Despertarse después de una noche de fiesta suele traer consigo consecuencias nada agradables. En mi caso, siempre llego a casa con un zapato de menos, las medias rotas, el maquillaje corrido y las bragas en paradero desconocido. Sin embargo, aquella mañana, lo que parecía una resaca como otra cualquiera, resultó ser el comienzo de un verano nada convencional. ¿Que por qué? Muy simple: mi padre se casaba, mi amiga me retaba a una apuesta que no podía rechazar, asistía a un campamento infantil para niños en exclusión social y, para terminar de rematar la faena, mi secreto mejor guardado estaba a punto de salir a la luz. ¿Cómo es posible que no me haya vuelto loca todavía? Supongo que será porque... soy de titanio.