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22 de agosto (Parte 1)
Levanté la vista hacia aquel viejo edificio negro como el carbón y bastante destartalado. Tragué saliva con dificultad. No podía negar que aquel no era el mejor barrio para criar a un niño. Recordé entonces la situación que había vivido Tom: un padre drogadicto, una madre en paradero desconocido, sin dinero ni recursos, sin más ayuda que la de la caridad del centro donde trabajaba como voluntarios Matt y Rocco. En definitiva, aquella no era una infancia adecuada para un chico.
—Vamos —dijo Rocco dando un paso al frente y subiendo el pequeño tramo de escaleras que daban al portal. Lo agarré por la muñeca y lo frené cuando subió el primer escalón—. ¿Sucede algo?
Sin desviar mi mirada del cristal roto de la puerta del edificio respondí:
—Márchate. Te llamaré para que vengas a buscarme.
Rocco no respondió. Asintió y me dio una palmadita en el hombro antes de marcharse en su viejo Mustang con Nanako a su lado. Cuando giraron la esquina, me adentré. Las paredes, que antes parecían haber sido blancas, eran de un tono pardusco y estaban sucias; tenían marcas de manos y pisadas por todas partes. «Algún gilipollas se había dedicado a darle patadas a las paredes». Rocco me había dicho que Tom y sus abuelos vivían en el cuarto piso, de manera que me encaminé hacia un ascensor del que colgaba un cartel que indicaba que se había averiado años atrás. Gruñí y me aventuré por las escaleras.
Con cada paso que daba, la madera del parquet crujía. El pasamanos estaba tan deslustrado y estropeado que la pintura se había caído en algunas partes, mientras que en otras las astillas podían clavarse en la palma de algún vecino despistado. Cuanto más subía, más oscuridad había. Fruncí el ceño y me di cuenta que, por alguna razón que se escapaba a mi entendimiento, las ventabas habían sido tapiadas. En la segunda planta di por casualidad con el interruptor de la luz, pero alguien se había llevado la bombilla que colgaba del techo. Suspiré y encendí la linterna de mi Iphone; aunque podía ver en la penumbra, pues fuera eran las diez de la mañana, temía encontrarme algo o a alguien en mitad de las escaleras. Cuando llegué al piso, suspiré aliviada al descubrir que allí sí funcionaba la luz.
Me planté frente a la puerta número dos. Me fijé en que, aunque parecía más cuidada que el resto de las puertas, era tan vieja como el edificio y la cantidad de capas de pintura verde que tenía no le daban del todo un buen aspecto. Dudé unos segundos. Opté por llamar al timbre.
Tras el umbral, un señor bajito y muy delgado, con camisa de cuadros y pantalones grises recién planchados, me miraba en silencio detrás de sus gafas de aumento.
—El burdel cerró hace un año, señorita —dijo con un tono cansado antes de empujar la hoja de la puerta para cerrarla. No me extrañé cuando Jacob no me reconoció, pues Rocco ya me había avisado que, debido a ciertos materiales tóxicos con los que había trabajado en su juventud, el abuelo de Tom tenía ligeros problemas de memoria.
—Soy Dakota —dije acercándome un poco—. La monitora del campamento de verano. Estuvimos hablando y les di mi teléfono, ¿no me recuerda? —pregunté al sentir cómo hacía fuerza de nuevo para cerrar la puerta. Tras unos segundos de silencio y escrutinio, como accionado por un resorte, el anciano dio un leve respingo y abrió la puerta de par en par.
—¡Ah! Ya me acuerdo —dijo alegre—. ¡Mamá, es la chica del campamento! —gritó girándose. Una señora salió tras él limpiándose las manos con su delantal.
—¡Oh! ¡Dakota! —respondió Sarah, acercándose cojeando mientras se limpiaba las manos en el delantal. Recordé entonces que, el día que recogieron a Tom en el centro, se ayudaba de un bastón marrón para caminar. Miró detrás de mí y frunció el ceño—. ¿No ha venido el gordinflón?
—¿Rocco? —pregunté en un acto reflejo. La anciana asintió—. No, he venido sola.
—Pasa, pasa —me invitó el anciano mientras se hacía a un lado—. Mamá, ¿por qué no le preparas un té a...? ¿Cómo decías que te llamabas? ¿Alaska?
—Dakota —respondí mientras me adentraba. El anciano asintió y cerró la puerta.
Seguí a la abuela de Tom y me senté en la pequeña mesa de la cocina. Lo miré todo a mi alrededor con toda la delicadeza que la curiosidad me permitía. Aunque todo allí era muy viejo (azulejos, suelos, muebles...), estaba todo ordenado y limpio. Acepté la taza de té y esperé a que la pareja de ancianos se sentasen.
—¿Ya te lo han dicho? —preguntó Sarah entre avergonzada y preocupada. Asentí—. Qué vergüenza. No sé qué vamos a hacer. —Agregó llevándose una mano a la frente y suspirando—. Es un buen niño, pero está perdido. Y nosotros estamos viejos.
Sarah comenzó a llorar mientras su marido le acariciaba la espalda.
—Vamos, mamá —dijo el anciano con la voz rota—. No llores. Son cosas de la edad, cambiará.
—¡No cambiará! —respondió Sarah en mitad del llanto—. Lo hemos perdido, igual que perdimos a su madre. Fuimos malos padres entonces y, somos malos abuelos, ahora.
La tristeza con la que aquella anciana hablaba me rompía el corazón. No era justo cuanto estaban sufriendo aquella familia por culpa de una mujer incapaz de hacer frente a la vida. Incapaz de querer a su hijo. Me mordí el carrillo interno para no decir nada inapropiado. Repetí mi mantra unas cinco veces mientras veía como aquella pobre anciana lloraba a moco tendido en el pecho de su marido enfermo. Negué con la cabeza y la tomé de una mano. Acariciándole el dorso con las mías.
—No son malos abuelos —respondí esperando que mis palabras aliviaran su corazón roto—. Pero cuidar de un adolescente al que su madre ha abandonado no es tarea fácil.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó Jacob con esperanza en la mirada.
Me encogí de hombros sin saber qué responder. La verdad es que nunca me había planteado cómo había vivido mi padre toda mi adolescencia y cómo había enfrentado todos los problemas que le había dado a causa de mi rebeldía. Una rebeldía que, en parte, era propia de un adolescente y en parte, por el dolor que me causaba el abandono de mi madre. Suspiré.
—¿Dónde está Tom? —pregunté con una sonrisa al darme cuenta de cómo podía ayudar al crío.
Entré en el dormitorio del chico y cerré la puerta. Tom estaba sentado en su escritorio escribiendo en un viejo cuaderno.
—¿Qué haces? —pregunté distraída paseándome por el dormitorio. La cama estaba sin hacer, las estanterías estaban ordenadas con cuidado, sin embargo, el suelo estaba lleno de libros, ropa usada y alguna prenda limpia. Los zapatos de Tom estaban también desperdigados por la alfombra. Tenía un viejo reproductor de CDs en el alféizar de la ventana, justo debajo tenía una pequeña estantería llena de cajas de CDs. Me acerqué y me di cuenta que la mayoría eran obras clásicas. Cogí uno que aún tenía el precinto y lo ojeé con curiosidad, todas las obras de Stravinsky para viola.
—¿Sabes que eres un niño muy rarito? —pregunté dejando el compacto de nuevo en su lugar. Tom fingió ignorarme, pero yo sabía que me seguía de soslayo con la mirada. Seguí rebuscando entre sus cosas hasta que encontré en un rincón, debajo de una montaña de ropa limpia sin doblar, un estuche de violín—. ¿Tocas el violín? —pregunté abriendo la funda y sacando un instrumento ligeramente más grande.
Tom se levantó de un brinco y se acercó a mí para quitarme el instrumento de las manos. TRas arrebatarmelo se sentó en la cama con él y comenzó a afinar con cuidado.
—No es un violín —refunfuñó—, es una viola. Es diferente.
—¿Y vas a clases de viola? —pregunté curiosa sentándome a su lado. Tom negó con la cabeza.
—Mis abuelos no pueden pagarlas, así que aprendo sólo —explicó.
—¿Cómo?
—Escuchando y practicando —respondió. Con un ademán de su cabeza señaló la estantería llena de compactos. Me mordí el labio inferior comprendiendo el origen de aquellos CDs.
—¿Podrías tocar algo para mí? —pregunté. Tom me miró y pude intuir una leve sonrisa y un brillo diferente en sus ojos. Asintió y se levantó para coger el arco.
—Esta es mi favorita —dijo colocándose delante de mí, dispuesto a dar el mejor concierto de su vida—. Concierto en Re mayor por Franz Anton Hoffmeister.
Lo cierto es que no tenía ni idea de quién narices era ese tal Hoffmeister, y hasta ese momento, no había visto una viola en la vida. Sin embargo, ver la pasión con la que Tom sacaba la melodía de aquel instrumento me hizo plantearme muchas cosas.
Debía admitir que Tom no era precisamente un hacha y que desafinaba más que un gato atropellado, pero el chico le ponía ganas, eso no se le podía negar. Cuando terminó, me levanté de la cama y aplaudí como si estuviera en un concierto del mismísimo Guetta. Tom hizo una reverencia teatral y, después de guardar su instrumento en la funda, se sentó en la cama.
—Tom —susurré al cabo de unos segundos—, ¿sabes por qué estoy aquí? —pregunté directa. La sutileza no era uno de mis fuertes y disimular estaba demás. Tom era un niño, de eso no había duda, pero no era estúpido y sabía perfectamente por qué estaba allí.
—Rocco se ha chivado —respondió mirándose las rodillas—. Estúpida bola de sebo —replicó molesto.
Suspiré y le acaricié la espalda.
—Rocco no es estúpido. Solo se preocupa por ti, igual que yo —dije con suavidad.
—¡Pues dejad de preocuparos! —respondió casi a gritos levantándose de la cama—. ¡Lo que me pase es asunto mío!
—¿Y qué me dices de tus abuelos? —pregunté sin perder la calma. Conocía muy bien aquellos arranques de rebeldía y rabia—. ¿Tampoco es asunto de ellos? —Tom guardó silencio y yo le indiqué que volviera a sentarse a mi lado—. Tom, sé por qué lo haces. Sé lo que sientes y lo que te impulsa a meterte en peleas y a robar en tiendas.
—Sé que está mal, pero...
—Pero necesitas hacerlo para sentirte mejor, ¿verdad? —lo interrumpí. Tom me miró a los ojos anonadado y asintió—. Sin embargo, luego te sientes peor, ¿no es así?
—Sí —susurró avergonzado.
—Tom, sé cómo te sientes porque yo me sentía igual —expliqué pasándole un brazo por los hombros—. Estás enfadado y perdido, sientes que el mundo está en tu contra. —Tom asintió y apoyó su cabeza contra mi pecho—. Es normal que te sientas así. No es fácil lo que estás viviendo. Pero tienes que encontrar algo que te ayude a sobrellevarlo. Algo con lo que puedas soltar tu rabia y liberar tu mente.
—¿Y qué puedo hacer? —masculló mientras una lágrima caía por su mejilla.
—Ven conmigo, quiero enseñarte algo—dije empujándolo para que se pusiera en pie.
***
Tom golpeó el saco por enésima vez con toda la fuerza que pudo. El sudor le caía por la frente y el flequillo se le pegaba a la piel.
—¿Te sientes mejor? —pregunté soltando el saco y quitándole los guantes. Asintió, sin embargo parecía confuso.
—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó cuando nos sentamos para descansar. Tomé aire y señalé el ring que había delante de mí.
—Cuando tenía tu edad, estaba tan perdida como lo estás tú ahora —dije distraída respondía un mensaje de Rocco, con la dirección del gimnasio para que pasara a recogernos—. Me metía en líos y me peleaba con las chicas de mi clase.
—¿Te pegaron? —preguntó ojiplático.
—¿Ves esto? —pregunté mientras mostraba mis dientes delanteros y los señalaba. Tom asintió—. Son de mentira. Me los rompí en una pelea.
—¿Qué pasó?
Suspiré y recordé aquel día en los columpios. Aquellas palabras hirientes.
—Una niña me dijo que mi madre me odiaba y que se había ido porque tenía otra hija mucho más buena que yo —respondí—. Así que me enfadé y le tiré del pelo. Pero esa niña era más fuerte que yo y cuando me empujó, me golpeé contra el poste del columpio en el que estaba jugando. Me rompí los dientes y me sangró la nariz.
—Vaya —respondió—. ¿Y no te vengaste?
Sonreí malévola al recordar todas las veces que había fastidiado a Margot a lo largo de mi vida. Sin embargo, después de aquella pelea, no había vuelto a usar la violencia con nadie. Negué con la cabeza.
—Después de aquello, conocí a Paco —respondí señalando a mi entrenador. Paco estaba al lado del ring supervisando a David y un chico nuevo—. Y me enseñó que todos los problemas en los que me metía y todas las peleas que yo provocaba con las chicas de mi escuela, eran producto de mi rabia y del miedo a ser yo misma. Aquí —dije señalando el ring cuando me percaté de la confusión de Tom—, soy yo misma. En el ring me siento libre y puedo sacar toda la rabia, todos los sentimientos que guardo y escondo. Este es mi templo y por eso te he traído aquí, para que tú puedas sacar todo lo que sientes.
—Pero a mí no me gusta boxear —respondió. Sonreí y le revolví el pelo con cariño.
—Lo sé. Cuando te he visto tocar esa cosa... ese violín.
—¡Es una viola! —respondió haciendo un mohín. Solté una carcajada y le pasé un brazo por encima de los hombros, acercándolo a mí.
—Lo que sea —dije con suavidad—. Cuando te he visto tocarlo, me he dado cuenta que ese instrumento significa para tí tanto como significa boxear para mí. Por eso quiero hacer un trato contigo. —Me levanté del banquillo y me arrodillé frente al chico. Lo miré a los ojos y lo agarré por los hombros—. Yo te pagaré las clases de viola, siempre y cuando tú prometas que no volverás a meterte en líos.
—¿Qué? ¿De verdad? —preguntó tan ilusionado como asombrado. Asentí y, sin que me diera tiempo a reaccionar, Tom se abalanzó sobre mi pecho abrazándome—. ¡Gracias, gracias! Te lo prometo. No volveré a meterme en líos, de verdad.
—Vale —respondí fingiendo hastío mientras lo empujaba hacia un lado—, ahora ve a darte una ducha, ¡apestas!
Tom asintió y salió disparado hacia las duchas. Media hora más tarde, salí del aseo de mujeres con mi bolso al hombro. Tom me esperaba sentado en el mostrador mientras charlaba con Paco. David se acercó a mí con una sonrisa ancha.
—¿Sabes quién ha venido a buscarte? —preguntó con un tono burlón. Fruncí el ceño y seguí el dedo con el que señalaba por el ventanal hacia la calle. Abrí los ojos y salí a la calle sin creer lo que veía.
—¿Qué haces aquí? —pregunté sin saber muy bien cómo debía sentirme. Si enfadada por que Matt hubiera aparecido allí sin avisar o contenta por saber que no se había enfado conmigo después de la discusión que había tenido con su madre en la cena de ensayo.
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