Capítulo II
—¿Como han ido las primeras clases?
Después de que sonara la campana para el descanso salí pintando de clase. No quería seguir rodeada de treinta personas desconocidas que no cerraban la boca ni para escuchar lo que el profesor decía. Tenía los oídos y el cerebro saturados.
Como tenía previsto desde esta mañana, me perdí antes de conseguir encontrar un mapa que me indicara donde quedaba la puñetera cafetería. Resultaba que estaba en el edificio dos y para ir hasta allí tenía que bajar cuatro tramos de escaleras, girar en no se cuantas esquinas, llegar a la planta baja, donde estaban los casilleros, y volver a girar más esquinas y pasillos hasta conseguir llegar a la cafetería. Todo ello me robó quince minutos de mi preciado tiempo libre y mi humor no es que estuviera mejorando con el paso de las horas.
Cuando conseguí encontrar a Minho en la puerta de la cafetería estaba mirándose la muñeca donde había un reloj inexistente y me juró, mientras entrabamos para hacer cola y coger nuestra comida, que me haría un mapa para que llevara siempre encima.
—Mal —fui sincera—. Mis compañeros de clases parecen animales sacados de un circo y ya en el primer día han faltado tres personas —me dejé caer rendida encima de la silla dejando la bandeja de la comida con un gran estrépito. El último dato no es que me cabrease, casi agradecí que no hubiera tres bocas parlanchinas más a las que quisiera cerrarles el pico.
Minho se rió por mi respuesta y se sentó en su silla. Si las clases ya eran un agobio con treinta personas la cafetería era un horno a punto de explotar. Todos los estudiantes se habían reunido entorno a nosotros y sus voces perforaban mis tímpanos. Odiaba estar rodeada de tanta gente. Prefería mil veces estar en mi casa sola, tranquila.
—¿Cómo llevas lo de buscar compañero de piso? —me preguntó Minho mientras se llevaba una cucharada de sopa a la boca.
—Ni lo menciones. Puse el anuncio hace unas semanas y aún no ha llamado nadie.
Debía encontrar un compañero de piso cuánto antes. La herencia de mi abuela se estaba acabando y el dinero de mi trabajo sólo me servía para comprar comida e ir pagando pequeñas facturas del hospital. El tratamiento de mamá era cada vez más costoso, el cáncer estaba avanzando muy rápido y yo no quería perderla. Ella era lo único que me quedaba así que gastaba mucho dinero en ella. Un dinero que no tenía. Eramos ella, Minho, mis tíos y yo. Nadie más.
—Seguro que encuentras a alguien pronto —dejó la cuchara y cogió los palillos para empezar a comerse el cuenco de arroz—. Si no ya sabes que puedes venir a mi casa. Mis padres te lo ofrecieron hace tiempo, pero la oferta sigue en pie.
Cuando tuvieron que ingresar a mamá tuve que hacer las maletas y deshacerme de las cosas innecesarias. La casa era demasiado grande para una persona y yo no podía pagar la renta, así que tuvimos que venderla. Mi primo me ofreció ir a su casa, pero yo me negué. No quería seguir dependiendo de nadie y que volvieran a abandonarme. Decidí buscar un piso que se adaptara a mi y dónde pudiéramos vivir mi madre y yo cuando ella se recuperara.
Encontré el piso perfecto, todo un apartamento de una sola planta con cocina, comedor, cuarto de baño y dos habitaciones, además del trastero dónde estaban guardadas todas las cosas que cogí de casa y todos los objetos personales de mi madre.
—Estaré bien —fue lo único que le respondí antes de devorar mi comida.
♪♪♪♪
Las clases no es que fueran algo de otro nivel en comparación con las mi antiguo instituto. Estas eran clases normales pero centradas en la música, que era el ámbito que yo había escogido. Compositores (vivos y muertos), canciones (antiguas y actuales), obras nunca tocadas... No es que todo aquello no me gustara era solo que yo no sentía la música como algo que tuviera que memorizar hasta que el cerebro me explotara y tuviera que vomitarlo todo en un examen. La música era algo que siempre había estado conmigo. Mi manera de escaparme de la realidad. De pensar que tal vez, algún día, mi mundo volvería a ser cómo era antes.
Después de las clases Minho me acompañó a casa. Tenía que comer rápido para poder llegar al trabajo a tiempo. Mi trabajo tampoco era lo mejor del mundo, pero era lo que había. Ser camarera en el karaoke dónde solía ir con mi antiguo novio no era un chollo, era una manera de ganarme un salario que a final de mes desaparecía completamente.
—¿Quieres que me quede a comer contigo?
Habíamos llegado a la puerta del apartamento y mi casera estaba en la puerta esperándome con una sonrisa en la boca en cuanto vio a Minho.
—Sí, por favor —mi casera era un ángel si Minho estaba delante. Él se rió porque sabía que no quería enfrentarme sola a ella.
Subimos las escaleras hasta la segunda planta y saludé a Ann, la casera, mientras abría la puerta de casa para que los dos pasaran. Por suerte había arreglado el piso y había hecho la compra el día anterior y la inesperada visita no me pilla con las manos vacías.
Les hice sentarse en el sofá mientras yo hacía la comida. Empecé a sacar los ingredientes necesarios en grandes cantidades ya que, no era solo hacer el doble, era hacer el cuádruple de comida. A pesar de sus casi cuarenta años Ann estaba embarazada de lo que parecía que sería el próximo jugador de fútbol de élite del país por las patadas que le daba en la barriga a su pobre madre. Y ya no solo eso, si no que la pobre mujer comía como un cerdo todo el día. El niño tenía hambre a todas horas y luego gastaba sus energías entrenando en el vientre de su madre. Ann seguía conservando su figura menuda y delicada, pero su humor daba cambios bruscos algunas veces. Conmigo siempre parecía estar alterada y dispuesta a atacarme en cualquier momento, en cambio, con Minho, parecía una muñeca de porcelana, todo sonrisas y gestos alegres. Por eso prefería respaldarme en él cuando Ann venía a casa. Y mi nevera y mi cartera agradecían que Ann solo viniera muy de vez en cuando.
El curry acabó de hacerse en pocos minutos y lo serví en los platos. Minho y Ann ya estaban en la mesa preparados para incarle el diente. Antes de sentarme en la mesa miré la hora para no llegar tarde al trabajo. Eran las tres y veintisiete y entraba a las cuatro y diez al trabajo. Podía comer con tranquilidad mientras esperaba las fatídicas noticias que mi casera quisiera darme. Devoré mi plato y le serví un café a Ann para que me relatara que le traía para esta visita inesperada.
—¿Has encontrado compañero de piso ya? —se tomó el café en tres grandes sorbos y se centró completamente en mi.
—Todavía no, pero han cogido el papel con el anuncio que puse en el tablón de la esquina. Supongo que eso son buenas noticias.
Hacia dos semanas había estado imprimiendo y pegando anuncios por todo el barrio para ver si a alguien le interesaba, pero o bien mi móvil se había roto y por tanto no sonaba, o la gente no veía el cartel.
—No busques más —todas las alarmas saltaron en ese momentos y me tiré a sus pies.
—No me eches por favor. Prometo que trabajaré el doble si hace falta y te compensaré lo que te debo, pero déjame seguir viviendo aquí por favor.
—Sun —Ann me levantó del suelo—. No te voy a echar —la hubiera besado si su barriga no estuviera de por medio—. Hoy me han llamado para preguntarme si había pisos disponibles y le he dicho que una chica buscaba compañero de piso —volvió a sentarse en su silla y yo en la mía—. Vendrá mañana en la tarde. Espero que te lleves bien con él.
—¿Él? —mierda— ¿Es un hombre?
No había vuelto a tener relaciones con ningún hombre, amistad o amor, desde aquel día. Sólo Minho era el hombre de mi vida y a veces se comportaba como mujer incluso por lo que no resultaba ningún problema. Le encantaba sacar su lado femenino a pasear de vez en cuando.
—Así es. Es un chico de tu edad y creo que va a tu mismo colegio —se puso a pensarlo pero enseguida cambio de tema—. Mañana por la mañana te dejaré los papeles del contrato para que los firme. Espero que no destrocéis el piso.
Con eso se despidió y se fue. Minho estalló en carcajadas desde el sofá al oír cerrarse la puerta y yo lo fulminé con la mirada. Lo que me faltaba. Un hombre, mejor dicho, un chico de mi edad viviendo conmigo. Esto no podía acabar bien.
Los hombres solo hacían daño. No servían para nada más. Si, Minho era un hombre, pero más parecía un niño pequeño que un adolescente de veinte años. Y era el único pariente, a parte de mis tíos, que me quedaba aquí.
—Oye, ¿No vas a llegar tarde al trabajo?— Minho apuntó al enorme reloj que había detrás de mi.
Lo miré deseando que no fuera demasiado tarde y casi pegué un grito de horror al comprobar que solo me quedaban 10 minutos para llegar al trabajo y fichar.
—Mierda —corrí hacia la entrada de casa y me puse los zapatos a toda prisa—. Cierra cuando te vayas, ya sabes donde esta la llave de repuesto.
Antes de que contestara salí corriendo de casa. Quedaban 10 minutos y llegar al karaoke me tomaba veinte.
—Que mal día he elegido para hacer ejercicio.
Las nubes empezaban a cerrarse sobre el cielo lo que, según el pronóstico del tiempo, significaba que iba a empezar a llover.
Empecé a correr más rápido y sentía que mis pulmones morirían en cualquier momento. Miré el móvil, cinco minutos. Mierda. Tenía que darme más prisa. No quería tener que enfrentarme a mi jefe. Rezaba mentalmente para que ese día no le hubiera dado por ir a visitarnos a nuestro trabajo antes de tiempo.
Faltaba un minuto y sólo quedaban tres calles. Tres calles y un coche que venía a toda velocidad hacía mi.
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