4
La torre de Etrea era con diferencia la construcción más alta de toda la ciudad. Estaba hecha de piedra y acababa en un tejado puntiagudo del que brotaban dos pequeños torreones redondeados como champiñones. La decoraban dibujos geométricos en relieve grabados en la piedra que le daban a toda su superficie un aspecto rugoso y armónico.
Aquel era el lugar donde los maestros acudían a dar clase cuando tenían que enseñar la parte teórica de su rama. También se encontraban allí de manera habitual por si los ciudadanos tenían problemas con sus ramas, y como eso solía ser algo frecuente, directamente vivían allí. En las capitales existía una torre diferente para cada una de las ramas, pero en el resto de ciudades solo había una dividida en las siete correspondientes plantas.
La planta de los Vitalistas era la quinta. Kayssa había decidido que primero hablaría con el maestro Ogge, pues de todos los maestros era el único con el que tenía algo de relación gracias a Yasani y a Meiren. Ascendió por una estrecha escalinata de piedra y contempló los grabados que también adornaban las paredes del interior. Incrustadas a cierta distancia unas de otras había pequeñas luces de color rojo, dorado, púrpura, negro, celeste, blanco y verde que alumbraban el camino. Kayssa pasó la mano sobre ellas y suspiró.
Hacía ya unas horas que había amanecido y, sin embargo, las aulas de la planta de los Vitalistas estaban cerradas. Solo había unas cinco personas por allí, todas con su luz verde, que ponían orden y transportaban libros, semilleros y artilugios retorcidos de bronce. Kayssa imaginó que todos los principiantes habían ido al bosque de la laguna y temió que el maestro Ogge tampoco estuviera en la torre. Preguntó a una mujer que caminaba con tranquilidad dónde podía encontrarle. Ella la miró de arriba a abajo y se sorprendió, pero no dijo nada.
—Seguramente esté en su estudio —contestó—. Es por allí, gira a la derecha y llama a la puerta más grande. Si no está, prueba con su habitación; es justo la puerta de al lado.
Le dio las gracias y se marchó por donde la mujer le había indicado. Llamó con suavidad a una puerta de madera oscura, fuerte y con adornos forjados en hierro, pero no obtuvo respuesta.
—¿Maestro Ogge? —llamó tocando otra vez la puerta.
Al no obtener respuesta de nuevo se dirigió a la puerta contigua y probó suerte. La puerta se abrió tras unos densos segundos y el maestro Ogge apareció en el umbral.
Vestía una camisa holgada bajo la que relucía su cristal y pantalones de un tono verde oscuro. Su pelo era cano casi por completo, aunque al observarlo con detenimiento podían verse zonas que aún conservaban su color rubio original. Tenía bolsas bajo los ojos que le daban un aspecto cansado y una expresión bondadosa en la cara. Kayssa se preguntó si el hecho de ser buena persona tendría algo que ver con ser Vitalista.
—¡Ah, hola, Kayssa! Me alegro de verte. ¿Qué haces por aquí? ¿Al fin tu cristal ha decidido activarse?
—No. He venido a hablar con usted precisamente sobre eso.
El maestro Ogge la miró con un pequeño gesto de compasión y la invitó a entrar. El salón del maestro Ogge era una selva en miniatura. Del techo colgaban enredaderas y había helechos adornando las esquinas y los alféizares de las ventanas. Algunas flores brotaban incluso entre las grietas de la roca. Sin embargo, las plantas no ocultaban del todo el mobiliario. Un sofá de color crema descansaba contra la pared del fondo y una mesita de madera y cristal se encontraba frente a él. Había también un par de estanterías estrechas y tan repletas de cachivaches que algunos se encontraban desparramados por el suelo. A la izquierda se extendía un pasillo largo y a la derecha un dormitorio.
—Espera, hablaremos en el estudio. Está... —carraspeó—. Más ordenado.
El maestro Ogge la guió a través del pasillo de la izquierda y entonces aparecieron en el estudio, donde había todavía más plantas, estanterías y libros más desorganizados aún que en el salón. El maestro Ogge pareció darse cuenta y se disculpó con una mirada apurada que acompañó con una sonrisa.
—Siéntate, por favor. Voy a buscar algo que nos sirva de ayuda.
Comenzó a revolver entre los papeles y se dedicó a desplazar montones de libros de un lado a otro murmurando en voz baja de vez en cuando.
—Puedes curiosear todo lo que quieras. ¿Cómo le va a Meiren? —preguntó Ogge para amenizar la búsqueda—. Hace bastante que no le veo...
—Meiren está bien. —Kayssa aceptó la invitación y se puso a husmear por el estudio—. Por ahora ayuda en la granja, como yo, pero dice que dentro de algún tiempo tal vez se dedique a sanar.
Ogge asintió.
—Es un uso muy noble de la rama. Y dime, ¿te gustó la Fortunea?
—¡Ya lo creo! Todavía no puedo creer que haya visto una, y mucho menos que sea mía. Yasani es genial, no sé cómo lo hizo...
El maestro se echó a reír.
—Yo mismo llevo años intentando hacer brotar una y jamás lo he conseguido. Esa chica es increíble. Llegará lejos, ya lo verás.
—Seguro que sí —contestó Kayssa orgullosa.
Tras revolotear unos instantes más por el lugar finalmente el maestro soltó una exclamación y sacó del fondo de una de las estanterías el libro más grueso que Kayssa hubiera visto nunca. Las páginas estaban amarillentas y la tinta con la que estaban escritas se había vuelto borrosa en las primeras páginas, aunque se conservaba en mejor estado más adelante.
—Este es el registro de todos los Vitalistas que Etrea ha visto. Es de suma importancia, pues además de eso también hay notas, apuntes, comentarios y textos relacionados con la rama, como nuevos descubrimientos, errores y acontecimientos insólitos. Es mi deber como maestro anotarlo todo y hacer que los Vitalistas prosperen.
Kayssa se cuestionó el futuro de la rama. No porque Ogge fuera un mal maestro, sino porque le había llevado casi quince minutos encontrar algo que él calificaba de indispensable.
El maestro repasó con el dedo varios pasajes y recorrió las páginas de adelante a atrás varias veces con el ceño fruncido. Leyó con detenimiento un par de páginas y después se rindió.
—Bueno, también era de esperar...
—¿Qué ocurre?
—Nunca había visto un caso como el tuyo, y tampoco ninguno de mis antecesores. Algo así es digno de recordar, estarás de acuerdo conmigo. He repasado a fondo los registros y he buscado alguna anotación en relación a ello, pero me temo que no he encontrado nada. Lo siento mucho.
Kayssa tragó saliva y asintió sin voz.
—¡Pero este registro solo se refiere a los Vitalistas! Si quieres, puedes ir a hablar con los demás maestros a ver si ellos tienen algo útil —dijo. Y aunque no lo añadió en voz alta, Kayssa leyó en su benévolo rostro que no lo creía probable.
—Lo haré. Muchas gracias por su tiempo, maestro Ogge.
—Ojalá encuentres tu luz, Kayssa —se despidió.
Kayssa subió a la última planta decidida a ir descendiendo una a una hasta la más baja.
Dina, la maestra de los Alquimistas, la recibió en su estudio en la séptima planta. El proceso fue mucho más frío que con Ogge, pues no tenía confianza con ella y además tampoco invitaba a crearla. El resultado fue el mismo que momentos atrás, solo que más rápido, porque la maestra Dina lo tenía todo enfermizamente ordenado.
—Gracias por atenderme.
—No hay problema. Que tenga un buen día.
Y eso fue todo.
En el resto de plantas solo variaron las expresiones, los rostros y las palabras de los interlocutores. El maestro de los Domadores pareció de veras apenado por no poder hacer nada por ella y la maestra de los Artistas terminó más rápido aún que Dina, porque esa rama siempre había estado poco representada en Etrea. El único que aportó algo de información fue Doal, el maestro de los Metamorfos.
Doal era un hombre pequeño y regordete de permanente mal humor. Sin embargo, apesar de sus maneras bruscas, a Kayssa le bastó una breve conversación con él para descubrir que en el fondo no era tan desagradable.
—A ver... ¿Era Kayssa, no? —se aseguró recolocándose unas diminutas gafas sobre la nariz—. Tienes que tener en cuenta que los registros de la Torre de Etrea son solo eso... De Etrea.
—¿Qué quiere decir?
—Pues quiero decir que tal vez si preguntas en la capital tengas más suerte. Álferel es grande y rica en historia. Si alguien sabe algo sobre... sobre lo tuyo, ten por seguro que será allí.
—¿Tengo que ir hasta Álferel? ¿Y qué pasará si allí tampoco pueden ayudarme? —preguntó comenzando a desesperarse.
—Aún te quedan varios parajes más en Esthenia, todos con sus respectivas capitales —contestó Doal con indiferencia—. Y si sigues sin encontrar respuestas, todavía tienes Hyrteo. Ah, y Marevant también.
Kayssa notó entonces un ligero mareo. Eso implicaba recorrer literalmente todo el mundo. Tomó aire, agobiada, y Doal se compadeció al darse cuenta.
—Álferel no está tan lejos, y además es una ciudad importante. Es probable que allí sepan algo. Te deseo suerte si decides visitarla. Ah, y si vas saluda al canalla de Ronnu de mi parte. Es el maestro de los Domadores. Es un tramposo, pero buen tipo.
Kayssa agitó la cabeza, ausente, y se marchó de la torre de Etrea. No dejaba de darle vueltas a las palabras de Doal.
Nunca había salido de Etrea. Su vida en la ciudad era tranquila y segura. Tenía todo lo que necesitaba: a sus padres, a Meiren y también a sus amigos. Fuera de allí ni siquiera quería imaginar qué podría encontrarse. Desde luego, no se había planteado abandonar Etrea. Había supuesto que en el futuro tendría tiempo para decidir si de verdad algún día querría marcharse, aunque lo cierto era que en ese futuro siempre contaba con su cristal iluminado. Tragó saliva y se obligó a pasar por alto lo que Doal había dicho sobre visitar el resto de parajes. Solo la idea le provocaba vértigo.
El sol estaba en su cenit cuando se sentó en el borde de la fuente dorada. Sacó del bolsillo el cristal que Meiren le había regalado y se perdió en su débil brillo. Recordó la emoción que había sentido la noche antes de su cumpleaños al pensar que, al fin, formaría parte de las ramas de Valasia. Entonces se dio cuenta de que quizá aún hubiera alguna posibilidad. Y la tenía en sus manos.
Corrió a casa de Yasani y después ambas se dirigieron al bosque donde sabían que encontrarían a Alzer. Una vez reunidos les anunció su propósito.
—Me voy a Álferel.
—Vale. ¿Cuándo nos vamos? —preguntó Alzer frotándose las manos desde la rama donde estaba sentado.
Kayssa tenía la sensación de que su compañera lobuna estaba por allí, aunque no la veía.
—¿Cómo? ¿Quieres venir?
—Claro.
—Pero Álferel está a varios días de aquí, y eso en carro. Pensé que querrías quedarte cerca del bosque para...
—Hay bosques por todo el Paraje de Albea. Además, yo ya he estado allí. Te llevaré para que no te pierdas —zanjó.
Kayssa miró a Yasani y esperó secretamente que aceptara acompañarla también.
—Yo tengo que ir con vosotros —dijo como si fuera evidente—. ¿Quién si no va a curaros cuando os rompáis la cabeza?
Kayssa sonrió pletórica. Necesitaba que alguien le dijera qué estaba ocurriendo, y deseaba más que nada ver luz en su cristal. Estaba asustada, pero el cometido se le antojaba menos terrible si ellos estaban a su lado.
—De acuerdo. Preparad todo lo que necesitéis, nos vemos mañana por la mañana en mi casa.
A la vuelta se detuvo en un pequeño puesto en el mercado donde una joven Alquimista vendía pulseras, anillos y otras baratijas que ella misma había creado. Estuvo tentada de comprar algo que le recordase a Etrea durante el viaje, pero le pareció absurdo. Sin embargo, algo no la dejaba tranquila, así que compró un guardapelo plateado con forma de lágrima y se dirigió a casa. Les contó decidida a sus padres y a Meiren la decisión que había tomado y se sorprendió al ver sus reacciones.
—Entiendo que quieras ir, Kayssa, pero no podemos. Los cargamentos se echarán a perder si no salimos a venderlos.
—Yo había pensado... Había pensado en ir yo sola. Bueno, con Alzer y Yasani.
Iroa le dirigió una mirada preocupada a su marido antes de hablar.
—Kayssa... Fuera de Etrea hay gente muy hábil y... —empezó a decir Garman.
—Y no siempre utilizan su poder de la manera más honrada —completó Iroa—. Y tú... Bueno, cielo, tú no tienes forma de defenderte de ello.
A pesar de la dulzura de Iroa, sus palabras le dolieron igual. Observó el cristal rojo que pendía de la gargantilla de su madre. Ella podría enfrentarse sin problemas a cualquier amenaza que se cruzara en su camino, igual que su padre. En el fondo sabía que era cierto que se encontraba desvalida, pero el contacto con su cristal inerte en el pecho la hizo reaccionar.
—Nunca tendré forma de defenderme si no averiguo qué ocurre. Necesito saber por qué me pasa esto. Quiero tener una rama, como vosotros. Como todo el mundo. Tal vez cuando vuelva lo haga con mi cristal iluminado —dijo esperanzada—. Además, Alzer y Yasani vienen conmigo.
Quiso añadir que no pasaría nada, que estarían bien, pero como no estaba segura prefirió no decir nada. Dejar Etrea le resultaba una idea terrible a ratos, aunque en otros le parecía que era lo mejor que podía hacer. Sus padres notaron su inseguridad, pero antes de ofrecer una nueva negativa escogida con cuidado Meiren intervino.
—A mí me parece bien. Ninguno sabemos qué hacer, ¿no? Si Kayssa se queda aquí lo más probable es que su cristal jamás se ilumine, y lo peor es que tampoco sabremos por qué. Si los maestros le han dicho que es posible que en Álferel puedan ayudarla, ¿por qué no intentarlo? Es cierto que está en desventaja, pero pensadlo: si se queda sin rama tendrá que acostumbrarse a hacerle frente al mundo así. Nosotros no vamos a estar siempre para protegerla, y además no se va para siempre.
El discurso de Meiren sonó tan elocuente que incluso terminó de convencer a Kayssa.
—Ya, pero mi niña... —se quejó Iroa antes de besarla en la frente.
—Meiren tiene razón. Estoy seguro de que conseguirás averiguar algo —dijo Garman—. Además es una oportunidad excelente de conocer Álferel. Es una ciudad muy bonita. Solo... Ten mucho cuidado, ¿vale?
Prometió que lo tendría. Meiren le guiñó un ojo y luego los tres se fundieron en un abrazo de esperanzadora despedida. Kayssa subió a su habitación y metió en una bolsa de tela algo de ropa y todo el dinero que había estado ahorrando para comprar los trajes y los materiales de la rama que debería haberle asignado su cristal. Reunió un par de cantimploras que llenaría con agua por la mañana y dio varios viajes a la cocina para envolver el pan, la carne, las verduras y las frutas que Iroa le iba preparando.
Se acercó a la Fortunea, de presencia regia sobre la cómoda, y arrancó un pétalo y un estambre. Apenas los hubo quitado comenzaron a brotar de nuevo. Los guardó en el interior del guardapelo que había adquirido e introdujo también el cristal falso. Por último sacó del armario el vestido que sus padres le habían regalado y lo colgó en la silla para ponérselo al día siguiente.
Se sentó en la cama. Hizo un repaso mental y recordó algo. Se levantó de nuevo, cogió del escritorio el lienzo que le había regalado Alzer y lo echó también a la bolsa. No había tenido tiempo aún de perderse en él, pero podría llegar a resultar útil. Miró el equipaje y notó un cosquilleo de emoción en el estómago. Estaba lista para partir hacia la capital.
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