Capitulo 4. El día "D"
Emma
Hormigas, tengo que pensar en hormigas.
Cuando cumplí ocho años mi padre me regaló una granja de hormigas. Sé mucho sobre las hormigas. No hay nada más relajante que pensar en hormigas. Al menos para mí.
Actualmente se calcula que hay más de diez mil especies diferentes. Es imposible saber a ciencia cierta el número aproximado de individuos pertenecientes a la extensa familia de las Formicidae, que es su nombre científico. Aunque es verdad que existen estimaciones: por ejemplo, Edward O. Wilson, biólogo de Harvard y experto mirmecólogo, calcula que en todo el mundo puede haber entre unos mil y diez mil billones de hormigas. Por cierto, el día en que me enteré que había un término específico para designar al especialista en hormigas casi me muero de la impresión. Agradable, por supuesto. Me refiero a la impresión.
Pues bien, a lo que iba: las hormigas nos superan en número con creces. Además, hay cierto paralelismo entre la sociedad de las hormigas y la nuestra. Las hormigas son capaces de resolver problemas complejos y eso es más de lo que algunas personas consiguen. Por eso me gustan las hormigas.
Llevo con el corazón acelerado desde que he puesto el pie en el instituto. Me voy a librar del infarto de puro milagro. Salgo de clase de literatura inglesa y escritura avanzada para ir hacia la cafetería. No me he enterado de nada y me duele en el alma. Por todos los demonios, es mi clase preferida y apenas he alzado la mano. La señora Cavendish se ha dado cuenta de que estoy distraída, lo sé porque me ha mirado con el ceño fruncido varias veces y antes de salir me ha preguntado en un susurro si me encuentro bien. He tenido que mentir porque no estoy bien. Nada bien.
Me cruzo con Noah de camino a la cafetería y me mira con interés.
—Te debe pasar algo horrible cuando Hana ha bautizado este día como el día D.
Asiento repetidas veces. Debo parecer una neurótica, pero de las de verdad, nivel ingreso hospitalario. Puedo notar como los nervios se enroscan en mi estómago.
Hoy es el día. Hoy al salir de clase he quedado con el innombrable para estudiar juntos. Después de nuestro breve encuentro en el aula de ajedrez el otro día, le envié un mensaje sencillo: «¿Te va bien el jueves después de clase?» y me contestó con un escueto «Sí». Luego le escribí «Nos vemos entonces en la puerta del instituto a las tres y media, si te viene bien podríamos ir a mi casa» y me contestó con un icono con el dedo pulgar hacia arriba, algo que al parecer equivale a un Ok.
Lo sé, pero si tengo un problema con la interpretación de los gestos en una conversación real ¿cómo no voy a tenerlo con los emoticonos —que al fin y al cabo son gestos— en una conversación virtual?
—¿Te has hecho algo...? Eeesto —pregunta Noah señalándome la cabeza— ¿...en el pelo?
Asiento y le sonrío, es un encanto por haberse dado cuenta.
Noah es el quarterback del equipo de fútbol americano y novio de Hana. A ella le resbala ser o no popular. Está muy por encima de eso. Tiene la suficiente seguridad en sí misma para ser respetada por todos. En realidad su truco es que da mucho miedo, si me da miedo a mí que soy su mejor amiga imagina al resto.
Noah es un chico de lo más normal al que tampoco le hace especial ilusión que la gente esté pendiente de él. Fue el quarterback suplente hasta que Tom Prescott se fue a la universidad y ahora él es la estrella del equipo. Los populares se pirran por la pareja, pero la verdad es que ellos los ignoran bastante, para desesperación del resto de compañeros de equipo y gran parte de las animadoras. Ya sabes, los estereotipos que perduran en el ambiente del instituto.
Entramos juntos en la cafetería y nos dirigimos hacia la mesa de los populares. Yo me siento algunas veces con ellos. En días especiales, como el de hoy. Hana me ha estado haciendo señas desde que hemos entrado, se levanta, le dice algo a Amber, que tarda en procesar lo que le pide, y se levanta presa del desconcierto. Cuando llego, Hana separa la silla y palmea el asiento con mucha ceremonia.
—Ya estás aquí, toma, te he guardado un sándwich de atún, ensalada de pepino y zumo de frutos del bosque —dice poniéndome una bandeja delante, todo son sonrisas.
Luego hace un ruidito estridente que no soy capaz de definir.
—¡Te está aguantando genial el pelo!
Noah se ha sentado al otro lado de Hana y está hablando con algunos chicos del equipo; las animadoras revolotean a nuestro alrededor mendigando un poco de atención. No la mía, por supuesto, yo soy invisible para todos ellos.
¿Por qué me considero invisible? Muy fácil, es cierto que estoy ahí, en ocasiones voy con ellos durante el día, pero la mayor parte del tiempo no participo ni sigo las conversaciones, me limito a estudiar o a escribir. La gente se ha acostumbrado a mi presencia sin más, pero no interaccionan conmigo ni yo con ellos. Salvo con Hana y Noah, claro, que serían los únicos que se darían cuenta si se me tragara la tierra.
Hana me mira y se me eriza todo el vello del cuerpo. Sonríe y suspira. Es como si yo fuera su perrita y ella mi orgullosa dueña después de una sesión de peluquería canina. Estoy segura de que ahora mismo me ve como un caniche gigante. Hoy antes del amanecer ha cruzado la calle plancha de pelo en mano. Su aire marcial la hacía parecer un comando de las fuerzas especiales a punto de entrar en combate.
Hana chasquea sus dedos delante de mí y dejo de divagar.
—Lo estás haciendo otra vez —afirma.
Me conoce demasiado bien.
—Es normal estar nerviosa, Em. Todo va a ir bien —asegura y me frota el brazo con fuerza.
Hormigas, tengo que pensar en hormigas.
Se levanta, ya es casi la hora de volver a clase, me mira fijamente y me suelta:
—Deja de pensar en hormigas y por Dios, no se te ocurra hablarle de hormigas al innombrable si quieres que esto llegue a buen puerto.
Le devuelvo la mirada, pero estoy pestañeando de pura frustración porque no puedo entender por qué no me escucha.
Le hago una seña para que no se vaya con los demás, debo hablar con ella muy en serio. Estoy a punto de explotar, espero a que el enjambre de animadoras y jugadores de futbol vaya dispersándose. Hana se despide por fin con un beso de Noah mientras no dejo de moerderme las uñas.
Una vez estamos a solas intento reunir el valor para decirle:
—Estoy nerviosa y tus estúpidas expectativas no me ayudan. No voy a enrollarme con el innombrable. Odio al innombrable. Te he dejado que me peines y me acicales porque sé que te hace feliz. Por favor, Hana, esto me resulta muy desagradable.
—Em, no hay nada de malo en sentirte atraída por alguien, fue tu crush en octavo, solo quiero que te dejes llevar y disfrutes un poco de la vida. ¡Tienes diecisiete años y sigues siendo virgen!
—Sabes de sobra que mi cumpleaños es en Navidad —afirmo con los dientes apretados—, todavía tengo dieciséis y no hay nada de malo en ser virgen a los dieciséis.
—Arrrgg, me exasperas. Haz lo que quieras. Tú solo limítate a contarme con pelos y señales todo lo que pase. Te llamaré esta noche.
Se da la vuelta y enfila hacia el pasillo, pero antes de llegar a la puerta exclama:
—¡Y no pienses en hormigas! Crees que te hace bien, pero no es así. Tú solo respira hondo.
Las tres y media llegan mucho más rápido de lo que me gustaría. Es curioso cómo trascurre el tiempo: va rápido cuando quieres que vaya lento y lento cuando quieres que pase rápido. Es una especie de injusticia cósmica con la que se castiga a la raza humana por una razón que se me escapa.
A ver, lo mío son las letras, pero no se me dan nada mal las matemáticas y la física, y siempre me he preguntado cómo sería vivir si fuéramos conscientes de todas las dimensiones que de verdad existen. El tiempo no deja de ser una dimensión. La teoría de cuerdas postula que debe haber al menos diez dimensiones de espacio más una para el tiempo, pero hay físicos que discuten que hay más. De acuerdo con la teoría de cuerdas bosónicas serían veintiséis y es lo más alto que los físicos convencionales están dispuestos a llegar por el momento. ¿Pero y si fueran cincuenta? ¿Qué importancia tendría entonces el paso del tiempo? Una sola dimensión frente a cincuenta... ¡Sería alucinante!
—Aquí estás —dice una voz a mi espalda.
¿Cómo he llegado hasta la puerta el instituto? Tengo que dejar de divagar.
—¿Estás bien, empollona?
—No me llames así —reacciono.
—¿A tu casa, entonces?
—Aaam... ¿vale?
Parezco idiota, soy idiota. Hormigas, hormigas. Piensa en hormigas. Entonces veo la cara de Hana y respiro hondo. No pienses en hormigas, respira, respira hondo.
Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que he vuelto a desconectar. Estamos junto a una moto, es vieja, pero está cuidada. El innombrable la arranca, se coloca un casco y desliza su mochila para que le cuelgue delante. No entiendo que está pasando hasta que me tiende otro casco a mí. ¡Quiere que suba con el!
—No... no puedo.
—Es segura. Iré despacio —confirma tendiéndome de nuevo el casco.
—Es que yo vengo en bici —consigo articular.
Señalo el aparcamiento de bicis en el que destaca una bici solitaria. La mía. Entonces gruñe de una manera que no sé interpretar, no sé si está enfadado o solo irritado, pero al menos sé reconocer que no es algo bueno.
—Ve —se limita a decir—. A por la bici —aclara al ver que no reacciono.
Le hago caso sin plantearme nada más, las interacciones con desconocidos me impiden pensar con claridad. Vale, el innombrable no es un completo desconocido, pero casi es mucho peor solo por el hecho de ser él. No olvides que tenemos un pasado. Un pasado ridículamente corto y desastroso, pero un pasado al fin y al cabo.
Cuando llego con la bici, se baja de la moto, desliza las patas de apoyo y me arranca la bici de las manos.
—Sube —ordena.
—No.
—Se quita el casco, lo deja en el asiento y se agacha para quedar a mi altura.
—¿A cuánto está tu casa de aquí?
—Veinte minutos más o menos —murmuro.
—No pienso a esperar veinte minutos a que llegues, tengo prisa y ya hemos perdido mucho tiempo ¿vale? Iré despacio —asegura de nuevo.
Ya, sí. Qué bien. Solo asiento. Creo que no tiene sentido discutir.
Se da la vuelta y saca de su mochila una especie de goma con dos ganchos en las puntas con la que engancha el manillar a la estructura de la bici y esta al trasportín, de manera que la bici rodará sobre la rueda trasera. Tengo que reconocer que es ingenioso.
—Ponte esto y sube —ordena, ahora creo que está claramente enfadado.
Le hago caso, no es que tenga muchas opciones.
Le doy la dirección y me deslizo sobre el asiento lo más pegada al trasportín que puedo y él se sube delante. Menos mal que no he hecho caso a Hana que quería que me pusiera una falda. Bueno, la falda. La única que tengo.
Sentir su cercanía me está matando, no sé si lleva la mochila delante para que me pegue a él o es un tema de aerodinámica. No creo que me quiera pegada a él, lo de la aerodinámica tiene más sentido. El caso es que intento quedarme un poco a distancia, pero en el primer frenazo termino incrustada en su espalda. No sé montar en moto. Parece complicado, intento seguir los vaivenes de su cuerpo porque parece importante.
—No te muevas tanto —me parece oír, lo cierto es que con el casco ni oigo ni veo. Además estoy sudando tanto dentro de él que me temo que mi pelo va a ser un desastre. Una hora de plancha para nada.
Llegamos a mi casa en cinco minutos. Tengo que darle la razón, es más cómodo viajar en moto que en bici. Pero me ha mentido, no ha controlado la velocidad. Y no me gusta que me mientan.
—Me has mentido —protesto tras quitarme el casco—, has venido muy deprisa. Demasiado.
Se encoge de hombros y suelta la bici. La sujeto por el manillar y la hago rodar hasta dejarla caer tras el seto que hay junto a la puerta de entrada al garaje.
—Te concedo que lo de la velocidad es relativo —responde.
—La velocidad es una magnitud objetiva —recalco.
—Lo que tú digas, empollona —dice bajándose de la moto.
—¿De verdad vas a darme la razón como a los tontos?
Se encoje de hombros de nuevo. Finge que no le importa, pero sé que sí. Espero que me siga y también que me conteste. Apoyo las manos en la cintura y todo.
—No existen las verdades absolutas, empollona, puede que la velocidad sea una magnitud que se pueda medir, pero no puedes medir las sensaciones que provoca a cada persona. A ti te da miedo, a mí me gusta.
—No me da miedo y no tienes razón: si conduces por encima del límite de velocidad hay al menos un grupo de personas al que le parece que vas demasiado rápido. Me refiero, claro está, a quienes dictan las normas.
Sonríe de una manera que casi me desarma.
—Ni siquiera lo he hecho por ti.
—¿El qué?
—Venir despacio, lo he hecho por tu bici. Pero no esperes que lo haga la próxima vez.
Tardo un segundo en entender lo que quiere decirme.
—No te preocupes, no habrá próxima vez —respondo sin esconder que estoy molesta.
Noto como sonríe a mi espalda. Y odio no controlar la situación.
Saludo a mi padre al entrar, que lee el periódico y casi ni me mira.
—Papá, este es Matt es chico del que te hablé.
—Señor Miller... —dice a modo de saludo.
Mi padre levanta un segundo la vista del periódico y le echa una mirada rara a Matt que imagino que pretende ser de advertencia.
—Hola, Matt, un placer conocerte. Emma, la puerta del cuarto abierta, dentro de un rato os subiré algo de comer.
El hecho de que mi padre piense que pueda ocurrir algo entre nosotros me da una vergüenza ajena tremenda. Le he hablado de él, no he entrado en muchos detalles: es un chico que necesita ayuda con los estudios y no he podido negarme. Poco más. Pero en la ecuación nunca ha estado que pueda pasar nada, por mucho que Hana y mi padre se empeñen en ello. No sé qué le pasa a todos.
—Claro, papá.
Le hago una seña a Matt para que me siga hasta mi cuarto. Enciendo la luz y entramos, dejo caer la mochila junto a la mesa y salgo de nuevo a buscar una silla para él.
Cuando vuelvo me lo encuentro inclinado sobre la única granja de hormigas que tengo en mi cuarto (las demás están en el garaje).
«...Y por Dios, no se te ocurra hablarle de hormigas al innombrable».
Reproducir en mi mente la cara de Hana con toda claridad mientras me dice esas cosas es algo un tanto perturbador, pero tengo una memoria visual privilegiada de manera que me impide apartar de mi mente ciertas cosas.
—¿Son termitas?
Me tengo que morder la lengua y casi me hago daño.
—Son hormigas carpinteras, se parecen, pero...
—No lo son —me interrumpe—, pero comen madera también.
No voy a poder contenerme.
—No comen madera, comen de todo menos madera, solo que hacen sus nidos y galerías en la madera. Perforan y expulsan las virutas al exterior, son igual de dañinas si las consideras como plaga, pero no comen madera como las termitas.
—Ya —murmura sin dejar de mirar con curiosidad el hormiguero.
—En tu favor debo decir que es difícil diferenciarlas para un profano. Sobre todo estas, que son carpinteras amarillas.
Por la cara que pone creo que mi intento de ser amable no ha surtido efecto.
—Supongo que no hay apenas diferencia.
—Claro que la hay —exclamo empezando a enfadarme— ¿cómo puedes decir eso? Tienen la cabeza más oscura, el tórax es distinto...
—Lo que tú digas, pero parecen termitas.
—¿Has visto alguna vez una termita? No lo creo, de hecho las termitas, aunque también se las conoce como «hormigas blancas», no son realmente hormigas, pertenecen al orden de los isópteros por lo que están más estrechamente relacionadas con las cucarachas y las mantis que con las hormigas.
—Eres muy rara, chica hormiga —dice componiendo esa sonrisa ladeada que tan nerviosa me pone.
¡Venga ya! ¿Primero empollona y ahora chica hormiga? Me llamo Emma, por todos los demonios. Lo de los motes es infantil y... y... Respira, respira hondo.
Toca centrarse en estudiar y dejar de lado esta estúpida conversación.
—Siéntate, por favor, estamos perdiendo el tiempo.
Asiente tras mirarme un momento.
—¿Has revisado la programación?
Ahora niega con la cabeza, qué bien, me está mostrando todo un catálogo de gestos.
—Empezaremos por francés, creo que es posible que te cueste menos ponerte al día.
Se sienta con la mochila en su regazo y la abre después de resoplar molesto. Saca el libro y el cuaderno de francés y los pone sobre mi escritorio.
Tomo el cuaderno y lo abro. Comienzo a pasar las hojas. Madre mía, es un completo desastre. No creo que pueda contenerme con esto tampoco.
—Este cuaderno es un desastre —digo en un tono lo más calmado posible—. Está desordenado, sucio y desde luego bastante incompleto. ¿Cómo estudias?
—Supongo que no lo hago.
Echo un vistazo a la hoja impresa con sus calificaciones y llevo el dedo hasta francés.
—Bien, empecemos por el principio. Necesitas un 7,75 para aprobar. Vas a empezar por copiar mi cuaderno. Toma.
—Eso puedo hacerlo en casa.
—Ah, no. Mi cuaderno no va a salir de esta habitación.
—Te pones muy guapa cuando me riñes, chica hormiga.
Sonrío. Estoy en modo profesora, sus zalamerías no van a conseguir apartarme de mi objetivo.
—Empieza por la tabla de verbos que hay al final —exijo en un tono que no admite discusión.
No abre la boca para protestar, y eso que sé que quiere hacerlo. No tengo idea de por qué, pero me pasa algo parecido con Hana: me es más fácil intuir lo que le pasa por la cabeza que a otras personas. Con Hana supongo que me ocurre de tanto que la conozco, en el caso el innombrable me resulta extraño.
Al final termina haciendo lo que le pido. Después de dos horas bastante intensas en las que he sido implacable, tenemos el cuaderno y los apuntes al día. Él ha ido rindiéndose poco a poco, tampoco es que le haya dado mucha opción.
—Tienes que hacer las actividades de la página 46 antes del viernes. Si tienes dudas me las mandas por mensaje. El jueves tendremos que dedicarnos a lengua, aunque tengo las expectativas mucho más bajas.
Se echa hacia atrás en la silla y bosteza ruidosamente. Luego se sube los brazos y se estira doblando los codos detrás de su cabeza, pero termina con los brazos en alto, por lo que la camiseta se le sube y unos abdominales más marcados de lo que imaginaba se descubren poco a poco haciendo que trague saliva.
—¿Te gusta lo que ves?
—No seas maleducado, primero te desperezas y bostezas como un animal y ahora insinúas que yo...
—No me engañas, chica hormiga. Sé que te gusto.
Me levanto de golpe, no pienso aguantar sus tonterías.
Me encantaría quejarme, ¡no me llames así!, pero no me sale la voz del cuerpo.
Entonces me agarra de la muñeca y de un tirón seco me obliga a sentarme de nuevo. No me explico de dónde saco fuerzas, solo sé que consigo hablar con una voz increíblemente calmada y segura:
—No te equivoques, me gustabas en octavo. Ahora más bien dudo entre el asco y la pena. Quizás mitad y mitad.
Se ríe a carcajadas y me doy cuenta de que no me había soltado la mano porque lo hace de golpe. Y porque siento un extraño hormigueo eléctrico en mi muñeca, justo donde sus dedos apretaban.
Aparta el plato con los restos del sándwich que nos ha subido mi padre hace un rato y empieza a guardar sus cosas de manera metódica, algo que me sorprende puesto que su cuaderno era un caos. Primero se ocupa de los bolígrafos, luego del lápiz y la goma. Cierra el cuaderno y el libro y lo mete todo en la mochila de manera despreocupada. Solo que lo hace en un orden determinado.
Un maniático reconoce a otro maniático en cuanto lo tiene delante.
Eso hace que me pregunte cosas acerca de él. ¿Qué le pasó además de lo de su madre? ¿Qué hizo que un alumno aplicado y brillante jugador de ajedrez terminara dejándolo y sacando malas notas? No suelo sentir curiosidad por las personas. Incluso Hana se queja de mi falta de interés cuando me cuenta —según ella— cotilleos de lo más jugosos. Me doy cuenta de que estoy divagando de nuevo. Pero no he dejado de mirarlo. Sonríe ufano, cree que me tiene en el bote ¡ja!
Entonces se acerca peligrosamente hacia mí y trago saliva trabajosamente. Tiene puesta su sonrisa torcida, aquella que consiguió enamorarme en octavo, la que me confunde y que Hana llama bajabragas.
Por un momento revivo aquellos sentimientos tan bonitos que me invadieron. Fue un amor inocente, tierno y bonito. Me enamoré de una ilusión. De un chico guapo y bueno que no existía nada más que en mi imaginación. Eso me enfada porque destruyó mis ilusiones. Me hizo aterrizar en el mundo real de una manera muy dolorosa. No he vuelto a fijarme en otro chico desde aquello porque siento que ninguno va a merecer la pena.
Noto sus dedos en mi muslo y me paralizo. Desliza su dedo índice desde mi rodilla hacia arriba hasta llegar a mi cintura y se detiene ahí, dándome toquecitos. Entonces me agarra del brazo para acercarme aún más a él. Me ha recorrido un escalofrío. No, más bien una corriente eléctrica.
Noto su aliento cálido en mi mejilla. Tengo su rostro justo frente a mí, cerca. Muy cerca. Ladea su cabeza y pestañeo. Cuando creo que va a besarme me susurra en el oído:
—Los días en los que debamos estudiar juntos te recogeré por la mañana.
Ni siquiera sé qué ha pasado. No entiendo a qué se refiere hasta que se levanta de golpe. Después de haberlo tenido tan cerca de una manera tan íntima siento un especie de vacío extraño. Es raro. Como el experimento de campos electromagnéticos que hice para la feria de ciencias en sexto. Una vez lo desenchufaba y el magnetismo desaparecía, debía tener cuidado de que las pequeñas partículas imantadas no terminaran esparcidas por el suelo. Así debo estar yo, esparcida por el suelo preguntándome que ha pasado.
—Y sí que te gusto, apenas te he tocado y has temblado como una hoja. El día que te toque a fondo...
¡Y va y se relame! Lo odio. Voy a contestarle, pero no me ha dado opción, se ha ido. Odio que haya dicho la última palabra porque no tiene razón. Hay algo obvio: es un chico. Un chico guapo. Guapísimo, en realidad. Soy una adolescente a la que las hormonas le funcionan perfectamente y está claro que me siento atraída por él. Porque he sentido su cercanía y... Me desespero porque en realidad no hay una explicación lógica. He estudiado con chicos en otras ocasiones y no había sentido nada de nada.
Debo considerar al innombrable como una especie de extraña debilidad de la que debo mantenerme alejada. Como me ocurre con el chocolate, que hace que me llene de granos solo con olerlo.
Tengo que llamar a Hana y contárselo todo o me matará. Aunque odiaré tener que darle la razón en algunas cosas. Pero solo en algunas.
Entonces caigo ¿el innombrable me ha dicho que me llevará al instituto en su moto? ¡Me ha dicho que me llevará al instituto en su moto! Me parece una locura hasta que la sola perspectiva de sentarme de nuevo tras él y sentir su cálido cuerpo pegado al mío me provoca impaciencia.
Me quedo casi en la misma posición, sentada frente a mi escritorio, divagando. Hasta que mi padre me llama para cenar. Una vez sentada en la mesa de la cocina me pone un plato de espaguetis por delante. En vez de echar las especias italianas que me tanto gustan riego el plato con canela. Estupendo, he confundido los botes porque las especias son del mismo color. Los espaguetis están incomibles, pero sigo dando cuenta de ellos sin decir nada.
Si un viaje en moto y dos horas de estudio con el innombrable hacen esto conmigo no quiero ni pensar qué pasaría si me tocara a fondo, como me ha mencionado que hará.
No voy a pensar más en todo esto.
Decido que no quiero más intimidad con él. De ninguna clase. Sin embargo, no tengo idea de cómo voy a manejar la situación. Entre otras cosas porque no imaginaba que fuera a reaccionar de ese modo, solo por un poco de cercanía. Empiezo a pensar en que Hana tiene razón: soy una chica normal, con impulsos y necesidades normales. Una chica a la que atraen los chicos, pero que ha decidido pasar de ellos por las razones equivocadas.
Me acuesto, le pongo un mensaje a Hana y apago el móvil a riesgo de que me mate o se presente en casa de improviso.
Todo esto es demasiado para mi salud mental, necesito olvidarme un momento e intentar dormir.
Una hora más tarde unos golpecitos en mi ventana y alguien refunfuñando me sacan de mi ensimismamiento, sé que es Hana antes de levantarme para abrirle. Tampoco necesito oírla para saber que protesta como un camionero porque ha tenido que subirse al árbol que hay junto a mi ventana y ya no tenemos ocho años.
Sonrío porque en realidad ansío su compañía y, por encima de todo, sé que respetará mi silencio por mucho que se muera por saber cómo ha ido la cosa.
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