3
8 de junio
Cuando llegamos al hotel, lo primero que hice fue darme una ducha y salir de compras. No soy de las que se le olvidan los problemas comprando ropa, simplemente era cierto que había llevado poca para unas vacaciones que durarían dos semanas en una isla llena de chicos guapos. Y eso era precisamente lo que necesitaba: un buen maromo que me quitara las penas y me ayudara a olvidar que debía compartir a mi padre con Helen. Y lo encontré.
Al tercer día de nuestras vacaciones, al llegar de la playa lo localicé: un rubio de metro ochenta, ojos verdes como la hierba y cuerpo de dios griego capaz de hacer que quemase mis bragas con una sonrisa, se apoyaba en la barra de la piscina con una camiseta de algodón blanca, una camisa caqui remangada hasta los codos y unos vaqueros desgastados que marcaban aquel culito sexi «Joder, cómo deseaba morder ese culito prieto». Subí a mi habitación rápidamente para darme una ducha fría y cambiarme. Esa noche pensaba pasarla enredada en las sábanas con aquel rubiales, sin embargo, parecía que mi padre tenía intención de frustrar mis planes, ya que cuando salí de la ducha, llamó a mi puerta.
—Princesa, ¿estás visible? —preguntó golpeando de nuevo con los nudillos la madera de la puerta.
—¡Entra! —grité saliendo del baño y paseándome en ropa interior por la habitación en busca de algo que ponerme. Había decidido ponerme los Jimmy Choo negros que siempre estilizaban mis piernas, pero dudaba si un vestido de cocktail ceñido hasta lo imposible era demasiado atrevido o no. «Decidí que no».
—¿Tienes que pasearte en bragas por la habitación delante de mí? —preguntó mi padre con una ceja en alto mientras se giraba rojo por la vergüenza. Sonreí, aunque me había visto crecer, desde que me desarrollé, le daba mucho apuro mirarme en ropa interior.
—Vamos, George. Eres mi padre, ¡si hasta me has limpiado el culo! —dije con mofa. Sin embargo, al ver que no respondía ni se giraba, me embutí en mi vestido—. Ya está, ¿puedes subirme la cremallera? —pregunté apartando mi cabello.
—Helen llegó hace un rato con sus hijos —dijo mientras me cerraba el vestido—. He reservado mesa en el restaurante a las nueve, por favor, no llegues tarde, ¿vale?
—Está bien —dije girándome y mirando la hora en el reloj de la mesilla. Eran poco menos de las ocho, lo que me daba una hora para encontrar a aquel rubio y tirármelo antes de volver al restaurante y cenar con Helen y su, «un momento, ¿ha dicho hijos?»—. ¿Has dicho hijos?
—Claro princesa, Helen tiene dos hijos.
—Creía que sólo tenía una niña. ¿Cómo se llamaba? —pregunté fingiendo que había olvidado el nombre de aquella diablilla que, de vez en cuando, Helen dejaba en mi casa cuando tenía que trabajar con mi padre y le fallaba su canguro. «Vale, más que trabajar con él lo que hacía era trabajarselo».
—Se llama Eleanor. ¿Cómo te has olvidado de ella? Siempre le pedías a Helen que la llevara a las fiestas de la empresa. —Me encogí de hombros haciéndome la tonta y sin responder me puse mis Jimmy Choo y me senté en el tocador. Desde que había llegado a Hawaii me había tratado de convencer de que aquello era una pesadilla de la que me despertaría, sin embargo, el momento había llegado y yo seguía dormida.
—Era una niña muy simpática —dije distraída mientras empezaba a maquillarme.
—Sí... bueno, dejaré que te arregles tranquila. Voy a ducharme —respondió algo incómodo.
Le sonreí a través del reflejo del espejo, pero sabía que se había dado cuenta de mi cambio de humor. «¿Por qué tengo que tener los sentimientos pintados en la cara?». Cuando la puerta se cerró tras él, suspiré y me encendí un cigarrillo. Aunque suelo fumar solo cuando salgo de fiesta, la idea de tener que reunirme con Helen y sus hijos me ponía de los nervios. Me tumbé en la cama con mi cigarrillo, me olvidé del rubio guaperas y dejé que el tiempo pasara.
Cuando abrí los ojos, pasaban veinte minutos de las nueve.
—¡Joder! —mascullé molesta por llegar tarde. Sin embargo, cuando fui a cruzar el umbral de la puerta me lo pensé mejor. «Si saben cómo soy, ¿de qué se iban a sorprender?». Sonreí con suficiencia y me paseé tranquilamente hasta el ascensor.
En cuanto llegué al restaurante pude ver de nuevo a aquel maromo rubio, que ahora vestía con una preciosa camisa blanca de algodón que no había terminado de abotonar, mostrando una extravagante cadena de plata con una especie de placa militar, así como un delicioso vello rubio que cubría sus esculturales pectorales. «Tranquila, Dakota, no es el primer rubio guapo que ves en tu vida». Me acerqué a la barra siguiéndolo de reojo y deseando que me viera, sin embargo parecía estar entretenido hablando con una mujer que, por cómo se movía y el tinte oxigenado que llevaba, pasaba de los cuarenta y cinco. «¿Será una especie de gigoló?» pensé elevando una ceja. Moví la cabeza tratando de despejarme y busqué a mi alrededor para ver si daba con mi padre o con Helen, pero no tuve éxito, de manera que pedí una copa de vino blanco y me apoyé en la barra, dándole la espalda al rubio y centrándome en el resto del ganado. Lamentáblemente, sólo había un dios griego en la sala, y parecía preferir otras compañías.
Suspiré y le di otro sorbo a mi copa cuando una mano suave se posó sobre mi hombro.
—¿Dakota? —La voz de Helen hizo que diera un respingo y me tensara al instante. Me giré tratando de fingir una sonrisa amable.
—¿Helen? —«Pero, ¿qué cojones?». Miré de arriba a abajo a Helen y luego al maromo rubio que me observaba detrás de ella, y a cuyo brazo se agarraba una adolescente rubia con los ojos tan verdes como los de él.
—¡Princesa! —exclamó mi padre acercándose desde otro lado del restaurante. Lo miré y le agradecí su llegada porque no entendía un carajo de lo que estaba pasando.
—¿Qué coño... ? —alcancé a preguntar mirando a todos con una sonrisa tensa.
—Princesa —dijo mi padre quitándome la copa. «Seguramente acojonado por si sería capaz de cargarme toda la cristalería del hotel»—. Ya conoces a Helen y a Eleanor —dijo con un ademán de su mano.
—Eli, no me gusta que me llamen Eleanor —dijo resuelta. Debía admitir que la niña había crecido y se había transformado en una adolescente preciosa. Rubia, alta y con labios rosados y carnosos. «Plana como una tabla, pero bonita de cara». Le sonreí y luego miré a Helen. Mi sonrisa se borró en el acto sin poder evitarlo.
—Disculpa, cariño. Este es Matthew, mi hijo —dijo apartándose para que pudiera acercarse. Lo miré a aquellos ojos verdes y las ganas de follarmelo desaparecieron fulminadas por aquellas palabras.
—¿Qué tal? —preguntó acercándose serio sin desviar su mirada verde de la mía. Asentí y me giré en busca de mi copa. El silencio se adueñó de nuestro espacio, haciendo que el aire se tornara rancio.
—Creo que la mesa está lista, ¿vamos? —dijo mi padre restregándose las manos nervioso. Todos asentimos, sin embargo cuando alargué mi brazo para agarrarme a él, mi padre se removió y tomó a Helen del suyo. «¿En serio?». Aquel gesto me cabreó más que cualquier otra cosa que hubiera podido decir o hacer. Tomé aire y cerré mi mano sobre el cristal de mi copa, tratando de controlar mis ganas de tirarla contra el suelo.
Nos sentamos en una de las mesas del centro de la sala; seguramente mi padre la había elegido con el propósito de disuadirme si mi intención era montar otra escena como la del avión. «¿Qué coño se ha creído? ¡Puedo controlarme, no soy una histérica!». Respiré hondo y repetí mentalmente uno de los mantras que Nanako me había enseñado para evitar la ansiedad.
—¿Haces yoga, Dakota? —me preguntó Helen.
—¿Qué?
—Bueno, estás repitiendo un mantra. —«¡Mierda! Me ha oído».
—Creía que practicabas tenis, ¿ya no quieres que reserve hora con tu entrenador personal? —preguntó mi padre con una ceja en alto. Parpadeé rápidamente y miré a mi alrededor, Eli me miraba con los ojos abiertos y una sonrisa que se me antojó aterradora, mientras que Matthew leía entretenido la carta.
—Sí, claro que sigo con el tenis, me ayuda a eliminar el estrés. Es más, ¿podríamos reservar algunas horas extras este verano? Privadas a ser posible —«Voy a necesitarlas».
—Claro, princesita —dijo, y en ese momento Matthew soltó una carcajada. «¿El muy cabrón se estaba riendo de mí?». Acto seguido, su madre le asestó un golpe en el hombro y yo solté otra carcajada más fuerte, sólo amortiguada por la de Eli. Sentía su mirada seria y penetrante sobre mí, pero me sumergí en la carta distraída, haciendo como si nada hubiera pasado.
Tras ese incidente, pedimos la cena y comimos en una relativa calma. Aunque la tensión se podía cortar con el cuchillo de la mantequilla, todos nos esforzamos mucho, «tal vez demasiado», en hacer que nada saliera mal. «Pero la felicidad no es eterna, ¿verdad?». Y por supuesto, la cosa se jodió.
—Y dime, Matt, ¿le has dado vueltas a mi propuesta? —preguntó George llevándose la copa hasta los labios y dándole un sorbo. Matt frunció el ceño unos segundos y paseó sus ojos verdes por todos, parándose unos segundos en los míos. Me humedecí los labios lentamente, y aquel gesto pareció incomodarlo. Sonreí traviesa y me acodé.
—Pues... Standford es una buena universidad, señor.
—Llámame George —respondió amable.
—Pero, me sentiría más cómodo si pudiera pagarme yo los estudios. —«¿Qué narices me he perdido? ¿Mi padre quiere pagarle los estudios al tío este?». George dejó la copa y asintió, luego se acodó y tomó la mano de Helen, regalándole una sonrisa dulce. Mi respiración se agitó y cerré mi mano alrededor de la servilleta de tela. Mi sangre comenzaba a hervir con aquella escena.
—Haremos una cosa. Acaba tus estudios en Standford y cuando encuentres un trabajo, hablaremos de dinero, ¿qué te parece?
—Pero...
—No aceptaré un no por respuesta —respondió tajante con la misma convicción que usaba para cerrar sus negocios. Matthew asintió sin rechistar desviando la mirada hacia su madre que parecía demasiado ocupada sonriéndole a mi padre como para prestarle atención.
—¿Cuándo os casaréis? —preguntó ilusionada Eli, mientras daba una palmada y rompía el silencio que nos envolvía. Miré a mi padre con una ceja en alto, preguntándole en silencio.
—Pues... habíamos decidido casarnos a finales de agosto, antes de que empiece el curso —respondió Helen con una sonrisa radiante.
—¡Que guay! —exclamó la chica sonriente.
—¿Y dónde será la ceremonia? —pregunté sin esconder mi enfado.
—Bueno... —dijo Helen casi con miedo—. Habíamos pensado en casarnos en el jardín de vuestra casa.
—A partir de ahora, es tu casa también, Helen —dijo mi padre advirtiéndome con la mirada—. Y la de tus hijos.
«¿Que cojones...? ¿De verdad tenía intención de meter a Helen y sus hijos en nuestra casa?». Aquello era demasiado para mí. Todo se estaba precipitando, y sin embargo, no era la situación lo que me cabreaba, sino el hecho de que mi padre no me había tenido en cuenta en sus decisiones. Tomé aire y repetí mentalmente mi mantra unas quince veces.
—¿Vamos a mudarnos? —preguntó Eli cada vez más ilusionada. Su voz chillona comenzaba a taladrarme el cerebro.
—Claro, preciosa. He contratado un servicio de mudanzas de manera que cuando lleguemos a Los Ángeles, tengáis todo dispuesto en vuestras nuevas habitaciones —respondió mi padre alegre.
Comencé a sentirme mareada, de manera que saqué un cigarrillo de mi bolso y lo encendí sin reparar que mi padre estaba delante. «¿Que cojones le importaba? Iba a casarse, ¿qué más le daba si fumaba o no?».
—¿Podría acompañarte este verano? —me preguntó Eli, la miré con una ceja en alto antes de soltar el humo de mis pulmones—. A las clases de tenis. Ahora que vamos a ser hermanas, deberíamos pasar tiempo juntas, ¿no crees?—. «Genial y ya que estamos, ¿por qué no me metes también un hierro candente por el culo?».
—Ya veremos —respondí.
—Por favor, señorita, esta es una zona para no fumadores —me dijo el maître cuando le dí la tercera calada a mi cigarrillo. «¿De dónde cojones ha salido este tío?». Lo miré con rabia contenida y a punto de saltar como un tigre sobre su presa.
—Dakota, por favor, apaga el cigarrillo. Ahora. —Miré a mi padre. Su tono no admitía discusión, de manera que apagué la colilla en el plato del postre; luego cogí mi copa y la elevé.
—Por la feliz pareja —brindé y la vacié de un sorbo. Luego me levanté y desaparecí en la noche hawaiana.
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