Capítulo dos
Qué torpe. Qué torpe e imprudente había sido. A medida que avanzaba por el salón del vizconde de Collington, iba siendo cada vez más consciente de la estupidez que acababa de cometer. ¿Qué demonios le pasaba? Su estrategia estaba más que definida cuando llegó el día anterior a Nymphouse. El acercamiento tenía que ser gradual y debía poner a los vizcondes de su parte en primera instancia. Por tanto, lo que debería haber hecho al verla era continuar con la conversación como si nada hubiera pasado; después, quizá, prevenir a los Collington de sus intenciones y, por último, interceptar a la mujer y exponerle sus opciones.
Pero Shein Dereford no había hecho nada de eso. Había actuado de forma impulsiva y ahora se arrepentía.
En su descargo, había que decir que no esperaba encontrarla en medio del salón de baile. Hasta donde él sabía, las doncellas no los frecuentaban. No debería haberse cruzado con ella hasta que hubiera conseguido exponer la situación a sus anfitriones y asegurarse un buen desarrollo de los acontecimientos. Pero, por supuesto, en sus cálculos no había entrado la posibilidad de topársela sin previo aviso; y tampoco había esperado que su imagen le causara tal impacto.
Todo eso ya daba igual, porque lo único verdaderamente relevante en aquel momento, lo que se repetía en su cabeza como un letanía era que había encontrado a Elisabeth Poirier.
Ocho años después, la había encontrado.
No necesitó más que dos segundos para reconocerla; el cabello del color del oro viejo, el rostro en forma de corazón que no había perdido un ápice de frescura, los almendrados ojos azules que le habían mirado desde la distancia con desconcierto y un pequeño ápice de pavor. Quizá había sido aquello lo que había puesto en movimiento los viejos mecanismos de caza que todo agente conserva, incluso retirado. El instinto tomó el control y le permitió adivinar su intención de huir. Otra vez. Ese había sido todo el incentivo que precisó para salir en pos de ella, cruzando el salón de los Collington sin dar una explicación y sin la menor finura, por cierto.
No era lo que se esperaría de un agente eficiente, metódico y discreto como él, pero, por lo visto, lo concerniente a aquella mujer le privaba de sus aptitudes más elementales. No era la primera vez que ocurría. Aunque, esta vez, una variopinta selección de la pequeña nobleza del condado de Rochester lo estaba presenciando.
La persecución se estaba tornando difícil, sin embargo. La muchedumbre presente y la agilidad de Elisabeth no ayudaban. Shein intentaba no perder de vista aquella falda gris oscuro que destacaba entre los vestidos en tonos alegres del resto de invitadas. La señora Poirier conseguía moverse entre todas ellas sin llamar la atención, parecía una ráfaga de aire que ni siquiera era percibida por la gente a su alrededor. Él, sin embargo, parecía un elefante en una cacharrería, apartando sin ninguna diplomacia a todo aquel que le suponía un obstáculo.
Ahora Shein empezaba a pensar que podría perder su rastro, ya que ella había ganado ventaja y había conseguido escapar por un estrecho pasillo lateral que daba a unas escaleras. Eran las del servicio, supuso Shein por su estrechez y auteridad. La casa del vizconde de Collington constaba de tres plantas distribuidas en dos alas. Justo en el extremo externo del ala este, donde se encontraba el salón de baile principal y las cocinas, se disponían aquellas escaleras que llevaban hasta las habitaciones del servicio, en la tercera planta. Shein subió los peldaños de dos en dos y aun así comprobó que perdía el rastro de la mujer.
Cuando consiguió alcanzar el último rellano, escuchó cerrarse una puerta de golpe y siguió avanzando, con la respiración algo afectada por el esfuerzo, hasta llegar al recodo del pasillo donde se veían al menos una docena de puertas, todas ellas cerradas. Daba igual. Ni siquiera un millar de puertas cerradas a cal y canto hubieran podido detener a Shein Dereford. Tal era su determinación por encontrar a aquella mujer.
Estaba allí, a solo unas puertas de él. ¿Cuál sería la suya? Una corriente conocida y familiar recorrió su columna, como en los viejos tiempos en los que la persecución de una presa o el proceso de investigarla le imbuía de esa extraña euforia. Abrió varias puertas; ninguna estaba cerrada con llave, todas las habitaciones vacías. Claro, un baile como el que ofrecían los vizcondes aquella noche requería de un gran despliegue de criados para que todo funcionase a la perfección.
La primera puerta que encontró cerrada era la del dormitorio de Elisabeth. Lo supo de inmediato porque su olor aún flotaba en el aire; no había cambiado en ocho años.
Inspiró en un intento de recuperar el aliento y llamó.
—Señora Poirier... Elisabeth. ¿Está ahí?
Silencio.
No se oía nada a través de la puerta, pero sabía que no se había confundido de dormitorio, e intuía que ella estaba parada, justo tras la hoja de madera, esperando. Aunque también podía estar preparando un bolso para salir disparada por la ventana. ¿Tenían rejas aquellas ventanas? Era un tercer piso, pero aún así... Se giró con premura y entró en la habitación que había justo en frente. Estaba oscuro y la poca luz que entraba por el ventanuco le dejó claro que Elisabeth no tenía escapatoria.
Algo más calmado, cerró la puerta y se apoyó unos segundos contra ella. En aquel momento, se imponía la diplomacia. No más estupideces, se prometió. Era bastante obvio que Elisabeth no podía huir por más que esas fuesen sus intenciones, no tenía más remedio que escucharle, y tenía que aprovechar esa baza de la diosa fortuna para conseguir entenderse con aquella maldita fémina.
—Sé que estás ahí. Oye, escúchame —dijo en tono conciliador, abandonando el trato formal—, solo quiero hablar contigo. No estoy aquí para perjudicarte. Solo hablar. Abre la puerta.
Otra vez silencio.
Shein notó un pequeño ramalazo de impaciencia en la boca del estómago, que se obligó a ignorar. Podía jactarse de ser un hombre inconmovible, cabal; sin embargo, las circunstancias se habían precipitado de un modo que le dificultaba mucho controlar aquellas rebeliones internas. Eran muchas las preguntas que se agolpaban en su mente, y temía no recibir ninguna respuesta desde el otro lado de la puerta.
—Tal vez no entiendas que no pienso moverme de aquí hasta que me abras. Sé que no puedes escapar por la ventana y no pienso irme hasta que hablemos. Tú decides, pero preferiría hacerlo cara a cara.
—¡Pues yo no! —grito una voz furiosa desde dentro.
Si en algún momento se le había pasado por la cabeza que Elisabeth Poirier pudiera estar asustada porque la hubiese encontrado, aquel tono huraño le dejó muy claro que se equivocaba. No pudo evitar sentir un atisbo de orgullo hacia ella. Era una mujer valiente, nunca lo había puesto en duda, pero dadas las circunstancias de su último encuentro, esperaba encontrarla aterrada.
Ocho años atrás, ella había sido una pieza clave de su misión. Investigaban a un despreciable lord inglés que estaba pasando información trascendental a los altos mandos franceses. Aquel maldito traidor vivía con toda la pompa en París, lugar a dónde él fue destinado con el único propósito de conseguir las pruebas que permitieran poner al aristócrata entre rejas. Para eso, fue necesario que Shein tomara como amante a una doncella que estaba implicada en la trama de alta traición a la corona.
Durante semanas había estrechado los lazos con ella, pero no había conseguido que la muchacha le diese algún indicio sobre su participación en los planes de Lord Stonelake, el hombre que estaba poniendo en jaque al servicio secreto británico.
La espera fue demasiado para su superior, Federson, y una noche se presentó en la habitación que compartía con la doncella para darle un ultimátum: o demostraba su participación en la trama y obtenía su ayuda o tendría que eliminarla.
Shein supuso en aquel momento que Federson se había percatado de su encaprichamiento con la joven, y por eso utilizaba la amenaza contra él. Quería resultados y esperaba obtenerlos mediante la coacción, motivo por el que Shein tomó la decisión de seguirle la corriente e intentar apaciguarle. Por desgracia, toda aquella conversación la había escuchado la persona menos indicada, la doncella a la que había tomado por amante: Elisabeth.
Dados aquellos antecedentes, la mujer al otro lado de la puerta debía estar pensando que su vida o su libertad estaban en juego.
—Déjame explicarte lo que ocurrió. Si abrieras la puerta y me dejases hablar contigo, entenderías que no tienes nada que temer —le aclaró.
—No te tengo ningún miedo —gritó con una voz un tanto chillona.
No, desde luego, no parecía estar asustada, sino furiosa. Las mujeres eran sumamente volubles, impredecibles, gruñonas. Shein jamás había logrado entender a ninguna. Puede que después de todo, Elisabeth Poirier estuviese más dolida por la propia traición de Shein que asustada por las consecuencias de sus actos. Se dijo a sí mismo que ella no tenía ningún derecho a estar enfadada, habida cuenta de su participación en una trama que era alta traición a la corona inglesa, pero también recordó que tenía que ponerla de su lado si quería conseguir sus objetivos.
—Mejor —añadió, dando un paso adelante para que su voz le llegase más clara—, mucho mejor, porque no tienes ningún motivo para tenerlo. Te prometo que si abres la puerta y me dejas pasar responderé a todas tus preguntas. Por favor, Elisabeth, llevo mucho tiempo buscándote.
—¿Y para qué? ¿Para detenerme? ¿Para matarme? —inquirió ella a través de la puerta.
—No, por Dios, claro que no. Debes saber que aquello ya pasó, Elisabeth. Ni voy a detenerte ni voy a hacerte daño. Nunca pensé en hacerte daño, créeme. La guerra terminó, y ahora... yo solo quiero aclarar las cosas.
Había más de verdad en aquella afirmación de lo que él mismo quería reconocer. La contradicción nunca le había dejado vivir tranquilo desde que la conocía, pues despreciaba cualquier tipo de deslealtad y le costaba mucho aceptar la connivencia con una mujer que había llegado al extremo de renegar de su patria, pero tampoco había sido nunca capaz de acallar las tumultuosas emociones que Elisabeth despertaba en él.
Maldijo la puerta que les separaba y la golpeó con frustración.
—Déjame verte, maldita sea.
Lo que menos esperaba, en realidad, era que la puerta se abriese, pero fue lo que ocurrió. En el quicio de la puerta apareció una mujer alta y esbelta, que había crecido en sensualidad y atractivo. La joven de veinte años con la que compartió la cama años atrás era hermosa, pero la mujer adulta que tenía ante sus ojos era sencillamente fascinante. Los ojos de un azul muy vívido, encendidos ahora por la furia; el cabello austeramente recogido, que él sabía que brillaba como el oro viejo cuando se desparramaba por los almohadones blancos; la boca, redonda y jugosa, que lucía un rictus disgustado. Se sintió paralizado por la belleza que había creído tener muy vívida en su memoria, pero que ahora se veía superada por la imagen que tenía ante sí. El anhelo interior le golpeó y le impidió pensar con coherencia.
—Bien, yo... —balbuceó, inseguro.
—¿Y tu acento? —Elisabeth pasó de un ceño confundido a uno completamente acusador— ¡No eres francés!
Sin duda, algún día llegaría a comprender como había podido encadenar tantos errores en una sola noche. Aunque, en esta cuestión concreta, poco podía haber hecho Shein por aclararle a Elisabeth su verdadera nacionalidad ¡pues no había tenido oportunidad!
Esta no era el reencuentro que había esperado, pensó con rencor. No había previsto que Elisabeth fuera quien se enfureciese. Había imaginado la escena con ella sentada en una silla maltrecha, avergonzada y cabizbaja, él paseando con aire dominante, acusándola por todo lo que había hecho. Pero, sin saber cómo, estaba disculpándose con aquella fémina reguñona, rogándole que le escuchara y confesando su parte de engaño en el juego.
—No. No soy Jean Paul Levesque. Él nunca existió. No era más que una tapadera, una identidad falsa para garantizar mi seguridad en Paris. —Tuvo que reconocer.
—¿Quién demonios eres? —Shein lamentó comprobar como aquellos turbulentos ojos azules se llenaban de decepción.
—Soy Shein Dereford, conde de Redcliff —confirmó sin mucha convicción ante la mirada de estupor de ella.
Cuando se inclinaba con una leve reverencia de presentación, la puerta se le cerró en las narices.
Maldijo por lo bajo y se sintió completamente ridículo. ¿Qué esperaba? Por muy justificadas que estuvieran sus acciones, a ninguna mujer le gusta que le mientiesen, y desde luego lo de la reverencia había sido una soberana estupidez. Jamás se había sentido tan cercano a un pez fuera del agua, pero es que no sabía cómo comportarse con ella. Quería zarandearla por lo que había hecho y por cómo había desaparecido, quería abrazarla y besarla para saciar el hambre que había sentido por ella desde entonces, y también quería protegerla de un modo tan feroz que ni lo comprendía. El problema era que necesitaba su colaboración para todo eso, y no sabía cómo obtenerla.
—Por el amor de Dios, Beth, deja que te explique. Tenía órdenes.
—¡Ya las escuché!
Sí, lamentablemente esa era la verdad. Había escuchado cada una de las duras palabras que su jefe le había soltado aquella noche, y él ni siquiera se las había rebatido, solo le había dado la razón para quitárselo de encima. Errores, errores. Shein llevaba un buen cúmulo de ellos a la espalda.
—Te equivocas. Lo que escuchaste... No iba a hacerlo. Tienes que creerme. Abre la puerta y...
—¡No voy a abrir la maldita puerta! —La voz grave y dulzona de Elisabeth se convertía en un graznido estridente cuando chillaba. Era molesta e irritante.
—¡Pues yo no voy a irme! —gritó a su vez, perdiendo un poco la paciencia—. ¡Me quedaré toda la noche aquí plantado hasta que salgas y des la cara!
—Me temo que no puedo permitir tal cosa, Redcliff —interrumpió Lord Collington desde el recodo del pasillo.
Shein giró el rostro para encontrar a un disipado vizconde apoyado contra la pared. Su anfitrión lucía un semblante tranquilo, los brazos cruzados por encima del pecho y una sonrisa condescendiente, pero sus palabras no dejaban lugar a dudas de la determinación que las sustentaban. Se le había acabado el tiempo. Su recién ideado plan de montar guardia frente a la habitación de Elisabeth hasta que el hambre o la rabia la obligasen a abrir la puerta había fracasado antes de tener tiempo de iniciarse. No le quedaba más remedio que claudicar... por el momento.
***
Elisabeth. Elisabeth, Elisabeth.
El nombre resonaba en su cabeza una y otra vez. La palabra le parecía tan ajena como familiar resultaba la voz masculina que no paraba de pronunciarla. Ella ya no era aquella mujer. Elisabeth Poirier había muerto, casi literalmente, aquella noche en que descubrió que el hombre al que había llegado a querer por encima de su cordura no era más que un mentiroso y un embustero. Su vida entera había experimentado una fractura que solo había sido capaz de remendar cuando consiguió volver a Inglaterra, envuelta en el miedo y la mentira, dispuesta a desaparecer de la faz de la tierra y a empezar de nuevo.
Cerró los ojos y contuvo el deseo de gemir cuando el dolor volvió con fuerza a cada hueso de su cuerpo. Si solo hubiera tenido que afrontar la traición de él... pero los acontecimientos que se desarrollaron después casi la quiebran de una forma irreparable. Solo la fuerza de voluntad y el deseo de una vida mejor le habían permitido levantarse y reconstruirse a sí misma. Había conseguido avanzar porque se obligó a borrar todo recuerdo amargo; solo si conseguía mantener encerrados los demonios del pasado podría conservar el presente que se había marcado.
Aquella certeza se había convertido en la estructura, el núcleo de acero, que mantenía en pie a Hannah Lubrelle. Porque ella era Hannah Lubrelle. Más allá de cualquier fingimiento o mentira.
Unos suaves golpecitos en la puerta la devolvieron al presente.
—Hannah, ¿estás bien?
Era Lauren. No podía evitar pensar en ella de esa manera: Lauren. Sencilla y llanamente. Como la niña insegura y brillante que había conocido ocho años atrás. Nunca la llamaba por el nombre de pila, aunque en el fondo de su corazón, cuando la evocaba en su cabeza, para ella era Lauren.
—Sí, milady. Me encuentro bien.
Era mentira. Otra más. Si se paraba a pensar, la mujer que estaba al otro lado de la puerta no había recibido más que falacias por su parte.
—¿Puedo pasar?
No. No quería que pasase. No quería que la viese. Su rostro estaba surcado por las lágrimas, su corazón todavía encogido por la conmoción de haber vuelto a verlo. No estaba preparada para hablar con nadie. No estaba capacitada para reconocer años de mentiras y fingimientos.
—Estoy... algo cansada, milady. Preferiría... dormir —alego, y era cierto.
Tras un breve silencio, su patrona añadió con voz resignada:
—Está bien, pero no olvides que puedes llamarme si lo necesitas.
Sí, no dudaba que podía contar con ella, aunque quizá esto cambiase en el momento que descubriese hasta qué punto desconocía la verdad sobre su vida. Hannah había sido una empleada fiel, leal, entregada y eficaz desde que había entrado al servicio de los Vizcondes de Hoolbrook, los padres de su patrona, y jamás le había fallado de ninguna manera. Había dedicado su vida por completo a cuidar y proteger a aquella frágil jovencita pelirroja que ahora se había convertido en una mujer, la vizcondesa de Collington.
¿Cómo podría decirle que le había ocultado todo lo que ella había sido antes de llegar a su casa? ¿Cómo iba a explicarle que no era quién decía ser? No la perdonaría. Por mucho que la quisiera, y Hannah no dudaba de que la quería, no podría tolerar que alguien como ella viviera bajo su mismo techo. Cuando le contase cómo había sobrevivido antes de conocerla... No quería imaginarlo. La incertidumbre era como un suelo inestable bajo sus pies que la hacía tambalear y sentir que podía caer al vacío. Se le partía el corazón al pensar en perder todo lo que tanto le había costado conseguir. Por fortuna para ella, Lauren Chadwick dijo las únicas palabras que podían reconfortarla en un momento tan aciago.
—Hannah —La voz le llegó con nitidez, a pesar de que encerraba muchas emociones—, somos familia, ¿recuerdas? Estoy aquí.
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