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Capítulo tres



La biblioteca de Lord Collington era lujosa sin llegar a ser opulenta. La madera noble de la mesa y las librerías impregnaban la estancia de una elegancia que se veía mitigada por los tonos neutros de los textiles presentes en cortinas y en los forrados de sillones y sillas. El mobiliario era ligero y refinado, en caoba y nogal oscuro. La sensación general de la casa era la misma que la de sus propietarios: distinguidos pero sobrios.

Shein tomó el vaso que le ofrecía su anfitrión sin dejar de observar cada una de sus expresiones. Había dedicado todo un día a estudiar y analizar a los dueños de Nymphouse, sus costumbres, sus ideas, sus reacciones, pero hasta ese momento no había sido más que otro de los invitados de la fiesta que los Collington daban tras el año nuevo para la pequeña nobleza de la zona. En ese momento, su posición en la finca familiar del vizconde había cambiado, cosa que se reflejaba de forma evidente en el trato.

Collington parecía ahora más precavido y también interesado, aunque no había perdido ese toque de cordialidad que hacía de él un hombre muy bien considerado en la aristocracia inglesa. Era un hombre bien parecido. Supuso que las mujeres lo considerarían guapo, con aquel cabello rubio plagado de gruesos bucles y la cara de niño aún sin madurar. Tenía una mirada que era inocente y ruda a la vez, a la que acompañaba una expresión casi siempre risueña. Era más alto que Shein aunque no más fornido y en su forma de moverse y proceder quedaba bien patente el origen de su noble abolengo.

Comparado con aquel adonis, Shein podría considerarse incluso poco agraciado, pues no disponía de aquella complexión tan atlética. Él se consideraba un tipo agradable, de estatura alta para ser inglés, con la expresión un poco hosca pero con el atractivo suficiente para seducir al género femenino. Había empezado a peinar canas, pero eso solía gustarles a las mujeres; como también les gustaba su rostro atezado y sus ojos negros.

Tampoco es que fuera a sentirse celoso de la belleza de aquel muchacho; no era Shein una persona con inseguridades y mucho menos con emociones mezquinas como la envidia. Al contrario, sentía cierto pesar por el vizconde: las damas debían haberlo perseguido denostadamente durante su soltería. Pobre chico, le caía bien. Le hubiera gustado tener tiempo de convertirlo en un aliado, pero dados los recientes acontecimientos no podía hacer otra cosa que enmendar los daños. Fue el vizconde quien rompió el silencio.

—De modo que mi doncella no es francesa —dijo sin darle mayor importancia al hecho.

—¿Dice ser francesa? —inquirió Shein, molesto porque Elisabeth renegara de su propia nacionalidad.

Se preguntó cómo habría llegado tan rápido Lord Collington a esa conclusión, sorprendido al mismo tiempo por la impasibilidad que mostraba su interlocutor. A Shein le costaba mucho entender los engranajes de aquella situación, pero esperaba sinceramente sacar algo en claro de su conversación con el vizconde.

Cuando le había increpado en el pasillo del servicio, tan solo le había reprochado sobre lo inconveniente que era deambular por su propiedad sin haber sido invitado a ello, e incluso había bromeado con la molestia que podía suponer para sus criados que él estuviera en medio de su área de descanso, furioso como un pequinés y elevando el tono de voz. No sabía qué pensar. Marcus Chadwick parecía estar disfrutando de la escena, y el hecho de que no pusiese en duda la falsa identidad de Beth, tampoco hacía nada para aclararle cuáles eran las intenciones de su anfitrión.

—Desde luego —respondió—. Hannah Lubrelle entró al servicio de la familia de mi esposa con las mejores recomendaciones.

—Pues es inglesa de los pies a la cabeza. Y no se llama Hannah Lubrelle, sino Elisabeth Poirier —aclaró Shein, sin poder evitar una mueca de rechazo ante la identidad que había estado usando Beth. No lograba casar la imagen de su rostro con aquel nombre, que incluso al pronunciarlo había parecido fuera de lugar.

—Ah, pues ese apellido suena a francés —replicó Collington con sorna.

—Era el apellido de su esposo —respondió sin encontrar la gracia al asunto—. Es viuda.

El vizconde solo asintió con la cabeza y se quedó mirando al suelo con aire distraído.

—¿No va a cuestionar lo que le digo? —preguntó Shein, contrariado.

Por la puerta abierta de la biblioteca vio pasar el reflejo verde de un vestido que reconocía como el de la vizcondesa de Collington. Se detuvo un segundo y en seguida reanudó la marcha. ¿Les estaría espiando?

—Bah, ya teníamos nuestras dudas. Usted solo ha venido a refrendar nuestras sospechas —respondió con sonrisa plácida.

—¿Y estaban tan tranquilos sabiendo que les mentía? —Empezaba a pensar que este Lord Collington era un tanto excéntrico. La gente obtenía diversión en las cosas más estúpidas, pensó.

—Todo el mundo tiene derecho a tener un pasado —respondió Collington con un encogimiento de hombros.

—Pues el de la señora Poirier tiene varios capítulos relevantes que veo que desconocen por completo.

—Bien, y para eso estamos aquí. ¿Qué es lo que me estoy perdiendo, Redcliff? ¿De qué conoce a nuestra Hannah?

Shein aprovechó para estirar un poco los músculos de su espalda. Había acumulado bastante tensión en los últimos días; la búsqueda a contrarreloj le había pasado factura y toparse de frente con aquellos ojos azules le había envejecido diez años, como poco.

—Creo que lo más acertado en esta situación sería una exposición directa de los hechos, aunque debe comprender que no estoy autorizado a desvelar ciertos aspectos de mi labor profesional —advirtió al vizconde.

Una vez terminada la guerra y con Napoleón desterrado en Santa Elena, la participación de algunos agentes de la corona había sido desvelada y puesta en conocimiento de la sociedad. Solo en el caso de aquellos que se hubieran retirado, como era el suyo. Shein no tenía ya que ocultar su identidad, pero había muchos detalles de sus investigaciones que no podrían ser jamás revelados. Collington lo sabía, desde luego, y cabeceó en señal de aceptación.

—Usted sabrá qué es lo que quiere contar y de qué manera quiere hacerlo, Redcliff. No puedo estar menos inclinado al chismoseo, créame.

Shein rodeó la amplia mesa de despacho y se situó junto a la ventana. El jardín de Nimphouse estaba muy bien iluminado y ofrecía una vista serena y agradable. Le gustaba aquel sitio, concluyó. Quizá tomase algunas ideas para su finca de campo, esa cochambre de casa solariega que venía con el título de conde de Redcliff.

—El desempeño de mis funciones incluía vigilar cualquier tráfico de información que se produjese en torno a la embajada británica durante los años que estuve destinado en París. Había varias personas bajo sospecha, por diversos motivos. Uno de los hombres habituales en las fiestas y reuniones parecía estar en contacto con personas cercanas a la inteligencia francesa. Me pegué a él y así fue como conocí a Elisabeth.

—¿Qué papel jugaba ella?

—Trabajaba como doncella en la casa de Lord Stonelake.

—Un momento. ¿Stonelake? ¿El mismo que fue invitado a abandonar Londres porque intentó seducir a la princesa Amelia? —preguntó Collington, quien había abandonado en el acto su pose divertida.

Era una historia triste la de la princesa Amelia de Hannover. Había sido la más pequeña de los trece vástagos del rey Jorge III y, por ello, una niña muy protegida. Jamás pudo casarse pues su madre, la reina Carolina, quiso que sus hijas más pequeñas le acompañasen durante la enfermedad de Jorge III, que padecía de porfiria. Después, la propia Amelia comenzó a sufrir una sucesión de enfermedades que acabaron con su vida a la triste edad de veintisiete. Se decía que su muerte fue el desencadenante de que el rey Jorge perdiera totalmente la razón, episodio que dio lugar a que fuera su heredero, el príncipe de Gales, quien gobernase, desde hacía ya siete años, como príncipe regente.

—El mismo. Ese hombre siempre se ha empeñado en apuntar mucho más alto de lo que su grado de barón le permitía. Fue una vergüenza como Lord en Inglaterra y se convirtió en otra mayor al llegar a Francia —confirmó Shein, en sintonía con el desprecio que manifestaba Collington por el susodicho aristócrata —. Estábamos convencidos de que tenía contactos en ambos bandos y que su intención era la de favorecer los intereses de Napoleón.

—Maldita comadreja —farfulló el vizconde. Se acercó a la mesa, abrió un cajón de madera y tomó un puro. Tras rechazar Shein el ofrecimiento, se lo llevó a la nariz y lo olfateó—. Ese tipo al menos ha tenido la decencia de no volver a poner un pie por Londres.

Eso no era cierto, pero era un aspecto que Shein no podía revelar. Stonelake no solo había vuelto a su país, sino que andaba detrás de algo, o de alguien, para ser exactos.

—La cuestión es que tenía que vigilarle de cerca. Pasaba a menudo por su casa, tomaba el té con su esposa, y acabé intimando con una de sus criadas...

—Y aquí es donde entra en acción nuestra Hannah. Ella le supuso una distracción en medio de su misión de vigilancia —concluyó erróneamente su interlocutor.

—Elisabeth... —remarcó con énfasis el nombre. No soportaba ese otro con el que ella se hacía llamar— no fue una distracción: estaba implicada de forma directa.

Aquello disipó el aire divertido del rostro de Collington. Había que reconocer que era un hombre sagaz, pues se notaba que ya empezaba a encajar algunas piezas. Esa última declaración también consiguió que el reflejo de un vestido verde volviera a atravesar el espacio exterior a la biblioteca. Shein podía imaginar que la mujer se moría de ganas por entrar y formar parte de la conversación, pero por algún motivo se mantenía al margen.

—¿De qué está hablando? —preguntó Marcus Chadwick sin poder ocultar su tono de sospecha.

—Elisabeth servía a Stonelake de correo, según todas las evidencias de las que disponemos. Su cometido consistía en sacar los mensajes cifrados de la casa y entregarlos a un intermediario en el mercado de Les Halles.

—Entonces ella... era... —auguró Collington, tras unos segundos, sin atreverse de decirlo.

—Una espía. —Para Shein, la palabra carecía de connotaciones peyorativas, pero además, había tenido que asumir mucho tiempo atrás la participación de Elisabeth en los planes del barón Stonelake y el hecho de que estuviese involucrada en actos de traición a la corona de Inglaterra.

—Entiendo. —Lo dijo con un leve rastro de desconfianza. No ponía en duda lo que acababa de descubrir, pero tampoco lo daba por cierto. Era evidente que Elisabeth había conseguido ganarse la confianza de su nuevo patrón—. Ella era su objetivo. Cazarla a ella para luego cazar la presa mayor.

—Al principio lo fue. Después... empecé a preocuparme por ella. No puedo asegurarle que fuera consciente del papel que jugaba en el desarrollo de la guerra, pero si puedo garantizarle que hice todo lo posible por protegerla de sí misma.

—La apreciaba —concluyó su interlocutor.

—Aún lo hago.

—Y su objetivo aquí es...

Su objetivo. Shein se había preguntado en multitud de ocasiones cuáles eran las razones que motivaban su cruzada personal para encontrar a Elisabeth. Se decía una y otra vez que era el comportamiento lógico en un espía. Pero, una vez terminada la guerra, no había motivos para seguir buscándola, y sin embargo no había sido capaz de detenerse. Optó por contar una verdad a medias.

—Cuando Su Majestad me otorgó el condado de Redcliff y me retiré del servicio activo, decidí que tenía que resolver este asunto que me ha estado persiguiendo durante ocho años. No sé si actué justamente con Elisabeth, hay muchas cosas que no supe entonces y que me gustaría conocer ahora. Por otro lado, está el hecho de que ahora tengo uno de esos títulos nobiliarios tan codiciados y mi obligación es perpetuarlo, según tengo entendido.

A eso, el vizconde de Collington reaccionó arqueando las cejas doradas y plagando su frente de arrugas. Su expresión era una mezcla de confusión e incredulidad, como cuando una persona se pregunta una cosa y a la vez se le ocurre la respuesta.

—Disculpe, pero...

—Quiero perpetuarlo con ella —aclaró con total convencimiento y se dio el gusto de comprobar que había conseguido descolocar al vizconde.

—¿Quiere convertir a mi doncella, a una espía francesa según sus propias sospechas, en la condesa de Redcliff? —inquirió agrandando los ojos.

—Debe comprender que no considero culpable a Elisabeth de haber terminado en unas circunstancias en las que estaba obligada a cumplir órdenes. Antes de entrar al servicio de Stonelake, vivió en la calle durante algunos meses, en unas condiciones que... —Shein cerró los ojos ante aquel recuerdo. No le gustaba imaginar a Elisabeth mendigando y robando—. Cuando uno no tiene ni techo ni comida, los principios y lealtades se convierten en algo superfluo. ¿No le parece? Puedo perdonar que pusiera en peligro los intereses de Inglaterra. No es menos cierto que su participación fue insignificante. Y yo... Han pasado ocho años, Collington. La guerra me arrebató muchas cosas. No quiero que también me la arrebate a ella.

—Es usted un majadero —le increpó Collington—. Por el amor de Dios, es un héroe nacional. ¿Qué cree que dirá la nobleza cuando se corra la voz? Amigo, lleva poco tiempo siendo aristócrata, y tal vez ande un poco desorientado. Escúcheme bien: los condes no se casan con doncellas.

Lo que hicieran o no los condes era algo que a Shein Dereford bien poco le importaba. No había pedido aquel título, incluso había intentado rechazarlo, pero el príncipe regente había sido más que claro al respecto: no era un regalo sino una imposición. Inglaterra estaba rebosante de soberbia tras la guerra y conceder algunos títulos nobiliarios solía reflejar mejor que cualquier otra disquisición el esplendor británico. Shein no era más que otra pieza en el puzzle de la política europea, no se quejaba, pero no iba a permitir que le condicionase la vida y así se lo había manifestado con absoluta rotundidad al príncipe Jorge. En última instancia, el conde de Redcliff viviría conforme a sus propios preceptos y al demonio con la opinión del resto del beau monde.

«Los condes no se casan con doncellas».

Bueno, eso sería algo que pronto cambiaría.

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