me atraganté con ese pensamiento, perpleja.

De cruzar miradas con él, caería. De tocarnos, posiblemente no habría vuelta atrás: sería mi caramelo por esa noche.

—Te va a dar frío si no te arropas —le dije sin voltear hacia él—. ¿Seguro que no...?

—Seguro.

Bufé.

—¿Y si intentamos algo? —inquirí, evitando voltear—. Nos hacemos toda clase de preguntas y él otro tiene que responder obligatoriamente. Si no respondes, penitencia. Es un juego.

Davián regresó la cabeza hacia mí.

—¿No y que querías dormir?

—Por Dios, si quisiera dormir estaría en mi cuarto, en mi cama. ¿No te parece?

Davián frunció el ceño. Me observaba con la misma energía con la que vería a una cucaracha.

—¿Qué clase de preguntas?

Sonreí hacia la pared.

—Cualquiera.

Soltó aire, despacio, por la nariz. Había volteado su cuerpo hacia mi dirección, rompiendo la distancia tajante que minutos atrás nos rodeaba; apreciaba su calor corporal, su perfume masculino, el jabón que había pasado por su piel. Con tanta cercanía nuestras individualidades simplemente se confundían.

Apoyó la cabeza en su brazo para analizarme, absorto en sus pensamientos, en mí. No me atrevía a darle la cara, pero entendí al instante que Davián se había sonrojado con intensidad, sosteniéndome con la única fuerza de su mirada color café, luchando contra sus demonios sólo para complacerme.

Sentí cosquillas por todas partes.

—¿Empiezo yo? —preguntó.
Asentí, incapaz de formular palabra.

¿Cuándo me había puesto nerviosa?

—¿Desde cuándo te gusté?

Hubiera mordido mis labios de no ser porque Davián tenía sus ojos bien colocados sobre mí; volteé la cabeza, con las mejillas ardientes, y lo enfrenté furibunda. Tenía un manchón rojo esparcido por el rostro: supuse que yo no debía lucir diferente.

—¿Estás seguro que quieres hacer esa clase de preguntas? —interrogué; mi voz temblaba un poco—. ¿Seguro?

Asintió con una clara diversión en el semblante. Disfrutaba que me había puesto nerviosa de una u otra forma y no pude evitar sentirme un poco amenazada. Vulnerable. No me gustaba que me dejaran con una sensación de pasividad en el estómago.
Me tocaría devolverle el favor.

—Bien —Suspiré, rabiosa—. Desde que te vi por primera vez.

Davián sonrió con todos los dientes. Tuve que hacer un esfuerzo para no derretirme ante su hermosa expresión de alegría.

—¿De verdad? —indagó una vez más—. Wow.

—Sí, Davián —Fruncí el ceño—. ¿Qué te impresiona? Si tú eres hermoso, por Dios. ¿Cómo no me vas a poner mal?

Davián tuvo una especie de reacción contradictoria que no esperaba. Primero me observó como si estuviera loca y después aumentó el rojo de su cara al menos unas cuatro veces. Lo contemplé avergonzarse por dentro hasta que su cara quedó reducida a un sonrojo enorme, galáctico, estratosférico.

Entonces, con la voz apenas entendible en un susurro, formuló:

—Tú también eres hermosa, Anahí. Eres lo más bello de este mundo.

Enmudecí. Quise mirar el techo y evadirlo por completo, pero hubo algo en la fijeza con la que me miraba, en el tono de su voz, que me hizo formar una sonrisa apretada.

Me viré hacia él. Mi mejilla izquierda se aplastaba contra la almohada; tenía a Davián tan cerca que podría haberlo besado con tan solo estirar el cuello. Un movimiento mínimo, un contacto que nos haría desaparecer en el universo de los enamorados que no conocen la diferencia entre la nada y un todo, como si finalmente hubiéramos encontrado nuestro lugar en el otro, en un roce, en una sonrisa.

No podía hacerlo.

El cabello le caía sobre la cara en mechones dispares. Tenía un brillo inusual en la mirada, uno que me decía que mi compañía le resultaba encantadora. ¿Sentiría cosquillas en el estómago como yo? ¿Tendría los vellos del cogote erizados? ¿El corazón acelerado? ¿Las manos temblorosas? ¿Era acaso yo la única que sentía la tensión en el aire, el deseo afilado que nos pedía más, la vibra de apetito en nuestros cuerpos? ¿Sólo yo?

No podía saberlo.

Davián era impredecible.

—Me toca a mí preguntar, ¿cierto?

Davián asintió. No había despegado los ojos de mí en ningún momento; su mirada era tan dura que vi cómo descifraba cada uno de mis pensamientos en un instante, cómo me decía que él sentía lo mismo y que no podíamos hacerlo de ninguna manera porque, aunque estuviésemos dispuestos a engañarnos por un momento, no le haría bien a ninguno. Sentí debilidad.

No dejaba de especular en mi cabeza que Davián había sido la equivocación más excitante que se había cruzado en mi camino.

—¿Por qué respondiste mi carta del CBA? —susurré tan cerca como podía estar de su nariz sin besarlo—. ¿Algo en especial?

Él bajó la mirada. Pareció pensativo por unos segundos hasta que regresó a mí, divertido.

—No puedo responder eso.

Fruncí el ceño hasta que dolió. Davián alternaba los ojos desde mis labios hasta mis ojos, desde mis ojos hasta mis labios, lo que hizo temblequear mi nula determinación. Lo veía quererme, desearme.

¡Qué tortura!

—¿C-cómo que no puedes responder? —murmuré, perdida en él y sus labios—. Entonces te llevas la penitencia, ¿en serio?

Davián disfrutaba la situación. Aguantó una sonrisa y pegó nuestras frentes una contra otra, nuestras narices rozándose, acercándonos lo suficiente para que nos besáramos hasta que nuestros nombres quedaran en el olvido.

Sin embargo, se detuvo cuando sintió mi mano colarse bajo su camiseta. Había entrometido mis dedos a través de la tela, curiosa y necesitada, sin pensar que Davián reaccionaría con su expresión de «loca, déjame».

Lo agarré por la camiseta, no permitiéndole ninguna escapatoria. Mis manos temblaban.

—La p-penitencia —hablé entrecortada—. Siete minutos donde me dejes hacerte de todo. Pondré el cronómetro si quieres.

Davián bufó.

—Pensé que pedirías media hora.

Le dirigí una expresión asombrada.

—¿Significa que me estás dando tu aprobación? —exclamé en un susurro emocionado—. ¿En serio? ¿En serio?

—En serio, en serio. —Suspiró—. Anahí, nada de lo que hago quiere decir que no quiero eso que estás pensando. Te deseo muchísimo, pero me cuesta por... no lo puedo decir.

—¡Te cuesta, entiendo, pero esto es un milagro! ¡Un milagro! ¿Empiezo ya? ¿Pongo a correr el tiempo?

Davián rió entre dientes.

—Anahí, cálmate —me indicó, serio—. No pongas el cronómetro.

El cosquilleo se extendió a lo largo de mis piernas. Me mordisqueé los labios, todavía impactada ante el inesperado acontecimiento. Le dirigí una última mirada de torpe seducción antes de decidir qué sería lo que le haría a Davián como penitencia.

Cuando lo tomé por las mejillas para proceder a plantar mis labios en los suyos, tanto él como yo sentimos el temblor constante que me recorría el cuerpo; Davián colocó una mano en mi cintura y me acercó a sí con aún más inquietud de la que yo cargaba encima. Enredé mis piernas en su cadera y me permití aferrarme a él como una sanguijuela enamorada; le chuparía hasta las ganas de vivir si me lo permitía, si el tiempo daba, si acaso no caía un rayo y nos separaba en ese efímero instante de choque universal.

Empezamos a coordinar un magistral y necesitado beso. Me entrometí en su boca como una serpiente hechizada. Nadie podría arruinarlo. Nada nos detendría. Nuestro deseo se volvía uno solo mientras nuestras lenguas bailaban juntas.

Ni siquiera pudimos cumplir los cinco minutos cuando un estruendo ensordecedor nos paralizó.

La casa quedó a oscuras. La electricidad había fallado.

Me planté, atrapada en su regazo, sin poder darle crédito a nuestra mala suerte. Le di un impulsivo golpe en el pecho y procedí a maldecir tan cerca de su boca que ambos tendríamos la misma suciedad en el interior de nuestros espíritus cuando Dios nos juzgara. Un desastre.

—¡Mierda, mardición! —le susurré, escandalizada—. ¡Suéltame, suéltame, suéltame!

—¿Qué sucedió? —preguntó él, alarmado, dejándome ir de entre sus brazos—. ¿Qué pasó con la luz?

Apenas respiré. Me levanté de la cama en un trote precipitado, me coloqué los zapatos e intenté explicarle a Davián lo sucedido aunque mi voz fuera un jadeo inentendible entre el nuevo silencio del ambiente.

—La luz acaba de fallar, pero volverá en un segundo. Tengo cinco minutos para...

El exterior se iluminó, callándome.

Mi expresión se había deformado en un tremendo y profundo pánico que no me dejaba ni moverme, ni ver nada, ni usar los pulmones correctamente. Cubrí un gemido escandalizado con mi mano izquierda, suspendida hasta el dedo chiquito del pie. Casi caí al suelo en un estado de golpe repentino.

Davián se preocupó desde la cama.

—Fue un simple bajón de electricidad —certificó con obviedad—. Anahí, ¿por qué no vienes?, ¿...hice algo mal? ¿Qué tienes?

—¡No, loco! —grité en un susurro enloquecido—. ¡Mi abuela! ¡Mi abuela irá a verificar cada cuarto para que apaguen los aires acondicionados y yo no estaré en mi cuarto!

Davián tardó en entender a lo que me refería. La razón de mi parálisis momentánea. Entonces, al reaccionar, me observó impactado, sin poder evitar enfurecerse conmigo y mi actitud de adolescente caliente, como si de cierta manera me dijera «¡te lo dije!» con los ojos.

—¡Escóndete en el baño del pasillo! —me gritó en voz atropellada, asustado hasta la médula—. ¡O bajo la cama! ¡No sé! ¡En el clóset! O... ¡por la ventana!

Su voz preocupada me hizo reaccionar.

—Todo lo malo para mí. Puta vida.

Sin decir nada más, salí de la habitación antes de que fuera demasiado tarde.
Cerré la puerta lo más callada posible. Mis manos eran desobedientes articulaciones trémulas; apenas evité hacer un solo ruido antes de precipitarme al pasillo como si un demonio me siguiera por la espalda. De puntillas, con el estómago apretado y la frente mojada de sudor.

Pensé haberme salvado. Estuve cerca de cruzar la sala sin ser vista, como un espía profesional del gobierno al realizar una misión, cuando tropecé con mis propios pies y caí de boca al piso anonadada ante mi propia estupidez.

El estrépito llenó la casa en la que antes no había ningún sonido. Un jarrón, con el que mi mano se había dado un buen golpe, se destrozó contra el suelo en un santiamén. Los pedazos de cerámica roja y cristal cayeron a mi alrededor, esparcidos sobre la alfombra en un patrón desigual que me declaraba culpable. Analicé el desastre, boquiabierta y adolorida por todas partes, sintiendo una gran cortada atravesar mi mano izquierda.
Me incorporé, todavía sin poder aceptar que había firmado mi sentencia de muerte.

¿Cómo pudo pasarme?

Fue cuestión de segundos. Los bombillos de la casa se encendieron, y el alboroto general se activó. La primera en aparecer fue mi abuela, quien, con expresión decepcionada, se irguió frente a mí de brazos cruzados y ceño fruncido. Tenía el rostro pálido, las arrugas tiesas, el cabello canoso enrollado en un moño descompuesto. Me observaba con una obvia pregunta que yo nunca podría contestar sinceramente; en su mirada se veía con claridad que en ese momento supo que yo no era ninguna seguidora devota de los mandatos del señor.

Bufó, grave, como animal furioso. El pavor me invadió una vez más.

—Abuela, iba a buscar agua a la cocina y me caí —me apresuré a contestar—. Mira, me corté.

Señalé la herida en mi mano, rogando por su perdón.

—La cocina está para allá —Señaló el lado opuesto hacia donde yo me dirigía—. ¿Llevas tanto tiempo sin venir que ya ni te recuerdas dónde queda la cocina de tu casa?

Me derrotó. No pude hacer otra cosa que suspirar como perro humillado.

—Lo siento, abuela —murmuré, apenada hasta el fondo del estómago—. No pensé que te enterarías. Lo siento.

—¿Qué hicieron? ¿Tuvieron sexo?

Me pasmé ante su acusación tan natural. Me había sonrojado tanto que sentí el rostro adormecido por varios minutos; la miraba, enloquecida, paralizada ante su tranquila actitud de paz y amor.

—¿Qué...? ¡No! ¡No, no, no! —Negué con la cabeza desesperadamente—. ¡Sólo nos besamos como por cinco minutos! ¡Nada más, lo juro! Busca condones en las papeleras si quieres, ¡no habrá nada! ¡No hicimos nada, nada fuera de los límites!

La abuela se aguantó una notoria risa, procurando mantener su postura de seriedad extrema para regañarme. Seguía cruzada de brazos, imponente en su pequeño cuerpo de pigmea.

—Entonces lo he hecho bien —informó—. Apagué la electricidad a tiempo.

Enmudecí, sin creer del todo lo que me decía.

¿Qué?

—Anahí, no me mires con esa cara de estúpida. Eres muy joven, muy inexperta todavía. ¿Crees que no sé lo que pasa en las paredes de mi casa? Dije: nada de meterse en las habitaciones de los muchachos —Suspiró—. Pudiste haber ido afuera, o en la sala, en el garaje. En fin, joven, inexperta y estúpida.

—Abuela, ¿qué estás diciendo? —interrogué alarmada, apenas respirando con un hilillo de estabilidad.

—No lo hagas otra vez, Anahí —aseveró—. Aguántate aunque se muchacho esté más bueno que todo lo que hayas visto antes. Aunque sientas que no puedes más, bueno, ya sabes que hay otras opciones. Pero aguanta. Son sólo cuatro días. Después...
Se encogió de hombros sin terminar la oración.

—Que tu mamá no te descubra —Me amenazó con los ojos temblorosos—. Ahí ya no tengo jurisdicción.

—Ella me va a matar, abuela. ¡No le digas!

—No lo haré. Sólo, por favor, no seas tan estúpida. Creo que no eres la primera que pretende aprovechar un viajecito familiar para divertirte, pero ¿ahora? ¿Recién llegando? Es imprudente y estúpido. ¡Aprende!

Abuela se retiró. No se molestó en decirme nada más, ni en aclarar la oleada de pensamientos que se habían plantado en mi cerebro. Sólo se largó con la misma velocidad con la que había llegado.

A continuación, me rodearon un montón de personas que no tomé la molestia de identificar. Fui sacada de los retos de vidrio y cerámica sin delicadeza, como si me tratara de un saco de papas sin vida. Aunque me dolieran las cortadas y el corazón todavía  me  latiera a millones de kilómetros por hora dentro del pecho, no centré la cabeza en otra cosa que no fuera lo sucedido con abuela al ser descubierta en mi momento pecaminoso.

¿Me acababa de dar su permiso?

***

¡Hola!
Espero que estén disfrutando verdaderamente de la historia. ¿Tienen teorías acerca de lo que se viene?

Muchas gracias por los votos y comentarios.

-Vero.

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