Capítulo 6. Una mirada, un beso y... un error monumental
Emma
No pasa mucho, pero a veces tengo ideas geniales.
Esta mañana he ido a hablar con el director Higgins para ver si nos dejaría al innombrable y a mí usar la biblioteca tras las clases. ¡Y me ha dado permiso! Es más, le he dejado caer que sería buena idea que diera acceso a la biblioteca a todos los alumnos de último año al acabar las clases. Estoy segura de que muchos de mis compañeros tienen dificultades para estudiar y concentrarse en casa.
Sería una ventaja para todos ellos. Graduarse es una cosa muy seria.
Higgins me ha dicho que lo pensará y luego me ha mirado raro. Seguro que lo tengo en el bote. Tengo ganas de cantar y bailar, pero me contengo. No tendré que estar con el innombrable en mi habitación ni una sola vez más, tampoco ir a su casa ni nada parecido. Y nada de viajes en moto. Si todo eso se acompaña de mucha compañía alrededor, sería además un triunfo completo.
Siempre he querido decir: ¡me siento exultante! Es una especie de privilegio destinado solo a personajes literarios o protagonistas de películas de Hallmark.
Pues bien, así me siento: ¡exultante!
Y aquí estoy, con la biblioteca para mí sola... me desborda la alegría. Tengo que centrarme y aprovechar el tiempo antes de que llegue el innombrable.
Hablando del innombrable: le he dejado un mensaje en el móvil y he comprobado que lo ha leído, aunque no haya contestado imagino que vendrá. Por la cuenta que le trae.
La tarde termina cundiéndome una barbaridad, estar sola y en completo silencio en la biblioteca ayuda bastante. Termino dos trabajos de literatura comparada que tenía pendientes para subir nota y completar mi expediente y leo el tiempo restante.
Miro el reloj un segundo. Las cinco y veinticinco. Es casi la hora de empezar las clases de apoyo. La señora Pratt, la bibliotecaria, acaba de salir a tomar café. O eso dice, yo creo que ha ido al baño porque hay una máquina de café detrás de su escritorio.
El innombrable tiene que estar a punto de llegar, el club de ajedrez termina alrededor de las cinco y media. Me levanto impaciente hacia el pasillo de lengua, hemos avanzado bastante con francés, pero lengua me preocupa mucho. Deberíamos poder aprovechar hasta las siete.
Estoy frente a los libros de ejercicios pensando cómo mejorar su gramática de una manera más rápida cuando entra por la puerta despeinado, y guapísimo. De primeras no lo veo, el pasillo de lengua está en un ángulo desde el cual no se ve la puerta de entrada, pero puedo verlo cuando se acerca a la mesa que he escogido para estudiar.
Lo veo dar vueltas en redondo hasta que da conmigo.
Nuestras miradas se cruzan. Parece enfadado, frustrado quizás.
Y lo admito, he dicho guapísimo, la carne es débil.
—¿En serio?
—Aamm ¿qué?
—¿Tenemos esto para nosotros solos? —pregunta acercándose a mí.
—¿Sí?
Me mira raro, como si fuera a zampárseme de dos bocados, no lo entiendo.
—Pronto vendrá a estudiar el resto del curso, el director Higgins...
—¿Con pronto te refieres a hoy? —me interrumpe.
Frunzo el ceño, estoy confusa.
—Aamm, no. Hoy no.
—¿Y la señora Pratt va a quedarse?
—Sí, ha salido hace un rato, ya debería haber vuelto.
—No lo creo, acabo de verla correr de vuelta al baño de secretaría —murmura dejando caer la mochila ruidosamente en el suelo.
Se acerca y se despeina el pelo con los dedos. Solo me mira fijamente. Sus ojos fijos en los míos, como si me pidiera algo.
Algo que no acierto a averiguar.
Algo que ni siquiera entiendo.
Dicen que cuando dos personas se miran a los ojos ocurren cosas. Es un proceso cognitivo, algo intrínseco a nuestros cerebros y que no podemos controlar. Cuando dos personas se miran fijamente como nos estamos mirando nosotros, pasado el rato se siente incomodidad.
Se supone.
Pero a nosotros no nos pasa porque los segundos corren y ninguno aparta la mirada. Hemos debido pasar a la siguiente fase. Como subir un escalón.
Dicen también que el contacto visual moldea la percepción que tenemos de la persona que nos mira. Las personas que tienen más tendencia a establecer contacto visual son más inteligentes, más conscientes y sinceras.
Dicen.
Por eso es más probable que creamos lo que nos cuentan, por mucho que una señal de alarma te diga que no, que no es posible. Porque Matt Steiner, alias el innombrable, es un engreído, un desastre con patas, un mentiroso, un mujeriego y una mala persona.
Estoy segura por completo.
Pero en mi cerebro ya no hay certezas o falsedades, mi pobre sistema nervioso ha quedado relegado a una masa de neuronas y fibras inoperativas que ni siquiera son capaces de procesar que seguimos de pie el uno frente al otro en la biblioteca del instituto. Mirándonos. Nada más y nada menos.
Dicen que la química del contacto visual no termina ahí y estoy comprobándolo de primera mano. Espera que te cuento la mejor parte. O la peor, depende de cómo se mire. Se supone que estamos imbuidos en proceso conocido como "mimetismo de la pupila" o "contagio de la pupila", según el cual sus pupilas y las mías se dilatan y se contraen en sincronía.
¡Por todos los demonios!, no tengo ni idea de si esas estupideces que se me quedan grabadas solo con leerlas una vez son verdad o no.
No veo sus pupilas, lo veo a él. Me refiero a su interior. Está confuso, diría que también está asustado y frustrado. Pero no es por mí. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Algo le ha pasado y no sé qué es.
Se supone que llegados a este punto el cerebro se confunde, o se aclara, no me acuerdo muy bien (no logro concentrarme), pero lo cierto es que todo este juego de miradas se interpreta como una forma de mimetismo social subconsciente, una especie de danza ocular, y se percibe como un gesto romántico.
Ma-dre-mía.
Nunca me había sentido así. ¿Nos estamos enamorando?
Esto no tiene sentido. Ni siquiera psicológicamente hablando. Y menos desde el punto de vista de la ciencia. De cualquier ciencia. Pero el brillo de sus ojos y la desesperación que leo en ellos me atraen peligrosamente. Como si sus ojos fueran el néctar y yo una tonta y confiada abeja obrera que solo puede pensar en recolectar y recolectar. Algo biológicamente imparable, ya me entiendes.
—He tenido que jugar de nuevo —murmura.
—Ajá...
—Y he recordado. No solo lo que se siente al ganar. Lo que se siente al repasar las jugadas, las opciones, las estrategias del contrario...
—Ajá —repito como una tonta, mi cerebro sobresaturado no da para más.
—La he recordado, enseñándome a jugar —murmura echando una rápida mirada a mis labios—. Y no quiero recordar más. Ayúdame a olvidar.
Antes de que pueda seguir preguntándome de qué me habla, sus labios están pegados a los míos.
No hago ni digo nada en respuesta, como es natural. Esto sí que es algo que no esperaba. Y solo puedo pensar en que huele de maravilla. Debo de haberme vuelto idiota.
Quiero separarme de un empujón, decirle que es idiota. Incluso darle un puñetazo. Pero sigo sin hacer nada. Miento, acabo de apretarme contra su cálido cuerpo. Por todos los demonios, chica, la estás fastidiando. ¡Y de qué manera!
—Puedo oír cómo piensas desde aquí, relájate, chica hormiga.
—¡Oye...! —intento protestar, pero vuelve a estampar sus labios contra los míos.
Aquí pierdo un poco el oremus, o sea que dejo por fin de pensar, y sobra decir que es porque nunca me han besado.
Sus labios se abren camino sobre los míos hasta que encajan a la perfección. Nuestras bocas se abren al unísono, como en una coreografía ensayada. Su lengua accede primero a mi boca, pero la mía sale al encuentro como si ella sola supiera qué hacer mucho mejor que yo.
Ahora entiendo por qué en séptimo alguien se refirió a los besos como «danza de lenguas». En aquel momento me pareció un auténtico asco. Ahora ya no estoy tan segura.
Mi cuerpo despierta poco a poco como su hubiera estado hibernando. El frío se derrite con lentitud y un calor tímido comienza a recorrerme. Algo pasa en mí interior que no puedo explicar ni controlar.
Él me aprisiona contra la estantería de libros y caen algunos. Sonrío contra su boca porque tengo la sensación de estar en una peli romántica y estas son justo las cosas que les pasan a los protagonistas de las pelis románticas.
Sus manos están sobre mis mejillas, acunando mi rostro, acariciándome. Me parece demasiado tierno para un tío que debe tener un millón de muescas en el cabecero de su cama. Está siendo delicado, puede que esté conteniéndose, no lo sé. ¿Hay un código de actuación respetuosa cuando besas a alguien? Lo desconozco y es algo que tendré que preguntar a Hana que ha besado a mucho más chicos que yo.
Lo cierto es que tanta consideración empieza a aburrirme, de manera que bajo las manos que tenía apoyadas sobre su espalda en dirección a su trasero. ¿Me atreveré? Por todos los demonios, voy a atreverme. Las bajo del todo y le amaso los glúteos mientras nuestras lenguas siguen dando vueltas una sobre la otra. Tiene un buen trasero, creo. Hana lo definió como culito respingón. Yo lo encuentro más bien duro pero a la vez carnoso.
Da un bote y se separa. Está claro que no se lo esperaba.
—No vayas por ahí, chica hormiga, o tendrás que terminar lo que empieces.
—Aaam ¿puedes ser más claro? Hay dobles sentidos que a veces no capto.
Sonríe con su habitual media sonrisa y eso me hace sonreír a mí. Hablo de su sonrisa bajabragas, por supuesto.
Acabo de entender muchas cosas; y experimentarlas. Del todo.
De improviso me agarra a la altura de las piernas, me levanta y me lleva sobre una de las columnas del pasillo. Me aúpa y termino rodeándole la cintura con mis piernas. La cintura es un eufemismo. Madre mía. Siento su entrepierna dura e hinchada. ¿Eso es por mí? ¿Solo por un beso? ¿Estoy igual que él? Quiero decir, ¿tengo yo el equivalente femenino a una erección? ¿Me siento excitada? No estoy segura.
Me besa de nuevo con voracidad.
—No hay dobles sentidos —me habla entre beso y beso. A ver, más bien entre lengüetazo y lengüetazo, las cosas como son—. Si vuelves a tocarme así puede que te folle contra esta pared.
Un momento, ¿qué acaba de decir? ¿Que va a hacerme qué? ¿No nos estábamos enrollando y ya? Esto es un malentendido en toda regla. Y odio los malentendidos porque soy muy proclive a provocarlos. Ya sea por mi falta de tacto o por mi falta de práctica a la hora de socializar.
Lo único que tengo claro es que no pienso acostarme con él. Tendremos que tener al menos diez o doce citas antes. Y después de tener mucho de esto, ya sabes, enrollarnos. Eso es algo que estoy dispuesta a concederle, pero poco más. Quizás antes de ir a la universidad o si su cumpleaños está lo suficientemente alejado en el tiempo pueda considerar el ofrecerle mi virginidad como un regalo. La gente hace esas cosas ¿no? Debería preguntarle a Hana. Sí, es lo mejor que puedo hacer. Llegados a este punto debo dar por zanjada nuestra pequeña y placentera interacción.
Le doy un buen meneo a la lengua, luego le succiono el labio de abajo y me separo.
—No voy a acostarme contigo. Lo siento si te he dado esa impresión.
Me mira un poco confuso.
—No he planeado nada la verdad, pero perder la virginidad en el suelo de la biblioteca no entra dentro de mis proyectos más inmediatos.
Ahora abre un poco la boca pero la vuelve a cerrar, supongo que la cosa va bien.
—Quizás podríamos salir y conocernos un poco. Darnos un poco de tiempo. Todavía no tengo claro que seas un buen candidato, pero no negaré que hay otras cosas a favor. Sabes besar muy bien, creo, y eso da puntos, ya sabes.
Intento sonar dulce, en los momentos así se supone que una debe ser dulce ¿no?
—Espera, para, para, para. ¿Estás de broma?
Me suelta de repente y se separa unos pasos. Luego se frota la nuca, parece agobiado o puede que inseguro, me hago mucho lío con los gestos y estoy acalorada y nerviosa.
Entonces se ríe y comienza a mirar en todas direcciones.
—¿Esto es cosa de Hana? No, es cosa de las animadoras ¿Amber o Lana? Sí... Tiene su sello. ¿O divertís chicas? —pregunta a gritos en todas direcciones.
No salgo de mi asombro. Ahora sí que no entiendo nada.
—Es una broma, ¡tiene que ser una broma!
Ah, parece que cree que alguien le está gastando una broma, pero no acabo de entender qué le hace pensar eso. Cuando parece convencerse de que no es una broma, su postura y su mirada cambian.
—¿Crees que me gustas? Tiene que ser eso... ¡Es eso!
Siento el dardo de la crueldad, eso sí que sé reconocerlo. La historia se repite.
—Has... has insinuado que me... harías... que haríamos... —Empiezo a enfadarme mucho, ya no soy una niña asustada de trece años—. Solo quería hacerte saber que no tengo inconveniente, pero sí condiciones.
Y no sería ahora, pero eso no lo digo. Tengo la sensación de que lo empeoraría.
—¿Condiciones? Yo no salgo con nadie, Emma.
Ha utilizado mi nombre para decirme esto.
Lo interrumpo con un gesto. No quiero oír nada más. Tengo que pensar.
—Entonces no hay más que hablar. No volveré a tocarte ni tú a mí tampoco. Nos limitaremos a esto.
—¿Esto? —lo afirma con un leve tonillo presuntuoso. Eso sé reconocerlo.
Casi gruño de frustración, pero me controlo por el bien de mi salud mental y de su cabeza, que estoy a punto de golpear.
—No seas estúpido. Sabes que me refiero a mi ayuda con tus asignaturas. Punto.
Se cruza de brazos y me recorre con la mirada. Va a decir algo, pero lo detengo con un gesto.
—Voy a ser clara: me da igual si quieres jugar o no al ajedrez o si prefieres pelar la pava con...
—¿Pelar la pava? ¿Eso no se decía en el siglo dieciocho? —me interrumpe.
—...con todo el maldito instituto. Solo te digo que deberías aprovechar la ocasión que se te brinda aunque sea solo para graduarte ¿es que no quieres graduarte?
Su expresión ha cambiado de repente. Estoy totalmente perdida, no sé si está enfadado o simplemente se está pitorreando de mí. Entonces un recuerdo de mi madre me asalta de repente, sin avisar, tal y como me suele suceder.
Tenía siete años y ella me explicaba por qué Randy Thorton siempre estaba enfadado y nunca quería jugar conmigo. Conmigo ni con nadie.
«Cariño, cuando alguien está a la defensiva su dolor y su enfado sí son reales y sí tienen sentido. Pero no es por nada que haya ocurrido hoy, ni contigo. Randy perdió a su hermana pequeña y está enfadado y dolido por ello. No se lo tomes en cuenta, jugará cuando esté preparado».
Está a la defensiva. Jugará cuando esté preparado. Tiene sentido.
Pero yo ya no quiero esperar ni a Randy ni al innombrable ni a nadie. Quiero jugar, por fin lo he entendido.
Quiero vivir.
Debo ordenar mis ideas y hablar con Hana. En realidad da igual el orden.
—Se ha hecho tarde. Te mandaré unos ejercicios de gramática cuando llegue a casa —digo andando de espaldas—. Hazlos, nos vemos el próximo día.
Salgo de la biblioteca sin mirarlo y sin esperar su respuesta, que me da la sensación de que no va a llegar. Asunto zanjado.
Una sensación rara me recorre las tripas. Enumero los puntos importantes, sobra decir que hacer listas me calma. Uno: nos hemos enrollado, dos: ha habido una especie de malentendido, y tres: he dicho la última palabra.
Toca desarrollar un poco los puntos de la lista porque ¡al fin me han besado y ha sido el innombrable! Y aunque la niña de trece años que todavía vive en mí está saltando de alegría, la cosa merece un poco más de análisis por mi parte. Además, después de enrollarnos, él se lo ha tomado a broma y, en lugar de ponerme a llorar y meter la cabeza en un agujero, le he echado la bronca y para terminar lo he dejado plantado ¿será eso un ejercicio de madurez?
Pero no es eso lo que me tiene alterada y nerviosa. Vale, digamos que tengo múltiples razones para estar alterada y nerviosa: el innombrable me ha dado mi primer beso y ha resultado ser un morreo y un refregón algo más intenso de lo que me esperaba que sería.
Lo que me tiene nerviosa es otra cosa.
Lo mire por donde lo mire y lo analice como lo analice, todo esto es un enorme error. No me gusta cometer errores, los errores por definición me desagradan. Lo confieso, odio equivocarme. En mi fuero interno ya sabía que Matt Steiner fue, es y será un error. Fue un error enamorarme de él en octavo y dejar que me rompiera el corazón. Yo no cometo errores y mucho menos los repito.
Pero Matt Steiner es el menor de mis problemas, la evidencia se muestra muy clara ante mí: el mayor error que he cometido es pensar que podría esconderme de mí misma. De mi verdadera naturaleza. Pensar que, porque un chico me rompiera el corazón, no merecía la pena volver a fijarme en otros.
Aparté a los chicos como la única manera de mantenerme alejada del sufrimiento.
Creí que el amor es malo, que la atracción o el mero hecho de que alguien pudiera gustarme no eran para mí, y que sentir me haría sufrir a la fuerza.
Ahora sé que no es así. No podía estar más equivocada. Es posible enamorarse, de la persona adecuada.
Y Matt Steiner no es la persona adecuada.
Pensar en que pueda serlo sí que sería un error monumental.
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