#13: Una pista (~Día 1~)
#13: Una pista (~Día 1~)
La abuela, sin deparar la totalidad de la situación, indicó que esperáramos en la sala del segundo piso mientras ella organizaba la cena con mamá.
Fue tan obtusa, pérfida con sus instrucciones, que quedé un poco desconcertada al pasarle por el lado sin que me dirigiera siquiera una mirada. Tenía los brazos cruzados, los hombros tensos y el mentón levantado. Lucía como si hubiera atravesado una guerra interior los últimos meses. No tuvo ápice ni de darme la bendición o de molestarme acerca de Davián. Parecíamos dos extrañadas en un lugar desconocido.
¿Qué había pasado que todos habían atravesado tales cambios en cuestión de semanas?
Subimos las mugrosas escaleras de alfombra color pupú con una clara decepción. No había cariño por ninguna parte. No parecía haber ningún hogar donde me recibieran con los brazos abiertos. Los cuadros familiares yacían rotos en las paredes. Apenas si se olía el cigarrillo de abuela a lo lejos. No pude evitar sentir un evidente desprecio momentáneo hacia ellos, como si de cierta forma sólo intentaran hundirme aun más en la miseria que ya de por sí me ahogaba.
La sala del segundo piso se sentía mucho más viva que la anterior; había restos de comida chatarra en el suelo y varias latas de cerveza vacías entretenían a las mocas sobre la mesa central. Olía a putrefacción, a abandono. La pantalla plana que mamá le había regalado a la abuela unos años atrás tenía una enorme fisura en el borde inferior, y las cornetas un pesado líquido blancuzco encima. Apenas se escuchaba el leve sonido de alguna radio encendida a lo lejos. Los muebles tenían las formas de los cinco traseros que de seguro habían dejado ese desastre esculpida en la tela y en el cuero: la abuela, el viejo, tía Margarita, tía Rosa y el infiltrado Sebastián.
Davián y yo nos sentamos uno al lado del otro en el sofá. Para nuestra sorpresa, la incomodidad en el aire era casi nula. Parecíamos haber firmado un pacto de prudencia o algo similar. El chico volteó para observarme directo a los ojos en el momento en que apreté mis manos tan fuerte que se volvieron blancas.
—Ni siquiera me miró —respondí a su mirada demandante de respuestas.
Tyler, que se había instalado en el sillón luego de sacudirlo por quince minutos, nos miró con repulsión.
—¿Mirarte? —se entrometió—. ¿Cómo quieres que te mire?
Me indigné.
—¿Disculpa?
—Está molesta contigo por ya sabes qué.
Con una mirada dura le dije que se detuviera de inmediato. Entonces Tyler se retiró para buscar el baño y poder limpiarse la nariz mocosa de su alergia hacia el polvo antes de que mi abuela lo asesinara.
Davián y yo quedamos solos.
Davián me observaba expectante. Mi mente se negó a entender qué clase de cosas esperaba que le dijera. Simplemente existía un espacio demasiado grande entre nosotros que ninguno era capaz de rellenar: él me ocultaba cosas también; no tenía derecho a pedir explicaciones ni a juzgarme con sus ojazos color miel exigiéndome que le hablara flores y mariposas.
Nos mantuvimos la mirada desafiante por un rato que me pareció sempiterno. Analicé su rostro como si se tratara de una ecuación matemática. Conseguiría las mismas pecas borrascosas en el rostro de cualquier otro ser humano, pero en él me parecían la octava maravilla del mundo, el paraíso convertido en manchitas color café. Sería capaz de mantenerle esa mirada de enloquecido gusto por siempre, como si fuéramos dos lunáticos y él descifrara las cosas descabelladas que me pasan por el cerebro con cada minuto que pasa, hasta que nuestro delirio compartido se hace uno solo y, de repente, ya no somos dos seres humanos que se enamoraron porque sí, sino una misma demencia frenética que se ama tanto, con tanta fuerza, que podríamos destruir las pirámides o las estrellas con tan solo un roce de labios. De besarnos, explotarían planetas enteros.
Davián desenredaba mis pensamientos. No tardó en bajar la mirada a mis labios húmedos.
De alguna forma había colocado su brazo tras mi espalda en el mueble, y sentía su calor corporal invadirme por completo. Podría haberlo fumado como a un cigarrillo, hasta que sólo quedara un desperdicio desagradable, de no ser por lo que vi. Lo observé en sus ojos, en su expresión concentrada. Él no quería que yo lo contemplara de esa forma, forma en la que se entrevía mi obvio deseo, mis obvias ganas de comérmelo a lametazos y mis obvias actitudes de atracción psicodélica donde no sólo me interesaba su cuerpo. Parecía preocupado, ansioso por una razón que no me cabía en la cabeza. El sonrojo patético en sus mejillas me decía algo mucho más profundo que la timidez de un chico inexperto.
No, no me veía a mí. No estaba mirando mis labios, mis ojos o mis cachetes enrojecidos. Era otra quien le devolvía la mirada. Su alma gemela, la chica de antes. ¿Por qué yo sí lo percibía a él entonces? A él, a Davián. Sus pecas y sus manos pequeñas en mi cintura. No mi alma gemela. Pero sí de quien me estaba enamorando tan intensamente que resultaba incluso hasta doloroso.
Supuse que para ese instante deberíamos habernos agarrado las bocas como leones hambrientos, pero retrocedimos al mismo tiempo.
Nos fragmentamos al enderezarnos en el sofá con las expresiones distorsionadas.
—Creo que es la tercera vez que nos pasa esto mismo, Davián —murmuré, enfurruscada.
Era incapaz de darme la cara.
—Lo siento. —murmuró entre dientes.
—¿Qué te sucede? —inquirí con gravedad—. ¿Me quieres o no? ¿Qué quieres de mí?
Hubo un silencio que se extendió y extendió hasta que solté un profundo suspiro de exasperación que me salió del fondo del alma.
—No puedes disculparte cuando ni siquiera sé qué estás haciendo —Bufé—. ¿Me quieres o no me quieres? ¿Somos amigos o algo más? ¡Nos conocemos desde hace más de un mes y siento que no sé nada de ti!
—Dame tiempo, por favor.
Fruncí el ceño ante su tono adolorido.
—¿Tiempo para qué, Davián?
Davián botó una gran cantidad de aire por la nariz. Volteó hacia mí, con expresión grave y seria, sonrojado hasta la piel que desaparecía en su camiseta. Era increíble cómo podía decirme todo con los ojos. Sus pupilas dilatadas simplemente revelaban el misterio que sus palabras no podían decirme.
—¿Cuánto tiempo? —solté.
Davián asintió sin mirarme.
—No lo sé. Quiero...
—No me expliques. Podemos besarnos y ser dos extraños si quieres.
Apretó los labios con disgusto.
—No quiero eso. Te quiero amar de verdad. —gruñó, molesto con sus demonios internos.
Sentí una repentina calidez en el estómago.
—Sólo sería temporal, mientras nos damos tiempo.
Tomé un riesgo necesario. Me apoyé en su pecho de una manera que sólo detonaba verdadero cariño y nada más.
Pude sentir cómo me miraba de reojo.
—Odio tener que ser así —murmuró, arropándome con sus brazos.
—A mí me pareces perfecto.
Se removió inquieto, pero no dejé que me apartara con tanta facilidad; le hice un agarre de cangrejo enamorado y lo aferré con tanto amor que ni siquiera luchó.
—¿Entonces qué somos? —preguntó con timidez cuando se percató de que yo no lo dejaría ir de mis brazos.
Lo pensé unos instantes.
—Indefinidos hasta nuevo aviso.
—Lo siento. —respondió como si tuviera la disculpa preparada en la lengua.
Me encogí de hombros, restándole importancia. Davián llegaba a ser bastante dramático para las cosas que realmente no lo valían. Podíamos amarnos sin definición. Podíamos besarnos sin pensar que le hacíamos daño a alguien más. Podíamos olvidar. Podíamos vivir. Tomé el atrevimiento de acariciarle la mejilla con mis dedos curiosos de saber cómo se sentía tocar a alguien sin que pareciera un pecado. Sus pecas eran suaves, una pigmentación más en su piel que de seguro estaba recién afeitada. Olía su colonia masculina tan intensa que no captaba otra cosa en el universo, ni la chatarra, ni el cigarro, ni las cervezas, solo él. Entonces me aferró por la cintura y desaparecí. Me encantaba sentirlo así, seguro contra mí.
¿Por qué? ¿Por qué me estaba enamorando?
—Es normal tener miedo —susurré contra su hombro—. Pero creo que nosotros tenemos demasiado miedo.
—Sí.
—Casi no hablas, casi no me dejas conocerte —seguía murmurando—. ¿Por lo mismo?
—Sí —Suspiró pausado—. Pero yo tampoco te conozco demasiado, así que...
—Es justo. —concluí.
—Sí.
—Hay cosas que no puedo decirte todavía.
—Y yo tampoco puedo decirte la mayoría de las cosas que quiero decirte.
Lucía tan triste que sus pecas se habían transformado en manchones grises.
—Dame una pista —pedí.
—¿Una pista?
—Una pista de lo que me espera.
Davián me observó dubitativo por unos segundos.
—¿Cualquier cosa?
—Lo que quieras.
—Bien.
Miró mis labios por una milésima de minuto antes de lanzarse a ellos casi que con desesperación.
Sin embargo, cuando apenas lo tomé por la camiseta para aferrarlo a mí con el mismo sentimiento de necesidad y ansia y cerré los ojos para disfrutar su tacto tímido, se escucharon unos prominentes pasos en la escalera que rompieron el eléctrico instante.
Di un salto de saltamontes hacia atrás. Quedé paralizada en el sofá con la respiración tan acelerada que ni siquiera acabé de procesar lo que acababa de pesar.
Davián pegó sus labios contra los míos.
Nos besamos.
Exhalé con fuerza. Apenas pude recuperar un poco la compostura cuando el dueño de los pasos se apareció en el portal que daba con las escaleras.
Un muchacho tan alto como las palmeras, de cabello esponjoso y prominente, piel de café con leche y unos dientes enormes blancos que le daban aspecto de felicidad infinita se quedó estático en el pasamano. Se había sonrojado por completo, pasmado hasta los huesos por la sorpresa. Solté un gritillo de alivio al notar de quién se trataba.
Davián me miró desconcertado, pero yo sonreía con tanta fuerza que podía asesinar mis mejillas de un paro cardiaco.
Salté del sofá, embriagada de alegría, sin poder creer que ese hombre tan estúpidamente hermoso era nada más ni nada menos que Sebastián, el mejor amigo de mi infancia.
—¡Ah!¡Ah! ¡Sebas!
—¿Enana?
—¡Sebas! ¡Sebas!
Le salté encima, casi tumbándonos por la escalera hasta nuestra muerte. Me agarró apenas por la cintura, todavía entorpecido por el impacto; restregué mi ser contra el suyo, incapaz de aguantar mi felicidad de tenerlo otra vez a mi lado, todo mío, como cuando éramos niños y parecíamos dos manchas de moco saltarinas por el mundo.
—¡Sebas! ¡Te extrañé tanto, negro! —exclamé contra su pecho.
—Enana, enana...
—¡Estoy tan feliz de verte!
—Ah, tan lenda..., yo también te extrañé.
Me separé un poco, iracunda. Lo observé con gravedad, bien agarrada de sus costados, aunque debía levantar el mentón para poder mirarlo bien.
—¿Desde cuándo eres tan seco conmigo, negro?
—Desde que tu novio me está mirando como si fuera a asesinarme desde allá —me habló entre susurros de disimulo—. No quiere morir, así que saludos mentales.
Volteé la cabeza como si un meteorito me hubiera golpeado la mejilla. En cierta parte, Sebastián tenía razón: Davián nos miraba de una manera un poco extraña, como si no supiera muy bien qué pensar respecto a la escena que se reproducía frente a sus ojos. Tuve que hacer un esfuerzo enorme para contener una risita burlona. Seguía aferrada a Sebas como una babosa pegajosa de amor, ya que me resultaba imposible una separación tan rápida después de meses queriendo tener ese abrazo, el agarre consolador de Sebastián.
—Davián, este es mi mejor amigo: Sebastián —Sonreí—. Y es el novio de Tyler.
Davián tardó unos segundos en procesar lo dicho. Entonces nos miró con un genuino alivio, como si la homosexualidad de Sebastián fuera un hecho milagroso, sin saber que me tenía tan enamorada que nunca lo cambiaría por un tipo cincuenta veces más guapo que él.
Se levantó del sofá y se dieron un apretón de manos digno de dos machos alfa. Sebastián tenía una diversión genuina en el rostro que significaba peligro; en cualquier momento podría formar una tragedia con sus comentarios fuera de lugar, pero Davián no estaba al tanto del porqué de mi inquietud.
—No puedo evitar sentir que me eres súper familiar, tú. —le dijo Sebas a Davián—. ¿Te he visto?
Davián frunció el ceño.
—Lo dudo, no soy de aquí.
—Te he visto, en serio. ¿De dónde eres?
—Sebastián, déjalo tranquilo —me entrometí—. No lo conoces.
Él me miró de una manera incomprensible. Tenía tanto tiempo sin verlo que ya ni reconocía la forma en que sus facciones me decían las cosas. Sentí un repentino golpe de arrepentimiento, ¿cómo pude olvidarlo con tanta crueldad? A una de las pocas personas que me había apoyado a pesar de cualquier situación adversa.
Me veía como una persona horrible.
—Discúlpame —rechistó él—. ¿Dónde está el mío?
—¿Tyler? —inquirí en una risa.
—Sí, mi amorcito, ¿dónde está?
—No lo sé, bajó y que a buscar el baño, pero ya a estas alturas lo deben haber agarrado.
—Mierda. Lo voy a ayudar. —Lució preocupado por un segundo hasta que, mirando a Davián, pareció caer en cuenta de algo—. ¿Todavía no son nada?
Palidecí.
—No, negro, puedes irte.
—No me iría, pero tengo que encontrar a Tyler —Se cruzó de brazos y suspiró— y creo que ustedes deberían terminar lo que andaban haciendo. Este piso es suyo, acabo de escuchar a la vieja y que se los va a dejar.
Sentí una inevitable emoción.
—¡¿En serio?!
—No. Sólo quería ver tu cara hambrienta, parece que nos va a poner a todos en habitaciones separadas desgraciadamente —Se rio, deshaciendo por completo mi sonrisa. Entonces él volteó hacia Davián con una nueva expresión de seriedad—. Y tú, cuídala. Si lastimas a esta enana, te jodo. ¿Ok?
Davián pareció un poco espantado.
Sebastián y yo nos reímos al mismo tiempo de su cara sonrojada.
Se veía tan provocativo avergonzado. Empezaba a enloquecerme a niveles casi enfermos con su rostro suavecito, como si fuera lo único que me importara en el mundo y todo se tratara de él y yo, yo y él. Me quedé observándolo embobada de cariño por un prolongado minuto, hasta que Sebastián rechistó con antipatía ante nuestras miraditas enamoradas y se fue a buscar al suyo.
***
La abuela no me dirigió ni siquiera una palabra directa al indicarnos dónde dormiría cada uno. Con palabras rígidas, nos indicó que su casa era un lugar santo y que por nada del mundo se nos ocurriera hacer cosas indebidas bajo su techo. Es decir: en cualquier otra parte, pero aquí no.
Tan bella mi abuelita.
Sebastián y yo dormiríamos juntos en la misma litera que utilizamos en nuestra infancia; al entrar a la vieja habitación donde pasé la mayoría de mis días antes de mudarme a los catorce, sentí una repentina punzada de nostalgia. La abuela había mantenido el cuarto igual desde entonces. La misma cortina celesta y roída, las mismas paredes amarillentas con manchones de humedad, los mismos colchones con punzantes resortes sobresalientes, el mismo bombillo que titilaba cada tanto creando espeluznantes sombras en el techo. Todo era tan similar que por un segundo me sentí como una niña pequeña y solitaria otra vez.
No fue una emoción muy agradable.
Tomé la cama de abajo. Nunca había sido fanática de las alturas. Lancé mi bolso con la ropa a una esquina y me dejé caer de golpe en la incomodidad del colchón envejecido. En la madera que sostenía el colchón superior todavía estaban mis dibujitos de cuando pasaba noches demasiado aburridas o ruidosas como para poder dormir; gatos de grandes dientes, figuritas de palitos que corrían de un lado a otro y superhéroes con la ropa interior por fuera. No sonreí, sino que me sentí un poco incómoda al respecto. Recuerdo escribir sobre la madera para que me cayeran pedacitos de aserrín encima mientras el lápiz rasgaba la superficie: todo con tal de plasmar mi arte.
¿Por qué todo me parecía como embrujado?
—¿Por qué te estás quedando aquí, Sebas? —le pregunté en un susurro al sentir su peso en la cama de arriba—. ¿Está mal otra vez?
—Sí, ya ni siquiera quiere verme. —respondió con tono neutro—. A veces ni me devuelve la bendición. Mamá está muy mal con su enfermedad; no me deja verla todos los días.
Cerré los ojos con el peso de esa idea. Existe gente con vidas tan trágicas que todavía le muestran una sonrisa al mundo, y yo que me desmoronaba por algo pasajero que no tendría ninguna importancia en un par de años para excusarme en mi odio constante hacia el universo. Me sentí un poco culpable, pero me negué a que el sentimiento me dominara.
—Lo siento —Fue todo lo que pude decirle.
—Está bien —Escuché un pesado suspiro de su parte—. Lo siento, Tyler me contó hace un tiempo. Ahora no sé cómo se habrá enterado de que ellos son primos.
Exhalé con fuerza por la nariz.
—Lo supuse, pero ¿le dijiste a abuela? ¿Por qué?
—Porque tú nunca le vas a decir nada —aseguró con mucha razón de su parte—. Nunca dices lo que te duele. Nunca hablas con nadie acerca de lo que te importa.
Era cierto. La verdad muy poca gente me conocía más que yo misma, y me parecía una situación bastante cómoda. Podría escoger ser quien fuera cada día de mi vida; a nadie le parecería extraño porque nadie sabía lo suficiente de mí para decir «hoy Anahí está diferente, vamos a preguntarle por qué».
Sin embargo, me sentía miserable después de protegerme a mí y a mi orgullo por tanto tiempo, cansada de que nadie me pusiera el hombro para ayudarme cada vez que caí profundo.
—Tienes razón, no le hubiera dicho —solté—. Pero ahora va a matarme por tu culpa.
—No me disculparé si es lo que estás esperando. Lo hice por tu bien.
—¿Qué sabes tú acerca de mi bien?
—¿Qué no sé yo acerca de ti? No creo que nadie te conozca mejor que yo, y además soy el único que sabe que todas estas cosas te pasan porque eres una gran estúpida y no porque eres una desgraciada o algo así. Así que no me desperdicies, soy un tesoro.
Me di la vuelta en el colchón, estrellando las costillas con un resorte. Solté un gruñido de resignación, a sabiendas de que Sebastián era un caso perdido; jamás me dejaría sola en mi complicada burbuja de incomprensión y soledad, jamás me dejaría caer sin extenderme su magullado brazo antes. En alguna parte, profundo dentro, donde mis demonios bailaban alrededor de una lucecita gris, ahí, bien lejos, se lo agradecía de verdad. Jamás se lo diría, pero él lo sabía. Por tales cosas era un tesoro, mi mejor amigo desde que los dos éramos un mismo moquito deforme que corría entre los borrachos de la finca buscando cobijo, sólo él y yo entre el gentío perdido, abandonados pero teniéndonos entre nosotros.
Siempre había sido así. Sebastián y yo.
—Sí, eres mi tesorito, mi negro. Eso no te lo voy a negar.
—¿Viste? Yo siempre tengo razón.
Sonreí un poquito, como si las comisuras de mis labios sufrieran con ello.
—Apaga la luz, pero pásame el celular, por favor.
Sebas resopló con cansancio.
—¿Te vas a trasnochar con el teléfono? —inquirió—. Aquí se escuchan muchas cosas raras en la noche, no te lo recomiendo.
—No me voy a trasnochar porque sí —respondió con tono de obviedad—. Voy a esperar a que sean como las una para irme con Davián.
Sebastián se partió en una risa casi que enferma. Lo seguí porque el simple hecho de que se riera así ya resultaba gracioso. Me imaginé las miles de cosas que debían pasar por su mente, ¡pero no! Davián me tenía en periodo de espera.
—Hay condones en el baño —me informó.
—Ah, por favor, no digas eso que duele.
—Discúlpame, se me olvidó que eres la reencarnación de la Virgen María.
—No vamos a hacer nada.
—¿Segura, Anahí? Es una excitante situación en donde pueden ser descubiertos en cualquier momento, eso emociona.
Me mordí los labios para no sonreír.
—No vamos a hacer nada todavía. —murmuré con cierta tristeza—. Él no me deja, creo que está traumatizado o algo así. Así que a esperar.
Su carcajada aumentó.
—¡Pobrecita! —gritó entre carcajadas—. ¡El señor te está castigando!
—Cállate, feo.
Se detuvo. Entonces asomó la cabeza hacia mi cama, como solía hacer cuando éramos niños, y me observó con una gravedad exagerada mientras su cabello caía sobre su rostro en conjunto con una cadena de plata que resplandecía en la oscuridad. En sus ojos se veía el brillo de la diversión, pero su rostro se mantenía completamente serio. Sebastián de por sí resultaba gracioso, pero esa imagen de él me hizo casi llorar de risa.
—No, eso sí que no —Frunció el ceño—. Yo seré de todo, menos feo.
—Cierto —Asentí, y le toqué la mejilla con cariño fraternal—. Eres hermoso, mi negro.
—Soy hermoso.
Ambos sonreímos con complicidad. Nuestras miradas delataban el mismo pensamiento: los siguientes días serían de pura diversión.
Me escaparía a la habitación de Davián en menos de cuatro horas.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro