6. Entre caladas
Miraba con atención a Ishtar. Estaba haciendo sus ejercicios en el gimanasio. Entrenaba para un torneo que tendría aquel sábado. Estaba muy ilusionada con ello y con que yo fuera a verle.
Se acercó a mí con una sonrisa, secándose el sudor del rostro.
–Me ducho y vengo, ¿vale? ¿Me esperas?
Asentí. No tardó más de cinco minutos en volver a estar a mi lado. Se quitó el coletero que usaba para entrenar, dejando que su melena cubriera su espalda. Me besó, le correspondí encantada, llevando mis manos a su enorme costado.
–¿Quieres dar un paseo, preciosa?
Asentí. Cogí su mano. Salimos del lugar. Era un bonito día soleado, hacía buen tiempo. Ella sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo encendió y se lo llevó a los labios. Debo admitir que me parecía sexy verla fumar.
Ishtar se dio cuenta de que la estaba observando.
–¿Quieres probar?
Asentí con la cabeza.
–No des una calada muy grande, no te vaya a sentar mal –me advirtió.
Me acercó el cigarrillo a los labios. Yo tomé una calada pequeña. Aún así se me fue el humo y comencé a estornudar.
Ella sonrió levemente de medio lado. Se colocó el cigarrillo en los labios para tener ambas manos libres. Me abrazó dando golpecitos en mi espalda.
–¿Mejor? –Asentí– No te tragues el humo, bestia.
–Ha sido sin querer.
Se rió mirándome con cariño, como a una niña pequeña.
–¿Hacemos un trato? Tú me enseñas a dibujar mejor y yo te enseño a fumar.
–Menudo cambio.
–También puedo enseñarte más cosas –contestó con una sonrisa pícara.
Me quedé absorta mirando cómo daba otra calada a su cigarrillo. Sólo salí de mi ensoñamiento cuando Ishtar soltó una pequeña risa. Negué con la cabeza.
–¿Y por qué no me enseñas a boxear?
Su rostro cambió, volviéndose más arisco. Negó con la cabeza. Continuó caminando, cogiendo mi mano.
–¿Por qué no?
–No me hace gracia que aprendas a boxear.
–¿Por qué no?
–No quiero que te hagas daño.
–Pero así podría defenderme...
–Me llamas y ya. No necesitas aprender.
–¿Y si no me da tiempo?
–¡Aún así no conseguirías nada, Azu! Eres enana.
Miré hacia otro lado. Ishtar respiró hondo.
–Lo siento pero... No. Mira, tendrías que hacer muchísimo deporte de fuerza además de estrategia para aprender a golpear y... Yo sé lo que es eso, Az. Conozco la agresividad, la violencia, los estallidos de furia que acaban en hacerte daño a ti mismo. No quiero eso para ti.
–¿Y tú qué?
–Yo ya no puedo evitarlo.
–¿Hay algo más verdad?
Arrugó la nariz, sobre la que el viento había devuelto su propio humo.
–No me gustan las mujeres musculosas.
–¿Dejarías de quererme?
–No. Pero te prefiero así.
–¿Qué pasa si me meto a entrenar en otro gimnasio?
–No lo hagas, Az.
–¿Por qué no?
–Porque te lo digo yo. Y sé más de boxeo que tú. Mira, enana, eres una mujer muy noble. No quieres ponerte fuerte, descubrir que puedes vencer a cualquiera y despertarte cada mañana con la pesadilla de un ojo morado en el rostro de alguien por un ataque de ira, ¿vale? No quieres.
–Vale. –Caminamos en silencio unos cuantos metros, disfrutando del olor de su cigarrillo (que extrañamente me gusta) y su compañía– Oye, Ishtar.
–Dime.
–Aún no me has contado qué fue lo que pasó.
Ella asintió lentamente.
–¿Seguro que quieres saberlo?
–Sí.
–¿Me prometes que no vas a odiarme?
–¿Por qué debería hacerlo?
–Porque quizá no sea tan buena persona como tú te crees, Az.
–Pasado pisado. Me importa más quién eres ahora.
–Vale... Sentémonos.
Llegamos a un banco. Esperé a que Ishtar comenzara a hablar, dándole su tiempo. Sabía que no era bueno agobiarla. Ella cogió una de mis manos entre las suyas, acariciándola.
–Cuando yo tenía unos diez años, mi padre llegó a borracho a casa. Empezó a gritar a mi madre, diciendo cosas que no entendí. La golpeó. Aquello no era raro, porque mi padre solía pegarle. Pero aquella vez fue a más. Yo me desperté por el ruido y le supliqué que la dejara, yo a esa edad ya era muy grande y fuerte, pude retenerle por un momento; pero él era más fuerte. Me estrelló contra una pared de una patada. Perdí la conciencia. No sé cómo, pero él consiguió hacerle creer a la policía que había sido yo. Que había explotado de rabia y cuando él llegó ya era demasiado tarde. Lo peor de todo es que yo era capaz de hacerlo, él me llevaba al gimnasio y a hacer boxeo con él, mi madre era pequeña en comparación a nosotros... En fin. Yo no dije nada. Me metieron en un centro de menores por un par de años, por homicidio involuntario. Un ataque de ira. Una niña violenta que para colmo tiene diagnosticado un trastorno de déficit te atención con hiperactividad y ya ha tenido varios arrebatos en el colegio por los que ha dejado magullados a algún que otro compañero. Ya está. Cerrado el caso.
–Vaya... Lo siento, Ish.
–Ya. Yo también. Siento no haber hablado para que metieran a ese capullo entre rejas.
–Pero... Me dijiste que habías salido del centro de menores hacía poco.
–Sí. Volví a entrar.
–¿Por qué?
Respiró hondo. Agarró mi mano con más fuerza. La soltó lentamente para acariciarla con su otra mano, distraída. Movía su pierna con nerviosismo, un rasgo habitual en ella. Volvió a tomar aire.
–Después de esos dos años, me devolvieron a la casa de mi padre. No había motivo para no hacerlo, ya que yo nunca había contado la verdad por puro miedo a lo que él pudiera hacerme si me encontraba... Digamos que cubrí el puesto de mi madre. No sólo tenía que tener la comida y la casa a punto para cuando él llegara, sino que también tenía que cubrir sus deseos sexuales. –Dejó escapar el aire lentamente por la nariz– Además, él pagaba sus enfados conmigo. Si a eso le sumábamos que no me compraba mis pastillas para el TDAH, ni me ofrecía ayuda para estudiar... Bueno, me iba cuesta abajo de culo y sin frenos. Eso por no hablar de todos los ojos morados que dejé en el instituto.
–¿Te llevaron por las peleas?
–No. Solía conseguir que los niños no me denunciaran.
–¿Entonces...?
–Él me... Él me...
Bufó. Sacó otro cigarrillo del bolsillo de su camisa, se lo llevó a los labios y lo encendió. Tomó una larga calada.
–Me sentía muy rara, así que me puse en lo peor y compré un test de embarazo. Salió positivo. Me acojoné. Huí de casa, pero no tenía a dónde ir. No tenía más familia ni nadie que me cuidara, y me negaba a denunciarlo a la policía para que me encerraran en un orfanato. –Hacía pausas en cada frase, en las que les daba una calada al cigarrillo y se quedaba pensativa– No confío en la policía. Mi madre los llamó cientos de veces, para nada. Total, empecé a vivir sola, en los callejones, alejándome de los lugares que frecuentaba mi padre. No sabía qué hacer con el bebé, ni sabía cómo conseguir comida ni nada. Tenía catorce años. Aprendí a robar. Era fácil meter la mano en un bolsillo distraído en las horas puntas para sacar un paquete de cigarrillos o alguna cartera. Era, incluso, fácil prostituirse por un poco de dinero. Pero llegó una temporada en la que no conseguía ni un mísero céntimo de ninguna manera, mi barriga rugía y ya no podía soportarlo más. Sentía que me desmayaría como continuara así. Necesitaba comida, y necesitaba nicotina, urgentemente. Atraqué una tienda. El dueño llamó a la policía, me asusté y en un impulso le metí mi navaja entre las costillas. Les conté toda la verdad, así que mi padre terminó en la cárcel y yo en el centro de menores.
Tragué saliva, impresionada por su aterrorizante historia.
–¿Qué pasó... con el embarazo?
–Tuve que abortar por problemas de salud. Tuve una depresión muy profunda después de aquello. Efectos secundarios.
Dejé escapar el aire.
–Joder.
Ishtar asintió. Me ofreció su cigarrillo.
–Con esto pasa mejor.
Le pegué otra calada, esta vez, sin asfixiarme.
–¿Has vuelto a golpear a alguien después de aquello, Ishtar?
–Sólo... en ataques de ira. Nunca voluntariamente. Pierdo el control y... En fin. Pero estoy intentando, Azu, te lo juro, por Dios que te lo prometo. Sólo que... Es muy difícil, después de todo lo que me ha pasado. Pero lo estoy intentando. Por eso hago boxeo, me ayuda a canalizar mi rabia interior. Igual que el dibujo, eso me lo enseñaron en el centro de menores. Poco a poco, Az, poco a poco. Te prometo que voy a llegar a ser una persona mejor –afirmó mirándome a los ojos–. Y... ¡Mírame! Ahora tengo un trabajo legal, mi propio piso y una persona que me quiere. Estoy mejorando... Poco a poco, pero estoy mejorando.
La besé. No hacía falta decir más.
–¿No me odias?
–No. Creo en ti. Quieres cambiar. Y yo voy a estar aquí para ayudarte a hacerlo. Te lo prometo. Por mi vida que te lo prometo.
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