13
Mi nuevo trabajo como santo de los muertos y auxiliador de almas desafortunadas fue arduo; según Eddie nos tomó meses.
Consistía en pasearnos por las tumbas y hacer felices a las personas que estaban plantadas en sus puestos.
Nuestra primera bendecida fue una anciana que lloraba porque nunca había tenido la posibilidad de ver algo alucinante. Eddie y yo merodeamos por muchas lunas buscando cosas emocionantes como aparatos que tenían imagines en su interior y que emitían sonidos, Eddie lo llamó celular. No recordaba si yo había tenido uno, pero no satisficieron a nuestra anciana afligida. Conservamos el celular para escuchar música, alguien lo había perdido, al menos eso dijo Bianca, pero tenía la sensación de que lo había hurtado (no sabía cómo y tampoco me interesaba, aunque cuando quisiera editar la regla número siete le preguntaría).
También le preparamos a la anciana una obra de teatro que había redactado Eddie, era muy dramática y al final él besaba a Bianca, porque según el profesor era vital para la trama; pero eso no le apreció alucinante. Bianca bailó para ella, pero no lo consideró algo genial. Hicimos acrobacias y entre otras cosas, pero nada le agradaba.
Al final se me ocurrió decirle a Eddie que se subiera la remera y le mostrara cuántas veces su novia lo había apuñalado. Contamos noventa cuchilladas de las cuales cuarenta habían salido por su espalda. La mujer quedó fascinada, siguió las heridas como si fueran un camino que la llevara a encontrar el tesoro. Lloró de la alegría, nos besó a todos en los labios y dijo algo como:
—Benditos sean.
Nos fuimos satisfechos, además, cada vez podíamos alejarnos más de donde estábamos enterrados. Llegábamos a las puertas del cementerio sin tener pánico, incluso luego pudimos caminar sobre la vereda que lo rodeaba. Bianca siempre se balanceaba en las rejas.
Incluso nos retábamos a correr carreras hacia una parada de autobús que siempre estaba desierta, ganaba quien se animaba a alejarse más.
Yo siempre ganaba.
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