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17 de julio – El combate (parte 1)

Aunque ya en el siglo dieciocho existen registros y antecendentes de que las mujeres practicaban boxeo, no ha sido hasta los Juegos Panamericanos de 2011 y los Olímpicos de 2012 cuando se reglamentó oficialmente. El problema de este deporte y contra el que debemos luchar muchas mujeres, ya sean deportistas o no, es los prejuicios y la discriminación que sufrimos por el simple hecho de ser mujer. En muchos países, para conseguir reglamentar el boxeo femenino se han tenido que llevar a cabo una gran labor y pasar muchos juicios. Es por eso que, en el boxeo femenino, es muy común los campeonatos fuera de la norma y los combates clandestinos.

Para mí y el resto de las boxeadoras que combatimos en este campeonato clandestino entre gimnasios de Los Ángeles, aunque nos esforzamos por ganar, no es realmente nuestro objetivo. Sino que, la meta que perseguimos es la de la visibilidad, la de la lucha por la igualdad entre hombres y mujeres tanto dentro como fuera del ring.

Eso no significa que no me importe acabar mordiendo la lona, porque sí que me importa. Me gusta boxear porque me siento libre, porque cuando me subo al ring, Dakota Campbell deja de ser la niña malcriada y estirada que lleva extensiones y adora subirse a sus tacones para deslumbrar en las fiestas. Cuando me subo a un ring, dejo a un lado mis miedos, mis temores y los traumas infantiles, olvido el daño sufrido durante mi infancia, la soledad por la ausencia de mi madre durante mi vida; cuando me pongo los guantes, me quito la máscara de frivolidad y superficialidad con la que me maquillo todas las mañanas. Cuando me meto en mis deportivas, sale a flote la Dakota que me gustaría poder ser también fuera del ring.

«Tal vez algún día, cuando mi secreto salga a la luz, pueda hacerlo la auténtica Dakota». Pensé con un suspiro en los vestuarios, justo antes de salir al ring. Golpeé los puños de David con mis guantes, como siempre antes de un combate, y luego me agaché para abrazar a Paco.

—Es tu momento, sal y demuestra quien eres —me susurró al oído. Asentí y di un par de saltitos para relajar todos los músculos. Seguí a David hasta la salida.

No había mucha gente, tal vez unas cuarenta o cincuenta personas, pero las suficientes como para llenar toda la sala principal del Staten Angel. Aquel combate se hacía en casa enemiga, como le gustaba decir a Paco cada vez que teníamos que pelear en otro gimnasio.

Localicé a Lola sentada con su abultada barriga en una silla plegable frente a la lona. Paula correteaba por el ring posando para la cámara de algunas de mis compañeras. Sonreí cuando descubrí a Lola resoplar exasperada, no podía negar que Paula adoraba aquel deporte y las atenciones del resto de las boxeadoras al verla golpear al aire con tanto entusiasmo. El árbitro, un entrenador de otro gimnasio se subió y obligó a la niña a bajar entre pucheros y refunfuños. Luego, Ary, la campeona de los últimos tres veranos, y yo subimos.

Vacié mi mente en el momento en que todo comenzó. En mis pensamientos ya no había cabida para nada. Ni Matt, ni Dylan, ni Tom y su soledad, ni el miedo a ser descubierta, ni la preocupación por el artículo que debía escribir si quería el puesto vacante en la revista de moda de la madre de Nanako, ni la boda de mi padre con Helen, ni siquiera tenía espacio para pensar en mi madre. Nada.

Lo cierto es que, lo único de lo que soy capaz sobre un ring es de sentir la lona retumbar bajo mis pies con cada movimiento, el golpe duro y blando de cada puñetazo certero, el crujir de las costillas de mi oponente bajo mis guantes, el dolor lacerante en mis costados o mis mejillas cuando son sus puños los que acierta. Siento el sudor resbalar por mi espalda, brazos, muslos y rostro. El peso de mi trenza al zarandearse con cada salto. Mi aliento caliente abandonando mis labios secos con lentitud para luego volver a llenar mis pulmones de aire frío y renovado. En cada combate, mi corazón bombea la sangre a toda velocidad, sin embargo, soy capaz de sentir cómo mis venas se dilatan y se inflaman con cada latido.

Así que, después de varios asaltos, con el sudor recorriendo mi cuerpo y el cansancio quemando mis músculos, cerré los ojos y asesté el golpe de gracia.

—...tres, dos, uno —gritó el árbitro mientras golpeaba la lona con el puño cerrado tantas veces cómo números decía—. ¡K.O!

Aquella sentencia cayó sobre mí como un bálsamo reparador. Había tumbado a Ary Strauss y me calificaba para la final. La verdad es que no recuerdo nada de lo que vino después. Sé que David me subió a sus hombros, que todas las boxeadoras de mi gimnasio me vitorearon, Paula me abrazó y Lola me dio la enhorabuena y por último, Paco abrió una botella de agua fresca y me la tendió mirándome serio.

—Has ganado otro combate, Dakota, pero no tienes nada que celebrar hasta que no ganes el campeonato —dijo. Asentí y dibujé una sonrisa, aunque Paco se mostrara después de cada combate y cada entrenamiento hosco, en sus ojos podía ver el orgullo y la alegría por la victoria.

***

—¿No vas a quedarte en casa esta noche? —preguntó Paula haciendo un mohín en cuanto me vio levantarme del sofá. Después de salir del gimnasio, me había duchado y vestido de nuevo en casa de Paco, cenando con ellos y repasando la estrategia seguida en el combate vencido.

—Lo siento, plumita —respondí arrodillándome con dificultad—, se me ha olvidado el pijama en casa.

—Pero siempre te quedas después de un combate —se quejó golpeando el suelo con el talón derecho.

—Lo sé, cielo —respondí triste—, después del próximo me quedaré a dormir contigo y comeremos helado, ¿vale?

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —respondí alargando el dedo meñique para enlazarlo con el de ella sellando así mi promesa.

Después de despedirme de todos, David me llevó a casa de nuevo. Con las prisas por alejarme de Matt había olvidado la maleta con todas mis cosas en la entrada.

—¿Estás segura de que quieres arriesgarte a entrar? Las luces del salón y ese dormitorio están encendidas —dijo David inclinándose sobre el volante y señalando mi casa. Fruncí el ceño.

—No, la verdad. Pero he olvidado la bolsa en casa y ya he quedado en que pasaría unos días con Nanako —expliqué mientras abría mi bolsa de deporte—. Además, nadie me verá. Entraré por la piscina y me colaré en mi cuarto. Espérame junto a la verja de entrada, ¿vale? —dije mientras rebuscaba mis llaves por todos los lados. «Mierda, mierda, mierda». Me rebusqué entre los bolsillos de mi vaquero—. ¡Joder!

—¿Pasa algo? —preguntó David aparcando donde le había dicho.

—Con las prisas me olvidé la maleta y las llaves —confesé enfadada.

Miré entonces la casa y bufé. Había una llave escondida, pero estaba en un hueco pequeñito justo debajo del alféizar del salón y para colmo, era la llave de la entrada principal, por lo que me era imposible acceder desde la verja de la piscina.

—Dakota, quédate en casa unos días. Si tu padre te ve así...

—Mi padre no está en casa —respondí interrumpiéndolo. Entonces, me miré en el espejo del copiloto y tragué saliva. Tenía un moratón enorme debajo de la mejilla izquierda que tardaría varios días en irse. Cerré los ojos y tomé aire. Sabía que Matt estaba despierto, porque era su habitación la que estaba encendida, y también sabía que si me veía no tendría más remedio que decir la verdad antes de que todo se volviera un drama shakesperiano—. Si me muevo rápida podré entrar sin ser vista y salir por la verja de la piscina —Agregué abriendo la puerta del coche.

Sopesé las posibilidades que tenía. La entrada daba a un pasillo largo del cual, si entrabas por la doble puerta de la derecha salías al salón, dónde seguramente debía estar Eli viendo la televisión; y si entrabas por la doble puerta del fondo, salías al comedor principal, desde el cual, podías acceder a la cocina y desde allí, bien podías salir al salón, y de ahí al segundo pasillo que llevaba a las habitaciones, o bien podías salir a la piscina, la cual daba al ventanal de mi dormitorio. Asentí y traté de convencerme de que podía lograrlo.

Me acerqué al ventanal del salón con cuidado de no hacer mucho ruido. Me agaché y gemí, Ary me había golpeado en el costado y me dolía con casi cualquier movimiento. Miré de reojo por la ventana.

—¿Por qué todo me pasa siempre a mí? —dije más alto de lo que quería al descubrir a Rocco sentado en el sofá de mi salón mientras ojeaba la pantalla de su teléfono. Me agaché rápidamente en cuanto el gordinflón elevó la cabeza y miró en mi dirección, para mi mala suerte, mis costillas volvieron a resentirse, esta vez más que antes, y caí de culo, golpeándome contra el macetero. Aullé al sentir el mármol clavarse en la piel de mi espalda.

En cuestión de segundos, David apareció detrás de mí.

—¿Estás bien? —preguntó mientras me agarraba de un brazo y me ayudaba a ponerme de pie. Asentí.

—Vuelve al coche, rápido —dije empujándolo con fuerza. No estaba segura de si Rocco me había oído gritar, pero no quería arriesgarme a que me viera, de manera que cogí la llave y salí corriendo hasta la entrada, ocultándome detrás de una de las columnas. Esperé unos minutos que se me hicieron eternos y, cuando vi que David había entrado en el coche, salí de mi escondite y alargué la mano para abrir la puerta.

El mundo se paró bajo mis pies cuando Matt abrió la puerta de par en par. 

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