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21 de julio
—¿Sabes que eres tonta? ¿Por qué no le dijiste que sí? —preguntó Nanako por enésima vez. Llevaba en su casa varios días recuperándome de los golpes y, aunque me dolía a horrores las costillas, el hematoma de la mejilla había mejorado bastante y con una buena cobertura de maquillaje no se notaba. En un par de días podría volver a casa sin peligro alguno de ser descubierta.
—¿Vas a empezar otra vez con el mismo tema? —pregunté levantando la mirada de mi portátil. Además de disfrutar del jacuzzi de su terraza, las cenas en el jardín y las manicuras y paseos por los centros comerciales de Los Ángeles, pasaba mucho rato delante de mi ordenador trabajando en el artículo que entregaría a la madre de mi amiga. Estaba dispuesta a conseguir como fuera un puesto en la redacción de We love démodè, y el concurso del que me había informado Nanako era mi oportunidad.
—¡Oh! Vamos, Dakota —se quejó cayendo en la cama cuan larga era. Cogió uno de mis libros y comenzó a ojearlo—. ¿Chanel? ¿Estás haciendo el artículo sobre Chanel?
—¿Qué problema tienes con Chanel? —pregunté con una ceja en alto mirándola por encima de mi hombro. Nanako se dio la vuelta y suspiró.
—Yo no, mi madre es la que odia a Chanel. Dice que sus diseños son tan clásicos que rozan lo aburrido —respondió pasando las manos por detrás de su nuca. Me encogí de hombros y volví a mi trabajo.
—Mejor. Eso hará más valiosa mi victoria —respondí altanera. No sólo había elegido a Coco Chanel como objeto de mi artículo porque fuera mi diseñadora favorita, sino porque ya sabía que la madre de Nanako la odiaba. Así que, para diferenciarme del resto de mis oponentes, había decidido hacer un trabajo de investigación sobre los valores políticos de la diseñadora y cómo esta apoyó y colaboró con la Gestapo (1) durante la ocupación alemana en Francia, perdiendo así su fama y negocio, los cuales recobró después de mucho cuando se trasladó a Estados Unidos.
Después de media hora de silencio, mi teléfono sonó con la entrada de un nuevo mensaje. Lo ignoré por dos razones: la primera, porque estaba demasiado concentrada reescribiendo uno de los primeros párrafos sobre la operación Modellhout, concretamente la que hablaba de la relación que tenía la diseñadora con el Líder de la SS, Heinrich Himmler. Era uno de los temas más complicados sobre los que trataría ya que la imagen de mi diseñadora favorita se vería afectado por todo lo que la SS implicaba tanto en el pasado como en la actualidad. «La historia es historia y, por mucho que admiremos a alguien, no debemos mirar hacia otro lado si cometió actos indebidos o ayudó a cometerlos». La segunda razón por la que ignoré el mensaje entrante de mi Iphone, era porque lo había olvidado en la cama y no me apetecía levantarme y perder el tiempo que debía dedicarle a mi trabajo. Fueron entonces las manos largas de Nanako las que desbloquearon la pantalla de mi teléfono y respondieron con un sencillo "allí estaré" al mensaje entrante de Matt.
—¿Qué has hecho qué? —pregunté incrédula. Me levanté del escritorio y le quité mi teléfono—. ¡Eres una zorra traidora!
—Ya me lo agradecerás —respondió encogiéndose de hombros. Luego dio un salto y salió corriendo hacia su vestidor—. Vamos, elijamos algo para tu cita con Matt.
Miré al techo cansada. Sin embargo, un leve cosquilleo se agarró a mi vientre en cuanto los ojos verdes de Matt aparecieron en mi mente. Reí nerviosa mientras me probaba los vestidos y conjuntos que Nanako iba eligiendo y sacando fuera.
Al final se decantó por unos jeans, unos Louboutin sin tacón y una camisa de Calvin Klein blanca de media manga coronado todo por un bonito pañuelo de seda. Me senté nerviosa en la orilla de la cama y miré de nuevo el mensaje de Matt en el que me decía que estaría en Santa Mónica, al final de la Ruta 66. Decía que esperaría su oportunidad todas las tardes a las seis en el mirador que había al final del muelle, donde los viejecitos pescaban.
—¿Por qué siento que le estoy traicionando? —pregunté más para mí que para Nanako. Mi amiga se sentó a mi lado y me acarició en la espalda.
—Lo de Dylan acabó, Dakota. Tienes que aceptarlo de una vez —respondió con un tono de ligero reproche. Me encogí de hombros.
—Lo sé, pero... no puedo evitar sentir que, de alguna manera, aquello no acabó —dije cruzando las piernas y apoyándome en el hombro de mi amiga.
—Matt es un buen chico. Es dulce y se preocupa por ti —respondió mi amiga—. Además, le diste un puñetazo, ¿no crees que se merece esa cita? —No respondí. Nanako chasqueó la lengua—. Escúchame, cariño. Si no quieres darle la oportunidad a Matt, no se la des. No tienes que hacerlo, pero... ¿no crees que es hora de dártela a ti misma?
—¿Qué cojones estás diciendo? —pregunté levantando la mirada hacia mi amiga. Nanako resopló con la mirada al techo.
—Lo que digo, tesoro, es que te des la oportunidad de enamorarte de nuevo. Si no es Matt el chico con el deseas estar, pues busca a otro chico— dijo agarrándome de los hombros y mirándome a los ojos—. Pero permítete enamorarte. Permítete sentirte como te sentías con Dylan. Deja de esconderte detrás de un muro de titanio.
Me humedecí los labios y volví a mirar la pantalla del teléfono.
***
Me agarré a la barandilla y encontré a Matt en la parte baja del muelle, de espaldas a mí. Estaba hablando con un anciano que le mostraba orgulloso un cubo y le hablaba sobre la pesca con mosca. Me quedé un rato mirando cómo Matt prestaba atención a todo lo que aquel hombre le contaba como si en aquel discurso pudiera encontrar la panacea o el secreto de la vida. El cosquilleo de mi vientre subió hasta mi pecho en el momento en que Matt me vio aparecer detrás del anciano.
—La gente compra los señuelos para la pesca con mosca —decía el anciano acercándose a Matt y enseñándole lo que tenía entre las manos—, pero a mí, me gusta hacerlos. Este es mi favorito, está hecho con hilo del vestido de novia de mi esposa. Siempre me ha dado suerte —explicó orgulloso, luego su voz se quebró—, pero desde que murió no lo he vuelto a usar. Ella era mi sirena, la reina de mi océano —dijo triste con la mirada perdida en el azul del mar.
—Hola —saludé a Matt. El anciano dio un respingo y me miró de arriba abajo. Matt me sonrió.
—Has venido —dijo. Asentí metiéndome las manos en los bolsillos.
—Eso parece —dije mirando al anciano y sonriendo incómoda.
—Es hora de irse —dijo el anciano. Luego le dio un codazo a Matt—. Hay muy pocas sirenas en el mar, muchacho. Yo encontré la mía, y algo me dice que tú has encontrado la tuya —agregó con una sonrisa traviesa recolocándose la gorra. Cogió su caña y el resto de sus enseres y se perdió entre el gentío que paseaba por el muelle. Miré a Matt que se había sonrojado por el comentario atrevido del anciano.
—¿A qué venía eso? —pregunté divertida, haciendo que se sonrojara aún más. Matt balbuceó y se encogió de hombros—. Anda —dije negando con la cabeza y quitándole hierro al asunto—, vamos.
Paseamos por el muelle de Santa Mónica y luego cogimos un taxi hasta el parque MacArthur. Compramos un par de helados en un puesto ambulante y nos sentamos frente al lago artificial. El sol caía y la brisa refrescaba el ambiente.
—¿Así que empezaste a boxear por eso? —preguntó Matt ojiplático.
—Sí —respondí llevándome mi helado a los labios. Luego lo miré con una ceja en alto, ya que esperaba alguna respuesta por su parte, sin embargo, me miraba divertido sin responder—. ¡Oh, vamos! Era una niña y Margot me hacía la vida imposible. Es normal que quisiera partirle la cara —me excusé. Aunque no le había contado toda la verdad, lo cierto era que mi pelea con Margot me empujó hacia el boxeo.
—¿Lo has conseguido alguna vez? —preguntó Matt desviando la mirada hacia el lago y dejando a un lado los restos vacíos de su tarrina de helado.
—¿El qué? ¿Partirle la cara a Margot? —respondí divertida.
—No, me refiero a ganar el campeonato del que me hablaste —se explicó Matt. Dejé caer mis hombros y abandoné junto a la tarrina de Matt la mía.
—No. Es la primera vez que llego tan lejos combatiendo —respondí seria. Me llevé la yema de los dedos hasta mi mejilla herida. Matt me agarró con ternura la mano y la apartó, acariciándome en los restos maquillados de mi hematoma. Sonreí.
—¿Por qué lo haces? —me preguntó suave.
—Porque sólo sobre el ring siento que controlo mi vida. Sé lo que va a pasar. Si no protejo mi flanco derecho me atacarán y me dolerán las costillas. Si golpeo con fuerza puedo tumbar a mi oponente y ganar. Todo lo que sucede, cada golpe, cada caída pasa porque yo lo he decidido —respondí mirándolo a los ojos—. En la lona puedo controlar el dolor de los golpes, fuera de ella...
Matt me acercó lentamente hasta él. Cerré los ojos y suspiré. Sentía su aliento de nuevo sobre mí, su olor a colonia mezclada con el césped recién cortado del parque. El olor a vainilla del helado que acababa de tomar endulzaba el ambiente. «Dylan...».
—¿Y tú qué? —pregunté apartándome de él antes de que llegara a besarme. Me levanté del banco y cogí las tarrinas vacías para tirarlas en la papelera que había a un par de metros de nosotros. Matt me siguió, seguramente algo molesto—. ¿Practicas algún deporte?
—A veces salgo a correr —dijo encogiéndose de hombros y metiéndose las manos en los bolsillos del vaquero mientras se ponía a mi altura por el camino. Asentí.
—¿Y no haces nada? ¿No tienes ninguna afición? —pregunté curiosa.
—Pues... me gusta leer y el cine de terror —dijo tímido. Me acerqué hasta él y, haciendo un esfuerzo enorme por ignorar el dolor que me laceraba el corazón, caminé agarrada a su brazo.
—¿Te gustó el libro que te recomendé? —pregunté recordando que le había sugerido hacía unas semanas. Matt asintió colocando una mano sobre el dorso de la mía. Un escalofrío recorrió mi columna—. Puedo recomendarte otro, si te apetece.
Seguimos paseando mientras el cielo nocturno de Los Ángeles se salpicaba de miles de estrellas que nosotros no podíamos ver por culpa de las luces de la ciudad. Cenamos en una modesta pizzería y seguimos charlando sobre libros, la universidad y lo que ambos queríamos hacer después de terminarla. Descubrí entonces que Matt quería terminar derecho y especializarse como abogado defensor de menores y que, desde que comenzó a estudiar en la universidad de derecho de Los Ángeles se había esforzado por entrar de becario en el bufete de un tal Rodríguez, que según me había explicado, era uno de los mejores abogados penalistas de California, sin embargo, no lo había logrado. También me contó que George le había ofrecido la oportunidad de terminar sus estudios en Stanford, pero Matt se negaba siempre que mi padre le sacaba el tema, ya que quería conseguir todo por sus propios medios.
La verdad es que, cuando echaba la vista atrás y comparaba al Matt que tenía delante con el que conocí en Hawaii, cada día me sorprendía más lo diferente que me parecía y lo mucho que empezaba a atraerme su carácter e ideales. Hablamos también sobre mi artículo y que deseaba trabajar como reportera de moda y, aunque Matt confesó que no creía que eso fuera lo que realmente quería hacer, no dijo mucho más.
Le sonreí cuando llegamos a la entrada del edificio donde me alojaba con Nanako. A diferencia de C.J. y de mí, que vivíamos en el residencial de Bel-Air, Nanako vivía en el ático de uno de los edificios más lujosos de los Ángeles.
—Hemos llegado —dije saliendo del taxi.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó antes de humedecerse los labios. Asentí.
—Gracias —dije, pero no me dio tiempo a mucho más cuando Matt me agarró de la cintura y me atrajo hasta él. Cerró los ojos y apoyó su frente en la mía. Frené su avance posando las yemas de mis dedos sobre sus labios. «¿Por qué hice eso si estaba deseando besarle y Dylan ya no formaba parte de mi vida? Pues ni idea. Pero sabía que, si quería darme la oportunidad de la que me había hablado Nanako, debía más lento de lo que solía ir con el resto de los tíos. Mucho más lento».
—Dakota... —susurró cansado. Siseé para que se callara.
—Tienes tu oportunidad —respondí y abrí los ojos, perdiéndome en la mirada verde de aquel hombre que me regalaba su corazón con cada caricia—, pero necesito ir poco a poco, ¿vale?
Matt asintió y se marchó sin rechistar. Tal vez triste por no conseguir lo que quería en la primera cita, tal vez emocionado por saber que había conseguido mucho más que ningún otro hombre.
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