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2 de junio

Cuando llegué al Aeropuerto de San Francisco, lo primero que hice fue enviarle un mensaje a George para indicarle que pillaría el desayuno en el Starbucks. Pedí un chocolate con menta para mi y un café con leche de soja y sacarina para él: al parecer la leche de vaca le sienta fatal al hacer la digestión y el azúcar engorda. «Vamos, lo que todos conocemos como la crisis de los cincuenta». Me relajé con mi chocolate entre las manos mientras observaba el vaivén de los pijos que, al igual que yo, esperábamos nuestras salidas en la zona VIP. Pasada media hora, comencé a pensar en si debía deshacerme del café de George, «A esas alturas estaba más frío que el culo de un pingüino», sin embargo, una voz que conocía perfectamente me sacó de mis pensamientos.

—¿Dónde está la princesa de mi reino? —preguntó mi padre acercándose a mí por detrás con los brazos extendidos. Suspiré cansada de aquel apelativo. «Tengo veintiún años, papá, ¿cuándo coño vas a darte cuenta?».

—Hola, George —dije lo más seca que pude. Sin embargo, siempre que los brazos de mi padre me rodean, no puedo evitar sonreír y apoyarme en su pecho. Oír su corazón bajo mi mejilla, sabiendo que late sólo por mí es una sensación maravillosa. Me agarré a su cuello y le di un beso fuerte en la frente. En el fondo, «muy en el fondo», lo había extrañado y me apetecía pasar mis vacaciones de nuevo con él. «Está bien, no tan en el fondo... puede que justo bajo la superficie... ¡Joder! ¡Vale! ¡Lo admito! ¡Estaba deseando volver a ver a mi padre!».

—¿Alguna vez dejarás de llamarme por mi nombre? —preguntó pasándome un brazo por los hombros y guiándome hacia la puerta de embarque. Cogí casi al vuelo mi bolso, y le sonreí.

—¿Alguna vez dejarás de llamarme princesa? —respondí.

—¡Nunca! —dijo parándose en seco y levantando un dedo—. Siempre serás la princesa de mi reino y la dueña de mi corazón.

Puse los ojos en blanco y lo seguí por el aeropuerto en silencio, disfrutando de tener a mi padre de nuevo para mí. Cuando llegamos a la puerta de embarque y George se apoyó en el mostrador para entregar nuestra documentación, me tomé un rato para verlo bien. Hacía más de cuatro meses que no veía a mi padre, «¿he dicho antes que lo había extrañado mucho?».

Debo admitir que por mi vida, «o por mi cama, más bien», han pasado muchos, «pero que muchos» hombres, pero sólo dos se han quedado para siempre. Uno es Dylan, mi primera amor, «joder, que ñoña soy cuando se trata de Dylan», y el segundo es mi padre.

George es el mejor hombre del mundo: es guapo y tiene un buen cuerpo, «bueno... aclaremos esto: tiene pelo y carece de barriga cervecera», es amable, dulce y cariñoso, «lo sé, no heredé su encanto personal. Sorry but not sorry». Además, tiene lo que yo llamo el factor decisivo para llevarse a las tías de calle: dinero, mucho dinero. Sin embargo a pesar de ser el hombre perfecto, mi padre nunca estuvo interesado en las mujeres. «No, no es gay». La verdad es que George nunca intentó darme una madre, como hacían el resto de los padres divorciados, y por ello le doy las gracias. «Odiaría tener que compartir a mi padre con otra mujer».

La azafata, «una señora con cuarenta años y, seguramente, la misma cantidad de gatos esperando en casa»; no dejaba de reír de manera ridícula a todos los chistes malos que George le dedicaba mientras comprobaba toda la documentación. «No me jodas, tía, seguro que escuchas esos chistes veinte veces al día y, además, no tienen ni pizca de gracia». Soporté durante más de quince minutos cómo la azafata madurita trataba de coquetear con mi padre y tras eso, subimos al avión.

Saqué la Vogue que llevaba y comencé a ojear los nuevos modelos de bañadores.

—Papi...

—No, Dakota, no voy a comprarte ropa nueva cuando lleguemos a Hawaii. Si no has traído suficiente te apañas como puedas —interrumpió abriendo su Mac y comenzando a revisar su agenda virtual. «Mierda, me conoce demasiado bien».

—¿Cómo cojones sabías que... ?

—¿Que ibas a pedirme dinero para ropa? Sólo me llamas papá cuando quieres dinero, princesa. —«Mierda, me conoce demasiado bien». Luego me miró por encima de sus gafas de lectura. Hice un puchero con la boca, esperando poder convencerlo.

—Por favor, papi. Necesito un bañador nuevo —rogué con pena.

—Está bien —resopló y volvió a sumergirse en su agenda—. De todas formas, necesitarás ropa adecuada. Tenemos que cenar con alguien muy importante.

«Esa respuesta no me gusta nada». Miré a mi padre con el ceño fruncido, ya que rara vez me llevaba a sus cenas de negocios. Aquello sí que era una sorpresa, sin embargo, no tuve mucho tiempo de pensar cuando el avión se puso en marcha y me agarré con fuerza a la revista. No es que me de miedo volar, pero no es una de mis actividades favoritas.

Tras dos horas de vuelo, observé a mi padre revolverse en su asiento. Fruncí el ceño y le puse una mano en el brazo para llamar su atención; aunque tiene una salud de hierro, los hombres con su posición y trabajo suelen terminar con problemas cardíacos, y aquello me preocupaba. «Siempre trabaja demasiado».

—¿Estás bien?.

—Claro, princesa —respondió agarrándome mi mano con la suya. Me sonrió con cariño, pero vi en sus ojos que algo lo inquietaba, de manera que no aparté el contacto visual. Siempre se pone nervioso cuando lo miro fijamente sin hablar. «Y sin parpadear». Se removió sin responder y comenzó a acariciarme el dorso de la mano con su pulgar.

—George. —Comenzaba a perder la paciencia.

—Princesita —dijo cogiéndo aire y tomándome de las manos. —. Tengo que decirte algo importante.

«Me cago en la puta, ya sabía yo que algo no iba bien».

—¿Te estás muriendo? —pregunté asustada. Sentía mi corazón a mil por hora en mi pecho. Me solté de su agarre y tomé su rostro con mis manos, acercándolo para verlo mejor. «Vale, lo admito, soy un poco neurótica»—. ¿Te duele algo? Papi, por favor no te mueras.

George comenzó a reír a carcajadas, y me agarró las manos de nuevo.

—No me estoy muriendo —dijo entre risas, luego levantó una mano y llamó a la azafata.

—¿Qué necesita, señor? —preguntó la chica solícita.

—¿Puede traer un Whisky para mí y un vodka con naranja para mi hija? —preguntó amable sin perder su sonrisa.

La azafata me miró con el ceño fruncido y yo respondí con una sonrisa tensa.

—Vamos, ¿a qué esperas? —dije molesta, necesitaba saber qué era eso tan importante que mi padre quería decirme. Dirigí la mirada hacia él ansiosa.

—Princesa, sabes que eres mi vida —dijo vacilante tratando de sonreír. «Joder, esto se pone feo»—. Nadie podrá separarnos nunca. Te quiero por encima de cualquier persona, ¿de acuerdo? —«¿Qué cojones le pasa? ¿De verdad se está muriendo?». Comencé a sentir una extraña presión en el pecho que me impedía respirar con normalidad—. Sabes que nunca he buscado volver a casarme porque quería dedicarte todo el tiempo que pudiera, pero... —«Al menos no se está muriendo». Respiré aliviada. «Un segundo, ¿Qué cojones significa ese "pero"?»—. Pero quiero que sepas que estoy enamorado y voy a casarme.

—¿Qué? —grité al borde de la histeria y levantándome de un salto. Sentí un fuerte dolor en la cabeza cuando me golpeé contra el panel superior—. ¡Joder! —exclamé sentándome de nuevo y llevándome las manos a la cabeza. «Esto tenía que ser una broma de mal gusto».

—Princesita, ¿estás bien? —preguntó mientras me agarraba y trataba de mirar si me había hecho algo.

—Estoy bien —dije resoplando y tratando de alejarme de él. En ese instante la azafata llegó con las bebidas y sin darle tiempo a nada, cogí el vaso de Whisky.

—Princesa, no...

—¡Déjame! —grité enfadada antes de tomarme de un trago la copa. Tras eso, tiré el vaso vacío haciéndolo añicos contra el suelo y salí a grandes zancadas hasta el baño, donde me encerré la siguiente hora de vuelo.

«¿Mi padre estaba enamorado?». Aquella pregunta no dejaba de repetirse en mi cabeza una y otra vez. Me parecía la cosa más surrealista del mundo. Aquello debía ser una de sus bromas rancias que yo nunca alcanzaba a comprender, sin embargo, algo me decía que no era así. Y de pronto, como si de un tren a toda leche se tratase, vi pasar toda mi vida junto a George delante de mis ojos. Las navidades en nuestra casa de Los Ángeles, nuestro viaje a Europa cuando cumplí los quince, los días de playa y sol, los sábados que me escapaba de mi niñera para ir a molestarlo a la oficina, las fiestas de cumpleaños que siempre me organizaba y de las que siempre nos escapábamos para ir a cualquier parque de atracciones los dos solos; las noches en las que me arropaba y me contaba cuentos; los almuerzos el día de su cumpleaños y las fiestas sorpresa que le organizaba en su oficina que tanto de quicio le sacaba. Adoraba la complicidad que tenía con George, los secretos y las confidencias; amaba ser la única mujer en su vida. Y ahora aquello se había terminado porque había otra mujer, una de la que parecía estar enamorado. Tomé aire por la nariz y un olor nauseabundo se coló por mis fosas nasales, «¡joder! ¡que peste!». Había olvidado que estaba en el puto baño del avión.

—¿Princesa? —oí la voz de mi padre amortiguada por la puerta—. Princesa, por favor, sal.

—¡Lárgate! —dije molesta levantándome del váter y mirándome en el pequeño espejo. Tenía todo el maquillaje corrido por culpa del llanto. Me lavé la cara.

—Princesa, por favor, tienes que salir de ahí —insistió mi padre.

—¡Que me dejes! —Sabía que si montaba una escena, podría conseguir casi cualquier cosa de mi padre. De manera que decidí quedarme en el baño. Aunque mi intención era no salir hasta llegar al aeropuerto de la isla de Honolulu, un pasajero con la vejiga del tamaño de un cacahuete me obligó a abandonar mi idea.

—¡Eh! ¡Niñata de los cojones, que tengo que mear! —«Coño, que mala ostia tienen algunos». Salí con todo el orgullo y la clase que pude de aquel cubículo que apestaba a cloaca, me dirigí lentamente hasta mi asiento y me deslicé en él tratando de no mirar a mi padre.

—Princesa, por favor, no es tan terrible —dijo casi en un susurro. Sentía su mirada sobre mí rogándome.

—¡Vas a casarte! —dije.

—Baja la voz y tranquilizate.

—¿Cómo quieres que me tranquilice? —me callé en ese momento dándome cuenta que mi padre mantenía una relación con alguien y no me había dicho nada—. ¿Desde cuando? —pregunté.

—Hace cinco años que estamos juntos.

—¿Cinco años? —pregunté elevando las cejas incrédula ante su confesión. «Cinco años son muchos años».

—Princesa, por favor, no montes otra escena. Esto es importante para mí. La quiero y necesito que lo aceptes, que lo entiendas. Necesito que mi hija me apoye —dijo mirándome a los ojos. Tragué saliva perdiéndome en su mirada azul, «¿había dicho que mi padre tiene los ojos azules más bonitos del mundo y que yo los he heredado?». Desvié mi mirada y suspiré, tratando de no llorar delante de él.

—¿Cómo se llama? —pregunté al cabo de un rato con apenas un hilo de voz.

—Es Helen —«Vamos, no me jodas. ¿Con todas las mujeres que hay en el mundo tienes que elegir precisamente a Helen?»—. La conoces y siempre te ha caído bien —«Sí, papá, ese es el puto problema, ¿cómo voy a odiar a Helen?».

—¿Cómo fue? —pregunté sintiendo que debía continuar con la conversación.

—Sabes que lleva trabajando como mi secretaria personal más de quince años y siempre ha estado ahí cuando la he necesitado —Asentí recordando la tarde que la conocí. Tenía once años y me había bajado la regla, no paraba de llorar y Si George no la hubiera llamado, aún seguiría encerrada en el baño sin saber qué hacer—. Pues, hace unos cinco años, en un viaje de negocios, después de una cena informal... simplemente sucedió—. Mi padre sonrió mirando el vacío con un gesto franco y sincero. Sentí mil agujas clavarse en mi corazón, y sin poder evitarlo rompí a llorar. «Maldita Helen».

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