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#11: Metamorfosis

11. Metamorfosis

La primera mitad del día fue malgastada en una inútil jornada escolar que no hizo otra cosa que dejarme agotada mental y físicamente. Sentí un alivio enorme al llegar a casa y observar las habituales paredes blancas que me reconfortaban con su grosor. Si bien intentaba llenar mi cabeza de pensamientos buenos, una fuerza desconocida obligaba a mis hombros a caerse al suelo con tanto afinque que decidí no resistirme. Tyler, por su obsesiva parte, enredaba una y otra vez una liga de cabello en la punta de su dedo índice hasta que su piel se tornaba morada. Intenté imitarlo (para probar nuevas técnicas de desahogo), pero la repetición me causaba vértigo, así que decidí encerrarme en mi cuarto, colocarme los audífonos y escuchar música por el resto de nuestra estancia en la ciudad. En unas horas estaríamos en el pueblo donde abrí los ojos por primera vez, sin celular ni tiempo para reposo; lo menos que podía hacer era aprovechar cada minuto para ser quince veces más floja.

Coloqué mi cabeza en la almohada y cerré los ojos. La canción no acabó de empezar cuando una sensación penetrante impidió la entrada a cualquier inicio de paz; una filosa carga de pensamientos que resultaron extraños y ajenos en mi cabeza me hicieron separar los párpados y acabar con lo que antes era para mí un mágico ritual relajante.
Para mi horror, las mismas canciones de siempre empezaban a cansarme.

¿Qué rayos me estaba pasando?

De repente la música que siempre amé empezó a sonarme repetitiva y aburrida.

Arrebaté los audífonos de mis oídos. No estaban ayudando a calmar el ferviente temor que crecía dentro de mí.

Ignóralo. Después se te pasará.

Tenía que sacar el aburrimiento de mi cabeza antes de que se convirtiera en una inquietud perenne en mi pecho. Busqué en mi biblioteca, un pequeño estante pegado a un lado de la pared de los dibujos (que ahora empezaba a odiar con mayor intensidad). Agarré los más gordos que leía siempre que me sobraba tiempo y los coloqué a un lado de mi peinadora: David Copperfield, de 950 páginas; La ladrona de libros para recordar las historias de mi infancia; Ana Karenina, de 1050; una recopilación de Oscar Wilde, de 752; Harry Potter y la piedra filosofal para bajar un poco la fuerza del maratón.

Consideré llevar material para dibujar para la casa de abuela. Sin embargo, vi la simple idea de tomar un limpia-tipo o un difumino como un monstruo que me tragaría la mano.

No había terminado de apartar la vista del tumulto de papeles cuando un repentino odio corrompió la mínima estabilidad que intentaba mantener. Al igual que el aleteo de una mariposa venezolana puede causar un tornado en Japón, la simple imagen de los dibujos, inutilizados y crueles, pegados en mi pared con la única intención de hacerme recordar, llenó mi pecho de una rabia enfermiza que logró que mis labios sangraran por la presión colocada en ellos.

Una horda de palabras se tragaba mi cabeza. Deseaba controlarla, pero era imposible. Dibujos. Desde un principio fueron un impulso indomable que surgía del fondo de mi alma.
Pero en ese instante no eran sólo dibujos.

Se habían convertido en Dibujos que arruinaron mi vida, que me hicieron aburrirme cuando se fueron, Dibujos que me hicieron conocer a Domingo, que me dejaron desamparada frente al camino de la vida..., Dibujos que no me ayudaron en nada a crecer o desarrollarme, sino que detuvieron este proceso normal con su desaparición. Dibujos que hacían doler mis tendones sin excusa alguna, ya que ahora no servían para nada; Dibujos que dañaron la salud visual hasta dejarme cerca de la ceguera legal; Dibujos, Dibujos, Dibujos. No podía ser casualidad que su primera letra fuera la misma que Demonio, Desgracia, Depresión...

El odio encendió una llama de ira dentro de mí: no podía soportar tenerlos ahí, juzgándome continuamente, ocasionando recuerdos en mi cabeza que sólo quería borrar: desastres amorosos, soledad, repentino aburrimiento y la tristeza que invadía mi cuerpo.

Deseé estrujarlos, sentir las cortaduras del papel mientras los destrozaba y hacer que sufrieran el mismo dolor que padecía en ese momento mientras no tenía ni un amigo, ni un novio, ni un apoyo donde colocar la cabeza.
Tragué el aire frío y acaramelado de la habitación. Éste fue el encendedor que mi cuerpo necesitaba para electrizarse: trajo a mi espíritu una fuerte inspiración que me hizo tragar grueso mientras perdía el control de los pocos pensamientos lúcidos que manejaba en mi cabeza.

Un monstruo tomó el control de mis manos y empezó a rasgar la pared mientras una cortina de oscuridad cubría el acceso a mi conciencia.

Rasgaba, mordía, cortaba. Mis dedos empezaban a sangrar. Sin embargo, la bestia dentro de mí era implacable.

Destruí el trabajo de toda mi vida en el corto momento que me proporcionaron dos pitidos continuos del reloj. Pudieron ser dos horas, tres o incluso cinco, pero jamás podré estar segura de ello.
El muro quedó disminuido a nada.

Las pinceladas torpes de Call eran visibles. El suelo a mi alrededor era un manojo de papeles estrujados, hechos bolas, ensalivados, mordidos, ensangrentados, destrozados, triturados, convertidos en partículas de aire o con las caras desfiguradas de rayones. La pared desnuda rajó una grieta en mis emociones y empecé a preguntarme qué demonios había hecho: el trabajo de toda mi vida... destrozado... en el suelo...

Ni siquiera recordaba haber arruinado el primero. Pero ahí estaban, un ojo elaborado por allá y una mano por acá; las pequeñas hojas puntiagudas punzando en la piel desnuda de mis piernas. Dolor. Eso era lo que sentía. Pero no tuve la valentía para dar cabida al arrepentimiento.

Por mi cara no caía ninguna lágrima. Sin embargo, existía una presión antinatural en el fondo de mi garganta que me impedía pensar; la mayoría de las palabras que cruzaban mi mente eran retazos de antiguos recuerdos que sólo aumentaban la grieta que atravesaba mi alma de un lado a otro. Sentía dos ladrillos pegados en los costados de mis sienes y el constante temblor de mis manos sobre el frío suelo de la habitación. Temí que por más que deseara sacar el monstruo que tragaba mi felicidad, éste me impedía arrancar las lágrimas de mis ojos. Por alguna razón, sentía que esa especie de encierro involuntario me mantenía cautiva en un naufragio. Flotaba con el agua hasta cuello, perdida en un mar que se extendía miles y miles de kilómetros alrededor de mí. Necesitaba cambiar. Pero primero debía olvidar los papeles rotos que hacían imposible la transformación.

Dejé caer mis hombros al suelo. Ambos ojos aturdidos quedaron clavados en el techo, donde descansaba las fotos de los examigos y de Domingo; mi cuerpo, extendido sobre las baldosas frías en una clase de inmovilidad nerviosa, estaba rodeado de los cadáveres de mi personalidad; y frente a mí, sin ser observada, estaba la pared carente de vida con un montón de probabilidades siendo pinceladas en mi mente.

Comencé a indagar la razón de mi repentina locura entre murmullos y sobresaltos; mas un gran vacío llenaba esa parte de mis recuerdos. Después de concluir que se debía a la existencia de demasiada presión en mi vida, me obligué a recoger los cuerpos muertos del suelo.

El golpe fue peor de lo que pensaba.

Algunos todavía sangraban. Los reconocí bien: cada uno de ellos significó una inspiración, un fantasma creativo que me guió, un poco de dinero que gané al asesinar la salud de mis dedos con días y noches de dibujo constante.

—¡Anahí Brigette de los Ángeles! —Una voz encerrada en una caja de resonancia hecha por dos mejillas inflamadas y rojas me sacó del repentino ensimismamiento; se escuchaba como el grito de un megáfono por toda la casa—. ¿Qué rayos estás haciendo? ¡Tenemos que irnos!

—¡Espera un momento! —grité de igual forma, pero mi voz me pareció hueca y extraña—. ¡Estoy vistiéndome!

Al pasar la vista por mi habitación, el desastre me cayó encima. Eran más dibujos de los que pensaba, más tiempo malgastado del que imaginé en un primer lugar. Una alfombra de papel cubría el suelo.

Entonces empecé a recogerlos, uno a uno, hasta que las mejillas de mi mamá estuvieron tan inflamadas que le costaba hablar.

***

El silencio del carro resultaba amenazador.

Davián, a quien buscamos cerca de media hora después de dar vueltas para conseguir el vino favorito de mi abuela, dormitaba a mi lado con la cabeza pegada a la ventanilla entreabierta; Tyler, que escuchaba música a todo volumen en mis audífonos, observaba a su alrededor con la cabeza en otra parte; mi madre conducía con las manos blancas gracias a la fuerza con que apretaba el volante y lucía tan ensimismada como los chicos. Yo, por mi aburrida parte, observaba la vida al otro lado de la puerta con un aire somnoliento; pero, cuando los ojos estaban a punto de despedirse de la luz, cualquier ruido me desperezaba y volvía a mi normal estado de alerta: podía ser la corneta de otro auto, un ronquido de Davián, un murmullo de mamá o una repentina nota alta en el mundo de Tyler.
Moría de ganas por tener una conversación.

—Tyler —lo llamé, aunque estaba segura de que no me escuchaba, así que sacudí su cabello desde donde yo estaba—. ¡Tyler!

—¿Ah? —exclamó repentinamente sobresaltado a la vez que arrebataba los auriculares de sus oídos—. ¿Me estabas diciendo algo?

—Por suerte, no —respondí, sonriente—. Pero estoy aburrida, Tyler. Cuéntame algo.

—¿Por qué no hablas con tu novio? —replicó, fastidiado, y puso los ojos en blanco dispuesto a ignorarme de nuevo—. Quizá sea más interesante que yo.

—Está dormido —Le di un vistazo: sus ojos se cerraban con suavidad y su cabello se desparramaba en todas las direcciones sobre la ventana—. Tú tienes muchos cuentos atrapados ahí dentro, pero no los dices.

—Ciertamente —confirmó mi madre; luego le dirigió una sospechosa mirada de reojo cargada de un mensaje que flotó en el aire sin ingresar en mi cabeza. Recordé a Tyler diciéndome "¡por supuesto que lo sabe!" y por primera vez desde que escuché sus sospechas pensé que podría tener razón—. Eres un misterio para todos nosotros.

—Mmm... —Apartó la mirada de los espejos retrovisores y la centró en un punto lejano más allá de la carretera o de las tiendas que atravesábamos en ese instante—, creo que eso me gusta.

—Y, Tyler, exageraste mucho con tu ropa —dije, a lo que él se sonrojó con velocidad—. Allá lo que hay es barro y animales sucios, ¿sabes? No se puede estar bien vestido jamás, a menos que quieras que toda la familia se burle de ti por al menos media hora.

El gesto de sus hombros me hizo suponer que se estaba observando de arriba para abajo. Lucía incómodo en sus propios huesos, como de costumbre, y luego de mi comentario el sentimiento pareció incrementarse.

—Habría sido mejor decírmelo antes de salir, Anahí —masculló—. Y supongo que por eso ese chico se vistió como un vagabundo, ¿no?

—No —repliqué—. Normalmente es así.

—¡Son el uno para el otro!

Tyler se colocó sus audífonos otra vez, y el resto del viaje continuó sumido en el silencio que le proporcionaba el mundo ficticio con que escapaba de la realidad.

Apenas fueron dos horas, pero hasta el día de hoy creo que han sido las más largas que he tenido que atravesar. Davián estuvo dormido todo el camino; Tyler escuchaba una y otra vez la misma canción en su celular; mi madre manejaba, aburrida y cansada, con la mirada fija en el camino. Al parecer, la única que sobraba ahí era yo.

La civilización empezaba a quedar atrás. Kilómetros y kilómetros de naturaleza sin control se veía en el camino; sólo la carretera pavimentada daba a entender que alguna persona había estado por allí en algún momento de la historia, y de vez en cuando aparecían balancines abandonados a su suerte, tubos de gas que desembocaban bajo tierra y una que otra entrada a fincas tan alejadas de la ciudad como la de mi abuela. Tyler sintió un impulso vegetariano cuando atravesamos una zona de pasto donde varias vacas flacas mordisqueaban hierva; dijo que, si alguna vez le servían carne en un lugar como aquél o cualquier otro, jamás sería capaz de tragársela.

¡Pobrecito!

El pueblo era una villa de granjas atrapada en los años ochenta. Desde los portones hasta la decoración de las pocas casas que se ocultaban por ahí; los objetos que se atravesaran en tu visión parecían sacados de una película vieja creada a blanco y negro. Se apreciaban las extensas plantaciones de plátano a través de las rejas metálicas y gigantescos árboles frutales crecían alrededor de las aceras. El aire carecía de la pesadez de la contaminación ambiental.

Era limpio y ligero, al igual que la tranquila aura familiar que exhalaba el campito para mí.

Finalmente apareció ante nosotros la tiendita de víveres de la mamá de Sebastián (Tyler le dirigió una mirada curiosa) que era el primer indicio de cercanía a algo. Después de unos minutos sin hacer nada (y para el sobresalto de Davián, que se despertó de golpe al escuchar el motor apagarse), detuvimos el carro frente al portón de la granja familiar: unos barrotes endurecidos de color gris, unidos unos contra otros en forma de rosas, me golpearon con la fuerza que tenían en mis recuerdos.

Estaba en mi casa, mi hogar de la infancia; el lugar donde crecí hasta convertirme en lo que era ese momento y lo que soy ahora. Busqué con la mirada el cartel que añoraba ver desde hacía mucho tiempo; ahí, arriba de la pared de cemento amarillo que separaba el terreno como lugar privado, estaban las letras curvas que a mí tanto me gustaban desde que tenía memoria:

El ranchito de Mauricio y Carlotta
El escondite de las rosas

Y escrito a pintura con trazos torpes que empezaban a desaparecer, justo bajo el nombre tallado en dorado, estaba lo que más me gustaba de la imagen que se extendía frente a mí:

(Anahí estuvo aquí :D)

(Y también Sebas y Almita >.<)

(Y Natalia! Chicos, por qué se olvidan de mí siempre?)

—Oh —Tyler rio de la forma más leve y tierna que era capaz al ver la pared; me sorprendí por su repentina tranquilidad, como si los problemas que hablamos el día anterior hubieran sido resueltos ya—. Qué bonito.

—¿Quiénes son? —inquirió Davián, que tenía cara de no haber dormido nada la noche anterior: ojeras profundas marcaban sus facciones y sus ojos estaban levemente enrojecidos—. ¿Amigos tuyos? —preguntó dirigiéndose a mí.

—Sebastián es hijo de una familia que tiene una finca como a medio kilómetro más para allá —Señalé el resto del camino que quedaba, disminuido a tierra y piedritas imposibles de atravesar para un carro—. Pasa tiempo aquí, ayudando a mis abuelos, desde siempre. Y Almita es mi prima segunda, igual que Natalia, que es su hermanita. Justo ahora tienen veinte y dieciocho, y no creo que sigan por aquí.

—Interesante —murmuró Tyler, que observaba el lugar que yo señalé cuando me referí a Sebas con los ojos entrecerrados.

—No son los únicos, pero sí que eran mis favoritos. —argumenté, ganándome una mirada de reprobación de mi madre—. Hace mucho que no los veo.

Ella, mientras nosotros charlábamos tranquilamente, tocaba el timbre con tal insistencia que no tardaron en aparecer los siete perros guardianes (que abuela adoptó con la intención de proteger la finca, pero se reprodujeron hasta llenar la casa de seres perrunos llenos de amor y cariño) y los ladridos llenaron el portón de un extremo a otro.

Sobresaltaron a Tyler, que se cubrió los oídos con ambas manos en dos movimientos mecánicos que parecían ensayados. Davián le dirigió una larga mirada que yo fui incapaz de leer.

Mi mamá lucía encantada de estar rodeada de perros otra vez.

—¡Oh, pero si es mi pequeño Rockie! —exclamó al ver a un pequeño Terrier de abundante cabello azabache con el bigote largo hasta casi arrastrarse por el suelo—. ¡Sigue tan joven como lo recuerdo! ¡Y, oh, Manchitas, te extrañé tanto!

La granja, antes sumida en una quietud abismal, revivió de golpe al escuchar las palabras de mi madre y las voces empezaron a escucharse desde adentro.

—¡Oh, no puede seeeeeeeer! —exclamó una voz desde adentro. Los perros se acallaron de golpe y voltearon las cabezas hacia el interior del patio; su posición de alerta desapareció por completo cuando divisaron a la mujer delgaducha que arrastraba un saco con aspecto pesado a varios metros de ahí—. ¡No me digas que...! ¡Oh, Dios, pero si es Jazmín!

El saco cayó de golpe al suelo. Su contenido, que resultó ser arroz crudo, se derramó por la tierra salpicada de monte hasta pintar una pequeña porción de blanco; pero la tía Margarita le restó importancia y corrió hacia nosotros con tal emoción que los perros parecieron confundidos.

—¡Jazmín, Anahí y... dos chicos!

Los hocicos iban de un lado a otro, cada vez más perdidos.

—¡Dios mío, muchachas, las hemos extrañado tanto...! —exclamó mi querida tía entre los ladridos frenéticos de los canes—. ¡Dios, perros, ya es suficiente! —Pasó su mano por el hocico de un enorme perro mestizo que tenía porte de líder y los perros se pararon erguidos sobre tres patas con la cola extendida—. ¡Cami, llevátelos! ¡Va, va!

Cami, el adorable perro mortífero que amenazaba a Tyler con unos dientes del tamaño de cuñas, se alejó de la cerca dando una carrera épica encima de los restos de arroz que se habían esparcido con la brisa. El resto de la manada, perros obedientes y de menor tamaño, persiguieron al líder hasta desaparecer por una subida en el camino que impedía que la vista pasara más allá.

Tyler suspiró, aliviado.

—No tienen idea de cuánto me ha costado hacer que aprendan eso —dijo la tía, sonriente en su mayor esplendor—. ¡Parece que hubieran atravesado unas metamorfosis, chicas! Sobre todo tú, Anahí; estás tan... adulta.

Metamorfosis.

Esa era la palabra indicada para lo que me pasaba en ese momento.

Ya empezaba a tener respuestas a mi repentino cambio y ni siquiera había terminado de atravesar el fortalecido portón de entrada. Sonriente, le pedí la bendición a tía y le agradecí por la nueva palabra que me regaló con tanta inocencia y bondad.

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