Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

9. Tómmund

Tras la muerte de Argus, Mabel tomó la decisión de volver a su ciudad natal. Su esposo había sido lo que la ataba a la aldea de Ydon, junto a sus tres hijos fue él quien dio calidez a los húmedos y fríos inviernos del norte, quien en aquella áspera tierra hizo su tiempo feliz. Sin Argus los días habían oscurecido su color ya de por sí gris, y el horror la visitaba cada noche en forma de espantosas pesadillas.

Tras consultarlo con varias de las personas que más apreciaba en la aldea y hablarlo con Tómmund, decidieron migrar a la soleada y calurosa Ciudad de Jade, una urbe portuaria situada al suroeste del reino, llamada así debido a la tonalidad que adquirían las aguas de la bahía ante la que estaba construida. Allí Mabel aún conservaba a dos hermanas y varias tías y primas que a buen seguro les ayudarían en el inicio de una nueva vida.

Marrón clara, bulliciosa y polvorienta, además de excesivamente recargada de aromas a especias. Ese fue el modo en que Tómmund hubiera descrito Ciudad de Jade el día en que la carreta tirada por dos yeguas atravesó las callejuelas que los llevaron hasta el taller.

La curtiduría pertenecía a una de las viejas tías de Mabel, que ya había trabajado en ella durante su adolescencia. Además de dedicarse a curtir, teñir, cortar y coser el cuero, Mabel pudo alojar a su familia en algunas de las estancias destinadas a viajeros y comerciantes. A la anciana tía le pareció que un joven sano y fuerte como Tómmund, quien además sabía leer, escribir y realizar cálculos, podría ser el adecuado para llevar los cueros al puerto y realizar los cobros.

Tómmund no tardó en adaptarse a la ciudad y su constante trajín. El ajetreo mantenía ocupada su mente, y su avidez de conocimientos se veía colmada por la cantidad de personas de diferentes orígenes con las que tenía que tratar en el día a día. Observaba a los barcos entrar en el puerto y descargar objetos y materiales de lo más diverso, aprendía las palabras necesarias como para poder comunicarse con aquellos que hablaban lenguas de las que nunca antes había tenido noticia, escuchaba su música y trataba de leer los textos que portaban.

De vez en cuando compraba plantas para que su madre pudiera ornamentar el patio interior del taller, aunque las más bellas se encontraban fuera de sus posibilidades. Por tanto localizó al proveedor, y le ofreció un trato: realizaría portes de mercancías a las casas de los particulares durante el viaje de vuelta a la curtiduría, a cambio de que cada semana pudiera quedarse con alguna de las plantas que llegara en cualquiera de los barcos. El comerciante se mostró encantado, y muchas veces regalaba a Tómmund ejemplares enfermos o dañados de extrañas plantas que venían de territorios muy lejanos. Mabel, quien poseía unas asombrosas dotes para el cuidado de las flores, conseguía recuperar a muchas de ellas. El mercader incluso consiguió para el inquieto joven un viejo texto sobre botánica y plantas medicinales, ya que al hombre le agradaba el hecho de que una persona se interesara tanto por aquello que era, además del modo que tenía de ganarse el pan, su pasión. Así, Plantas, uso ornamental y curativo, un texto repleto de delicadas ilustraciones totalmente coloreadas, escrito por Makhmud Ruslan, llegó a ser el libro favorito de Tómmund.

Comenzó a adquirir la costumbre de pasear a través del largo espigón, observando la enorme diversidad de gentes y culturas que poblaban tanto el puerto como sus aledaños, y curioseando entre las cajas o redes repletas de mercancías de todo tipo. Cuando llegaba al extremo del malecón, se sentaba durante un rato y se dedicaba a leer cuanto caía en sus manos. No era capaz de comprender muchos de los textos, pues estaban escritos en lenguas totalmente desconocidas para él, por lo que trataba de localizar escritos que contuvieran ilustraciones detalladas de aquello sobre lo que versaban.

Le encantaba leer unas páginas del libro de Ruslan, observar con detenimiento los dibujos que recreaban con gran realismo las intrincadas formas de sus flores, tratar de recrear en su mente la imagen en tres dimensiones que tendrían en la realidad. Al día siguiente volvía a acudir a Durkhma Treg, al que todos en el puerto llamaban el florista, para ver si en su establecimiento tenía la suerte de encontrar alguna de las plantas que más le habían llamado la atención. Fue el viejo mercader quien le instó a pasear por las calles de Ciudad de Jade y tratar de localizarlas en los centenares de jardines que rodeaban los palacetes de las familias acomodadas, e incluso en las macetas que ornamentaban las ventanas de algunas de las casas más humildes. Las podrás encontrar en los lugares más insospechados ─ le dijo en una ocasión ─. Jade es una ciudad variopinta, muy soleada, es húmeda y calurosa, muy adecuada para el cultivo de muchas plantas, y perfecta para la venta de todo tipo de ellas. Encontrarás las más bellas en los barrios ricos, aunque no por ello tengan que ser las más interesantes. Las plantas nos sirven para muchas cosas, hijo, no solamente para deleitar nuestros sentidos. Es verdad que pueden sorprendernos por su belleza o su intenso aroma, alegrarnos el amanecer, o incluso colmar nuestra vanidad cuando somos capaces de poseer o cultivar aquella que los demás no pueden, pero las plantas pueden ser cultivadas para fines muy diversos. Recorre las calles, busca en lugares soleados pero también en aquellos que permanecen a la sombra, en callejones frescos y también frente a paredes donde el sol secaría hasta a las lagartijas.

Durante un atardecer, tras haber descargado más de un centenar de pieles de vacuno curtidas, decidió internarse en las calles donde la guardia de la ciudad apenas patrullaba. No lo hacían por miedo o por desidia, sabían perfectamente que muchas de las actividades que se llevaban a cabo en ellas bordeaban o bien quebrantaban directamente la ley, y abolir algunas costumbres podría llevar a muchos ciudadanos y viajeros a la crispación. Además, algunos de los usos que se practicaban consistían en negocios más que lucrativos incluso para las clases más altas de la ciudad.

Tómmund caminó ante decenas de tabernas y prostíbulos. Entre ellos, uno podía jugar casi por cualquier cosa en casas de apuestas de lo más variopinto, se podía tratar de acertar desde cuál sería el siguiente barco en perderse en una tormenta, hasta quién sería el próximo senador que comprara una loción para liquidar las ladillas recién adquiridas. Pero no era nada de esto lo que más le interesó, ni siquiera alguna de las nuevas variedades de plantas que logró identificar, sino algo que se encontraba en el centro de una plaza porticada. Allí, la gente se agolpaba alrededor de un estrado en el que dos hombres luchaban sin utilizar más armas que sus propios cuerpos.

Pasó varios días observando, los luchadores subían al estrado y los corredores de apuestas acudían rápidamente hacia cualquiera que levantara el brazo mostrando algo de dinero. Después del combate, el vencedor recibía los beneficios que hubiera pactado con los corredores, quienes mantenían una feroz pelea para atender al máximo de jugadores posibles y llevar una gran cantidad de apuestas. En algunas ocasiones en las que el combate era igualado o participaban luchadores conocidos, las ganancias podían llegar a ser importantes. Sabía que a Mabel no le iba a gustar, y que sería imposible ocultárselo, pero era el mejor modo que se le ocurría para poder pagar un buen profesor para Alda y Alan. Desde que habían llegado a la ciudad, Mabel tenía tantas ocupaciones que apenas le quedaba tiempo para dedicar a los pequeños, y aunque trataba de impartirles lecciones durante el atardecer, casi nunca conseguía hacerlo con la continuidad necesaria.

Los luchadores eran generalmente meros camorristas. Los había duros, pero su técnica dejaba bastante que desear. Tómmund estudió a los más asiduos, y decidió participar únicamente hasta conseguir lo necesario para contratar a un buen profesor durante un año. Encontraría el modo de seguir pagándolo tras ese periodo. También uno de los corredores, un chico de no más de veinte años, había llamado su atención por su viveza y el descaro con el que se codeaba con los adultos.

El día en el que Tómmund peleó por primera vez, el rival que esperaba en el estrado era un velludo gigantón dotado de una técnica más que pobre, pero que ganaba suficientes combates como para volver casi cada semana, debido a la fuerza que poseía.

─ ¡Eh, chico! ─ llamó al joven corredor de apuestas─ ¿Con cuánto te quedarías si subo ahí a darle una paliza a ese fardo de paja?

El muchacho lo miró con desconfianza, pero pronto le guiñó un ojo y le dirigió una sonrisa maliciosa.

─ Te cobraré un cuarenta si ganas. Si pierdes contra ese más vale que te esfumes y no vuelvas, porque no verás una onza de cobre.

Fue un buen comienzo. El público desconfió de las posibilidades del joven muchacho que subió al estrado en cuanto vio la diferencia de peso entre ambos contendientes, y apostó en masa a que el peludo le aplicaría un buen correctivo. El hombretón no fue capaz de alcanzar a Tómmund en ninguno de los golpes que dirigió hacia él, y en cuanto decidió cargar fue lanzado fuera del estrado mediante una ágil llave. Hubo un estallido de risas, cuando el gentío que se había acumulado en torno al estrado a ver cómo el espigado chico salía escaldado, vio volar al velludo gigantón.

Varios días después, Tómmund dejó que su siguiente rival lo alcanzara varias veces, siempre de refilón, antes de derribarlo de un puñetazo lateral en el mentón. Su padre le había enseñado aquel dolorosísimo golpe, y también a propiciar que el rival bajara la guardia y liberara el suficiente espacio como para alcanzarlo de lleno. Para entonces las apuestas se habían cargado lo suficiente como para llevarse un buen pellizco.

Tres combates después, Tómmund tuvo el suficiente prestigio como para negociar un setenta por ciento del beneficio. Como contrapartida, ya no podía escoger a cualquier rival, pues algunos luchadores a los que había vencido con facilidad declinaban enfrentarse de nuevo a él. El peludo volvió a intentarlo dos veces más, y Tómmund simuló tener dificultades en algún momento de la pelea, pero en ninguna de las ocasiones estuvo cerca de perder.

─ Deberías aspirar a algo más ─ dijo por fin Edith, el corredor de apuestas, después de que Tómmund hubiera vencido a diez rivales distintos ─. Yo podría presentarte a alguien que te conseguiría alguna pelea en la que podrías ganar bastante más que aquí.

─ Y supongo que también tú.

El muchacho sonrió mostrando una dentadura en la que faltaban al menos cinco piezas, no todos sus clientes habían tenido porqué estar de acuerdo con el resultado de algunas de las apuestas.

─ Podemos ir a curiosear, si quieres ─ insistió.

Tómmund se lo pensó. El siguiente escalafón, en una ciudad repleta de pendencieros como Ciudad de Jade, podría resultar peligroso. Por otro lado, ya sabía lo que significaba pelear contra buenos luchadores, incluso contra luchadores muy sucios, no en vano había derrotado al Toro de Messenia, entonces vigente campeón de Umbria, unos meses atrás.

─ Solamente curiosear, y me lo pensaré.

Tras el anochecer, cuando todos en la casa adosada a la curtiduría dormían, Tómmund salió al encuentro de Edith. Este lo dirigió a través de las calles que serpenteaban alrededor de la Plaza de los Pescadores, donde el olor a especias apenas podía ocultar el de los restos del pescado no vendido durante el día que aún no habían sido retirados. Caminaron a través de una larga escalinata que ascendía hacia una de las colinas sobre cuya espalda se apoyaba un ala de la ciudad, y llegaron a una de las más antiguas zonas de la misma. Las calles, estrechas y retorcidas, se agarraban a las inclinadas paredes de la montaña como si fueran enredaderas que ascendían hacia la copa de un árbol al que hubieran parasitado. Viejos edificios construidos con enormes bloques de piedra caliza, con sus fachadas abombadas por el peso de la edad, servían de apoyo para construcciones realizadas mediante mampostería y reparadas con bloques de adobe. Aunque la noche era clara y la luz de la luna iluminaba con suficiente intensidad las zonas más despejadas de la ciudad, la antorcha que prendió Edith se hizo casi imprescindible para poder caminar a través de algunas de las callejuelas más estrechas. Afortunadamente, la cantidad de gente que transitaba por ellas hacía que el sinuoso recorrido fuera iluminado de forma bastante eficiente.

─ Hay mucha gente...─ comentó Tómmund, sorprendido.

─ Apuestas, ya te lo dije.

Pronto llegaron ante la puerta de un palacio que, aunque presentaba el frente totalmente desgastado por el viento y el salitre que lo habían castigado durante varios siglos, aún mostraba orgulloso su antiguo esplendor. Las estatuas de dos gigantes barbudos, vestidos únicamente con un taparrabos de cuero, y que portaban sendas porras de madera cubiertas de amenazantes púas, cuidaban la enorme puerta de madera por la que se entraba al interior de la edificación. Edith y Tómmund se detuvieron detrás de la treintena de personas que hacían cola para entrar. El corredor de apuestas levanto el brazo y uno de los dos hombres que controlaban la entrada le hizo un gesto.

─ Acompáñame, hoy venimos invitados ─ dijo Edith satisfecho.

El hombre que los dejó entrar tenía un aspecto casi tan fiero como el de las estatuas que custodiaban la puerta, y lo mismo podía decirse de su compañero. El primero tendría unos treinta años de edad, excesivamente gordo para realizar a la carrera más de treinta o cuarenta varas, pero que probablemente no tendría problemas para moverse en el interior de una pista cuadrangular de lucha. Poseía rasgos orientales, llevaba la cabeza rapada, y su nariz era algo muy parecido a una ciruela aplastada. El otro era una mole constituida por músculo, poseía una poblada barba y su vestimenta, propia del norte de la república, se le hizo muy familiar a Tómmund.

Tómmund siguió a Edith a través de un patio central, adornado en su centro por una escultura realizada en mármol blanco que presentaba a dos luchadores, totalmente desnudos, abrazados en un tenso combate. Atravesaron otra puerta y se dirigieron, escaleras abajo, a un enorme recinto cubierto.

La construcción consistía en una gran pista central de forma circular, que se encontraba rodeada de un alto graderío capaz de albergar a más de cinco mil personas. Edith dirigió a Tómmund a uno de los palcos centrales, donde varias personas vestidas con elegantes ropajes de cuero, telas de lino y seda bordadas con hilos de infinidad de colores y vistosos sombreros, conversaban mientras una decena de esclavos les servían vino, frutos y finas láminas de carne curada y especiada. El joven corredor de apuestas caminó, entre las miradas de curiosidad de aquellos a los que pedía paso educadamente, hacia la mujer que parecía ser en centro de atención del gran palco. Esta los vio llegar y se dirigió a ellos.

─ Así que tú eres el famoso Tómmund del que tanto se habla en la parte baja de Jade ─ la elegante mujer, vestida mediante una fina túnica de lana de color negro con encajes de seda roja en los lados, alargó el brazo y acarició la cara de Tómmund ─. Edith dice que no tienes rival entre los luchadores de tu edad, y que incluso te has enfrentado y has vencido a algunos de bastante más experiencia.

─ No eran especialmente hábiles, señora, quizá fue más demérito suyo que merecimiento propio.

La mujer sonrió de modo amigable y los dirigió hacia el frontal del palco. Desde allí, había una vista privilegiada de la pista de lucha.

─ Oh, llámame Tyra. Es posible que, dependiendo de lo que hagas hoy, nuestra relación comience a ser más habitual.

¿Dependiendo de lo que hagas hoy? Tómmund fulminó con su mirada a Edith, en cuyo rostro encontró un gesto que no fue totalmente capaz de interpretar. ¿Era vergüenza o estupor lo que expresó el corredor de apuestas antes de ponerse a mirar hacia la pista central?

─ En cuanto llegue, Batool te acompañará a la zona de calentamiento ─ continuó hablando Tyra, y de pronto su expresión se hizo más torva ─. Tómatelo en serio, muchacho, esto no tiene nada que ver con las peleas de la zona baja. Tu rival de hoy te partirá el cráneo o la espalda si le das la mínima oportunidad. Edith me ha asegurado que vencerás, y espero que sea así, ya que siento un profundo aprecio tanto por mi oro como por mi prestigio. No todos los días amadrino a un nuevo luchador. Aunque, si vences, no te arrepentirás de haber acudido a mí.

La llegada de uno de los guardas que les habían permitido la entrada, concretamente el oriental que parecía un enorme jabalí calvo, pareció estar coordinada con el final del corto y no muy tranquilizador discurso de Tyra.

─ Batool, acompaña al León de las Montañas abajo, y disponlo en un lugar donde pueda analizar los combates iniciales. Será mejor que, antes de saltar a la arena, sea consciente de lo que va a encontrar.

La mole de piel bronceada extendió el brazo, invitando a Tómmund y Edith a seguirlo. Salieron del palco, y caminaron a través del ancho pasillo donde centenares de personas más disfrutaban de la comida y bebida que les era servida en bandejas por los esclavos. Se apartaban para dejarlos pasar, mientras miraban y saludaban con admiración a Batool.

Llegaron a una puerta lateral y descendieron a través de una estrecha escalera de caracol. Al llegar abajo, se encontraron en una estancia en la que multitud de luchadores realizaban ejercicios de calentamiento y estiramiento. Había algunos más jóvenes que Tómmund, pero muchos eran bastante mayores que él. El aspecto de la inmensa mayoría era poco alentador. Cubiertos de cicatrices, las narices torcidas o aplanadas, las orejas en forma de coliflor, la ausencia de piezas dentales, los dedos torcidos, auguraban una noche complicada.

Batool los dirigió a un lateral poco concurrido, desde donde a través de un ventanuco la pista se podía ver muy de cerca. Pidió a un esclavo que trajera una jarra de néctar de frutos rojos, y los dejó a solas. Entonces Tómmund agarró las solapas de la camisa de Edith y lo empujó hasta que lo hizo chocar contra la pared.

─ Voy a partirte el espinazo en cuanto salgamos de aquí, hijo de puta...

Edith gruñó de dolor, y cayó al suelo en cuanto Tómmund lo soltó. Los hombres que había alrededor rieron por lo bajo cuando vieron a los dos jóvenes forcejeando. Edith se levantó y se sacudió el polvo.

─ ¿Qué haces, imbécil? ─ dijo, como si tuviera que ser él el que estaba ofendido.

─ ¡Debería apalearte aquí mismo, asqueroso traidor! ¡Te dije que me lo pensaría! ¿Qué trato has hecho con esa mujer?

Edith lo miró extrañado, torció el gesto y se lo llevó a un lado.

─ Espera, espera. ¿De verdad eres tan ingenuo como para pensar que puedo traerte aquí, presentarte a alguien como Tyra de Antigua Jade, y dejar que te dediques a curiosear para decidir si te quedas o no?

Tómmund lo miró expectante, comenzaba a sospechar que la lectura que había hecho de la situación, cuando Edith le ofreció presentarle a alguien que podría conseguirle otro tipo de peleas, había podido ser ligeramente equivocada. Confirmó sus sospechas cuando vio que Edith sonreía con nerviosismo.

─ ¿Cuánto tiempo llevas en Ciudad de Jade? ─ preguntó el corredor de apuestas y, por lo visto, también ojeador de luchadores de la zona baja de la ciudad.

─ Ocho meses y diez días.

Edith se cubrió la cara con las manos y comenzó a frotársela con energía.

─ Joder...Sí, eres tan ingenuo como para creer que sigues viviendo en una granja, rodeado de cerdos y vacas...Mierdamierdamierda...No sabes cómo funciona el mundo de la lucha aquí, ¿verdad?

La ovación ensordecedora hizo que dirigieran sus miradas hacia la arena. Seis luchadores, vestidos únicamente con un pantalón corto de piel, caminaron hacia el centro y comenzaron a girar en círculo y observarse mutuamente. Tómmund pudo ver a los centenares de personas que ocupaban las gradas del lado que tenía en frente, la mayoría estaban en pie, comiendo y bebiendo, riendo, gritando. Decenas de corredores de apuestas recogían el desafío emitido por cualquiera de los espectadores, y se lo ofrecían al resto. Tómmund no fue capaz de calcular la enorme suma de dinero que podría moverse durante la velada, viendo la cantidad de luchadores que se preparaban para salir en la zona de calentamiento.

En cuanto varias tubas sonaron a la vez, los luchadores se lanzaron los unos sobre los otros. Comenzaron a pelear sin ningún tipo de orden, lanzando golpes con torpeza, tratando alcanzar cualquier parte del oponente que tenían más cerca. Tómmund vio caer a uno tras recibir una patada en el costado derecho. El hombre trató de proteger su hígado, y recibió otra patada en el cuello por parte de otro luchador. Después este último saltó sobre su cabeza y pisoteó su cara violentamente.

Otro de ellos percutió con el hombro en la cara de un hombre de piel oscura, haciendo estallar en sangre su tabique nasal. El fornido sureño retrocedió medio desequilibrado, y tuvo la mala suerte de que dos hombres cayeran sobre su pierna mientras trataban de derribarse mutuamente. La tibia del mulato chasqueó y la pierna se dobló en un ángulo de noventa grados. El hombre trató de escapar arrastrándose, pero su oponente corrió hacia él y comenzó a patear la extremidad rota.

Tómmund observó horrorizado el vergonzoso espectáculo. El público rugía embriagado por el alcohol, la sangre y la posibilidad de ganar una buena suma de dinero. Miró a Edith, y este se encogió de hombros.

─ Los primeros combates son así. Después mejoran.

─ ¿Mejoran?

Y, dependiendo del punto de vista, mejoraron. Tres combates múltiples después, dos hombres armados con mazas irrumpieron en el centro de la pista y comenzaron a pelear de modo muy diferente a lo que se había visto hasta el momento.

─ Un desafío pactado ─ expuso Edith ─. Esos dos hombres se han enfrentado ya varias veces, y ninguno ha sido capaz de doblegar al otro en el tiempo estipulado, por lo que sus mecenas han optado por un duelo con porra.

─ Porra. El arma más sutil, claro. Toda delicadeza.

La porra golpeó el costillar del más alto y lo lanzó hacia un lado, haciéndole perder su arma. Se arrodilló y pidió clemencia. El vencedor se acercó jadeando, y miró al público. El mecenas del luchador derrotado, asomado en uno de los palcos centrales, lanzó el vino de su copa a la arena. El vencedor reventó el cráneo del vencido de un porrazo descendente, y Tómmund se estremeció.

Se giró, caminó hacia el centro de la sala de calentamiento, y comenzó a estirar. Había tres modos de salir de allí: siendo derrotado, muerto, o como vencedor. Edith le trajo una copa llena de néctar.

─ Tómmund...

─ ¿En qué tipo de combate participaré?

─ Le dije a Tyra que eras un luchador que merecía la pena, Tómmund, no te expondrá a un combate múltiple ni a uno con armas. Probablemente te enfrente a un único luchador.

Tómmund se acercó a una mesa donde había multitud de tiras de tela, y comenzó a envolver sus manos en varias de ellas.

─ ¿Qué tipo de luchador?

Edith lo miró a los ojos y respondió con sinceridad.

─ Uno bueno. Solo le sirves si eres capaz de vencer a un buen rival.

Buen rival. Tómmund no tenía ni idea de lo que podía significar ese concepto en Ciudad de Jade. ¿Sería el Toro de Messenia un buen rival? Si el nivel era ese, le iba a tocar sufrir. Si el nivel era más alto, le iba a tocar sufrir mucho, y quizá perder algo más que solamente el combate.

─ Si peleas bien, aunque perdieras, tendrás más oportunidades de que no te peguen demasiado.

─ Reza por que pierda y me destrocen, Edith. Si no es así, más vale que desaparezcas de la zona baja. Te buscaré, y te juro que te sacaré las tripas si te encuentro.

Tómmund derribó a Edith de un manotazo en el pecho, y se acercó a una pared de donde pendían varias espalderas. El corredor se incorporó y lo siguió a una distancia prudencial.

─ Escúchame, Tómmund, por favor.

Tómmund se asió a las barras de la espaldera, lo miró y permaneció en silencio.

─ Eres bueno, Tómmund, joder, eres bueno de verdad, de lo contrario no te habría traído aquí. También yo corro un riesgo hoy. ¿Sabes qué me ocurrirá si demuestras ser un luchador común, o directamente malo?

─ Espero que te partan las piernas, como poco.

─ Oh, te aseguro que te sentirías satisfecho, pero te he presentado a Tyra porque creo de verdad que puedes ganar peleas, y también que puedes llegar a ganar en un combate lo que ganarías en el puerto durante todo un año, pegándote con los montones de heno a los que apaleas sin esfuerzo. Te he visto disimular, hacer que crean que no eres tan bueno, pero a mí no me engañas, no, yo he visto pelear a muchos, algunos de ellos realmente buenos.

─ ¿Cuánto sacas de esto?

─ Diez piezas de plata.

Tómmund lo miró con los ojos muy abiertos. No podría ganar diez piezas de plata portando pieles en menos de seis meses.

─ ¿Cuánto gano yo?

─ Tyra te pagará bien si ganas, quizá veinte o veinticinco piezas de plata. Nadie te conoce aquí, Tómmund, no apostarán por ti. No sé a quién te van a enfrentar, pero seguro que será alguien por el que apostará la mayoría. Tyra esperará que venzas, aunque quizá se conforme con que el combate sea bueno, aunque pierdas.

─ León de las Montañas, así me ha llamado Tyra. Qué estupidez, no hay leones en las montañas de las que provengo.

Edith rió por primera vez en lo que llevaba de noche.

─ Había que ponerte un nombre, no se me ocurrió nada mejor.

─ Osos. En mis montañas hay osos. Tan grandes que destriparían a un león sin demasiado esfuerzo.

Después Tómmund cerró los ojos y se concentró en el ejercicio. Nada podía ser peor que enfrentarse a un Lobohombre o a un grupo de Nocturnos. Decidió que desayunaría junto a Alda y Alan.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro