#12: La bruja de las pulgas (~Día 1~)
#12: La bruja de las pulgas (~Día 1~)
Hacía mucho tiempo que no veía a la tía Margarita.
La tía Amarga, apodada así desde pequeña, representaba un bosque de tragedias. Los suspiros que emanaba su tersa boca eran un mal presagio conocido por todos los habitantes del campo. Aunque tenía la apariencia de una mujer pintoresca y alegre, el mal que arrastraba podía ser un verdadero dolor de cabeza. Si le dabas un vaso de vidrio, podías asegurar que se le caía de las manos; si le contabas un acontecimiento agradable de tu vida, este daba un vuelco en tu contra hasta volverse desagradable e indeseado. En fin, después de años conociéndola, concluí que las regordetas mejillas rosadas y el cuerpo relleno y adorable sólo eran parte de la máscara con la que escondía a un monstruito mortífero. Por ello, cuando observó a Davián de reojo, me asusté.
—Dios mío, muchachas, estaban desaparecidas —nos dijo, radiante de alegría; sonreía con todos los dientes medio chuecos—. Dios te bendiga, Anahí, estás tan bonita. Y, ¿quiénes son estos muchachos? Ah... tú eres... Tyler.
El desprecio hacia el muchacho fue palpable en su tono, pero Tyler andaba perdido en las nubes con los audífonos puestos.
—Gracias, tía. Amén —contesté antes de que mamá saliera a la defensa—. Este es Davián, un amigo.
La tía se quedó paralizada un instante. Luego dio una sacudida espasmódica para alejar la maldad de su cuerpo y les dio una acogedora bienvenida con un apretón de manos a través de los fríos barrotes de la cerca. Podía ver el trasfondo de sus emociones en su mirada escandalizada.
—Mucho gusto, muchacho —exclamó, aunque cierta inquietud seguía plasmada en su semblante—. Bienvenido.
Davián contestó con la debida educación; sin embargo, un estremecimiento recorrió la palma de Davián cuando ésta conectó con la helada piel de la tía Marga. Por sus expresiones de inesperada incomodidad pude imaginar el tacto que emanaban los pavorosos dedos de la tía: viscosos y líquidos como sapos del tamaño de manoplas. O, quizá, sólo fuera el aura maligna que ya de por sí emanaba o el extraño peinado punk que llevaba puesto.
Mi madre le dirigió una rápida mirada a su nuevo look y sonrió con todos los dientes, no sin cierto sarcasmo oculto tras sus duras facciones de mujer cansada. La cara de su hermana menor, carente de las mismas vivencias (y sin la arruga en medio de las cejas), expresaba una inmensa alegría que hizo ojos ciegos a nuestra evidente imprudencia.
Nos abrió la reja con cierta actitud de incomodidad en las manos. Pude ver cómo le temblaban al apartar el candado de las pesadas cadenas de hierro.
—¿Y mamá, Amarga? ¿Dónde está? —soltó como perro rabioso, sin saludar dn lo más mínimo al atravesar la cerca.
Davián, Tyler y yo veníamos detrás. ¿Por qué había tanto silencio? La quietud adornaba el ambiente general de la finca, haciéndola lucir como una ciudad fantasmal y abandonada; no había ningún olor a comida impregnado en el aire, ni chapas de cerveza destapada en el suelo, ni el normal escándalo que la música de los viernes ocasionaba a kilómetros a la redonda cuando los habitantes del pueblo se reunían a rememorar su juventud.
—Está adentro esperándolas —informó a secas.
Sentí una repentina y profunda preocupación. ¿Desde cuándo El escondite de las rosas resultaba tan misterioso como su nombre quería dar a entender? ¿Desde cuándo los viernes no eran un desenfreno imparable, viejas borrachas, ancianos enloquecidos, perros babeantes? ¿Desde cuándo se podía respirar sin oler algún atisbo de locura y vejez insensata en el aire?
Esa no era mi casa de la niñez.
Era una farsante.
El escondite de las rosas llevaba su nombre por una razón muy diferente a la que se imagina. No era un lugar romántico y esplendoroso, sino un verdadero rincón donde la gente sacaba lo peor de sí, rosas.
Cuando mis abuelos buscaban un terreno para mudar la antigua propiedad a una con mayor cantidad de tierras fértiles, el hueco vacío que en ese momento era la finca poseía unas flores muy bonitas que parecían rosas, pero que estaban muy alejadas de serlo. Mi abuelo, medio enceguecido por la edad, afirmó que la gran mata florida que enredaba sus ramas en los metales oxidados de la cerca era un rosal que Dios envió como una señal para indicarles que compraran ese terreno. "¡Donde crecen rosas hay fortunas!" había exclamado, según mi abuela, al acariciar las florecillas rojas con la palma de su mano, "y nosotros queremos fortuna, ¿verdad, Carlotta?".
Mi abuela asegura hasta el día de hoy que el señor Mauricio había amanecido con los cables al revés esa mañana del 97. Sin embargo, su confusión fue más útil de lo aparente: el falso escondite de las rosas estaba lejos de cualquier atisbo de sociedad y hacía que los escándalos y las fiestas pasaran desapercibidos de los ojos de la ciudad.
Perfecto.
El escondite de las rosas tenía plantaciones de plátano, topocho y cambur que se extendían por kilómetros y kilómetros a la redonda. En la entrada, un pedazo pavimentado con la intención de ser transitable, se estacionaban tres carros de los distintos miembros de la familia que habían ido a vernos. Alrededor del cemento crecían árboles frutales que descargarían su contenido sobre ellos apenas los rozara la mínima brisa. Mi madre, que conocía esta maníaca crueldad de mi abuela por arruinar los carros de los tíos, colocó nuestro humilde auto en el fondo del lugar, bajo un árbol decorativo como pocos que bailaban por ahí.
La casa, situada en el fondo del terreno, siempre fue en mi mente una especie de enorme castillo reforzado. Los dos pisos estaban protegidos por una pintura roja de aspecto envejecido, sólo sostenida por los constantes retoques de mis tías; y las ventanas, fuertes de protección sellados con duros barrotes, eran considerablemente grandes y permitían la entrada de un agradable aire veraniego a las habitaciones (aunque por allí siempre era verano).
El habitual aroma a humedad y rocío llenó el aire que recorríamos Tyler, Davián y yo: la simple brisa olorosa a hogar removió la comodidad de mi estómago. Cuando rodeamos una última colina que hacía bailar una cantidad monumental de hierba seca (un aspecto que rara vez se descuidaba, que anoté para preguntar después), tuvimos ante nuestras narices el corazón de El escondite de las rosas.
Ah, qué emoción, bienvenidos al desastre.
—Anahí, ya sabes —me dijo mamá con tono autoritario—. Te comportas.
—¿Yo? Te lo devuelvo.
—Compórtense mejor las dos —intervino Amarga—. Mamma anda con el apellido atravesado.
—¿Cuándo no? —inquirí entre dientes, por lo que recibí un manotazo de mamá.
Supongo que Davián y Tyler empezaban a asustarse. No estaba de más.
Entramos forzosamente a través de la puerta que con cada empujón se trancaba todavía más, como si ya de por sí la casa nos quisiese fuera. El recibidor tenía unas cuantas cholas embadurnadas de barro justo sobre la alfombra, detalle que Amarga pasó por alto para dejarnos dentro. También había una docena de llaves de diferentes tamaños y formas esparcidas sobre un cenicero junto a la puerta, restos de cigarrillo entrometiéndose entre ellas con naturalidad. La tía, con total confianza, acostumbrada al desastre y al abandono, apartó las cholas de una patada y agarró una llave entre las colillas para entregársela a mamá.
—Ten —Le sonrió—. Por si quieres huir en la noche.
—No huiré otra vez —replicó mi madre.
¿Podemos irnos ya?
—Has huido como cuarenta veces ya, dulzura.
Amarga se apartó.
Quedamos en el recibidor un poco desorientados; olía a cigarrillo y a café. Observé a Davián de reojo. Tenía las mejillas un poco sonrojadas y se mantenía en una constante posición de defensa. Sus ojos curiosos bailaban por el desastre, analizando cada cuadro roto, las grietas en las paredes, los bombillos ennegrecidos por las fallas eléctricas.
—Bien —Mamá suspiró—. Voy a buscar a tu abuela. Lleva a los muchachos a la sala mientras.
—Me avisas cuando encuentres a abuela. Creo que tenemos que hablar.
Mamá me miró desorientada, como preguntándome qué querría hablar con esa loca. ¡Tantas cosas! En situaciones así nadie sensato podría ayudarme.
Entonces se retiró. Davián y Tyler me buscaron expectantes. Yo no sabía muy bien qué había pensando al invitar a Davián o al decirle a Tyler que todo iría bien aunque conociera a la perfección mi desorganizada existencia. Apenas llevábamos diez minutos dentro, pero existía una oscuridad anormal en el aire que me decía «se viene un caos, Anahí», y nada bueno podía provenir de tal absurdo presentimiento.
—Hey —Davián me sonrió—. Aquí estamos.
—Prometo que todo va a mejorar —me excusé, avergonzada—. No tenía idea de que mamá y abuela estaban peleadas.
—No interesa —intervino Tyler—. ¿Dónde está la sala? Necesito sentarme, me siento cansado.
—Acabas de estar sentado cuatro horas o más en un carro, bobo —repliqué.
—El calor me mata.
Davián se aguantó un comentario. Lo supe por la manera en que contrajo los labios con agresividad. ¿Qué querías decir? Dime, cariño, capaz hasta estamos de acuerdo.
Le escupí una palabrota ofensiva al gringo y los empujé a ambos lejos de las cholas embarradas de quién sabe qué, los cigarrillos, los cuadros extrañamente volteados. Tenía esperanza de que las cosas mejoraran, ¿cómo era posible que se fuera lo contrario? Sin embargo, me encontré con que la sala estaba en condiciones aún más precarias: los muebles yacían cubiertos por una incómoda tela amarillenta, los muebles lucían fantasmales con kilos de carcoma encima y nadie parecía haber estado ahí en las últimas cuatro décadas; en el aire flotaba el abandono, olor a polvo y putrefacción, tacto jocoso en las superficies. Me quedé plantada en el umbral sin creerlo por completo, como si se tratara de un lugar al que yo nunca había ingresado antes. ¡Qué buena suerte tienes, Anahí! La casa que le estás mostrando al chico que te gusta parece un cementerio de suspiros.
¿Qué le había pasado al lugar idílico que guardaba en mi memoria?
Entonces, después de atravesar la sorpresa inicial que me ocasionó tal imagen espeluznante, me conseguí con un fantasma. El fantasma yacía en el sofá principal con la vista fija en un libro enorme; no había levantado la mirada al vernos llegar, no parecía tener ningún interés en nosotros y nuestra cara de hambruna. Lo contorneé con la mirada hasta darme cuenta de que no era ningún fantasma: se trataba de una señora bastante mayor, desconocida para mí, que utilizaba nuestro cojín como si de algo suyo se tratara justo atrás de su espalda.
—¿Señora? —pregunté al ver que no reaccionaba con nuestra obvia incomodidad—. ¿Qué hace usted aquí?
La mujer permaneció rígida, pero hubo un ligero cambio en la expresión de sus cejas. Los binoculares que cargaba en el puente nasal apenas dejaban diferenciar sus rasgos faciales, además del cabello blanco que le caía en olas sobre el rostro. Davián y Tyler estaban desconcertados, aunque no más que yo. Le dirigí a la estrafalaria señora una mirada de verdadera indignación, ¿qué hacía en mi casa y por qué no hablaba?
—¿Mi abuela la invitó? Sólo vamos a quedarnos aquí un rato mientras...
—¿Un rato mientras qué? —Abrió la boca, demostrando una fuerte voz que derrochaba brusquedad—. ¿Mientras tu madre es regañada por tu abuela hasta la muerte? Vengan, muchachos, siéntense. Eso va para largo.
—¿Quién es usted?
—¿No me recuerdas, Anahí? Soy la bruja de las pulgas.
—¿Bruja de las pulgas? —escupí violenta sin querer.
—¿Una bruja de verdad? —inquirió Davián, demostrando un claro escepticismo en su tono.
¡Qué locura más grande! Davián debía empezar a buscar alguien que lo llevara de vuelta a su casa.
—June Rocca. He atendido los problemas de esta familia desde hace más de seis décadas, y hoy he atendido otro llamado de parte de tu abuela. —De golpe pude sentir, sin tener ningún contacto, sus ojos clavados en los míos. Tuve un fuerte estremecimiento, como si su mirada cargara electricidad—. Supongo que se trata de esto. Siéntate, Anahí.
—Señora...
—Siéntate aquí a mi lado.
Contra mi voluntad, acabé obedeciendo. Me erizaba la piel la forma en que sus ojos casi invisibles se entrecerraron al mirarme por primera vez, como si sólo con un vistazo viera más allá de lo que soy y de lo que era y conociera cada uno de los secretos más recelosamente guardados dentro de mí. Cerré la boca por completo; la señora, la bruja de las pulgas, tenía la misma aura sobrenatural que emanaban aquellos seres legendarios de las novelas fantásticas, pero al mismo tiempo la naturaleza humana bien clavada en las arrugas, en la sonrisa sin dientes, en el cabello canoso que se colaba dentro de sus binoculares grises. Terminé embelesada con la magia de esa mujer, de June Rocca, adivina centenaria de nuestra familia.
Davián y Tyler se plantaron en los sillones restantes. Una nubecilla saltó de los cojines empolvados; se podían crear figuras de polvo y mugre en el aire con tanto material, elefantes y liebres corriendo en el aire sobre nosotros.
El único incómodo con la magnífica situación era Tyler, que se removió en el sofá hasta decidir que sólo los audífonos a estallar de música serían su remedio definitivo. Por otra parte, Davián miraba a la bruja con la frialdad de la costumbre. No parecía sorprendido ni extrañado. Era como ver una pieza más de su infierno diario, por lo que no apartó la mirada de nosotras en ningún momento.
—¿Va a leer cartas o algo así? —le pregunté a la bruja.
La mujer hizo un gesto ofendido.
—¿Parezco una de esas farsantes que se ponen a leer cartas en las esquinas de las plazas? Mi niña, nada más debo verte a los ojos para saber absolutamente todo de ti, si es que ya no lo sé.
La mujer se enderezó en el asiento de tal forma que quedáramos frente a frente, observándonos hasta el mínimo detalle de nuestros ojos. La bruja se había quitado los binoculares y ahora, con una expresión experta que detonaba seriedad absoluta, me analizaba como si estuviera a punto de asesinarme por un grave delito. Tragué saliva, nerviosa. Intenté voltear para dirigirle una mirada burlona a Davián, de la loca situación y el evidente miedo que flotaba en el aire, pero ella me tomó por las mejillas de tal forma que quedé inmóvil en su agarre de amazona.
—Bien —murmuró sin apartar las manos de mis cachetes—. Tienes la nariz grande, ¿sueles decir muchas mentiras?
—Claro que no —respondí, ofendida.
—Además, tus mejillas tienen contextura de que en algún momento estaban infladas de felicidad, pero ahora están esqueléticas y tristes. ¿Algo te ocasionó un impacto recientemente?
—¿Impacto de qué tipo?
—Bien —La bruja me tomó por las orejas sin ningún escrúpulo—. Cejas tupidas, ceño fruncido. Tienes un carácter fuerte. Aprietas la mandíbula, te impacientas rápido. Pones una enorme presión en tus hombros, casi puedo sentir tus músculos contraídos por el esfuerzo desde aquí, sientes una gran culpabilidad dentro de ti. Además, tienes el puente de la nariz estrecho y los ojos de un centellante color gris, ocupan la totalidad de tu rostro. Los ojos grandes y claros son el centro de ti. Eres una persona sentimental que le da mucha importancia a las emociones. Puedo ver que usas lentes de contacto transparentes. Son señales de que no te atreves a mirar a tu realidad de frente. Una persona muy interesante, muy difícil, y complicada de manejar. ¿Eres Leo? No es una pregunta, es una afirmación. Tu fecha de nacimiento está lejos del primero, más cerca del treinta. ¿Voy bien?
Extremadamente bien.
—Muy impresionante, pero esas cosas son casi que evidentes, señora. —aseguré, sin creérmelo ni a mí misma—. Y cumplo el 18 de Agosto.
—¿Estás dudando de lo que te digo, mi niña? —escudriñó sin aminorar su agarre—. Ahora sí empiezo.
Me soltó.
—Bien —asintió para sí misma—. Si te digo lo que te depara tu futuro, posiblemente lo arruinaría, pero...
—¿O sea que todo ese proceso donde leyó mi personalidad fue para decirme que algo bueno viene? Pensé en algo específico, no sé...
—Cállate —Fruncí el ceño por su repentina agresividad—. Necesitas permanecer en silencio si quieres que te diga algo, mi niña. ¿Cómo pretendes aprender algo de tu entorno si te mantienes hablando?
Disculpe.
—Bien —La bruja se colocó los binoculares con las manos firmes—. Estás buscando una respuesta desesperadamente, pero no la consigues en ningún lado. No te has dado cuenta de que ese silencio es la respuesta que necesitas.
—¿Qué respuesta?
—No hay pregunta.
—Señora, no le entiendo nada. —admití en voz alta.
—Una persona muy allegada al amor de tu vida se enamorará de ti, e inevitablemente tú te enamorarás también. No eres de las que se fija con una persona, pero este te tendrá asentada un tiempo. Este chico atravesará el cielo para venir a verte, y te dará una felicidad que durará hasta el fin de tus días.
—¿El cielo? ¿El amor de mi vida es un pájaro?
—Este chico no es el amor de tu vida ni tu alma gemela. Tú ya has conocido al hombre que sería tu igual. Pero este chico está dispuesto a tratarte con amor como nadie te lo ha demostrado, ya que él perdió también a su igual. Este chico tendrá la piel llena de marcas, marcas que la gente ha dibujado en él. Tú las tomaras entre tus manos y él te tomará entre las suyas. Un solo dibujo.
Quedé plantada en el sofá. Un leve calor cubrió mis mejillas a sabiendas de que Davián había escuchado de detalle las palabras de la bruja. Volteé la mirada hacia él; veía con atención a la señora June, quien parecía muy complacida con nuestro evidente nerviosismo.
Tragué saliva y coloqué un mechón rebelde tras mi oreja. Un verdadero peso incómodo se había instalado en mi estómago.
¿Se referirá a él?
—Además —La bruja regresó los ojos hacia mí—. Una persona que has despreciado y que se ha ido al otro lado del mar regresará. Debes estar atenta. Vendrá acompañado de alguien importante. ¿Me sigues?
Asentí en silencio.
—¿Tienes problemas para dibujar? —inquirió.
Suspiré con hastío. La bruja parecía tener poderes mágicos de verdad.
—Sí, hace tiempo que soy incapaz de hacer cualquier cosa cómodamente, es como si tuviera una espinilla en la nalga de la inspiración.
La bruja se cruzó de brazos. Observaba el techo con los binoculares apenas sostenidos en el tabique de su vasta nariz de gancho. Tenía cierta aura de apatía, de dureza interna oculta entre las arrugas, que delataba su decepción ante mis estúpidos errores. Dejó salir un pesado aire somnoliento de sus pulmones, y entonces evidenció:
—Debes dejarlo ir, niña. Está muerto.
¿Muerto?
—¿Muerto? ¡¿Quién?! —pregunté alarmada—. ¿D... D...? ¿Quién?
Me había atragantado con mis propias mentiras. La mujer se reía de mí en silencio.
—Puede estar vivo donde sea que esté, es una posibilidad —admitió con calma, observándome inescrupulosamente a través de los binoculares—. Pero lo que sentía por ti está muerto. No volverá. Muerto.
Mis ojos se abrieron de par en par. La molestia se había incrementado al punto de arrancarme las palabras y el aliento. Tenía miedo de que la mirada de Davián se encontrara con la mía para que me dijera «lo sé todo». Clavé la mente en la nada. Podía ver la calma en el rostro de la mujer, pero el asombro ante esa afirmación no me dejaba sentir otra cosa más que profundo y evidente pánico. Lo único seguro era que la bruja no había parado de hablar en ningún momento y que, si Davián ya suponía atrocidades de mi pasado, ya lo tenía por seguro.
Muerto. ¿Domingo estaba muerto? ¿Mi culpa?
—...y eso es todo, mi niña. Levántate y sé fuerte. —concluyó.
Me tragué el nerviosismo. Al enderezarse la bruja, di un salto repentino y me erguí a su lado. Para ser una anciana que llevaba un bastón, tenía una postura altiva y enorme; mi cabeza apenas le rozaba los hombros que se mantenían derechos aún con la edad.
Me crucé de brazos, ganándome una mueca curiosa de su parte. La rabia era palpable en mi piel temblorosa, en mis dientes apretados.
—Señora June —Le supliqué con el gesto—. ¿Alguna vez me voy a recuperar de esto?
La bruja de las pulgas se encogió de hombros.
—No.
Quedé en blanco.
—¿No?
—Claro que no.
—¿Voy a ser infeliz por siempre?
—¿Tú crees que cuando tengas mi edad estos temas que te perturban van a seguir teniendo alguna importancia en tu vida?
Pensándolo de esa forma, sonaba ridículo.
—¿Alguna otra pregunta? —averiguó la bruja, más sarcástica que la vida.
—No, gracias.
—Hasta luego, mis niños. Si les interesan mis servicios, pueden contactarme a través de Facebook. Tengan buenas tardes.
La bruja se retiró a tal velocidad que el bastón pareció un adorno de muñequitas. Suspiré, derrotada. Sentía una dolorosa presión en el centro de la frente, la preocupación me carcomía viva.
Escuché a Tyler sorberse la nariz. Alarmada, volteé hacia él; parecía haber estado llorando por horas o algo similar. Tenía el rostro inflamado en una gran pasa roja.
—¿Y tú qué tienes?
—El polvo me da alergia.
—¿A quién coño le da alergia el polvo para meterlo de cabeza al pozo? —intervino una voz que me era más que conocida, voz de mis pesadillas, voz de las viejas que se comen a los niños en los cuentos de terror.
Abuela nos observaba con reprobación desde la entrada a la cocina.
Los tres enmudecimos ante la mujer de metro cuarenta y cinco que compartía mis ojos grises.
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