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Capítulo cuatro

Aquella mañana Hannah había sido dispensada de ayudar a su señora a vestirse, pues había acudido desde Londres una modista que llevaba toda la mañana metida en la habitación de la vizcondesa para tomarle las medidas de un nuevo guardarropa para la temporada que se iniciaría en menos de un mes.

Aprovechó el ínterin para bajar a la sala de lavandería a recoger algunas de las prendas interiores de Lady Lauren. Allí, un total de ocho mujeres se hallaban inmersas en la laboriosa tarea de eliminar las manchas de la ropa de cama frotándolas y después hirviéndolas.

Las prendas de la señora habían sido dispuestas el día anterior y se encontraban perfectamente almidonadas y planchadas.

—¿Puedo llevarme este montón? —preguntó a una de las lavanderas cuyo nombre no sabía.

—¡Señorita Lubrelle! —exclamó la jovencita que no tendría más de quince años, sorprendida al encontrarla allí. Se puso de pie con un respingo y se frotó las manos, nerviosa—. ¿Ha ocurrido algo? ¿Se ha quejado la vizcondesa por la tardanza?

El resto de chicas que formaba el cuerpo de lavanderas también estiraron el cuello con preocupación. Hannah se arrepintió de inmediato de haber bajado a la zona de aguas para despejar su mente. Eran las criadas del cuerpo de casa quienes se encargaban de recoger la ropa en la lavandería y llevarla a las habitaciones. Que la doncella personal de la señora se presentase allí a por las prendas de su ama, era poco más que una hecatombe para un servicio tan bien organizado y jerarquizado como el de Nymphouse.

—No, no, no —las tranquilizó Hannah con un gesto de sus manos sin saber muy bien como deshacer aquel entuerto—. Ni mucho menos. Yo sólo... Quería recontar el número de enaguas de la señora. Sí, ¡eso es! Ha venido una modista muy distinguida de la ciudad y quería saber cuántas y de qué tejidos hay que encargar las nuevas. Seguid con vuestro trabajo. No tenéis de qué preocuparos.

Con la desconfianza dibujada aún en el rostro, las muchachas obedecieron y siguieron a la suyo. Tampoco podían hacer otra cosa. Hannah era una empleada de rango superior en aquella casa. Si decía que había bajado a cazar dragones azules, a aquellas pobres chiquillas solo les cabía preguntar cómo podían ayudarla.

Un tanto avergonzada por su falta de coherencia, Hannah cogió el fardo de ropa y se dirigió al vestidor de Lady Lauren con los brazos cargados de metros y metros de seda y lino.

Durante todo el recorrido hasta los aposentos de su señora, Hannah cuidó en todo momento sus espaldas y vigiló cada recodo de cada pasillo. Esa misma mañana al despertarse había explicado al ama de llaves y al mayordomo que no deseaba encontrarse con el invitado de sus patrones, el conde de Redcliff, bajo ninguna circunstancia.

El señor Truller había desplegado inmediatamente toda su galante disposición a protegerla. Le había asegurado que, en lo concerniente a los lacayos, podía estar segura de que nadie le confiaría información indeseada al conde. Tampoco había hecho preguntas. Simplemente, había abandonado la salita del ama de llaves dónde los tres desayunaban cada mañana y con una reverencia casi ceremonial le había dicho que se ponía a su entera disposición.

Sin embargo, la señora McPeere había sido un poco más dura de roer. El ama de llaves y ella mantenían una relación cordial pero tensa. La muchacha era demasiado joven para el puesto que ocupaba, pero había sido elegida directamente por la madre del vizconde como personal de confianza y nada se podía hacer. Hannah no podía negar que a la muchacha le sobraban arrestos, pero en muchas ocasiones le costaba imponer su superioridad ante el resto de criadas y era Hannah quien tenía que tomar las riendas de ciertas situaciones que a la joven señora McPeere se le escapaban.

—¿No debería al menos explicarme por qué debo solicitar a las empleadas de esta casa que eludan a uno de nuestros invitados? —Había señalado la mujer con toda la razón.

—Brissa —dijo Hannah, permitiéndose tutearla—, es una cuestión muy personal. Hace muchos años, tuve que huir de una situación que era muy peligrosa para mí. No confío en ese hombre. Solo quiero estar convencida de que no ha venido para causarme ningún mal.

El ama de llaves, que no se había planteado aquella cuestión en otros términos que no fueran los de la jerarquía entre criados, se achantó cuando vio la llaneza con que le estaba pidiendo aquel favor. Le advirtió que no iba a permitir que el orden y eficiencia del cuerpo de casa se viese afectado por cuestiones personales de nadie, pero también le ofreció su apoyo en aquello en lo que pudiera serle útil a nivel individual.

Había salido de aquel desayuno un poco más tranquila, sabedora de que había conseguido la complicidad de las dos personas que guiaban las riendas de aquella casa de campo.

Con todo y con eso, debía andarse con ojo, pues en los pasillos no había nadie que la protegiese de encuentros indeseados.

Supuso un gran alivio cuando al fin atravesó la puerta de la habitación de la vizcondesa, de la que ya habían desaparecido tanto la modista como sus ayudantes y hasta la propia lady.

Sobre la cama, sin embargo, se extendían sedas, cachemires, popelines y damascos de los más bellos colores y de la más exultante calidad.

La obsesión del vizconde por colmar de vestidos y joyas a su esposa, solo se veía superada por el afán que ponía en complacerla.

Esto se debía a que años atrás, y antes de que los vizcondes se comprometieran, Lauren Malone —ese era su apellido de soltera— tuvo que pasar por muchas estrecheces. A pesar de ser una familia de la nobleza muy bien situada, los Malone fueron perdiendo lustre y posición social cuando la madre de Lauren, Lady Aileen Malone, falleció. El marido de Lady Aileen se dejó llevar por la bebida y el juego y puso en serio peligro la reputación y el porvenir de su única hija. Pero de eso había pasado mucho tiempo, y Marcus Chadwick, vizconde de Collington, e hijo de uno de los asesores más cercanos al rey, consiguió rescatar a la señorita Lauren Malone del fatal destino al que la estaba empujando su progenitor.

Hannah se hallaba perdida en un mar de colores textiles y en sus más recónditos recuerdos cuando escuchó a Judith, la niñera, invocar a Dios. Imaginó que el pequeño Lord Eric estaba poniendo a prueba la paciencia de la muchacha, otra vez, y se dijo que aquella sería la mejor de las distracciones posibles para continuar con su propósito de no pensar el conde de Redcliff. Colocó las prendas que había recogido de la lavandería y volvió a salir al pasillo para cruzar hasta el cuarto de juegos, que se hallaba frente a la habitación de la señora.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó con aire histriónico.

El joven Eric, que estaba envuelto en una pañal de algodón como única prenda, le dirigió una mirada contrita y salió de detrás del sillón de alto respaldo que descansaba junto a la ventana.

—Se niega a vestirse —explicó la niñera con aire derrotado.

—¿Otra vez con eso, milord? —le preguntó Hannah con aire pícaro—. Ha de saber que su padre ha traído de Londres auténticos trajes de príncipe. Hay uno azul que...

Tisipe, no —gruñó el chiquillo con ímpetu.

—Oh, claro, ¿cómo se me ocurre? —admitió Hannah con un sonrisa—. Había olvidado que tiene más de guerrero que de príncipe. ¿Quiere un traje de guerrero?

Lord Eric torció la nariz durante una fracción de segundo antes de asentir con la cabeza.

Eli, lelo—. Lo que venía a significar en el idioma del pequeño: «Eric, guerrero».

—El más guapo y bravo de todos los guerreros —dijo Hannah mientras se acercaba a él y lo tomaba en brazos.

Judith, quien tenía poco espíritu para la ingente dosis de paciencia que requería el pequeño, se animó de inmediato cuando comprendió que aquel día conseguiría completar su misión de vestir al hijo de sus patrones. Que Eric Chadwick se pusiera la ropa cada día era una auténtica contienda, pero a Hannah no le gustaba suplantar a nadie en sus obligaciones, más de lo que ya lo hacía cuando no quedaba otro remedio. Judith tenía que acostumbrarse a esta fase, y encontrar el modo de solucionar las dificultades que le fuera suponiendo el cuidado del infante. En pocas ocasiones se entrometía; sin embargo, hoy necesitaba distraerse y Eric era su mejor baza.

Cuando lo tuvieron completamente vestido con un trajecito de paño verde, alguien tocó suavemente la puerta con los nudillos y pasó sin esperar contestación.

Los ojos de Lady Collington se clavaron primero en Hannah con un velo de preocupación, pero su semblante de inmediato se convirtió una sonrisa radiante cuando vio como el pequeño Eric, al grito de «mamá, mamá», se lanzaba en una carrera hacia sus brazos. Se agachó lo justo para engancharlo por las axilas y levantarlo hasta su pecho.

—Buenos días, pillastre —dijo, plantándole un sonoro beso en la mejilla.

Eli e lelo. Mia, mamá —Eric quería que su madre mirase el traje de guerrero que Hannah le había dicho que iba a vestir aquel día, pero la vizcondesa parecía un poco confundida y miraba a su hijo sin saber qué contestar.

—El abuelo no está aquí, cariño. —«Lelo» era también el término con el que el niño se refería al padre del vizconde, el conde de Haverston—. Pero los veremos muy pronto, en Londres.

Onde—. También tenía la costumbre de repetir todo lo que oía, como todos los niños que están aprendiendo a hablar. Hannah, que nunca había convivido antes con niños, estaba entusiasmada con cada palabra nueva que él aprendía.

—Lo que quiere decir es que hoy va vestido como un guerrero, milady —aclaró Hannah.

—Oh, mi Dios, ¿es cierto? —preguntó Lady Collington al niño aparentando estar muy sorprendida— ¿eres un guerrero?

El chiquillo se echó a reír y se lanzó a abrazar a su madre con regocijo, mientras esta sonreía y lo estrechaba aún más entre sus brazos. Aunque no era muy frecuente que los nobles se relacionasen de forma tan estrecha con sus hijos mientras eran unos bebés, la falta de cariño paterna que había sufrido Lady Lauren Chadwick a lo largo de su vida, le impedía ser indiferente con su hijo. A decir verdad, Eric era un niño afortunado, pensaba Hannah, pues tanto sus padres como sus tíos, tenían absoluta devoción por él, y, siempre que no tuviesen visitas, el niño campaba libremente por donde quería. Hannah estaba convencida de que el chiquillo era especialmente habilidoso y espabilado gracias a esta desacostumbrada relación con las personas mayores.

—Estoy segura de que mi esposo querrá conocer a tan noble guerrero, Judith. Por favor, ¿te importaría llevárselo al jardín? Bájate la capa morada. Hoy hace bastante frío.

Judith, que no era una chica con mucho carácter, pero sí muy diligente, cogió primero la capa y después al niño. Hizo una reverencia a su señora y se marchó.

Hannah se quedó observando a su patrona, quien solo le dirigió una mirada cargada de intención y se acercó hasta la ventana para mirar por el exterior. Carraspeó con incomodidad y entonces supo que no podía seguir postergando una explicación a todo lo ocurrido la noche anterior. Agradecía hasta un límite inconmensurable que su patrona hubiese dejado pasar toda la mañana sin interrogarla, porque incluso a sí misma se había negado la posibilidad de reflexionar sobre ello. La noche anterior se metió en la cama con el firme propósito de olvidar el encuentro y con la férrea determinación que la caracterizaba, lo había conseguido. Pero la luz de nuevo día no había traído ni la paz ni la clarividencia que esperaba, por lo que había pasado también parte de la mañana esquivando el tema. Ahora ya no quedaba más remedio que dar por finalizada la tregua. Era el momento de dejarlo salir.

Si quieres saber el resto de la historia, te recuerdo que esta obra ha sido publicada por Selecta, sello editorial de Penguin Random House y que está disponible en librerías digitales.

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