Capítulo I
Mi vida había sido tan tranquila, tan normal. Ir de casa a la escuela, de la escuela a casa, salir con mis amigos y luego, de nuevo, volver a casa. Esa secuencia se había convertido en mi rutina del día a día y la adoraba. Me gustaba estar rodeada de gente, hablar hasta altas horas en la madrugada y volver a casa a hurtadillas para no despertar a mis padres. Me gustaba cantar en el karaoke con mi novio y sus amigos. Cantar hasta que mis cuerdas vocales dolían y ponerme colorada cada vez que me decían que tenía el don del canto y yo solo les respondía que cantar no era para mi, que prefería mil veces componer a cantar. Me gustaba llegar a casa del instituto y ver a mis padres sonreírme mientras me preguntaban que tal me había ido el día. Adoraba que me quisieran tanto. Me complacía que fuéramos de viaje en mi cumpleaños a visitar los lugares a los que siempre quise ir. Viajar siempre había sido mi manera de conectar con el mundo a mi alrededor, de ver la vida desde otra perspectiva y de sentirla bajo mis pies.
Pero, fue en aquel día, en mi decimosexto cumpleaños, cuando toda mi vida se torció en unos segundos. Todo aquello que se había convertido monótono en mi día a día, se había vuelto algo extraño en mi.
El día en que cumplía dieciséis años, mi padre se fue de casa y no volvió. Nos abandonó a mi madre y a mi. Nos dejó solas, sin ningún tipo de explicación de por medio. Ni siquiera se acordó de felicitarme en aquel día tan importante para mi. Se fue, sin más. Y en aquel día, toda mi vida dio un giro de trescientos sesenta grados.
Los que yo creía mis amigos se volvieron unos completos desconocidos en mi vida. Ya no les veía la cara, solo distinguía vagas siluetas de rostros que ya no me eran familiares, con los que ya no me sentía a gusto y de los que me alejé rápidamente. No había vuelto a mantener el contacto con ninguno de ellos desde aquel día y ellos tampoco se preocuparon por buscarme de nuevo.
Mi novio me dejó, dos días después de mi cumpleaños, por una de sus amiguitas alegando que yo solo estaba pendiente de los piropos que sus amigos me lanzaban. No fui capaz de rogarle que no me dejara, que yo le quería. Me sentía tan sumamente destrozada por el abandono de mi padre que otro más no iba a afectar al resultado de que mi corazón estaba sufriendo. Así que simplemente lo dejé plantado en medio de la calle llamándome a voces para que volviera mientras yo me alejaba como un fantasma hasta mi silenciosa casa.
Mamá no se recuperó de su partida y cayó enferma a las pocas semanas. Le habían diagnosticado cáncer de pulmón y no había sabido encontrar el momento para decírselo a su marido y a su propia hija. Desde entonces estaba ingresada en el hospital Asan recibiendo todo el tratamiento posible.
Y yo...yo no sabía ni quién era. El dolor de ese día seguía viniendo a mi cuando pensaba en lo fácil que la vida podía dar la vuelta y pasabas de ser la persona más feliz del mundo a ser la más desgraciada. Pero si tenía algo claro y es que, aunque en mi registro familiar el nombre de mi padre figurara como tal, yo desde mi decimosexto cumpleaños no tenía padre. Su abandono fue el detonante que transformó toda mi vida tal y como yo la conocía. Desde entonces mi vida se había convertido en un constante mar embravecido y yo iba abordo de un barco en constante movimiento, donde todos los botes salvavidas habían sido ocupados dejándome a mi sola en medio de la tormenta.
Y si esa tormenta no fuera suficiente catástrofe en mi vida, ahora mismo me encontraba delante de una ola que podía acabar por tumbar mi barco por completo. El instituto. El instituto sería algo así como ese sitio dónde todos los actores de series se mueren por ir y ver a sus amigos y donde la realidad es completamente diferente.
La suerte es que el mío se parecía menos a la cárcel de cemento y pupitres rayados al que solía asistir y más al paraíso de nubes y playa del cuál ningún cerebrito querría escapar.
La Escuela de Artes Escénicas de Seúl era la academia más prestigiosa de toda Corea del Sur, de la cuál han salido innumerables estrellas de la música, el cine y el teatro. Acceder a ella costaba un ojo de la cara y en esto debo dar gracias a mis estudios por poder darme la oportunidad de haber conseguido una beca, sino entrar aquí habría sido imposible aún con el dinero que me dejó mi abuela después de morir y con el que intento subsistir, pagar el alquiler de mi casa y el hospital de mi madre.
La escuela era el paraíso para cerebritos y para todo el mundo, menos para mí por el simple hecho de haber más de dos mil estudiantes en los tres edificios que componían la academia y que me iba a dar un ataque ahora mismo. Solo 3 pasos me separaban de la gran puerta de entrada que te invitaba a un paraíso de risas y de mucha, mucha gente.
Le prometí a mi madre que seguiría en mi línea de estudios media y que daría todo de mi para no meterme en problemas, pero estaba deseando darme la vuelta y echar a correr de vuelta al piso y no volver a salir de casa nada más que para ir a trabajar y a comprar.
Por si fuera poco el incómodo uniforme que nos obligan a llevar picaba y era incómodo. La falda azul marino era demasiado corta, la camisa blanca era estrecha y la corbata, del mismo color que la falda, me estaba asfixiando.
Me propiné dos guantazos mentales y me centré. Me aflojé la corbata tanto como pude, respetando las normas de vestuario, y respiré profundamente. La escuela no podía estar tan mal. Solo tenía que olvidarme de la aglomeración de gente que veía frente a mi y centrarme en lo mío. Le prometí a mamá que perseguiría nuestro sueño y nuestro sueño empezaba cuando cruzara esa puerta.
—Vamos Sun, te vas a quedar atrás.
Mi primo pasó por mi lado chocando su hombro contra el mío y desequilibrandome por completo. A la mierda con la concentración y la respiración, esos vídeos de Youtube de relajación no servían para nada.
—Minho, espera.
Desde que corté la relación con mis antiguos amigos, Minho había sido el único que seguía conmigo. Después de todo, no estaba tan sola como pensaba pero no necesitaba a nadie más en mi vida, con él tenía más que suficiente. Tampoco planeaba hacerme amiga de nadie en esta escuela y Minho había prometido no separarse de mi mientras estuviéramos aquí.
Lo alcancé cuando ya llevaba varios metros y estaba rodeado por muchos estudiantes con el mismo uniforme que nosotros. Miré a mi alrededor y me horroricé. Era como estar sumergida en una entrega de Los Pitufos, todos tan azules. Lo único que nos distinguía a unos de otros eran los colores de las corbatas. Azul, a juego con el uniforme, para los de primer año, como yo. Rojo para los de segundo año, como Minho. Y dorada para los de tercer año y por tanto los que estaban a punto de graduarse y cumplir su sueño.
—¿Ya tienes tu horario? —me preguntó Minho mientras pasábamos por el sendero de gravilla lleno de pétalos de flor de cerezo. La primavera había llegado antes de los esperado y el calor también.
—Sí —saqué una hoja de mi mochila y la desdoblé para ver mi primera clase—. Historia de la música ¿y a ti?
—Armonía.
Entramos por una de las puertas principales y llegamos hasta los innumerables casilleros donde mis nuevos zapatos me esperaban. Saqué un pequeño papel doblado del bolsillo de mi falda y lo miré. Taquilla 165. Cuando la localicé, al final de la segunda fila, la abrí y el blanco tan limpio de los zapatos me quemó la retina. Casi parecía que brillaban pidiéndome que los ensuciara, cosa que habría hecho si no fuera porque debía cuidarlos hasta que finalizara el tercer año.
Me cambié el calzado con cuidado de no agacharme mucho para que, gracias a la falda tan sumamente corta, no se me viera nada y Minho y yo fuimos en busca de nuestras clases.
—¿Sabes dónde queda la cafetería no?
Minho se había pasado todo el camino desde mi casa hasta aquí haciéndome un mapa mental de donde quedaba cada sitio dentro de la academia. No sabía para que gastaba tanta energía explicándomelo si era más fácil que me cayera por una escalera que encontrara aquí una cafetería. El lugar era inmenso y con tanto estudiante por los pasillos empezaba a agobiarme.
—Que sí, pesado.
Tenía pensado preguntar a alguien en caso de que me perdiera, aunque tampoco es que esa idea me entusiasmase demasiado.
—No arrugues la frente, pareces más vieja de lo que eres —el dedo de Minho fue a parar a mi entrecejo para estirarlo y yo enseguida le aparté la mano de un manotazo.
—Déjame en paz. Y por si te has olvidado, tu eres más viejo que yo.
Minho siempre había sido así. Desde que eramos pequeños él siempre había sido el que me hacía reír y mi compañero de travesuras hacia nuestros padres. A los dieciséis años dejé de reír y Minho no se empeñó siquiera en intentarlo. No comprendía como me sentía, pero siempre estuvo ahí apoyándome. Si yo me caía él siempre estaba a mi lado para ofrecerme una mano y ayudarme a seguir adelante. Pasados dos años su pequeño yo travieso volvió a él e intentó, por todas las maneras posibles, volver a hacerme reír. Decía que la vida no siempre era gris, que algunas veces necesitabas centrarte y liberarte de todo lo que te atormentaba para empezar a ver los colores de la vida. Y por más que trataba seguía sin encontrar el color en mi vida. Solo veía una secuencia de colores blancos, negros y grises envolviendo todo a mi alrededor. A pesar de todo lo que intentó no consiguió el resultado que deseaba. Llevaba cuatro años sin reír y por más que se esforzara en hacer tonterías y encontrar el chiste mas malo de todo Internet nada dio resultado. La parte de mi cerebro que se encargaba de hacerme feliz había sido cerrada con llave para no volver a abrirse nunca. Mi padre se fue en mi decimosexto cumpleaños y con él se fue todo lo que yo era. Toda mi existencia. Mi risa.
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