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25 de julio. El ring (Parte 1)

Volví a ver a Matt la tarde siguiente a nuestra primera cita por casualidad cuando fui a comprar un libro sobre la Gestapo al centro comercial que había cerca de dónde Nanako vivía. Aunque aún dudo que fuera casualidad, ya que había visto a Nanako toquetear mi teléfono móvil un par de veces y de hacerse la desentendida cuando le pregunté qué hacía rebuscando entre mis contactos.

Entré en la sección de libros biográficos y periodísticos, la dependienta había tenido que ir al almacén ya que, aunque habían recibido un cargamento de libros nuevos y pedidos, aún no lo habían abierto ni etiquetado correctamente, de manera que decidí pasearme mientras esperaba. Una biografía sobre Svetlana Aleksiévich (1) llamó mi atención. Ojeé la contraportada y la examiné con detenimiento, meditando sobre la posibilidad de centrar alguno de los proyectos de mi último año de universidad en la conocida periodista que tanto admiraba.

Abrí el libro por la mitad, dispuesta a leer algunas páginas en lo que tardaba la dependiente en volver, sin embargo, unas manos grandes y suaves me taparon la visión. Sonreí cuando el olor a colonia fresca de Matt invadió mis fosas nasales.

—¿Qué haces aquí? —pregunté mientras me giraba entre su abrazo. Posé mi mano sobre sus labios traviesos que se acercaron peligrosamente a los míos. Me dio un beso en la yema de los dedos con cariño.

—Me han dicho que hay una chica en esta tienda que siempre recomienda buenos libros —respondió con un guiño. Reí.

Pasamos un par de horas en la librería charlando sobre géneros literarios, escritores, leyes, periodismo y discutiendo sobre qué película de terror me asustaría más. Lo cierto es que, leer terror era una cosa y el cine era otra muy diferente. Las películas siempre hacían que se me quitara el sueño. «Sí, debería haberlo superado, pero era una chica con muchos traumas infantiles».

Después de aquella pequeña cita improvisada y sin entender por qué le propuse conocer a Paco y su familia, cosa a la que accedió algo serio. Sentí una mezcla de miedo y nerviosismo cuando me despedí de Nanako frente a su portal y entré en el monovolumen de Helen. Aunque deseaba mostrarle a Matt lo importante que era para mí el boxeo y borrar de su cabeza la idea equivocada que se había hecho de Paco, el miedo a abrirme de nuevo a otra persona me asoló. Por suerte, Nanako me abofeteó con sus palabras certeras y punzantes como dardos, aunque también ayudó el hecho de que escondiera mi teléfono móvil para evitar que enviara un mensaje a Matt y cancelara la cita o llamara a un taxi.

—Toma —dijo mi amiga entregándome el Iphone y abrazándome—. Recuerda lo que me has prometido.

—Tranquila —respondí cerrando la puerta del copiloto y mirando a mi amiga por la ventanilla abierta—. Siempre cumplo mis promesas, este sábado lo tendrás.

—Ya sabes cómo me gustan, ¿verdad? —preguntó con un tono entre sugerente y divertido.

—Grandes, negros y potentes —respondí guiñándole un ojo.

—Pero que no sea el primero en llegar a la meta —respondió divertida. Solté una carcajada y miré a Matt que no entendía nada de lo que pasaba a su alrededor.

—¿Nos vamos? —pregunté. Matt asintió y encendí el navegador de abordo que nos llevó a nuestro destino en menos de veinte minutos. Por suerte, era la hora perfecta en la que no había demasiada circulación y podíamos ir sin tomar apenas atascos por las calles de Los Ángeles—. Hemos llegado, aparca dentro —dije señalando una puerta de garaje algo destartalada y oxidada que había en un lateral del gimnasio.

Cogí mi bolsa de deporte del maletero del coche y resoplé mientras Matt aparcaba entre dos columnas. Se lo tomaba con bastante tranquilidad, la verdad. Cuando finalmente aparcó lo agarré de la muñeca y lo guié hasta llegar a la entrada. Frené en seco justo antes de abrir la puerta.

—Matt —dije dándome la vuelta y encarándome a él—, después de... —Tragué saliva interrumpiéndome a mí misma cuando me di cuenta de a quién nombraría. Zarandeé la cabeza para olvidarme de Dylan y concentrarme en Matt de nuevo—. Nadie sabe que boxeo salvo Nanako, C.J y... —«Y de nuevo, Dylan vuelve a mi cabeza».

—¿Y...? —preguntó Matt—, ¿quién más lo sabe?

—Nadie que conozcas —respondí. Resoplé y me coloqué bien el asa de mi bolsa—, escúchame, esto es lo más importante que tengo en la vida y... yo... —Un cosquilleo se alojó en mi vientre y las piernas comenzaron a temblarme violentamente. Me mordisqueé el labio inferior sin saber cómo continuar la frase. Matt se agarró de los hombros y me sonrió con dulzura.

—Tranquila —susurró acercándose a mí—. Lo entiendo. Esto es tuyo, algo que sólo compartes con aquellos que te importan y en quien confías, y soy consciente de lo que significa que yo esté aquí. —Desvié la mirada al suelo confusa. «¿Cómo era posible que Matt lo entendiera sin que le dijera nada? ¿Sin que le explicara nada?». Me agarró la barbilla y con suavidad me obligó a levantar la vista hasta cruzarla con sus ojos verdes—. Yo también tengo secretos que me gustaría confiarte, y por eso sé lo difícil que es abrirse a alguien nuevo. —«¿Secretos? ¿Matt tiene secretos que quiere contarme?»—. Por eso valoro lo que estás haciendo y tendré paciencia si no estás preparada para revelarme tus misterios, igual que yo necesitaré que esperes a estar listo para contarte los míos.

Tragué saliva. La suavidad de los dedos de Matt sobre mi mejilla me tranquilizaban. Mi bolsa cayó al suelo en el mismo instante en que una pequeña brecha se abría paso por la superficie del muro de titanio que recubría mi corazón. Me humedecí los labios y me abracé al cuello de Matt. Cerré los ojos y lo besé con pasión, con deseo. Lo besé con ansiedad y complicidad. Lo besé con las mismas ganas que tenía de volver a besar a... Cerré los ojos con fuerza y enredé mis dedos al pelo de Matt. Me concentré en el calor que despedía su cuerpo, en sus manos suaves acariciándome la espalda, en sus labios ligeramente resecos capturando los míos, en su lengua traviesa bailando con la mía. Fue entonces cuando supe, que aquella pequeña velita no se apagaría en mucho tiempo, una pequeña luz que se había muerto años atrás con la que, cuanto más tiempo pasaba enredada en los labios y los brazos de Matt, más certeza tenía de que iluminaría mi alma por mucho tiempo.

No sé el tiempo que estuvimos besándonos en el aparcamiento, tal vez fueron unos minutos, tal vez más de media hora. Pero para mí, el mundo se podía caer bajo mis pies. Y casi me caí con el mundo cuando un tipo altísimo abrió la puerta y me golpeó con ella.

—¡Joder! —grité trastabillando y llevándome conmigo a Matt hasta casi caer los dos de bruces.

—¡Id a un hotel! —respondió el tipo de malos modos mientras salía resoplando en dirección a una Ducati que había aparcada al fondo.

—¡Gilipollas! —mascullé por lo bajo. En cualquier otro lugar me habría puesto a gritar como una loca, sin embargo, en el gimnasio, si Paco o cualquier otro de los viejos boxeadores te oía discutir con alguien, organizaban rápidamente un combate para zanjar el tema. Y, no me importaba meterme en el ring con casi cualquiera, sin embargo, aquel tipo parecía ir hasta arriba de esteroides y estaba más que segura que las pesas que levantaba a diario debían de doblar o triplicar mi peso. De manera que, lo dejé pasar y guié a Matt hasta el interior.

La sala de pesas y musculación estaba a la derecha; dividida por unas mamparas estaba la sala con ventanales que daban a la calle y donde se impartían las clases de yoga, aeróbic y demás deportes de interior durante la semana. Las noches de los viernes y los sábados, David reordenaba las máquinas y quitaba las mamparas creando un único espacio que usaba junto a Lola para dar las clases de salsa y bachata. Los vestuarios se localizaban a la izquierda, ocultos tras las taquillas y al fondo, la lona, mi lugar favorito. El cuadrilátero se localizaba en el centro, como en casi todos los gimnasios de este estilo. A su alrededor, colgados del techo, había varios sacos de arena. Había también un par de stands con pesas de diferentes tamaños y pesos. En un rincón había un armario enorme y muy viejo donde se guardaban los paos, cascos, sacos nuevos o viejos y demás aparatos deportivos.

—Bienvenido a mi mundo —le susurré a Matt sin poder ocultar una sonrisa orgullosa. Matt asintió y me siguió sin soltarme de la mano.

—¡Enhorabuena, Campbell! —gritó una de las chicas con las que entrenaba y que, a pesar de ser muy buena, no había pasado de las eliminatorias.

—Gracias —respondí contenta mientras avanzaba en busca de Paco. Sin embargo, Rosita, una boxeadora de origen serbio a la que llamábamos por su flor favorita porque nadie era capaz de pronunciar su nombre real, me detuvo. Rosita era blanca como la nieve, con los ojos grises y el pelo castaño siempre recogido por dos trenzas que se anudaba a los lados de la cabeza como si se tratara de la mismísima princesa Leia. Era tan alta como David y tenía casi la misma envergadura muscular, aunque siempre sonreía y era la más amable del gimnasio, nadie quería nunca boxear en el ring contra ella por miedo a que Rosita lo hiciera papilla. «Debo admitir que yo también le tengo miedo».

—¡Ah! La campeona trae novio, por fin —dijo con su marcado acento olvidando alguna que otra palabra. Sonreí divertida al ver sonrojarse a Matt—. Dakota hablar mucho de ti, Dylan.

«Pero, ¡será idiota!» pensé llevándome una mano a la frente.

—No, Rosita. Te equivocas —dije vocalizando cada palabra. Aunque es una maestra de matemáticas y física increíble, Rosita siempre se olvida de los detalles, como por ejemplo, que Dylan y yo rompimos hace muchos años, o que David es el marido de Lola y no su hermano. Esto último hay que recordárselo en las fiestas cuando le da por agarrar la botella de vodka y tratar de ligar con todos los tios del gimnasio—. Este es Matt —agregué y Matt le tendió una mano—, no es mi novio. Es... —«¿Qué cojones éramos Matt y yo? ¿Medio novios? ¿Medio hermanos?» —, mi futuro hermano.

—Vaya —dijo confundida, luego miró a Matt y se acercó a él y con una sonrisa traviesa le dijo—: No boxees con ella, Dakota ser animal en la lona.

Matt rió y asintió mientras Rosita se dirigía hacia los vestuarios.

—¡Yo no soy un animal en la lona! —repliqué a gritos.

—¡Eres un puto pato borracho cuando te subes al ring! —dijo Paco impulsándose en su silla de ruedas con una ceja en alto—. ¡Llegas tarde!

—Lo siento, Paco, yo...

—No me interesa —respondió interrumpiéndome, luego miró a Matt y se acercó a él—, los vestuarios están allí —le dijo señalando la entrada—. ¡David! —gritó al aire.

—Dime —respondió su yerno acercándose con una toalla entre las manos.

—Dale algo decente al chico y que suba al ring, quiero verlo pelear.

—Paco, ¿puedo decir algo? —pregunté elevando un dedo como si estuviera en la escuela.

—¿Por qué cojones no estás golpeando ese puñetero saco de arena? —preguntó Paco dándome la espalda y dirigiéndose hacia uno de los sacos. Resoplé y miré a Matt.

—Lo siento —dije, luego le sonreí—. Este es David, supongo que te acuerdas de él.

Matt lo miró serio y con la mandíbula tensa. Asintió.

—Siento lo de la otra noche —dijo David estrechándole una mano—, no fue nada personal, tío. Y te aseguro que yo también me habría liado a golpes con cualquiera si me hubiera encontrado a mi chica con un ojo morado en mitad de la noche.

—No soy su chica —dije entre dientes y ligeramente molesta. David se encogió de hombros.

—Lo que tú digas —respondió, luego le sonrió a Matt—, vamos, ¿has traído ropa para cambiarte?

Resoplé y miré al techo unossegundos antes de entrar en el vestuario y cambiarme de ropa

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