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11 de septiembre (la final parte 2)

Cuando abrí de nuevo los ojos lo único que pude hacer fue exhalar un jadeo dolorido. Un pitido rítmico me martillaba en la cabeza. Fruncí el ceño y busqué su origen: una máquina que controlaba las constantes se alzaba a mi derecha. Los números que indicaban mi presión sanguínea, los latidos de mi corazón y mil cosas más que no entendían resaltaban de color verde en la pantalla negra. No sé por qué, pero me quedé embobada mirándolo.

—¡Princesa! Estás despierta.

La voz de mi padre se coló en mi mente, provocándome otra punzada de dolor. Me llevé una mano hasta el lugar que me dolía y sentí otra más en el dorso de esta. Al parecer, me había enganchado la vía con la barandilla de la cama y al tirar, me hice daño.

—Me duele la mano —alcancé a decir en un susurro mientras buscaba los ojos azules de mi padre. Su sonrisa me tranquilizó. Aunque sabía que debía preocuparme por tenerlo delante de mí, lo cierto era que, estaba tan dolorida, que sólo quería que me abrazara.

—¿Sólo la mano? —preguntó en tono burlón. Se sentó en la orilla de la cama y me dio un beso en la frente—. ¿Cómo te sientes?

Traté de sentarme, apoyándome en las manos y elevando mi cuerpo, sin embargo, una punzada en las costillas me hizo fracasar y caer a plomo sobre las almohadas.

—Me duele todo —respondí apretando la mandíbula. Al cabo de unos segundos, el dolor remitió.

—Te han dado una buena paliza —dijo mi padre.

Y entonces, reaccioné. Un temblor me recorrió todo el cuerpo, el sudor se me heló en la piel y comencé a balbucear conmocionada. Mi padre estaba allí, en el hospital y lo peor de todo es que sabía qué había hecho. Miré a mi alrededor y me mareé: todos, absolutamente todos estaban allí. Desde Paco y David, hasta Tom y su abuelo.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunté y luego miré a mi padre—, ¿quién te lo ha dicho?

Mi padre me posó las manos en los hombros para que me relajara y Paco se adelantó, apostando su silla de ruedas al otro lado de la cama.

—Salid todos —pidió George mirando a Helen. Esta asintió y empujó a Eli, que estaba delante de ella, mirándome con lágrimas en los ojos. Matt me guiñó un ojo antes de salir y Nanako me lanzó un beso desde la puerta. Al cabo de unos segundos, miré a Paco con rabia.

—¿Has sido tú? ¿Tú se lo has contado? —pregunté enfadada. Paco miró a mi padre.

—¿De verdad pensabas que aceptaría entrenar a una cría sin la autorización de su padre? —soltó sarcástico mi entrenador dibujando una sonrisilla malévola. Aquello me descolocó aún más.

—¿Qué quieres decir?

—Princesa, —dijo mi padre tomándome de una mano y acaparando mi atención—, Paco me llamó hace años para decirme que llevabas días colándote en sus clases.

Agaché la mirada avergonzada, recordando cuando con apenas trece años, había descubierto el gimnasio de Paco, cuando aún era él quien entrenaba a todos. Su fuerza y agilidad en el ring me habían encandilado, de manera que, al salir de las clases de danza, me pasaba la tarde mirando cómo entrenaba, hasta que un día, me armé de valor y entré en una de las clases infantiles, como si fuera mi primer día.

—Pero... ¿cómo? Nunca di mi... —dije incrédula, pero antes de acabar la frase, lo recordé. Agaché los hombros, hundiéndome entre las almohadas y negué con la cabeza—. Mi bolsa de danza, tenía una etiqueta con tu número de teléfono.

Mi padre asintió con una sonrisa.

—Creo que es tarde —dijo Paco revolviéndome el pelo como hacía cuando era una niña—, estarás cansada y mis nietos tienen que dormir. Un hospital no es lugar para los niños.

Asentí.

—Gracias —dije antes de que se girase.

—No me des las gracias —soltó dándole la vuelta a la silla y acercándose a la puerta—. Has perdido, Dakota. Ya sabes lo que eso significa, ¿verdad?

—Que no volveré a competir en mucho tiempo —refunfuñé resoplando al recordar que le había prometido no volver a subirme a un ring hasta que no aprendiera a dejar la rabia a un lado.

Paco nos dejó solos a mi padre y a mí. Me mordí el labio inferior pero di un respingo al darme cuenta de aquella manía.

—Ten cuidado —dijo mi padre acarciándome el pelo. Lo miré y tomé una de sus manos.

—¿Por qué nunca me dijiste que lo sabías? —pregunté y traté de echarme a un lado. Di un par de palmadas al trozo de colchón vacío para que mi padre se acomodara y me abrazara. Me hundí en su pecho, aspirando su aroma.

—Porque eso sólo te correspondía a tí, mi princesa —susurró mi padre. Luego guardó silencio unos segundos—. Cuando me pediste boxear por primera vez, me negué en rotundo porque pensé que aquello no era más que otro capricho pasajero producto de tu pelea con Margot. Pero, cuando Paco me llamó y me contó que no dejabas de colarte en sus clases, me di cuenta de que aquello no era solo un berrinche infantil.Necesitabas a tu madre y esa era la única manera que encontraste para hacer frente a su ausencia. —Mi padre suspiró y elevé la vista. Le sequé una lágrima—. Lo único que lamento es no haber hecho más por evitar que nos dejara solos.

—Se marchó porque no nos quería —respondí tajante, con más dureza de la que pretendía. Me acomodé en el pecho de mi padre—. Y los días en los que la necesitábamos se acabaron, papá. Ahora tenemos una nueva familia. —Me separé de él y lo miré a sus ojos tan azules como el cielo más claro—. Ya no estamos solos.

Un par de golpecitos en la puerta nos obligó a separarnos completamente.

—Buenas noches, —dijo la doctora con una sonrisa cansada portando entre las manos una carpetilla—. Dakota Campbell, ¿no es cierto? —Asentí y, durante un rato, me dediqué a responder a sus preguntas mientras me examinaba.

—¿Cómo está? ¿Podremos irnos a casa? —preguntó Helen cuando la doctora les hizo pasar.

—Está bien, sólo algunas magulladuras y contusiones, nada serio —respondió amable—. Pero, por seguridad, tendrá que pasar la noche en observación. Ha perdido el conocimiento después de un golpe y eso siempre es...

—Pero me siento bien —la interrumpí.

—Mañana pasaré a verla —dijo ignorando mi queja—. Si todo sigue como ahora, podrá marcharse a casa. ¿Entendido? —Hice un mohín molesta y asentí—. Bueno, despídanse. La hora de visitas ha terminado y sólo podrá estar aquí su padre, quien, por cierto, ¿podría acompañarme y rellenar unos formularios?

—Por supuesto —dijo mi padre dejando un espacio vacío a mi lado que, con poco disimulo, ocupó Matt. Tras eso, la doctora se marchó con él y me dejó de nuevo con mi familia. Miré a todas partes, extrañada, ya que recordaba haber visto a Nanako y la familia de Paco, sin embargo, no habían entrado.

—¿Dónde está Lola y David? —pregunté.

—Tu entrenador y su familia se han marchado a casa, mañana vendrán a verte —respondió Helen cariñosa después de darme un beso en la frente.

—¿Y Nanako? —le pregunté, esta vez, a Eli, quien me observaba desde los pies de la cama.

—Está fuera, con C.J. —dijo nerviosa mirando la puerta abierta. Parpadeé en silencio unos segundos y me incorporé.

—¿Puedes decirles que estoy cansada? —respondí. Aunque quería ver a Nanako, no me apetecía nada ver a C.J., sabía cómo era y no quería oírle decir que yo solita me había buscado aquellos golpes—. Quisiera descansar. Diles que vengan mañana.

Eli asintió y salió arrastrando los pies, tras ella, lo hizo Helen, quien me guiñó un ojo desde la puerta antes de cerrarla y dejarme a solas con Matt. Lo miré de reojo y en cuanto sentimos que el barullo del pasillo desaparecía, se sentó en la orilla de la cama y me besó.

Ignoré la punzada de dolor del corte de mi labio y me abracé a su cuello, respondiendo a su beso con más pasión de la que debiera.

—¿Cómo estás? —susurró sin dejar de besarme con suavidad.

—Creo que necesito un enfermero —respondí divertida y seguí besándolo—. ¿Sabes? Nunca me lo he montado en un hospital —dije sólo para ver cómo se sonrojaba.

—¿Qué? —preguntó sorprendido separándose de mí—. ¿Aquí? ¿Quieres hacerlo aquí y ahora?

Solté varias carcajadas ante su reacción. «Matt podía llegar a ser muy inocente». Lo agarré de las solapas de la camisa y volví a besarlo con ternura.

—Estoy bromeando —respondí.

Matt se relajó y siguió besándome con suavidad, con cariño. Sus manos comenzaron a subir desde mis rodillas, bordeando mis caderas hasta mi cintura, sin embargo, cuando la pasión aumentó lo suficiente como para apretar con más fuerza su abrazo, una punzada de dolor me atravesó de nuevo el costado. Solté un grito agudo.

—¿Estás bien? —preguntó asustado. Asentí llevándome una mano sobre lo que pronto sería un hematoma del tamaño de una manzana. Me recosté de nuevo contra las almohadas y resoplé. Odiaba estar dolorida y no poder moverme con soltura. Cerré los ojos cansada y sonreí al sentir la mano suave de Matt sobre mi mentón—. Me tenías preocupado, ¿lo sabes?

—Estoy bien —susurré sabiendo que se refería al resultado del combate y no al grito que había dado hacía unos segundos.

—Verte en esta cama —dijo acercándose de nuevo a mí y pasando su mano hasta mi nuca—, inconsciente, tan frágil. —Suspiró apoyando su frente en la mía con los ojos cerrados—. No me había dado cuenta de lo importante que eres para mí.

—Tú también me importas mucho —respondí acariciándole el dorso dela mano. Matt sonrió y se separó de mí justo a tiempo.

—Ya he vuelto, princesa —dijo mi padre, entrando y quitándose la corbata. Matt se sonrojó y salió del dormitorio, no sin antes trastabillar al cruzar el umbral. Mi padre lo miró con una ceja en alto—. ¿Le pasa algo? —preguntó. Negué con la cabeza y alargué los brazos hacia mi padre, abriendo y cerrando las manos como si fuera una niña pequeña.

—Abrázame, papi.


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