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CUENTO I- LA ANCIANA Y EL PERTURBADO (I)

Años atrás, una anciana despedía entre lágrimas a su marido, un pajarillo más al que se lo llevaba el cáncer. Aquella anciana había sido siempre risueña y feliz, y por eso aquel acontecimiento no iba a impedir que disfrutase con sus seis hijos de una alegre merienda en memoria de su padre.

Seis hijos, como seis soles, como las seis novelas que ella había escrito en vida. La anciana se había pasado toda la mañana cocinando, y ya tenía listos los pestiños, borrachuelos, galletas de almendra y roscos de vino. Con ayuda de sus empleados de hogar los había distribuido en bandejas por todo el jardín de su palacete, que había sido decorado con bandas de color blanco, flores y luces, como si se celebrase el convite de una boda. La tarde transcurrió con alegría y paz, numerosos amigos de su marido acudieron a la fiesta y con micro en mano frente a un atril le dedicaron palabras de homenaje y despedida.

En cambio, sus hijos parecían no estar muy cómodos. La anciana, como madre experimentada que era, se dio cuenta nada más verlos llegar. Tras esconderse el sol entre las lujosas viviendas del barrio en el que se hallaba el palacete, los invitados fueron abandonando la fiesta y la anciana quedó a solas con sus hijos.

—¿Me vais a contar qué es lo que os pasa? — les preguntó.

—Siéntate mamá, tenemos que hablarte sobre la herencia de nuestro padre. — le explicó Ricardo, el primogénito.

Conforme tomaba asiento la madre fue mirando a sus hijos uno a uno, sus expresiones y gestos eran un calco unas de otras: mirada perdida, puños sobre la mesa y cuerpo tenso y estirado, pero sin apoyar la espalda en el asiento. Ricardo de nuevo se aventuró a romper el hielo.

—Lo que te vamos a decir no es fácil de asimilar, hemos preguntado a distintos amigos que trabajan tramitando herencias, tratando de confiar y no manchar la memoria de...

—Papá nos ha dejado sin un duro— se adelantó Brianda —y con todas las cuentas de la familia llenas de deudas. Nuestras viviendas están hipotecadas y casi todas sus empresas en concurso de acreedores.

El silencio se apoderó del lugar, la anciana contemplaba a Brianda esbozando una expresión indescifrable.

—He hecho varias llamadas y he conseguido averiguar que papá invertía el dinero en negocios con fines fraudulentos— añadió Alejo —se ve que los que estaban por encima suya acabaron arruinándole a él también.

La anciana no se vino abajo, ni montó en cólera, ni tan siquiera se mostró turbada a pesar de que sus hijos pensasen eso en aquel momento. Sencillamente pensaba, trataba de recordar cualquier fondo al que no hubiese podido acceder su marido, cualquier ahorro importante que ella hubiese escondido o cualquier persona que les debiese dinero.

—Solo hay una solución— se acabó pronunciando —vender las bodegas de vuestro padre. Estoy segura de que no las ha hipotecado, antes habría aceptado ir a contar sus penas a televisión con tal de no perderlas.

Ricardo, con el rostro tenso, empezó a secar su frente con un pañuelo de seda, se mordía la lengua para no expresar lo que pensaba acerca de lo que acababa de decir su madre, y tan solo porque su hermana Catalina había depositado una mano sobre su brazo, recordándole que debía tener paciencia para poder convencerla.

—Nosotros ya hemos pensado en otra también, y no supondría perder absolutamente nada. — le comunicó Brianda. —Podríamos vender tu séptimo libro a una editorial.

La expresión de su madre cambió por completo, aquello que Brianda se había atrevido a insinuar la había enfurecido mucho más que el hecho de que su marido hubiese arruinado a toda la familia participando en negocios ilegales.

—¡Por encima de mi cadáver! — se opuso la anciana —hace varios años juré que jamás publicaría ese libro. Decidí tener seis hijos y escribir seis novelas, ¡ni una más!

—Mamá, necesitamos el dinero— insistió su hija Victoria —si no nos vamos a ver todos en la calle. Papá una vez dijo que con lo que te ofreció la editorial por esa obra podríamos haber duplicado el patrimonio familiar.

—Vuestro padre tendía a exagerar nuestros logros y esconder los problemas delante de sus amigos. Además, ya os he dicho la única manera de resolver esto.

Marcia, su homónima, se unió a las insistencias de sus hermanos para tratar de convencerla también.

—Mamá, todos sabemos que tienes los cuentos en la cabeza, solo tienes que escribirlos y acabar tu obra. Si la editorial quiso ofrecerte mucho dinero solo con leer un cuento, imagínate cuando entregues el recopilatorio al completo.

Ante la constante negativa de su madre, Ricardo perdió esa paciencia a la que lo estaba atando su hermana Catalina.

—¡Eres una puta egoísta!, ¿sabes el valor familiar que tienen las bodegas?, llevan en pie más de cien años, nosotros ya somos la cuarta generación de la familia que las lleva adelante. No puedes cargarte lo único bueno que nos ha dejado nuestro padre.

—Ni se te ocurra volver a hablarme así. ¡Fuera de casa! — los echó a todos.

Los hijos abandonaron el palacete y dedicaron las semanas siguientes a pensar alguna manera para evitar que su madre vendiese las bodegas. Algunos consultaron el caso con los mejores bufetes de abogados del país, otros la llamaban constantemente para convencerla, pero no había manera. Hacía años, cuando empezó a tener problemas en los negocios, su padre había puesto las bodegas a nombre de su mujer, para que si embargaban sus bienes no las perdiese también.

La única forma de que no las traspasase era incapacitarla, tarea muy complicada teniendo en cuenta que aparecía en numerosos programas de radio y televisión haciendo reseñas sobre libros, en los que demostraba que ella estaba en plena posesión de sus facultades mentales. Además, en caso de que lo consiguiesen, nunca podrían vender el libro de una incapacitada mental a una editorial.

Pero aquel no era el único problema, el escándalo se hizo eco en los medios de comunicación que arremetieron sin piedad contra la imagen del conde de Floridablanca y marqués de Aldama, dos veces grande de España. El marido de la anciana había adquirido mucha popularidad a lo largo de los años por haber sido propietario de una empresa de animación que producía algunas de las series de dibujos más conocidas del país, ahora su fama se había vuelto en contra de su familia.

Tampoco su mujer pasaba desapercibida, la escritora española que más tiempo había mantenido un libro como líder en ventas ahora se enfrentaba a convertirse en la viuda de un conde corrupto que acumulaba importantes deudas con la administración pública. Un gran número de fans, conocedores del último contacto que la anciana había tenido con una editorial, clamaban que publicase su séptima obra. Entre los círculos más afines a la escritora se sabía que aquel recopilatorio de cuentos inacabado era lo mejor que había escrito en su carrera.

Aún así, ella no cedió ante toda esta presión y centró sus esfuerzos en conseguir vender las bodegas a precio de mercado, siendo consciente de que la gente quería aprovecharse de su situación para obtener una ganga. Acabó llegando el día en que la anciana recibió un oferta que sí consideraba razonable. El comprador era un terrateniente cordobés al que sus hijos habían enseñado las bodegas que tenían en Andalucía, había concertado una cita con ella para que le mostrase los libros de contabilidad de la empresa y le informase de la situación financiera por la que atravesaban.

La anciana, que no quería que sus hijos se metiesen más en medio de la venta, decidió viajar sola, a sabiendas de que ella nunca había sido contable ni tenía gran conocimiento de las cifras que manejaba la empresa. Confiaba en sus armas de comunicadora, que siempre le habían servido para aparentar ser más inteligente de lo que en realidad era y moverse en ambientes distintos al suyo.

—Bienvenida a mi humilde morada, señora Almandoz. — la recibió el terrateniente. Aquel hombre, que se presentó como el señor Montalbán, podría tener perfectamente la edad de su primogénito, pero su descuidada barba invadida de canas y el recatado traje que vestía le hacían parecer mucho mayor.

—Eso de humilde... permítame que se lo discuta, si usted viese donde vivo yo ahora nos saltaríamos todos estos formalismos.

El señor Montalbán la acompañó hasta un pequeño salón decorado con muebles de caoba, tapizados de terciopelo verde oscuro y paredes cubiertas de motivos florales, al más puro estilo victoriano. La anciana tomó asiento en un diván y se dedicó a contemplar el paisaje a través de la ventana. Sierra Bermeja había amanecido hermosa, en aquella fría mañana no había nube que ocupase el cielo, los pinsapares se alzaban verdes bajo la luz del sol y el suave sonido de la brisa era interrumpido por el piar de los gavilanes que volaban en busca de ramas sobre las que anidar.

—Veo que es usted una mujer de campo. — observó el señor Montalbán.

—He vivido muchos años paseando entre viñedos, pero me considero una mujer de ciudad, esto es quizás lo que permita que usted y yo estemos manteniendo esta conversación, mi marido no me hubiese dejado vender sus tierras ni sus bodegas.

—¿Quiere un último Floridablanca antes de despedirse del imperio de su marido? — le ofreció.

—Qué manera más ácida de agasajar a un invitado— le espetó ella —pero sí, sírvame un pajarete. Es un clásico de estas tierras y el que solía beber cuando mi marido y yo discutíamos.

El señor Montalbán sacó la botella y dos copas de un mueble y se dirigió a la cocina a por un sacacorchos. La anciana aprovechó para ir sacando los documentos de la contabilidad de la empresa de su bolso y depositarlos sobre la mesa de centro. Mientras lo hacía pensaba con la mirada risueña en hacer una escapada invernal con todos sus hijos ahora que iban a volver a tener algo de dinero.

Una vez el señor Montalbán regresó de la cocina con las dos copas de vino, la anciana comenzó a explicarle el informe de ventas de los últimos tres años, tal y como le había indicado Victoria. Su tercera hija, que había llevado durante varios años las cuentas de las bodegas antes de trabajar para una multinacional, accedió a ayudarle con la venta. Lo sorprendente era que fue ella quien se ofreció a colaborar en cuanto averiguó que tenía un comprador firme.

—Me encanta lo bien informada que está usted de la empresa de su marido. Se ve que para él el vino era sagrado, porque a pesar de haber sido un corrupto tiene las cuentas de la bodega limpias— apreció mientras caminaba hacia un estante situado en una esquina de la habitación.

La anciana tenía en mente una divertida contestación a lo que acababa de decir, pero de repente se encontraba tan cansada que no era capaz de articular palabra. Intentaba por todos los medios que sus párpados no se cerrasen, pero a cada segundo que pasaba era más difícil evitarlo.

—¿Qué me ha echado en el vino, desgraciado? — consiguió murmurar.

El señor Montalbán volvió a acercarse a la mesa de centro y depositó un libro de cubierta negra sobre ella.

—Yo también tengo un documento que enseñarle, pero se trata de un negocio distinto.

Antes de que todo se volviese oscuro, la anciana consiguió leer su título: "Los cuentos de tía Marcia".



¡Buenas!, he subido por adelantado parte del primer cuento porque debido a su extensión lo he dividido para dosficiarlo un poco. Espero que os guste, esta tarde a las 17:00 (hora española), como siempre, subiré la segunda parte y tendréis el cuento al completo.


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