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Capítulo VIII

Minho sabía que había días en los que era imposible hablar conmigo. Me convertía en una especie de caracol cargando conmigo un escudo y ese día no dejaba que nadie se acercara a mi, ni siquiera él. Pero, aún así, él seguía tratando de entablar conversación.

Esta mañana me habían llamado del hospital donde estaba ingresada mamá. La enfermera me había dicho que tenía que pasarme esta tarde para hablar con el médico que se encargaba de ella. Sabía que cuando me llamaban era porque algo grave pasaba, sino me habrían enviado un mensaje con la información como hacían con las facturas. Mamá tenía una salud delicada. El cáncer de pulmón avanzaba muy rápido y los medicamentos que le daban le sentaban mal después de todo el peso que había perdido por no comer. Seguía albergando esperanzas de que, con el tratamiento nuevo, la cosa fuera más despacio y que pudiera tener a mi madre conmigo mucho mas tiempo del que el médico le había dado. No podía pensar en ella yéndose también, dejándome sola por completo. No tener a nadie a quien contarle cómo me sentía día a día. Nadie en quien apoyarme cuando el día empezaba siendo negro. Nadie a quién poder llamar mamá. Me negaba a ir a visitarla a otro sitio que no fuera en nuestra casa.

No presté atención en todo el día en el colegio. Durante una clase me llamaron la atención por no atender a la lección y me mandaron deberes extras y, durante el descanso, choqué con dos personas diferentes e incluso me estrellé de bruces con el pecho de Mike por no ir mirando al frente. Me separé un poco de su cuerpo y le miré. Iba con su amigo de ayer. Los dos se me quedaron mirando fijamente, yo solo me disculpe con una reverencia y me fui. Ese día no tenía ganas de enfrentarlo aunque con su sonrisa arrogante y con su simple presencia me ponía de los nervios. No sabía como había manejado la situación la noche anterior y esa mañana sin querer lanzarle algún comentario cortante, bueno, más cortante que el que ya le había lanzado esa mañana, o querer sacarle los ojos.

Llegué a la cafetería y Minho me estaba esperando con mi bandeja de comida en nuestra mesa de siempre. Nos habíamos adjudicado esa mesa el primer día y nadie se había sentado en ella desde entonces. Cuando nosotros llegábamos siempre estaba vacía, esperando por nosotros.

—¿Qué ha pasado hoy? —me soltó la pregunta al instante en que mi culo tocó la silla. Minho nunca había sido paciente y nunca aprendería a serlo.

—Me han llamado del hospital. Tengo que pasarme esta tarde —no había tocado nada de la comida, solo la estaba mareando de un lado del plato al otro con los palillos.

—¿Está bien? —dejé los palillos a un lado y aparté la bandeja de delante de mí. Solo faltaban cinco minutos para volver a clase y yo estaba entrando en una especie de depresión instantánea.

—No lo sé. Quiero creer que si, pero ya sabes que cuando me llaman nunca son buenas noticias —me sacudí el pelo con fuerza. Necesitaba salir de allí e ir al hospital. Saber que mi madre estaba bien. Que su cáncer se podía curar.

Era tan estúpido que siguiera contándome mentiras. Mi madre estaba muy mal. No sabía cuánto tiempo la tendría todavía conmigo. No quería que se fuera, pero era inevitable. Era inevitable pensar que un día ella no estaría conmigo. Como también era inevitable que mis lágrimas empezaran a salir en ese momento y que yo huyera de la cafetería como una cobarde captando así la atención de todo el mundo. Era una cobarde que se negaba a aceptar que su madre se iría. Una cobarde que se negaba a no poder tenerla para siempre.

No sabía hacia donde corría, solo sabía que me estaba destrozando por dentro. Dentro de mi pecho se había abierto un agujero negro que no tenía fin. También sabía que Minho corría detrás de mi para alcanzarme y sabía que en cualquier momento me derrumbaría en el suelo. Paré en cuanto sentí ese conocido dolor en el pecho. Ese dolor que había estado conmigo durante cuatro años y que no tenía forma de librarme de él.

Minho me alcanzó y no esperó ni un segundo para estrecharme entre sus enormes brazos. Me acarició el pelo y yo lloré con más fuerza liberando mi llanto mientras me sujetaba con fuerza a su camiseta convirtiéndola en un mar de arrugas. Minho me recordaba tanto a mi madre. Siempre cuidándome, siempre pendiente de mí. Y eso sólo hacía que me sintiera peor, que doliera más y que mi llanto se escuchara con más fuerza.

Tocó la campana y me separé de Minho. Me limpié el rastro de lágrimas que surcaba mi cara y miré a los dos lados por si alguien me había visto en esa faceta tan patética.

Visualicé a Mike y a su amigo parados en el pasillo mirándome detenidamente. Estaban alejados de donde estábamos Minho y yo pero aún así podía sentir sus miradas intentando descifrar mis cambios de humor constantes. Desafortunadamente para ellos, ni yo misma tenía la respuesta a eso. Mi cumpleaños numero dieciséis había ocasionado un descontrol en mis emociones. Ese cumpleaños había ocasionado tantas cosas en mi que ya no sabía si quedaba algo de la yo de antes.

No volví a mirar a mi compañero de piso ni a su amigo, ni siquiera me despedí de Minho cuando me fui, con pies de plomo, directa a la siguiente clase, a superar las últimas tres horas antes de recibir las malas noticias.

♪♪♪♪

La vida no fue justa conmigo y quiso que las malas noticias llegaron antes de lo previsto. En la última clase de lenguaje musical nos obligaron a ponernos por parejas y escribir e interpretar una canción que nosotros mismos debíamos escribir. La clase pronto se convirtió en un circo y la profesora en vista de que nadie se ponía de acuerdo con quien hacer pareja y de que yo ni siquiera estaba estaba prestando atención mirando hacía la pared de mi izquierda, decidió hacer ella los dúos. En cuanto escuché salir mi nombre de su boca junto al de Mike salté del asiento para objetar que yo no quería trabajar con él. No. No es que no quisiera, es que me negaba a trabajar con él.

La profesora pasó olímpicamente de mi y siguió nombrando parejas al azar. Me dejé caer, rendida, en la silla. Me giré a mi izquierda y pillé a mi compañero de piso, unos asientos alejados de mi, mirándome con una sonrisa en la cara. Juro por Dios que en este momento me habría levantado de la silla y le habría sacado todos los dientes de la boca sólo para borrarle esa sonrisa.

Cuando sonó la campana no sabía si estaba agradecida o cabreada. Ahora tenía otras tantas horas por delante para aguantar y ver la cara de Mike en casa. Y encima después debía ir corriendo al hospital para no llegar tarde al trabajo. ¡Que desastre de día!

Cuando llegué a casa Mike ya estaba allí y al parecer se le había olvidado avisarme, o lo había hecho adrede, de que su amigo vendría a comer a casa.

—¿Qué hace él aquí? —fue lo primero que solté al entrar al salón y verlos a los dos comiendo en la mesa de cafe.

Tiré la cartera sin cuidado encima del sofá y me acerqué a Mike.

—Comer conmigo —este chico era el gilipollas número uno del mundo.

No sólo me irritaba tener que compartir piso con él y escucharle decir gilipolleces todo el día, sino que, además, invadía mi espacio trayendo a su amiguito a casa sin siquiera avisarme.

—No me digas, eso lo veo yo solita —ninguno de los dos me estaba mirando. Estaban concentrados en la presentadora de las noticias que aparecía en la tele.

—Entonces no entiendo el porqué de hacer la pregunta.

Me rendí, solté un gruñido por lo bajo y entré en la cocina. Hablar con él era imposible. Ni siquiera me habían dejado algo de comer, lo único que habían dejado los cerdos eran las cacerolas sucias encima de la encimera. Las puse en la pila, me preparé algo rápido y comí a toda prisa, de pie, en la cocina. Pasaba de volver al salón y verle el careto al gilipollas y su amigo.

Lavé los platos y las cacerolas y me metí como una flecha en mi habitación. Debía cambiarme de ropa e ir corriendo al hospital que quedaba a veinte minutos de casa y a diez del trabajo. Ese era el gran problema de esta ciudad además de la gran aglomeración de gente, todo quedaba lejos de todo.

Cambié el horroroso uniforme azul del colegio por unos pantalones largos de gimnasia negros y una sudadera blanca básica. Una vez lista salí corriendo de la habitación. Recogí las llaves de mi mochila, me até las zapatillas y salí de casa sin despedirme siquiera.

Cuando llegué al hospital estaba toda sudada y sin oxigeno por haber decidido correr una maratón hasta aquí. Esperé unos segundos en la puerta para normalizar mi respiración y mi ritmo cardíaco antes de entrar para que no pensaran que me estaba dando un infarto. Cuando le di mi nombre a la chica del mostrador me dijo que pasara a la consulta dos que ya me estaba esperando el doctor dentro.

Toqué a la puerta y el doctor me hizo pasar y sentarme. Me temblaban las manos en ese momento y no sabía lo que me esperaría.

—Buenas tardes señorita Sun —tenía un tic nervioso en la pierna derecha y no dejaba de retorcer las manos nerviosa—. Como sabrá, su madre está en una situación muy delicada —estaba deseando que me dijera algo que no supiera ya—. El nuevo tratamiento no está surgiendo efecto y me temo que se nos están acabando las soluciones —No. Eso no era cierto. No podían rendirse tan fácilmente—. A este paso su madre no creo que tarde mucho en... —me negué a escuchar esas palabras y no dejé que terminara la frase.

—No. Hagan lo que sea. Lo que haga falta. Pagaré por ello pero, por favor, no dejen que se muera. Por favor.

—Lo siento mucho, pero no es tan fácil. La medicina no está lo bastante desarrollada como para detener la fase en la que se encuentra ya el cáncer de su madre. Lo siento mucho.

Después de aquellas palabras salí de la sala y del hospital a toda velocidad. Necesitaba aire. Necesitaba entretenerme. No pensar en lo que había dicho el médico. No pensar que la persona que más quería estaba a nada de dejarme e irse para no volver igual que había hecho mi padre. No. Lo que había dicho el doctor no era cierto. Mamá se iba a recuperar e íbamos a irnos a vivir las dos juntas.

Llegué al trabajo con otra carrera y vi a Kim en la puerta con un cigarrillo en la boca. Me miró con horror al ver cómo me encontraba. Las lágrimas no dejaban de caer por mi cara y el llanto no tardó en surgir. Debía de tener un aspecto horrible porque no dudó ni dos segundos en tirar el cigarro, que estaba prácticamente entero, y venir a abrazarme. Si no hubiera sido porque Kim me sostuvo me habría caído de rodillas al suelo, ahogando mi llanto en mis temblorosas manos.

—Entra cariño.

La seguí hasta la sala de casilleros y allí me desahogué con ella hasta que las lágrimas dejaron de salir y el llanto quedó sellado en mi garganta, muriendo en el vacío que sentía por dentro.

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