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Capítulo 5

Me vestí lo más deprisa y sigilosamente que pude, pero aún así, Alice se despertó.

- ¿A dónde vas? - preguntó, frotándose los ojos.

- Fuera.

- ¿A dónde?

Sabía que lo de la noche anterior la había dejado preocupada y que no me dejaría marchar sin una explicación.

- A la ciudad.

- ¿Tan pronto?

- Quiero preguntar cuánto costaría poner wifi en esta casa, y no me apetece hacer cola. - mentí.

- Está bien. - ronroneó volviendo a cerrar los ojos.

Iba a marcharme directamente, pero decidí tener un detalle y acercarme a darle un beso en la mejilla antes de salir por la puerta.

Bajé las escaleras y me encontré a Arnaud en el salón. Era un niño al que le costaba mucho dormir y además se despertaba en cuanto salía el sol.

- Arnaud...

Me fijé en que estaba sujetando un pequeño marco.

- ¿Soy yo? - me preguntó.

Me acerqué y la cogí. Era una foto de Elliot de pequeño, más o menos de cuando tenía su edad.

- No, no eres tú. Era... - me corregí al recordar que para los demás seguía vivo, aunque Arnaud no supiese de su existencia - Es mi hermano.

Su confusión era comprensible. Mirabas a la foto y después a Arnaud y parecían el mismo niño.

- ¿Dónde está?

- No lo sé. - respondí.

Dejó la foto sobre la mesa de dónde la había cogido.

- ¿Por qué yo no tengo un hermano?

Sonreí.

- ¿Quieres un helado? - le cambié de tema.

- ¡Sí!

- Entonces ven.

Lo subí al coche de mi padre. Habían sacado del trastero una de las viejas sillitas que usaban con nosotros para que Arnaud pudiese viajar también.

Echaba de menos mi coche, pero tendría que conformarme. No sabía que había sido de él. Todavía conservaba sus llaves, a las que por cierto, les puse el llavero de Alice.

Cuando llegamos, me puse las gafas de sol para evitar un poco ser reconocido.

- A mí no me molesta la luz. - dijo Arnaud.

- A mí tampoco.

Caminamos sobre el puente y llegamos a Correos. Saqué el sobre con la carta que había escrito para Axel de mi chaqueta. Después se lo di a Arnaud para que lo echase en el buzón porque le hacía ilusión.

- No le digas esto a tu madre.

- ¿Por qué?

- Porque es nuestro pequeño secreto.

La carta viajaría hasta Rusia. Prim había recordado una cosa durante aquella videollamada: Axel tenía una tía allí.

La mujer era una escritora bastante conocida. Durante una conversación hacía varios años, Prim le había recomendado uno de sus libros a Axel sin conocer la relación de parentesco que tenían. Axel le dio su dirección y la animó a escribirle. Prim nunca se atrevió, pero todavía conservaba su dirección en un papel y Brent me la había enviado por WhatsApp.

No era una pista muy buena, pero era lo único que se nos había ocurrido para tratar de encontrarlo.

Katiusha Smirnov, así se llamaba la mujer.

- ¿Vamos a por el helado? - le pregunté a Arnaud.

- ¡Sí!

Encontramos una pequeña cafetería donde tenían helados. Por supuesto, no eran artesanales, pero no creía que a Arnaud le importase mucho. Al fin y al cabo, un chute de azúcar es un chute de azúcar para un niño.

- ¿Comment tu t-appelles? - le preguntó la camarera que nos había atendido.

Arnaud me miró a mí, asustado.

- Dis-lui. - le dije.

Pero Arnaud no contestó.

- Il s'appelle Arnaud. - contesté por él.

Ella sonrió y le dio dos caramelos.

Me di cuenta de que nunca me había molestado en educar a Arnaud en mi lengua, en la lengua en la que estaba su nombre.

- ¿Entiendes a los abuelos cuando te hablan? - le pregunté.

Él negó.

- No mucho...

- Habrá que ponerle remedio. - dije levantándome para ir a pagar.

- ¿Por qué no volvemos?

A decir verdad, me sorprendió su pregunta.

- ¿No te gusta este sitio? - le pregunté mientras me volvía a sentar.

- Me aburro.

Sonreí.

- Llevas muy poco tiempo, dale una oportunidad. Además, pronto irás a educación infantil y harás nuevos amigos.

- Quiero volver a casa.

Suspiré.

- Te adaptarás.

Él puso morritos pero lo que no sabía era que conmigo no funcionaría.

- Te vas a cansar tú antes que yo. - le dije mientras pasábamos por delante de una panadería.

Entonces se sentó en el suelo.

- Oye, ¿qué haces? Levántate ahora mismo. Tenemos que volver.

- ¡Quiero volver a casa!

- Vamos. - tiré por su brazo.

- ¡Quiero volver a casa! ¡Quiero volver a casa! ¡Quiero volver a casa!

Gritó tan fuerte que todo el mundo lo miró. Le tapé la boca con la mano: no podía dejar que siguiese llamando la atención. Lo que menos me apetecía en aquel momento era que me descubriesen por su culpa.

- Escucha, no vamos a volver. ¿¡Entendido!? ¿¡Entendido!? - gruñí un poco más fuerte de lo que me hubiera gustado.

Él quiso llorar, pero estaba demasiado asustado.

- Vamos. - ordené.

Entonces nos cruzamos con mi madre y, al verla, Arnaud se escurrió de mi agarre y corrió a abrazarse a ella.

- ¿Qué ocurre? - preguntó ella, riéndose de su reacción.

Arnaud no era capaz de hablar.

- ¿Y tú por aquí? - me preguntó.

- Ya sabes, dando una...

Entonces escuchamos un grito. Nos giramos y vimos a unos turistas gritar desde el puente. Parecían alemanes.

Nos acercamos corriendo a ver qué pasaba.

- Mein Sohn kann nicht schwimmen! - gritaba la mujer.

Mi madre tiró por mi brazo y señaló al río Mosa: un bracito desesperado asomaba en el agua.

Corrí hacia el agua y salté sin pensarlo dos veces. El brazo ya había desaparecido.

Los gritos de sus padres y sus hermanos me ponían todavía más nervioso. Yo nadaba, me zambullía, pero no lograba encontrarlo.

Se quedaron en silencio, lo que fue peor todavía.

Entonces, por un casual, toqué su mano en el agua. En una milésima de segundo sentí alegría y miedo a la vez, por no saber en que estado lo había encontrado.

Buceé y tiré por él a la superficie hasta que tuvo la cabeza fuera del agua. Lo saqué como pude y dos personas empezaron a reanimarlo mientras yo intentaba recuperar el aliento tumbado en el suelo.

Se acercaron muchas personas a nosotros, incluidos sus familiares. La madre lloraba, supuse que lo daba por muerto, mientras que el padre intentaba abrirse paso hasta su hijo a base de empujones. Al final, el niño reaccionó y soltó todo el agua que había tragado.

Un señor se acercó a ver si yo estaba bien.

- ¡No me toque! - le grité.

Me senté y me quité la camiseta para escurrirla. Después me sacudí el pelo.

- ¡Marcel! - me llamó mi madre, que vino corriendo a abrazarme.

Yo la detuve.

- Vámonos. Ya.

- ¿Estás bien? - me preguntó.

Entonces me di cuenta de que me estaban grabando muchos de los espectadores del show. No tenía las gafas puestas.

Corrí hasta el coche y me marché sin esperar a que mi madre y Arnaud llegasen. 

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