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Él no se había equivocado en que lo tenía todo, con sólo quince años lo tenía todo.
Tenía a mi mejor amiga desde los cinco años, que había accedido ser mi novia el mes pasado. Atesoraba a una hermana encantadora que siempre solía defenderse de lo que la aterraba con humor, a veces incluso humor negro, ella era la chistosa de la clase y yo me enorgullecía de ello. Una madre con muchos defectos y perfecta a la vez me amaba con todo su corazón. Era el más sobresaliente de mi clase, un haz en matemáticas y casi nadie me ganaba en deportes. Según Alicia era guapo. Jamás perdía una partida de Monopoly. Podía aguantar dos minutos bajo el agua y sabía dos idiomas.
Pero lo había perdido casi todo, lo único que había conservado de esa vida era un traje de baño, una remera gris y oler a cloro para el resto de la eternidad. Sólo daba gracias a Dios no haber llevado la cofia de baño cuando morí o googles. Eso hubiera sido demasiado.
Aunque también había cosas que no quería agradecer. Sólo lamentar. Dos rasgos importantes había para torturarme:
La primera era no haberme puesto unos pantalones antes del infarto porque por el momento sólo tenía el traje de baño, la remera gris, la piel húmeda y el cabello aun goteando. Me preguntaba cuánta agua podría escurrirse de mi cabello y si estaría empapado para la eternidad, descalzo, con los músculos hinchados por el ejercicio, las mejillas rojas y la piel más mojada que las costas de Hawái.
La segunda cosa que lamentaba era Alicia. Podía haber tenido toda una vida con ella, pero la había perdido.
Y la echaba de menos.
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